Estambul, 17 de octubre de 1914
El Imperio turco era un gran oso invernando. En los últimos cincuenta años había perdido casi todos sus territorios en Europa y su poder se tambaleaba en Oriente Próximo. El sultán había dudado durante semanas de la conveniencia de entrar en la guerra, pero su decisión era inevitable. Si no entraba en guerra y se producía una victoria de las fuerzas de la Entente,[9] su imperio se desmembraría entre los vencedores. Gran Bretaña codiciaba Palestina, Rusia deseaba Armenia y las minorías que había en el imperio no tardarían en rebelarse y proclamar su independencia. En caso de luchar a favor de Alemania y Austria, el imperio podría durar otros cien años. Pero el sultán sabía que la decisión no estaba en su mano, ni siquiera en las de Alá, el gran visir Said Halim y el grupo de jóvenes oficiales eran los que llevaban los asuntos de gobierno y tomaban las decisiones. Aun así, los alemanes parecían los aliados más naturales. Ellos habían adiestrado al ejército otomano durante los últimos años, consiguiendo increíbles resultados. Con un ejército fuerte podrían bloquear a Rusia, su mayor enemigo, y recuperar sus posiciones en el mar Negro.
Mehmed V tomó un sorbo de té e intentó borrar sus preocupaciones de la mente. El gran visir llegaría en cualquier momento y el solo pensamiento de verlo le produjo un escalofrío. Después de haber vivido treinta años encerrado en un harén, con una condena a muerte constante, nueve de aquellos años en la más completa soledad, el nonagésimo noveno califa del islam sabía lo que era pasar miedo. El gran visir podía quitarle del poder en cualquier momento y poner a cualquier otro en su lugar. Pero aquella mañana eran otros los asuntos que lo preocupaban. Hacía poco más de un mes que una de sus esposas había huido con una de las joyas más valiosas que poseía: el Corazón de Amón. No entendía por qué lo había hecho. Era una de sus preferidas a pesar de ser estéril y anciana. Si regresaba, estaba dispuesto a perdonarla, ¿qué otra cosa podía hacer con una mujer de su edad? Aquella esposa había sido una de las más bellas del Gran Harén, la persona en la que guardaba sus más recónditos secretos, pero en su vejez lo había traicionado.
La voz del esclavo anunciando la llegada del gran visir le devolvió a la realidad. Notó como las manos comenzaban a sudarle y se le secaba la garganta.
—Oh gran califa del islam, se presenta ante vos su más humilde siervo —dijo el visir de manera ceremoniosa.
El sultán lo miró atemorizado y le ofreció un asiento.
—Nuestros hombres han perdido la pista de la princesa en El Cairo —dijo el visir.
—¿El Cairo? ¿Qué puede hacer nuestra palomita en El Cairo? Ella odia los climas calurosos y más en aquella zona atrasada y sin comodidades —dijo el sultán, horrorizado.
—No lo sabemos. Nuestros hombres estuvieron a punto de detenerla en el barrio copto, pero dos hombres extranjeros se interpusieron.
—Que contrariedad. ¿Qué vamos hacer ahora?
—Nuestros hombres la siguieron hasta el hotel donde se alojan esos caballeros, al parecer tienen dos habitaciones en el Hotel Continental-Savoy. ¿Ordena que la eliminemos?
—No, por favor. Ya sabe que me interesa recuperar la joya y a la princesa. Lo que suceda con el resto me trae sin cuidado. Esa joya ha pertenecido a nuestra familia desde hace siglos y necesito recuperarla.
—Se hará como deseáis, gran califa del islam —dijo el visir con una ligera reverencia.
El visir se puso en pie y se retiró de la sala. El sultán permaneció unos segundos sentado meditando en silencio. Aquella joya poseía un poder que nadie podía entender. Sabía que su suerte estaba unida a ella. Si el rubí caía en manos inexpertas podía ser muy peligroso.