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Korosoko, Alto Nilo, 22 de noviembre de 1914

Hércules pasó dos días regateando con el jeque el precio de las provisiones y los camellos. La princesa Yamile le había aleccionado sobre cómo negocian los árabes y era entretenido observar a Hércules y al jeque discutir mientras tomaban un té sentados en la alfombra de la casa en la que se alojaban. El jeque insistía en pedir un precio muy alto por sus camellos y Hércules se quejaba de lo delgados y enfermizos que parecían los animales. El primer día, el jeque se levantó y se marchó ofendido. Eso también formaba parte del ritual.

Cuando el jeque se marchó, Hércules se quedó anonadado.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? El jeque es el único hombre en la ciudad que tiene suficientes camellos para el viaje —dijo Hércules, nervioso.

—No te preocupes, volverá. Él es el que ha roto la negociación, ha dudado de tu inteligencia. Lo que tienes que hacer ahora es mandarle una carta alabando su sagacidad y enviarle algún presente. Antes de que llegue la noche responderá —dijo Yamile.

Hércules la miró sorprendido, pero el plan dio resultado. Al día siguiente había dieciséis camellos a la puerta de la casa, además de las provisiones, el agua, un cocinero, el trujamán[17] y un guía.

—Es increíble —dijo Hércules al ver la caravana de camellos.

Partieron aquella misma mañana. Después de dos días de espera, todos estaban impacientes por enfrentarse al implacable desierto. El camino no era fácil. Tenían que atravesar una de las zonas más inhóspitas del mundo, con unas reservas pequeñas de agua y alimentos. No podían contar con encontrar fuentes de agua potable, tan solo había en el camino un viejo cráter apagado, en el que había agua amarga, conocido como Morad. Su destino era Abu Hammad, allí podrían aprovisionarse de nuevo y continuar hasta Meroe.

Cuando la caravana se introdujo en la inmensa llanura de arena y cielo, todos sintieron un escalofrío. Nunca la inmensidad había sido tan claustrofóbica.