Meroe, 16 de diciembre de 1914
El sol ascendió hasta iluminar la cúspide de las pirámides negras. A medida que se aproximaban, sintieron la melancolía que producen las ciudades abandonadas. La triste figura de los muros derruidos, de las paredes vencidas por el tiempo, el sueño de las estatuas recostadas sobre la arena, el silencio descarnado de las soledades.
Los camellos se pararon frente a las ruinas y todos permanecieron en silencio. Unos meses atrás habían contemplado la grandeza inconmensurable de Giza, pero Meroe tenía el encanto de las cosas hechas a la medida humana. Sus pirámides negras apenas superaban los veinte metros de altura. Sus formas eran sencillas, pero rotundas.
Se pusieron en marcha, dejando atrás las tumbas, y se dirigieron hacia los restos de la ciudad. Lo primero que vieron fueron las ruinas de las murallas, después un gran templo y otros santuarios más pequeños. Cerca de unas grandes columnas observaron un pequeño campamento de tres tiendas. Delante de una de las tiendas, un hombre de unos cuarenta años con anteojos, una barba rala y un pelo liso peinado para un lado, leía tranquilamente sentado. Levantó la vista al oír que se acercaban. No se extrañó de verlos o por lo menos no lo manifestó. Cerró con cuidado su libro, lo depositó junto a una pequeña mesa auxiliar y se puso en pie. Vestía con un pantalón corto, una camisa con bolsillos y unas botas bajas con calcetines gruesos. El hombre hizo una ligera inclinación y los saludó.
—Bienvenidos, Dios los bendiga —dijo el egiptólogo sonriente.
—Buenos días, señor Garstang —dijo Hércules descendiendo del camello una vez que este se hubo sentado.
Hércules avanzó hasta el hombre y le dio un fuerte apretón de manos. Alicia lo saludó también con la mano y después Yamile y Lincoln.
—No esperaba esta agradable visita. No se ven muchos occidentales por esta región, de hecho, nadie ha pasado por aquí desde la última expedición francesa. ¿Ustedes no son franceses, verdad? —preguntó el señor Garstang.
—No, somos de diferentes nacionalidades. La señorita Alicia Mantorella es española; como yo, Hércules Guzmán Fox para servirle.
—Encantado.
—Estos son nuestros compañeros y amigos; la princesa Yamile, su origen es húngaro, pero ha sido criada en Estambul. Y mi fiel amigo, George Lincoln, uno de los más sagaces detectives de los Estados Unidos.
—Es un placer conocer a una eminencia como usted en Egipto —dijo Lincoln.
El hombre sonrió y amablemente le dijo:
—Mis estudios son más modestos, tan solo soy un enamorado de los faraones negros. Pero, por favor, desayunen algo, mis sirvientes les prepararán un poco de café y algo de pan de centeno. Después de su largo viaje ya sabrán que África es un continente fascinante, pero salvaje.
Colocaron varias sillas y se sentaron junto al egiptólogo. A su alrededor las ruinas de Meroe brillaban con las primeras luces de la mañana.
—Es bello, ¿verdad? Aquí uno experimenta una gran paz. Los hombres que construyeron esta ciudad, nos dejaron un gran legado, pero lo peor de ellos mismos ya desapareció. La violencia, la guerra, las ambiciones, ahora son como la arena que el viento amontona junto a las paredes. Todos son polvo.
Hércules apoyó los codos sobre sus piernas. Una brisa refrescó su rostro e intentó imaginar aquella ciudad llena de vida.
—Observen esa muralla derruida. Cuando cierro los ojos puedo ver al prefecto Cayo Petronio encabezando una fuerza de diez mil legionarios, con sus petos de cuero, sus túnicas rojas, ochocientos jinetes con sus corceles engalanados y numerosos auxiliares nubios, con sus pieles de tigre y sus cascos dorados. Petronio había enviado antes unos embajadores para que la reina se disculpara por sus ataques y devolviera los tesoros saqueados. La reina tuvo tres días de alto el fuego antes de que los romanos siguieran la campaña, para dar una respuesta, pero no mandó ninguna embajada a Petronio. La batalla comenzó cerca de aquí. La lucha fue feroz, pero no hubo nobleza ni valor. Las batallas se ganan con astucia y crueldad. Amanirenas perdió un ojo en la lucha. La reina blandió su espada con fiereza y mató a muchos romanos aquella mañana. Muchos de sus generales fueron capturados y enviados a Alejandría como esclavos. —El arqueólogo señaló un lado de la ciudad antes de continuar su relato—. Los romanos fueron conquistando la capital, antes habían caído las ciudades de Pselchis, Premnis y Napata. Meroe resistió el envite y Petronio regresó a Premnis y reforzó su guarnición antes de partir a Alejandría en el 22 a. C.
—Es emocionante —dijo Hércules embelesado por la narración.
—Al año siguiente, en el 21 a. C, la reina marchó sobre Premnis con miles de soldados. Petronio llegó primero y se reunió con los embajadores de Meroe. Por orden del emperador Augusto, los embajadores fueron llevados ante su presencia en la isla de Samos. Según el historiador Estrabón, Augusto concedió todas las peticiones a los embajadores y no exigió a la reina que restituyera los tesoros robados. Según la leyenda, entre los embajadores estaba la propia reina, que hechizó al emperador. Augusto recibió un haz de flechas de oro. La reina le dijo al entregarle su presente: «Son un presente de paz, pero si no deseáis la paz, las necesitareis para resistir mi fuerza» —dijo el arqueólogo.