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El Nilo, 19 de octubre de 1914

Los preparativos fueron muy rápidos. Hércules fue directamente al Banco de Egipto a retirar sus fondos, mientras que Alicia, Lincoln y la princesa Yamile acudieron al puerto para alquilar uno de los vapores que recorrían el Nilo para visitas turísticas. Decidieron no volver al hotel ni recoger sus equipajes, ya mandarían que se los enviasen si los necesitaban.

Hércules abandonó el banco y se dirigió a la estafeta de correos. Mandó un primer telegrama al cónsul general británico y un segundo telegrama al cónsul español. Si les sucedía algo en el viaje, por lo menos las autoridades sabrían adónde se dirigían.

Cuando Hércules llegó al puerto, sus amigos ya habían alquilado un diabiá.[15] El cascarón no parecía muy estable, pero sin duda era lo mejor que se podía conseguir con tanta premura. Se acercó a la borda y observó por unos instantes a sus compañeros. Lincoln se aferraba a la borda, Alicia caminaba impaciente de un lado al otro y la princesa se encontraba sentada, meditabunda y con la mirada ausente.

—Ya estoy aquí —dijo Hércules, subiendo a bordo. Llevaba meses sin montar en un barco. De hecho, en los últimos años en muy pocas ocasiones había navegado. Muy lejos quedaba su etapa en la marina española y sus años en los servicios secretos de la Armada. En los últimos años se había dedicado a ayudar en algunos casos misteriosos a su amigo Mantorella, el fallecido padre de Alicia, pero en la actualidad vivía ocioso, recorriendo medio mundo.

—Estábamos empezando a impacientarnos —dijo Lincoln apartándose de la borda.

—El capitán nos ha dicho que debemos partir antes de que anochezca. Al parecer, no es seguro recorrer el Nilo por la noche, por lo menos hasta que lleguemos a el-Hawamdya —dijo Alicia mientras se abanicaba. Tenía el traje cubierto de sudor. La ligera brisa apenas movía su pelo pelirrojo y rizado.

—Pues ya podemos partir. He notificado al cónsul general británico y al cónsul español que nos dirigimos río abajo hacia Abu Simbel —dijo Hércules quitándose la chaqueta blanca, manchada de sangre, polvo y sudor.

—¿Qué ha hecho? —preguntó la princesa, saliendo de su meditación.

—Informar a las autoridades. Les he dicho que les enviaremos una carta desde cada puerto. De esa manera sabrán que nos encontramos bien —dijo Hércules.

—¡Se ha vuelto loco! ¡Los hombres del sultán se pondrán tras nuestra pista y nos darán caza! —gritó la mujer llevándose las manos a la cabeza.

—Por Dios, cómo puede pensar eso. El Gobierno británico y la embajada española son de fiar —dijo Hércules frunciendo el ceño.

—Hay espías turcos por todas partes. El sultán quiere entrar en guerra con Gran Bretaña para atacar Egipto y recuperarlo para el islam.

—Creo que ha obrado correctamente, Hércules. Si nos sucede algo enviarán una expedición en nuestra busca. Egipto es un país muy peligroso.

La princesa miró enfurecida a Lincoln y después corrió hasta la cabina. Hércules intentó detenerla, pero Alicia le hizo un gesto y fue ella la que siguió a la princesa.

—Ya se le pasará —dijo Lincoln.

—No sé a qué tiene miedo, pero creo que nuestro viaje de placer se va a convertir en una expedición peligrosa —dijo Hércules sentándose sobre unas cajas.

—¿Está seguro de emprender el viaje? La princesa es una total desconocida, apenas sabemos algunos detalles de su vida. Hay dos grupos de hombres siguiéndola. Ya que, como pudimos comprobar esta mañana, los individuos que nos atacaron no eran soldados otomanos.

—Nunca le hemos negado ayuda a una dama en apuros. ¿No es cierto? —preguntó Hércules.

—Los caballeros no podemos eludir nuestro deber, pero por lo menos la princesa tendría que advertirnos sobre los peligros a que nos enfrentamos y quiénes son nuestros enemigos.

—Cuando nos pongamos en marcha y se haya calmado, hablaremos con ella de todo el asunto. ¿Le parece bien?

—Me parece perfecto, querido Hércules.

Hasta ese momento, Hércules no había reparado en los tres marineros que cargaban víveres a toda prisa por la proa. Dos egipcios y un nubio con una gran cicatriz en el ojo derecho se pasaban fardos muy lentamente. El calor del mediodía les hacía sudar copiosamente y sus torsos desnudos brillaban bajo el sol.

—¿Quién es el capitán? —preguntó Hércules señalando al grupo con un leve gesto de la cabeza.

—Ninguno de esos —dijo Lincoln—. Lo tiene justo a su espalda.

Cuando Hércules se giró pudo observar la ennegrecida sonrisa del egipcio. Sus pupilas marrones apenas brillaban en unos ojos barrosos y sucios. Las arrugas le cruzaban la cara de lado a lado y su nariz aguileña estaba amoratada, seguramente por el alcohol. Apenas debía de pasar de los cincuenta años, pero su cuerpo barrigudo, su expresión cansada y su voz mortecina parecían las de un anciano.

—Capitán Hasan —dijo el hombre, extendiendo una mano regordeta y velluda.

Hércules se limitó a inclinar la cabeza. Miró la chilaba del hombre, ennegrecida y desgastada. No parecía un capitán de barco, pero aquello tampoco era un barco.

—Es un honor que hayan elegido el Cleopatra para viajar hacia el sur. Pero, sus compañeros no han querido revelarme cuál es su destino. Un comerciante como yo no puede llevar su negocio sin saber cuántos días tendrán contratados mis servicios —dijo Hasan volviendo a enseñar sus dientes negros.

—No lo sabemos ni nosotros mismos. Por lo pronto necesitamos que parta de inmediato. Nuestra primera parada será en el-Hawamdya.

—De acuerdo, señor.

—Hércules Guzmán Fox —dijo muy serio.

—Señor Guzmán, zarpamos ahora mismo —contestó el capitán Hasan; después, se dio la vuelta y comenzó a gritar en árabe a su tripulación. Los marineros corrieron por primera vez y en menos de cinco minutos terminaron de cargar, soltaron amarras y prepararon inútilmente la vela, ya que no corría nada de aire. Hasan se dirigió a la cabina de mando y desde allí ordenó a uno de sus hombres que encendiera la caldera. En unos minutos, la chimenea del Cleopatra comenzó a lanzar un humo negro, que olía a carbón viejo y seco.

Por fin dejarían atrás el desierto, los camellos y la arena. En las orillas del Nilo los fellahin,[16] vestidos con sus ancestrales ropas, cultivaban las tierras más fértiles del mundo, de la misma manera que sus antepasados lo habían hecho desde la época de los faraones. La llanura se extendía durante kilómetros y al agua del río en ocasiones tornaba del color marrón hasta el azul intenso del cielo egipcio.

Hércules y Lincoln se pasaron a popa y, apoyados en la baranda contemplaron la ciudad. A lo lejos, sus casas y palacios parecían castillos de arena, incapaces de resistir ninguna ventisca, pero la ciudad llevaba siglos guardando las aguas del Nilo, que cada año anegaba el delta y se transformaba en una bella flor de riachuelos y embalses.