Alejandría, 11 de enero de 1915
El árabe se acercó al navío. Observó cómo los marineros cargaban lentamente la mercancía. Era de noche y el puerto, normalmente atestado, se encontraba vacío y silencioso. Aprovechó el descuido de la tripulación y se introdujo en un inmenso tonel vacío. Un fuerte olor a pescado le revolvió las tripas, se tapó la boca con la mano y esperó en silencio a que le introdujeran en la gran bodega.
Unos minutos más tarde se encontraba en las entrañas del barco. Salió del tonel y miró a su alrededor. Apenas se veía nada. Estaba completamente a oscuras. Buscó en su bolsa un mechero de mecha y lo encendió. Miró la gran sala. Había cientos de cajas de diferentes tamaños. Se acercó a una y la abrió, dentro había suficientes latas para alimentarse durante todo el viaje.
Se sentó en el suelo e intentó calcular qué hora era y dónde se encontraba la Meca. Cuando se sintió seguro, se puso de rodillas y comenzó sus oraciones.
Mientras oraba, su mente voló a su pequeña aldea de Persia. Se imaginó a su madre trayendo un gran cuenco de leche de cabra y las risotadas de su padre cuando regresaba del huerto. ¿Qué habrá sido de ellos?, se dijo. Notó un fuerte pinchazo en el corazón e intentó frenar una lágrima que se escapaba de sus ojos.
Rebuscó en uno de los bolsillos y sintió el tacto frío de la joya. A medida que la frotaba entre los dedos, comenzó a calentarse y a él le invadió una especie de paz. Abrió los ojos y al mirar hacia su mano, vio como la joya brillaba en medio de la oscuridad.