Nilo arriba, 813, año sexto del reinado de Nerón
Ciento sesenta armaduras plateadas centellearon en la gran embarcación que con marcha lenta atravesaba la lengua de agua en medio de un océano de arena. Los dos centuriones pretorianos habían prohibido a sus hombres despojarse de sus calurosas y pesadas armaduras durante el día y algunos de ellos habían sufrido quemaduras al tocar sus petos metálicos. Desde hacía tres noches estaban siendo acosados por un pequeño grupo de piratas que, en mitad de la oscuridad, lanzaban flechas incendiarias y bolas de fuego contra su embarcación. Las tres veces habían repelido el ataque y apagado los incendios, pero las velas estaban inservibles y los remeros agotados. No pasaba una jornada en la que no tuvieran que arrojar cuatro o cinco cuerpos a las aguas del río. A ese ritmo, en dos semanas no quedaría ningún remero con vida. Habían dejado atrás la cuarta catarata, pero debido al temor a ser atacados por sorpresa, intentaban mantenerse alejados de la orilla con la esperanza de esquivar a los piratas y entrar lo antes posible en el reino de Meroe. El rey de Meroe había enviado años atrás una embajada de paz a Alejandría y, por lo menos oficialmente, aquella expedición tenía como cometido devolver el gesto al rey nubio. En el barco no transportaban muchas riquezas. Tan solo algunas baratijas, los víveres y un busto del inmortal Nerón, que personificaba su figura. Durante la primera parte del viaje, hasta la primera catarata, les había acompañado la legión destinada en Alejandría, pero el viaje por tierra había sido lento y difícil. Por ello, dado que la misión encomendada por Nerón era secreta, los pretorianos habían pedido al legado que se diera la vuelta y se había embarcado río arriba. Ahora estaban arrepentidos. Con tan solo dos guías y dos intérpretes nubios, en una tierra inhóspita, donde un romano no había llegado jamás, la expedición estaba abocada a fracasar.
—Julio, te veo pensativo. Levanta el ánimo, en unos días estaremos en Meroe y nuestra fortuna volverá a cambiar —dijo el centurión Claudio a su amigo y compañero de armas.
—Soy romano, Claudio. Los romanos no tememos a nada ni a nadie. El césar nos ha enviado aquí con una misión importante y juro por Marte que no volveré a ver las siete colinas hasta que cumpla la tarea.
—Nadie duda de tu valor, pero después de tres noches sin dormir es normal que decaiga nuestro semblante —dijo, molesto, Claudio. No le gustaba la actitud arrogante de su compañero. Él no era romano de nacimiento pero había adquirido la ciudadanía después de pagar una alta suma de dinero por ella.
—Perdóname amigo, pero la tensión está terminando con mis nervios.
Apenas Julio había dicho la última palabra, cuando una nube de flechas cayó sobre ellos. Se escucharon los gritos dispersos de los hombres heridos y los dos centuriones mandaron a los soldados que se pusieran a cubierto. Por la borda comenzaron a subir negros vestidos con pieles de cocodrilo y largos cuchillos punzantes. Eran cientos de hombres surgiendo de las aguas del Nilo, como cocodrilos hambrientos.
La guardia pretoriana, el cuerpo de élite del ejército romano, no se amedrentaba con facilidad. Los soldados tomaron la espada corta romana y formaron una barrera codo con codo en el centro de la cubierta. Del cielo surgieron varias bolas de fuego que rompieron sus filas y los incendios comenzaron a devorar el casco. Julio y Claudio gritaban las órdenes mientras luchaban desesperadamente con los piratas, pero pronto la resistencia de los romanos, agotados por el viaje, sin espacio para organizar su defensa y temerosos de que el barco de hundiera, comenzó a ceder.
Algunos soldados se despojaron de sus corazas para lanzarse al agua, pero antes tenían que atravesar el fuego y la barrera de piratas negros que les esperaban con sus grandes cuchillos. La mayoría de los intentos fracasaban y el soldado era acuchillado por dos o tres negros, y después arrojado al río. En unos minutos, apenas quedaban cincuenta romanos en pie y el círculo iba estrechándose. Julio y Claudio comprendieron que la única manera de sobrevivir era huir en grupo y lanzarse a las aguas del río. Se quitaron la coraza sin dejar de luchar y, en direcciones opuestas, formando dos grupos, los romanos corrieron para salvar sus vidas.
Julio y quince de sus hombres subieron hasta el castillo de popa y lograron hacerse fuertes allí, pero las flechas de sus enemigos les impedían arrojarse por la borda. Claudio alcanzó la proa y la desalojó a mandobles. Con un gesto ordenó que se tiraran al agua y los doce hombres que le seguían se lanzaron al Nilo.
Julio y sus hombres lograron mantener a raya a los piratas, pero varios cayeron heridos por las flechas. El barco comenzó a escorarse y dos romanos acabaron en el agua. Las llamas habían consumido gran parte de la cubierta y ahora comenzaban a ascender al castillo de popa. El centurión pudo observar como el otro grupo de romanos llegaba exhausto a la orilla. Pensó en Claudio y su larga amistad. Por lo menos él le recordaría al mundo cómo muere un romano. El barco se partió por la mitad y la popa se levantó hasta ponerse vertical. Los hombres de Julio volaron por los aires o permanecieron durante unos segundos agarrados a la baranda del castillo de popa, hasta que el barco se hundió por completo.
En la orilla, Claudio, con una decena de hombres, logró refugiarse en unas ruinas, pero fue inútil, nadie les perseguía, sus enemigos se habían esfumado.