Pirámides de Giza, 18 de octubre de 1914
—«La fastuosa necrópolis de Giza se encuentra situada en la meseta de Giza, en las cercanías de El Cairo. Durante miles de años el sol y el viento han moldeado estas montañas de piedra, como un martillo golpea sobre un yunque. En esta gran necrópolis del Antiguo Egipto se erigieron las tres famosas pirámides que han fascinado a los viajeros durante milenios. La más conocida de las tres es la de Jufu,[12] pero sus pequeñas hermanas gemelas de Jafra[13] y la de Menkaura[14] unidas a varias pirámides más pequeñas, templos funerarios y la Gran Esfinge de Giza, forman el conjunto histórico más impresionante del mundo. Unidas a estos fastuosos monumentos reales se encuentran numerosas mastabas de cortesanos y algunos monumentos de épocas posteriores relacionados con el culto a los antepasados. De las tres pirámides principales se conserva su corazón, conformado por bloques de piedra caliza, pero de su hermoso caparazón, de granito rosado, solo quedan algunos restos, pues estos bloques fueron utilizados para construir edificios en la cercana ciudad de El Cairo» —dijo Hércules leyendo el libro, mientras intentaba no caerse de su camello.
—No digo que no sean impresionantes, pero yo prefiero otro tipo de monumentos —comentó Lincoln.
—Escuche esto —dijo Hércules comenzando a leer de nuevo—: «La pirámide de Jafra parece la más alta, pero es debido a que fue construida sobre una zona más elevada de la meseta de Giza; en realidad es la que se adjudica a Jufu la de mayor altura y volumen. La Gran Pirámide estaba considerada en la antigüedad una de las siete maravillas del mundo, y es la única de las siete que aún perdura».
Lincoln se adelantó sobre su camello y con su sombrero de fieltro en la mano en forma de visera observó las enormes montañas de piedra que tenía ante sí. Los norteamericanos tendían a comparar todo con su país, como si los Estados Unidos fuera la medida de todas las cosas. Recordó Washington y los grandes monumentos republicanos y pensó que el fastuoso mundo egipcio no era tan espectacular como todos decían y, sobre todo, no era nada práctico. ¿Cómo aquellos hombres habían gastado su fortuna en la construcción de una tumba?, se preguntó, con su habitual sentido práctico de las cosas.
—¿En qué piensa, querido amigo? —preguntó Hércules, que había logrado sentar a su camello y comenzaba a descabalgar.
—¿Para qué tanto gasto inútil? Los miles de esclavos que debieron trabajar para construir estos templos al ego humano —dijo Lincoln intentando sin suerte que su camello se sentara.
La princesa, con un gesto elegante, se bajó sin esfuerzo de su cabalgadura y comenzó a caminar por la arena. Su vestido brillaba en mitad de la luminosidad del desierto. Hércules no pudo evitar mirarla de reojo. No veía una mujer tan bella desde hacía años. A pesar de su gran belleza, su felicidad truncada y sus ojos melancólicos le conmovían profundamente. A pesar de que él no era un hombre muy sensible, la historia de la princesa le había impactado. Se acercó a ella y le ofreció su brazo. La princesa lo miró a través de su velo y su sonrisa invisible iluminó sus grandes ojos azules.
—Muy amable —dijo la mujer y los dos comenzaron a caminar hacia los monumentos.
—¡Muchas gracias por la ayuda! —gritó Alicia desde su cabalgadura. Uno de los criados había sentado su camello, pero su aparatoso vestido estaba enredado y tardó un buen rato en ponerse en pie. Sus botines blancos de piel se hundían en la arena y apenas avanzaba.
Hércules y la princesa caminaron sin percatarse del mal humor de Alicia, y Lincoln, que ya se encontraba en el suelo, corrió hasta ella y le ofreció su brazo.
—Menos mal que todavía quedan caballeros en este desierto inhóspito —dijo Alicia con una sonrisa.
Lincoln la miró con su piel salpicada de sudor perlado y por un momento recordó el último año que habían pasado juntos. La muerte del padre de Alicia unos meses antes y el poco tiempo que había tenido para completar su duelo la mantenían en un estado de nervios permanente. Sus grandes ojos verdes se encendían con facilidad y su frente pecosa se fruncía en un gesto de disgusto. Un mechón pelirrojo se escapó de su moño y Alicia comenzó a quejarse de nuevo.
—De todos los lugares del mundo teníamos que venir a parar aquí —refunfuñó.
—Aquí estamos a salvo. La guerra ha comenzado en Europa y las noticias que llegan no pueden ser más desalentadoras. Los alemanes han conquistado Luxemburgo y Bélgica —dijo Lincoln con tono grave.
—Pero, ayer leí en el periódico que los franceses les han parado en Marne, la guerra no puede durar ya mucho —dijo Alicia comenzando a dar pequeños pasos sobre la arena.
—Me temo que la guerra durará todavía meses. Los alemanes avanzan en el frente oriental y Rusia no parece muy preparada para resistir sus envites —dijo Lincoln.
—¿Piensa realmente que estamos seguros aquí? Si los turcos entran en la guerra al final y atacan a los británicos, Egipto será uno de sus objetivos primordiales —dijo Alicia abriendo una gran sombrilla.
A pesar de ser muy temprano, el sol del desierto era tan potente que sentían toda su fuerza. El pesado vestido de Alicia apenas le dejaba transpirar. Observó a Lincoln y le impresionó su cuerpo sano y juvenil en aquel traje blanco. No había cambiado mucho en todo ese tiempo. Su pelo había tomado un tono grisáceo en las sienes, pero su piel caoba seguía siendo limpia y sus grandes ojos negros mantenían una inocencia que había visto en pocos hombres. Ella se había criado en La Habana y había visto negros de todos los tonos, pero Lincoln parecía un príncipe nubio, tanto en su porte como en su educación.
—Si los turcos atacan, Hércules tiene previsto que marchemos a América —dijo Lincoln.
—¿A los Estados Unidos?
—No, Alicia. Su gusto por la antigüedad le impide ir a residir a mi país. Le gustaría recorrer el Yucatán y viajar al Perú.
—Mosquitos, calor tropical. Creo que prefiero a los fieros otomanos —bromeó Alicia comenzando a recuperar su buen humor.
Alicia y Lincoln llegaron hasta donde estaban sus dos compañeros y miraron la Gran Esfinge de Giza. La roca caliza estaba muy desgastada en la base, pero la colosal estatua seguía siendo majestuosa.
—Y ustedes se querían perder esto —dijo Hércules levantando los brazos hacia la Esfinge—. Es una de las maravillas de la humanidad.
—En el palacio había visto algunos grabados con la Gran Esfinge, pero no podía imaginar que era tan bella —dijo la princesa apartándose por unos instantes el velo. Sus mejillas blancas estaban enrojecidas por el calor sofocante y su respiración fatigada realzaba su pecho debajo del vestido.
Hércules se quitó el sombrero blanco y se secó el sudor de la frente con un pañuelo. El viaje a Egipto había sido penoso. Europa estaba en guerra y cruzar la frontera francesa no fue tarea fácil. La travesía desde Italia había sido larga y ardua. El buque tenía que parar constantemente y sufrir registros ante la posibilidad de transportar armas para alguno de los beligerantes. Ahora, frente a aquel fabuloso espectáculo, pensó que todos sus esfuerzos habían merecido la pena. A pesar de que sus amigos no compartieran su pasión por Egipto.
Lincoln lanzó una mirada rápida a la Esfinge y se sentó en una piedra grande. Alicia le acompañó y los criados se apresuraron a darles unas bebidas reconfortantes. Hércules se acercó con el gesto torcido. No soportaba su actitud ante el arte.
—Parece mentira que dos personas educadas como ustedes no aprecien una de las grandes hazañas de la civilización. Usted, Lincoln, me hizo visitar el barrio copto de El Cairo para ver esa absurda iglesia de barro, pero es incapaz de admirar tanta belleza —dijo Hércules con los ojos desorbitados.
—¿Iglesia de barro? Allí se venera la casa donde habitó la Sagrada Familia durante su estancia en Egipto —contestó Lincoln, frunciendo el ceño.
—Eso es una leyenda. ¿Quién puede saber a ciencia cierta dónde vivió una familia humilde de emigrantes hebreos del siglo i? —dijo Hércules intentando molestar a su amigo.
—Un respeto —dijo Lincoln poniéndose en pie—. La Sagrada Familia no eran unos miserables emigrantes judíos.
—Pues según el Evangelio, sí.
—Bueno, señores, no empiecen de nuevo —dijo Alicia colocándose entre los dos—. Ahora estamos aquí y es mejor que todos hagamos un esfuerzo por disfrutar de estos monumentos.
Los dos hombres se calmaron. Los tres abandonaron las ruinas y se aproximaron a la princesa, que parecía ensimismada con el paisaje.
—Disculpe, Lincoln y yo somos dos viejos amigos, pero cuando nos enzarzamos en una discusión se nos olvidan los modales —dijo Hércules a la princesa.
—No se preocupe. Tengo entendido que los españoles son muy pasionales. Usted es español, ¿verdad? —preguntó la princesa a Hércules, que comenzaba a sonreír de nuevo.
—Alicia y yo somos españoles, aunque ella nació en Cuba. Su padre era un almirante de la Armada y ella se crió allí.
—Que vida tan fascinante la suya. Han recorrido juntos medio mundo. Yo tan solo conozco mi cárcel dorada del harén y ahora esto —dijo la princesa señalando al horizonte con las manos.
—Una de las cosas que más me conmueven al contemplar las pirámides, es la idea de que otros muchos las contemplaron antes que nosotros. Por ejemplo la Gran Esfinge es una estatua monumental. ¿Saben que fue esculpida, posiblemente, durante la dinastía IV de Egipto hacia el siglo XVI antes de Cristo? —dijo Hércules, con los ojos muy abiertos.
—Parece que está construida de una sola pieza —comentó Alicia mientras jugueteaba con su parasol.
—Tienes razón, Alicia. La Gran Esfinge se talló en un montículo natural de roca caliza en la meseta. Su altura aproximada es de unos veinte metros —dijo Hércules.
—Pues parece mucho más grande —dijo Lincoln intentando mostrarse interesado.
—Algunos eruditos han afirmado que la cabeza podría representar al faraón Kefrén —dijo Hércules.
—Pues el cuerpo no creo que le represente —bromeó Lincoln.
Hércules lo miró de reojo y continuó con la explicación.
—El cuerpo tiene forma de león. Se cree que en su origen estaba pintada en vivos colores: rojo el cuerpo y la cara, y el nemes que cubre la cabeza con rayas amarillas y azules —dijo Hércules.
—Pues debía de ser preciosa —dijo la princesa.
—Antiguamente la estatua no se encontraba sola, a su lado se erguía un templo frente a ella y otro más al norte, frente a la Esfinge. En ellos se realizaban ofrendas a la «imagen viviente». Todo el conjunto se comunicaba con la pirámide de Kefrén mediante una larga avenida procesional —dijo Hércules.
—¿Entonces, este monumento es lo que queda de un ídolo pagano? —dijo Lincoln.
Hércules no hizo caso al comentario de su amigo y señaló una estela escrita con caracteres jeroglíficos. En ella se veía a dos figuras que ofrendaban delante de dos esfinges.
—La puso aquí el faraón Tutmosis IV. Su nombre es la Estela del Sueño, en ella se describe la promesa que le hizo la esfinge en un sueño al faraón de que sería elegido rey si despejaba la arena que la cubría —explicó Hércules.
Avanzaron hacia las grandes pirámides. Su gigantesca figura se erguía hasta el cielo azulado de la mañana.
—El primer historiador occidental que la describió fue Herodoto —dijo Hércules señalando la gran pirámide.
—Debieron tardar siglos en poner todas esas piedras en su lugar —dijo Lincoln.
—Herodoto nos dice en su libro Historias que el tiempo empleado en la construcción fue de veinte años. Se calcula que en total se emplearon unos dos millones trescientos mil bloques de piedra cuyo peso medio es de dos toneladas por bloque, llegando a pesar algunos de ellos hasta las sesenta toneladas —dijo Hércules.
—Es increíble —comentó Lincoln impresionado por primera vez—. Pero, ¿cómo lograron hacerlo? Toda esa cantidad de piedra.
—Se ha especulado mucho, pero fue una simple cuestión de geometría e ingeniería —dijo Hércules mientras se acercaba a la base de la pirámide.
—¿Adónde vas Hércules? —preguntó Alicia.
—A la cima —dijo el hombre comenzando a ascender por el primer bloque. A pesar de sus largas piernas Hércules tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para pasar de una piedra a otra.
—Yo os esperaré aquí —dijo Alicia—. El corsé, las enaguas. No llegaría ni a la mitad de la cima antes de caer desmayada.
—Pues yo me quedaré con usted, Alicia —dijo Lincoln.
Hércules se dio la vuelta y preguntó a sus acompañantes, malhumorado:
—Pero, ¿ninguno de ustedes va a subir?
La princesa miró a la cima y después de pensárselo por unos instantes, se quitó el chador y se quedó con una amplia blusa de seda y unos pantalones bombachos. Los hermosos ojos y el perfecto rostro de la mujer se correspondían con una escultural figura que se desdibujaba entre la fina tela. Hércules alargó la mano y ayudó a la mujer a escalar los gigantescos bloques. Tras veinte minutos de ascensión, apenas se distinguían las figuras de Lincoln y Alicia. Hércules se sentó en una de las piedras y contempló el hermoso valle a lo lejos. La arena del desierto se transformaba a pocos kilómetros en la tierra más fértil del mundo. La princesa respiró hondo y cerró los ojos para intentar atrapar ese momento.
—El esfuerzo mereció la pena. ¿No cree? —dijo Hércules con la mirada perdida en el horizonte.
—Puede llamarme Yamile —dijo la princesa mientras contemplaba al hombre.
—Yamile. ¿Qué significado tiene? —preguntó Hércules.
—Significa bella —dijo la mujer.
—¿Bella?
Mientras Hércules repetía las últimas palabras, un disparo retumbó en el valle. Miraron hacia abajo y contemplaron como cinco figuras vestidas de negro se aproximaban a toda velocidad hacia Lincoln, Alicia y los tres egipcios que les servían de guías. Hércules comenzó a descender a toda velocidad, saltando de piedra en piedra, la princesa apenas podía seguirlo.
En el suelo, Lincoln notó la explosión del cartucho justo al lado de su mano y se lanzó sobre Alicia arrojándola al suelo. Se refugiaron detrás de uno de los bloques desprendidos y el hombre sacó de uno de los bolsillos un revólver. Los guías huyeron despavoridos y tan solo los tres camellos permanecieron sin inmutarse. Los jinetes vestidos de negro apuntaron de nuevo con sus fusiles y los disparos resonaron en todo el valle.
Hércules saltaba de un bloque a otro con la mirada puesta en sus amigos, que escondidos tras las piedras se guarecían de los disparos. Cuando estuvo a unos veinte metros vio el resplandor de una de las balas al chocar contra la roca y comenzó a bajar más despacio, intentando evitar los disparos que ahora se dirigían hacia él. Unos metros más arriba, la princesa lo seguía jadeante y asustada.
Lincoln apuntó al jinete más cercano y disparó. Su tiro rozó la túnica negra, pero erró el blanco. Los cinco hombres comenzaron a dar vueltas con sus caballos y disparar hacia arriba. Cuando el norteamericano levantó la mirada pudo ver a Hércules agachado, a unos diez metros sobre una gran piedra.
La princesa alcanzó a Hércules, que ahora, completamente tumbado sobre la piedra, disparaba hacia los jinetes. Tenía un brazo apoyado con la pistola en la mano, mientras que con la otra mano se sujetaba el antebrazo. Con la cabeza agachada a la altura de la pistola y el ojo izquierdo cerrado. El hombre disparó y uno de los jinetes cayó de espaldas.
—Uno menos —dijo Hércules, eufórico.
Los otros cuatro jinetes, enfurecidos, soltaron sus armas y desenvainaron las cimitarras, y con espantosos gritos, dos se lanzaron de sus caballos sobre Lincoln y Alicia, mientras que los otros dos, de un salto, subieron a la pirámide y corrieron a por Hércules y la princesa.
Lincoln apenas pudo reaccionar a la suicida acción de los jinetes de negro. Disparó al aire con la esperanza de asustarlos, pero los hombres continuaron su marcha hacia ellos. Cuando estaban a menos de dos metros, Lincoln amartilló de nuevo su arma y disparó a bocajarro al que estaba a punto de abalanzarse sobre él. El jinete cayó muerto sobre él, y Lincoln se desplomó sobre la arena y tardó unos segundos en quitarse de encima el cuerpo inerte. Suficiente tiempo para que el segundo hombre comenzara a blandir la cimitarra.
Los dos jinetes corrieron hasta Hércules, que permanecía tumbado bocabajo, y lanzaron sus cimitarras sobre él. Giró sobre sí mismo y las espadas chocaron contra la piedra. Hércules apuntó y disparó a uno de los hombres, que, perdiendo el equilibrio, se despeñó pirámide abajo. El otro logró atrapar a la princesa con una mano y poner su cimitarra sobre su cuello.
Lincoln esquivó la cimitarra varias veces, pero al final recibió una cuchillada en la mano y soltó la pistola. El jinete, con la mirada inyectada en sangre, sonrió desde detrás del velo que le cubría y volvió a levantar su cimitarra para rematar a su presa.
Hércules miró a la mujer, que con expresión de horror, respiraba agitadamente mientras el filo de la cimitarra arañaba su cuello. El jinete lo miró desafiante, deseando que se acercara para rebanar el pescuezo a su presa. Hércules levantó la pistola y disparó sin pensar.
Lincoln, paralizado por el miedo, se cubrió instintivamente la cabeza con las manos. El jinete negro levantó la cimitarra y lanzó un grito de rabia.
La princesa notó como la sangre recorría su pecho y descendía a borbotones hasta el suelo. Hércules, con expresión ausente observó por un segundo como el jinete cruzaba su mirada, con el rostro cubierto de sangre y la frente perforada por una bala. Su cimitarra cayó al suelo con un sonido metálico y el jinete se desplomó de espaldas.
Un disparo resonó en la base de la pirámide. Lincoln abrió los ojos y pudo contemplar la cara de asombro del jinete. Su brazo herido soltó la cimitarra y olvidando el dolor corrió hacia Alicia, que, con la pistola todavía en la mano, lanzó un grito. Lincoln atrapó uno de los pies del jinete y este tropezó. El norteamericano tomó la cimitarra y le hirió en la espalda. El jinete se revolvió, pero un segundo sablazo le cortó el cuello y su cabeza se desplomó sobre la arena del desierto, tiñéndola de sangre.