Tal es el milagro moral que ha hecho nuestra bondad, hija de la belleza y del amor. Pero merecen destacarse las maravillas intelectuales que han brotado de la misma fuente. Bastará con indicarlas de corrido.
Hablemos antes de las ciencias. Justamente se creía que a partir del día en que los astros y los meteoros, las faunas y las floras dejasen de jugar un papel en nuestra vida, en que las fuentes múltiples de la observación y de la experiencia cesaran de fluir, la astrología y la meteorología estuvieran ya inmovilizadas, la zoología y la botánica convertidas en pura paleontología, sin hablar de sus aplicaciones a la marina, la guerra, la industria, la agricultura, todas ellas de una enorme inutilidad hoy día, dejarían de avanzar un solo paso y caerían en el más completo de los olvidos. Por suerte, estas aprensiones fueron vanas. Es de admirar hasta qué punto las ciencias, antaño eminentemente útiles e inductivas, legadas por el pasado, han tenido la virtud de apasionar y agitar por primera vez al gran público, desde que han adquirido el doble carácter de ser objeto de lujo y material de deducción. El pasado acumuló tales cantidades indigestas de tablas astronómicas, de memorias y de informaciones acerca de mediciones, de vivisecciones, de innumerables experimentos, que el espíritu humano puede vivir sobre este fondo hasta la consumación de los siglos; ya era hora de que por fin se ordenaran estos materiales. A este respecto, la ventaja es grande para las ciencias a que me refiero desde el punto de vista de su éxito, ya que es suficiente con apoyarse únicamente en los testimonios escritos, no en las percepciones de los sentidos, y de invocar a propósito de todo la autoridad de los libros. (Puesto que se habla de la biblioteca, cuando antes se hablaba de la biblia, lo que evidentemente entraña una gran diferencia.) Esta grande e inapreciable ventaja consiste en que la extraordinaria riqueza de la biblioteca en la documentación más diversa, jamás deja corto a un ingenioso teórico, y basta con conjuntar copiosamente, paternalmente, en un mismo banquete fraternal, las opiniones más contradictorias. Era tanta la abundancia de legislación y jurisprudencia antigua en textos y en sentencias de todos los colores, que convertían los procesos en algo tan interesante como las batallas del populacho en Alejandría, a propósito de una nadería teológica. Los debates de nuestros sabios, las polémicas relativas al núcleo vitelino del huevo de los arácnidos, o al aparato digestivo de los infusorios: éstas son las cuestiones vivas que nos inquietan y que, si tuviéramos la desgracia de poseer una prensa periodística, no dejaría de ensangrentar nuestras calles. Pues las cuestiones inútiles y hasta molestas, tienen la virtud de apasionar, siempre que sean insolubles.
Como las querellas religiosas. En efecto, el conjunto de ciencias heredadas del pasado se ha convertido, decidida y fatalmente, en una religión; y nuestros sabios actuales, que trabajan deductivamente sobre datos ya inmutables y sagrados, recuerdan, en proporciones ampliadas, a los teólogos del mundo antiguo. Esta nueva teología enciclopédica, no menos fértil que otras en cismas y herejías, fuente única pero inagotable de divisiones en el seno de nuestra Iglesia, por lo demás muy compacta, es quizás el mayor y más fascinante atractivo para nuestra élite intelectual.
¡Ciencias muertas, a pesar de todo!, exclaman algunos descontentos. Aceptemos el epíteto. Están muertas, es posible, pero al estilo de todas las lenguas muertas con las que todo un pueblo entonaba sus himnos, aunque nadie las hablaba. Lo mismo sucede con algunos rostros, cuya auténtica belleza sólo se observa en el último suspiro. Que nadie se asombre, pues, de que nuestro amor se asemeje a esas majestuosas inmovilidades cuya sombra crece en nosotros, a esas inutilidades superiores que son nuestra vocación.
Ante todo las matemáticas, por ser el tipo más acabado de las nuevas ciencias, han progresado a pasos de gigante. Descendido a profundidades fabulosas, el análisis ha permitido a lo astrónomos abordar y resolver por fin unos problemas cuyo sólo enunciado hubiera hecho sonreír de incredulidad a sus predecesores. De este modo descubren cada día, tiza en mano, no con el telescopio al ojo, numerosísimos planetas intra-mercuriales, o extra-neptunianos, y hasta empiezan a distinguir los planetas de las estrellas más cercanas. Se perciben, con la anatomía y la fisiología comparadas, muchos sistemas solares, los conjuntos más nuevos y más profundos. Nuestros Leverrier se cuentan por centenas. Conociendo el cielo que no ven, se parecen a Beethoven, que aguardó a ser sordo para escribir sus más bellas sinfonías. Nuestros Claude Bernard y nuestros Pasteur son casi igual de numerosos. Aunque no se conceda, en efecto, a las ciencias naturales la importancia exagerada, y antisocial en el fondo, que usurparon antaño durante dos o tres siglos, no se las olvida en absoluto. Incluso hay aficionados a las ciencias aplicadas. Uno de ellos ha descubierto, finalmente —oh, ironía de la suerte—, la dirección práctica de los aeróstatos. Inútiles sí, pero no importa, siempre bellos y fecundos, fecundos en nuevas bellezas superfluas, estos descubrimientos son acogidos con transportes de un entusiasmo febril y les valen a sus autores algo mejor que la gloria: la felicidad de saber.
Pero entre las ciencias, hay dos que, experimentales e inductivas todavía, y además, útiles al primer jefe, deben tal vez, justo es reconocerlo a título de privilegio excepcional, la rapidez sin parangón de su crecimiento; dos ciencias, antaño en las antípodas una de otra, hoy día en vías de fundirse a fuerza de profundizar y pulverizar los últimos problemas: la química y la psicología.
En tanto que nuestros químicos, tal vez inspirados por el amor y mejor informados sobre la naturaleza de las afinidades, penetran en la intimidad de las moléculas, nos revelan sus deseos, sus ideas y, con un aspecto engañoso de uniformidad, su fisonomía individual; en tanto que nos dan a conocer la psicología del átomo, nuestros psicólogos nos exponen la atomología del Yo, iba a decir la sociología del Yo. Nos permiten percibir, hasta en sus menores detalles, la más admirable de todas las sociedades, esta jerarquía de conciencias, este feudalismo de almas vasallas, cuya cumbre es nuestra persona. Les debemos, a unos y a otros, un inapreciable bienestar. Gracias a los primeros, no estamos solos en un mundo helado; sentimos cómo viven y se animan estas rocas, cómo se pueblan fraternalmente estos duros metales que nos protegen y nos calientan. Por ellos, estas piedras vivas le dicen algo a nuestro corazón, algo íntimo y extraño que nunca les dijeron a nuestros padres las constelaciones ni las flores del campo. Y también por ellos —servicio no desdeñable—, hemos aprendido unos métodos que nos permiten complementar (en una débil medida, cierto, por el momento), la insuficiencia de nuestra alimentación ordinaria, o variar su monotonía mediante sustancias gratas al paladar y fabricadas de toda clase de piezas. Pero si nuestros químicos nos han tranquilizado contra el peligro de morir de inanición, nuestros psicólogos han adquirido todavía más derechos a nuestro reconocimiento, librándonos del miedo a la muerte. Imbuidos de sus doctrinas, hemos seguido, con el vigor deductivo habitual en nosotros, las consecuencias hasta el final. La muerte se nos presenta como un destronamiento liberador, que devuelve a sí mismo el Yo destituido o dimitido, descendido de nuevo a su horno interior donde encuentra en las profundidades algo más que el equivalente del imperio exterior perdido; y meditando sobre los terrores que acometían al hombre de otros tiempos ante la tumba, nosotros los comparamos con los terrores de nuestro Milcíades, cuando tuvo que renunciar a los campos helados, a los horizontes nevados, para bajar de forma permanente a los negros abismos donde le aguardaban tantas sorpresas luminosas y maravillosas.
Es éste un dogma bien establecido, sobre el cual no se tolera discusión alguna. Es, con nuestra devoción a la belleza y nuestra fe en la todopoderosa divinidad del amor, el fundamento de nuestra seguridad y el punto de apoyo de nuestros impulsos. Nuestros filósofos también evitan tocar este punto, como todo lo que es fundamental en nuestras instituciones. De aquí se deriva el aspecto amable de inocuidad que aumenta los encantos de su delicadeza y contribuye a su éxito entre el público. Con tales certidumbres como lastre, es posible lanzarse desde un corazón jubiloso al éter de los sistemas, de modo que no haya faltas entre nosotros. Cabe extrañarse, no obstante, de que yo distinga entre nuestros filósofos y nuestros sabios deductivos a los que ya me he referido. Sus datos y sus métodos son idénticos. Rumian —si puedo permitirme esta expresión— de igual manera, con las mismas dentaduras. Pero unos, y me refiero a los sabios, son rumiantes ordinarios, o sea pesados y lentos; los otros poseen la particularidad de ser rumiantes y ligeros a la vez, como el antílope. Y esta diferencia de temperamento es indeleble.
No existe una ciudad, repito, sino una gruta de filósofos, una gruta natural, en la que se sientan a distancia unos de otros, o agrupados por escuelas, en sillas de granito, al borde de una fuente petrificante, una gruta espaciosa de prestigiosas cristalizaciones amorosamente destiladas, simulando vagamente, con un poco de buena voluntad, toda clase de hermosos objetos: copas, arañas de cristal, catedrales, espejos; copas que no se manchan nunca, arañas que no alumbran, catedrales en las que nadie reza, pero espejos en los que se mira uno más o menos fiel y gozosamente. También hay un lago negro y sin fondo en el que se inclinan, como puntos de interrogación, las aristas de la bóveda sombría y las barbas de los pensadores. Tal cual, sin embargo, y semejante hasta el fin a la filosofía que alberga, esta amplia caverna, con sus centelleos de cristal en sus dudosas sombras —llenas de precipicios, es cierto—, nos recuerda mejor a la nueva humanidad, pero más aún, con su fascinación ilusoria, a la gran magia cotidiana de nuestros abuelos, la noche estrellada… Lo que allí se destila, lo que allí cristaliza en ideas sistemáticas, en estalactitas mentales de cada cerebro, es prodigioso, indescriptible. Mientras todas las antiguas estalactitas se van ramificando y metamorfoseando, de mesa ante un altar, o de águila convertida en quimera, aparecen por doquier novedades cada vez más sorprendentes. Están, naturalmente, los neoaristotélicos, los neokantistas, los neocartesianos y los neopitagóricos.
No olvidemos a los comentadores de Empédocles, al que su interés por los subterráneos volcánicos le valió un rejuvenecimiento inesperado de su antigua autoridad sobre los espíritus, sobre todo después de que un arqueólogo ha pretendido haber encontrado el esqueleto de tan gran hombre horadando una galería investigadora hasta el pie del Etna, hoy día totalmente extinguido. También hay constantemente algún innovador que aporta un evangelio inédito que cada cual aspira a enriquecer con una variante, destinada a suplantarlo. Citaré, a guisa de ejemplo, la mejor cabeza de nuestro tiempo, el jefe de la escuela en sociología a la moda. Según este profundo pensador, el desarrollo social de la humanidad que empezó en la superficie terrestre y continúa todavía ahora bajo su corteza casi superficial, debe, a medida de los progresos del enfriamiento solar y planetario, proseguir de capa en capa, hasta el centro de la tierra, apretujándose estrechamente la población y, por el contrario, desplegándose la civilización a cada nuevo descenso. Es admirable con qué precisión dantesca caracteriza al tipo social propio de cada una de estas humanidades encajadas concéntricamente, cada vez más nobles, más ricas, más equilibradas, más felices. Es necesario leer el retrato, ampliamente emotivo, que traza del último hombre, único superviviente y sólo heredero de cien civilizaciones sucesivas, reducido a sí mismo y bastándose a sí mismo en medio de inmensas provisiones de ciencia y arte, dichoso como un Dios porque lo comprende lodo, porque lo puede todo, porque acaba de descubrir la verdadera palabra del gran enigma, pero muriendo porque no puede sobrevivir a la humanidad y, mediante una sustancia explosiva, de potencia extraordinaria, hace saltar al globo con él, para sembrar a la inmensidad con los restos del hombre. Este sistema, es natural, tiene muchos sectarios. Sus sectarias, no obstante, graciosas Hipatías, indolentemente escondidas en torno al bloque magistral, opinan que convendría unir con el hombre final a la mujer final, no menos ideal que él.
¿Qué diré del arte y de la poesía? Para ser justo, la alabanza se convertiría en hipérbole. Limitémonos a indicar el sentido general de las transformaciones. Ya dije que se ha convertido en nuestra arquitectura, muy interiorizada y armoniosa, imagen petrificada e ideal, concentrada y consumida, de la antigua naturaleza. No insistiré en ello. Pero me queda por decir una palabra sobre esta inmortal y desbordante población de estatuas, de frescos, de esmaltes, de bronces que, de concierto con la poesía, cantan en esta transfiguración arquitectónica del abismo, la apoteosis del amor. Podría llevarse a cabo un interesante estudio sobre las graduales metamorfosis que el genio de nuestros pintores y nuestros escultores ha hecho sufrir, desde hacer tres siglos, a esos tipos consagrados de leones, caballos, tigres, aves, árboles, flores, sobre los cuales no se cansa de ejercitarse, sin más ayuda ni más traba con la vista de ningún animal ni de ninguna planta. Jamás, en efecto, nuestros artistas —que no quieren ser tomados por fotógrafos— no habían representado jamás tantos animales como desde que no existen; igual que nunca habían pintado ni esculpido tantas vestimentas como desde que todo el mundo sale casi desnudo, mientras que antes, en la época de la humanidad vestida, se veían desnudos por todas partes. ¿Es acaso que la Naturaleza, ahora muerta, antes viva, de la que nuestros grandes maestros extraen sus temas y sus motivos, es un simple alfabeto jeroglífico y fríamente convencional? No: hija ahora de la tradición, y ya no de la generación humanizada y armonizada, todavía hace presa en los corazones, y si recuerda a cada cual sus sueños más que sus memorias, sus concepciones más que sus terrores infantiles, todavía encanta y subyuga. Tiene para nosotros el encanto profundo e íntimo de una vieja leyenda, pero de una leyenda en la que todos creen.
Nada más inspirador. Tal debía ser la mitología del bueno de Homero, cuando sus auditorios de las Cicladas todavía creían en Afrodita y en Palas Atenea, en los Dióscuros y en los Centauros, de los que él hablaba arrancando lágrimas de éxtasis. De esta manera nuestros poetas nos hacen llorar cuando hoy día nos hablan de los cielos de azur, del horizonte, de los mares, del perfume de las rosas y del canto de los pájaros, de todas estas cosas que nuestro ojo no ha visto, que nuestro oído no escuchará jamás, que nuestros sentidos ignoran, pero que nuestro pensamiento evoca por un instinto extraño, al menor contacto con el amor. Y cuando nuestros pintores nos enseñan esos caballos, cuyas patas se afinan cada vez más, esos cisnes cuyo cuello cada vez se redondea y se alarga más, esas viñas cuyas hojas y pámpanos cada día se complican con bordes dentados y rúbricas nuevas, enlazando las aves más exquisitas; una emoción incomparable se eleva en nosotros, como la que experimentaría un joven griego ante un bajorrelieve lleno de faunos y ninfas, o de argonautas en busca del vellocino de oro, de nereidas jugando en torno a la copa de Anfítrite, la diosa griega del mar.
Si nuestra arquitectura, pese a toda su magnificencia, parece ser sólo un simple decorado para las demás bellas artes, éstas, a su vez, por admirables que sean, apenas parecen ser dignas de ilustrar nuestra poesía y nuestra literatura lapidaria. Pero en nuestra poesía y en nuestra literatura hay resplandores que son, respecto a otras bellezas más veladas, lo mismo que la flor es al ovario, lo que el marco es al cuadro. Quien lea nuestros dramas, nuestras epopeyas novelescas, en donde se desarrolla toda la historia antigua hasta las luchas y los amores heroicos de Milcíades, verá que no se puede escribir nada más sublime. Quien lea nuestras obras idílicas, nuestras elegías, nuestros epigramas inspirados en la antigüedad y nuestros versos de todo género, escritos en una decena de lenguas muertas, que por nuestra voluntad han resucitado para reavivar con sus timbres particulares, con sus sonoridades múltiples, el placer de nuestros oídos, y acompañar con su rica orquestación el canto de nuestro puro Ático, en inglés, alemán, sueco, árabe, italiano, castellano, francés; no podrá imaginar nada más encantador que esta resurrección transfigurante de idiomas olvidados, gloriosos en tiempos pasados.
Respecto a nuestros dramas, a nuestros poemas, obras a menudo colectivas e individuales a la vez, de una escuela encarnada en su jefe y animada por una idea única, como las esculturas del Partenón, nada tienen las obras maestras de Sófocles y Homero que se les pueda comparar. Lo que las especies extinguidas de la antigua naturaleza son a nuestros pintores y escultores, los sentimientos también extinguidos de la antigua naturaleza humana lo son a nuestros dramaturgos. Los celos, la ambición, el patriotismo, el fanatismo, el furor combativo, el amor exaltado a la familia, el orgullo del nombre, todas estas pasiones desaparecidas del corazón, cuando se evocan en la escena ya no hacen llorar ni estremecen a nadie, lo mismo que los tigres y los leones de tipo heráldico pintados en nuestros atrios no asustan ya a los niños. Pero con un acento nuevo y resonante, nos hablan con su antiguo lenguaje; y a decir verdad, no son más que un gran teclado en el que se interpretan nuestras pasiones nuevas. Aunque solamente hay una, bajo mil nombres, como allá arriba no hay más que un sol: el amor, alma de nuestra alma, foco central de nuestras artes. Sol verdadero e indefectible, que no se cansa de tocar ni de reanimar con la mirada, para rejuvenecerlas, para redorarlas con sus auroras, o para de nuevo purpurarlas con sus crepúsculos, a sus criaturas inferiores de antaño, las antiguas formas del corazón; como si bastara un rayo del otro sol para lograr esta gran evocación embellecedora de los más antiguos tipos vegetales resucitados en flores, de esta gran fantasmagoría anual, decepcionante y encantadora, que llamaban primavera cuando todavía había una primavera.
De este modo, para nuestros mejores literatos todo lo que acabo de alabar ahora no vale nada si el corazón no está impresionado. Ellos darían, por una nota íntima y justa, todas las proezas, todos los trucos de prestidigitación. Lo que buscan, bajo las más grandiosas concepciones y maquinaciones escénicas, bajo las innovaciones rítmicas más audaces, que adoran de rodillas cuando las han encontrado, es un breve párrafo, un verso, la mitad de un verso, o un matiz inadvertido de amor profundo, donde la menor frase inexpresada del amor dichoso, del amor doliente, del amor agonizante, deje su huella. Así, en el origen de la humanidad, cada tinte del alba o del crepúsculo, cada hora del día, fue, para el primero que lo nombró, un nuevo dios solar que no tardó en tener sus adoradores, sus sacerdotes y sus templos. Pero detallar esta sensación, al estilo del erotismo desfasado, para nosotros no es nada; lo difícil, lo meritorio, es recoger, con nuestros místicos, en los últimos abismos del dolor, las perlas y los corales del fondo de ese mar, sus flores de éxtasis, y enriquecer el alma con sus propios ojos. Nuestra más pura poesía se une de esta manera a nuestra más profunda psicología. Una es el oráculo, la otra es el dogma de la misma religión.
No obstante, ¿ello es creíble? A pesar de su hermosura, de su armonía, de su incomparable dulzura, nuestra sociedad también tiene sus refractarios. Hay, aquí y allí, algunos irregulares que aseguran estar saturados de nuestra esencia social tan pura y de tan elevadas dosis, de nuestra sociedad a ultranza y forzada. Encuentran nuestra belleza excesivamente monótona, nuestro bienestar demasiado tranquilo. En vano, para complacerles, cambiamos de vez en cuando la fuerza y la coloración de nuestro alumbrado, y hacemos circular por nuestros corredores una especie de brisa refrescante; ellos insisten en juzgar monótono nuestro día sin nubes y sin noches, nuestro año sin estaciones, nuestras ciudades sin campos. Cosa extraña: cuando llega el mes de mayo, este sentimiento de malestar, que sólo experimentan en tiempo ordinario, se vuelve contagioso y casi general. Por eso, mayo es el mes más melancólico y más ocioso del año. Como si, arrojado de todas partes, de la inmensidad sombría de los cielos, de la superficie helada del suelo, la Primavera, igual que nosotros, buscara asilo bajo tierra; o más bien, como si fuese su fantasma errante el que periódicamente viniera a visitarnos y a atormentarnos con su obsesión. Entonces, la ciudad se llena de músicos, y su música es tan dulce, tan tierna, tan triste, tan desesperadamente desgarradora, que se ve a los amantes, por centenares a la vez, cogerse de la mano y ascender hacia el cielo asesino… A este propósito, debo declarar que recientemente se produjo una falsa alerta provocada por un alucinado que pretendía haber visto que el sol revivía y fundía los hielos. Ante esta noticia, que por otra parte nada ha confirmado, una parte bastante notable de la población se emocionó y empezó a acariciar proyectos de próxima salida; sueños malsanos y subversivos que sólo sirven para fomentar un descontento ficticio. Por suerte, un erudito, hojeando documentos, en un rincón olvidado de los archivos, encontró gran cantidad de planchas fonográficas y cinematográficas combinadas, y esas planchas nos han permitido oír de pronto todos los antiguos ruidos de la naturaleza, acompañados de las visiones correspondientes: el trueno, los vendavales, los torrentes, los rumores del alba, los chillidos del quebrantahuesos y la larga queja del ruiseñor entre toda clase de susurros nocturnos. Ante esta resurrección acústica y visual de otra época, de especies extinguidas y fenómenos desaparecidos, una inmensa extrañeza, seguida pronto por una inmensa desilusión, se produjo entre los más ardientes partidarios de la vuelta al antiguo régimen. Puesto que no estribaba en esto su fe en los poetas y los novelistas, ni siquiera en la de los naturalistas; ya que era algo, realmente, algo menos delicioso y menos digno de añoranzas. El canto del ruiseñor, sobre todo, provocó un verdadero despecho, asegurando todos que se mostraba muy inferior a su fama. En efecto, el más malo de nuestros conciertos es más musical que esta supuesta sinfonía natural a gran orquesta.
De esta forma se apaciguó, mediante un ingenioso procedimiento absolutamente ignorado por los antiguos gobiernos, el primero y único ensayo de rebelión. ¡Ojalá sea el último! Ciertos fermentos de discordia, por desgracia, empiezan a infiltrarse en nuestras filas; y nuestros moralistas observan con aprensión algunos síntomas que denotan la relajación de nuestras costumbres. El progreso de nuestra población, especialmente desde el descubrimiento de varios procesos químicos, tras los cuales se han apresurado a proclamar que harían pan con piedras, y que no valía la pena consumir nuestras provisiones de mesa ni de molestarse en limitar el número de bocas, resulta muy inquietante. Al mismo tiempo que aumenta el número de hijos, disminuye el de obras maestras. Esperemos que esta progresión lamentable finalice pronto. Si el sol, una vez más, como después de todas las épocas glaciares, se ha despertado de su letargo y recobra sus fuerzas, es de desear que sólo una escasa parte de nuestra población, la que tiene un espíritu más ligero y el corazón más indisciplinado y más tocado por una matrimonialidad incurable, se aproveche de estas ventajas aparentes y engañosas que les ofrecerá esta curación celeste, y se precipite hacia arriba, hacia la libertad de las inclemencias del tiempo. Pero esto es muy poco probable, si se tiene en cuenta la edad tan avanzada del sol y el peligro de las recaídas seniles. Lo cual es menos deseable. ¡Dichosos, repitamos con Milcíades, nuestro augusto padre, dichosos los astros extinguidos, o sea casi la totalidad de los que pueblan el espacio! La radiación, dijo con toda verdad, es a las estrellas lo que la floración a las plantas. Tras haber florecido, fructifican. Así, sin duda, cansadas de su expansión y del inútil gasto de fuerzas en el vacío infinito, las estrellas recogen, para fecundarlos en su profundo seno, los gérmenes de la vida superior. El ilusorio resplandor de estas estrellas diseminadas, en número relativamente ínfimo, que todavía brillan, que todavía no han acabado de arrojar lo que Milcíades llamaba su última calaverada de luz y calor, impedía a los primeros hombres soñar con esta innumerable y pacífica población de estrellas oscuras, que tenía por velo dicha radiación. Pero nosotros, liberados de prestigio y exentos de esta secular ilusión óptica, seguimos creyendo firmemente que, tanto entre los astros, como entre los hombres, los más brillantes no son los mejores, que las mismas causas han conducido a los mismos efectos, forzando a otras humanidades a cobijarse en el seno de su globo, prosiguiendo allí en paz y en condiciones singulares de independencia y de absoluta pureza, el curso dichoso de sus destinos y que, finalmente, tanto en el cielo como en la tierra, la felicidad vive escondida.