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El Cairo, 15 de octubre de 1914

Un grito de mujer inundó la iglesia y unos pasos apresurados retumbaron en el suelo enmaderado. Hércules miró hacia el gran portalón de madera y apenas pudo vislumbrar un niqab púrpura que desapareció detrás de una de las celosías laterales.

—¿Ha visto eso, Lincoln? —preguntó Hércules, girándose de repente.

—Ya veo que no le interesa el arte copto. Le dije que podía venir yo solo —dijo Lincoln sin escuchar a su amigo.

Dos individuos morenos vestidos con pantalones bombachos parecidos a los usados por los soldados austríacos y unos kalpak[1] negros entraron en la iglesia y corrieron hasta el pasillo central. Al ver que no estaban solos, caminaron más despacio, mirando de un lado al otro como si admiraran el templo. Los ojos negros de los desconocidos se cruzaron con la mirada desafiante de Hércules, que frunció el ceño y se llevó la mano al bolsillo donde guardaba su revólver. Lincoln se giró y pudo ver como los dos individuos bajaban la vista hasta la chaqueta de su amigo. En ese momento se escucharon unos golpes detrás de la celosía y los dos hombres se dirigieron hasta el foco del ruido. Hércules comprendió que el sonido provenía de la cripta que habían visitado minutos antes, donde se encontraban los restos de la primitiva iglesia de San Sergio, y en la que, según la tradición, se alojó la Sagrada Familia en su huida a Egipto. Por ello, desde el año 859 y hasta el siglo XII los patriarcas coptos eran elegidos en esa pequeña iglesia del barrio cristiano.

Hércules no dudó ni por un momento de que la mujer que se había refugiado en la iglesia estaba en peligro. Con un gesto de la cabeza indicó a Lincoln que lo siguiera, sacando su pistola del bolsillo. En el interior de la cripta reinaba la penumbra, Hércules se pegó instintivamente al muro y se agachó. Tiró de la chaqueta de Lincoln justo antes de que el chasquido de una bala sonara en la pared de piedra.

—¡Cielos! —gritó Lincoln.

—Cállese, si no quiere que nos acribillen —susurró Hércules, que forzaba los ojos para ver algo en la negrura.

Otra bala centelleó a sus espaldas y Hércules disparó hacia el pequeño resplandor. Escucharon un grito de dolor y unos pies que se apresuraban a ascender por la salida. Hércules y Lincoln permanecieron unos segundos callados hasta que los pasos se alejaron y el portalón de la iglesia se cerró de golpe.

—Pouvez-vous m’aider, s’il vous plaît?[2]—dijo una voz apagada en mitad de la penumbra.

—Bien sûr[3] —contestó Hércules en francés.

Hércules y Lincoln notaron una pequeña corriente de humo que se movía hacia ellos. De repente el olor a humedad y podredumbre dejó paso a un perfume suave pero intenso. Entonces vieron una silueta que estaba de pie ante ellos.

—Madame, no sé lo que le sucede, pero no debe temer nada mientras esté a nuestro lado —dijo Hércules, poniéndose en pie.

—Es usted un verdadero caballero —contestó la mujer con un acento desconocido.

Ascendieron por la escalera hasta la nave central de la iglesia. A medida que la luz cubría el manto púrpura de seda de la desconocida, los ojos de los dos amigos se abrieron atónitos. Cuando ella se giró, pudieron contemplar un bellísimo niqab ribeteado con hilo de oro, que envolvía todo su cuerpo. Apenas se veía una pequeña franja de su rostro y sus grandes ojos azules, pero su refulgente mirada anunciaba una hermosura indescriptible.

—Caballeros, me han salvado la vida. —Se escuchó la voz amortiguada por el velo.

—Cualquiera habría hecho lo mismo —dijo Lincoln, quitándose el sombrero y modulando su pobre francés.

—¿Dónde se aloja? ¿Podemos acompañarla a algún sitio? —preguntó Hércules.

—Me temo que no es buena idea que regrese a mi hotel.

—Es cierto —dijo Hércules sonriente—. Puede venir con nosotros, nos acompaña una dama que seguro la alojará en su habitación hasta que encontremos algo mejor para usted. Algo de acuerdo a su rango, princesa.

—¿Cómo sabe…? —preguntó la mujer, aturdida.

—Su porte, sus ropas, el anillo que luce en su mano con el escudo de la casa real del sultán de Estambul —dijo Hércules.

La mujer se miró la mano sorprendida. La joya brilló con la luz que penetraba por el techo de madera. Después el velo se movió levemente y Hércules comprendió que la mujer acababa de sonreír.