VI
EL AMOR

El amor, en efecto, es la fuente invisible e inagotable de esta cortesía de nuevo género. La capital importancia que ha tomado, las extrañas formas que ha revestido, las inesperadas alturas a que se ha elevado, constituyen quizás el carácter más significativo de nuestra civilización. En los siglos brillantes y superficiales —la edad del ruolz[7] y del papel— que han precedido de inmediato a nuestra era actual, el amor, que se mantuvo en jaque por mil puerilidades, por la monomanía contagiosa del lujo feo y molesto o por la locomoción sin freno, y por esta otra forma de demencia, ya desaparecida, que llamaban ambición política, había sufrido un descenso relativo. Ahora se beneficia de la destrucción y de la disminución gradual de todos los otros grandes movimientos del corazón, que se han refugiado y concentrado en él, como los seres exiliados en las cálidas entrañas de la tierra. El patriotismo ha muerto desde que no hay una tierra natal sino sólo una gruta natal, cuando además las corporaciones en las que se ingresa a voluntad, según la vocación, han sustituido a las patrias. El espíritu corporativista ha matado al patriotismo. Asimismo, la escuela está a punto, no de matar, sino de transformar a la familia, y esto es de justicia. Todo lo bueno que cabe decir de los padres de antaño, es que eran unos amigos por obligación y no siempre gratuitos. No era extraño que antes se prefiriese a los amigos, en general, una especie de parientes facultativos y desinteresados.

El mismo amor maternal, entre nuestras mujeres artistas, ha sufrido muchas transformaciones y, justo es confesarlo, algunos fallos parciales.

Pero queda el amor. O mejor dicho sin vanidad, somos nosotros quienes lo hemos descubierto e inaugurado. Su nombre le ha precedido desde muchos siglos antes. Nuestros antepasados lo nombraban, pero tal como los hebreos hablaban del Mesías. Entre nosotros, el amor se ha revelado; entre nosotros se ha hecho carne y ha fundado la verdadera religión, universal y permanente, la austera y pura moral que se confunde con el arte. En primer lugar, se ha visto favorecido, sin duda alguna, y más allá de toda provisión, por la gracia y la belleza de nuestras mujeres, todas diferentes pero casi igual de perfectas. En nuestro bajo mundo no hay nada más natural que ellas. Y al parecer, siempre han sido ellas, incluso en las edades más desdichadas y más faltas de gracia, lo más hermoso de la naturaleza. Puesto que es seguro que jamás las ondulaciones de una colina o de un río, de ola o de cosecha alguna, jamás la luz de la aurora o del Mediterráneo han podido igualar en suavidad, en fuerza, en riqueza de melodías y de modulaciones visuales, al cuerpo femenino. Era preciso, pues, que un instinto especial, totalmente incomprensible, retuviese antaño al borde de su arroyuelo o de su roca natal, a las pobres gentes, impidiéndoles emigrar a las grandes ciudades, con la esperanza de admirar en ellas, con la ayuda de los matices y los contornos, unas bellezas seguramente superiores a los atractivos geográficos cuya atracción fatal padecían. En la actualidad, no hay otra patria que la mujer amada; no hay otra nostalgia que el mal de su ausencia.

Pero lo que precede no basta para explicar el poder y la persistencia singulares de nuestro amor, que la edad agudiza más si no se usa, y que consume al consumirlo. El amor, por fin lo sabemos ya, es como el aire vital que es necesario respirar y no alimentarse de él; es como era el sol, que debía alumbrar y no deslumbrar. Se parece a ese templo imponente que levantó el fervor de nuestros padres, quienes lo adoraban sin conocerlo: la Opera de París, y lo más hermoso del edificio: su escalinata monumental… cuando se sube por ella. Por tanto, hemos intentado que la escalinata ocupara todo el edificio, sin dejar el más mínimo espacio para la platea. El sabio, dijo un antiguo, es a la mujer lo que la asíntote a la curva: siempre se le acerca sin jamás tocarla. Fue un medio loco, un tal Rousseau, quien enunció esta bella máxima, y nuestra sociedad puede ufanarse de haberla practicado mucho mejor que él. Sin embargo, el ideal así trazado, justo es confesarlo, pocas veces se alcanza con todo rigor. Este grado de perfección queda reservado a los espíritu más santos, a los ascetas, hombres y mujeres, que paseando en parejas por los claustros maravillosos, por las galerías más rafaelescas de la ciudad de los pintores, en una especie de crepúsculo artificial debido a una penumbra coloreada, en medio de una multitud de parejas semejantes y al borde de un río, por así decirlo, de audaces y esplénidas desnudeces, pasan la vida saboreando con la mirada esas hermosas ondas cuyo río vital es su amor, subiendo juntos los peldaños de fuego de la escalinata divina, hasta la cumbre donde se detienen. ¡Entonces, soberanamente inspiradas, empiezan a trabajar y dan forma a las obras maestras! ¡Amantes heroicos que, por todo placer amoroso, sienten la gran alegría de experimentar en sí el crecimiento de su amor, el amor dichoso, puesto que es compartido, inspirador puesto que es casto!

Pero para la mayoría, ha sido necesario descender a las flaquezas invencibles del anciano. Sin embargo, los límites inextensibles de nuestras provisiones alimentarias que nos obligan a prevenir rigurosamente un posible exceso de nuestra población —que ha llegado a una cifra que no debe ser superada sin peligro: cincuenta millones—, hemos tenido que prohibir, en general, bajo las penas más severas, lo que al parecer practicaban corrientemente y ad libitum nuestros antepasados. ¡Es posible que habiendo dictado montones de leyes de las que están repletas nuestras bibliotecas, omitieran precisamente reglamentar la única materia que hoy día se juzga digna de ser reglamentada! ¿Se puede concebir que nunca se hubiera permitido al primer recién llegado, sin una autorización regular, exponer la sociedad a la llegada de un nuevo miembro gimiente y hambriento, sobre todo en una época en la que, sin licencia, no se podía matar a una perdiz, ni sin abonar derechos, introducir un saco de trigo? Más prudentes, más previsores, nosotros degradamos y, si reincide, condenamos a ser precipitado a un lago de petróleo, a todo aquél que se permita, o mejor se permitiese (pues la fuerza de la opinión pública ha inutilizado este crimen capital y también nuestras penalidades) conculcar sobre este punto la ley constitucional. Se ve, en ocasiones, y ciertamente a menudo, a unos amantes que enloquecen de pasión y mueren de amor; otros, valientemente, se dejan izar por un ascensor hasta la boca de un volcán extinguido, y salir al aire exterior que, en un instante, los congela. Apenas tienen tiempo de contemplar el cielo azul —bello espectáculo según dicen— y los tintes crepusculares del sol siempre moribundo, o el vasto e ingenuo desorden de las estrellas; luego, tumbándose sobre el hielo, mueren sin remedio. La cumbre de su volcán favorito se halla coronada con los cadáveres que, admirablemente conservados, siempre por parejas, crispados y lívidos, respirando aún el dolor y el amor, la desesperación y el delirio y, con más frecuencia, una paz estática, causaron antaño una impresión inefable a un célebre viajero lo bastante intrépido como para subir a echar una ojeada. Se sabe que allí murió.

Pero lo inaudito entre nosotros, de lo que no hay ningún ejemplo, es que una mujer enamorada se entregue a su amante antes de que éste haya, bajo su inspiración, producido una obra maestra, juzgada y proclamada como tal por sus rivales. Puesto que ésta es la condición indispensable a la que se halla subordinada la unión legítima. El derecho a engendrar es monopolio del genio y su suprema recompensa, causa poderosa, por lo demás, de la elevación y sublimación de la raza. Y pese a esto, nunca puede ejercer tal derecho más que un número de veces igual al de sus obras magistrales. Aunque a este respecto hay cierta indulgencia. Incluso llega el caso en que, compasiva ante una gran pasión servida por un talento mediocre, la admiración simulada del público convierte en un éxito de simpatía y de semisonrisa a una serie de obras sin valor. Tal vez suceda lo mismo (sin la menor duda) en el uso común de otras clases de generoso consuelo.

La antigua sociedad se apoyaba en el temor al castigo, en un sistema de penalidad que ya finalizó; la nuestra, como vemos, se apoya en la esperanza de la felicidad. Lo que tal perspectiva suscita de entusiasmo y de fuego creador, lo demuestran nuestras exposiciones, la exuberancia anual de nuestras ricas floraciones artísticas también dan fe de ello. Cuando se piensa en los efectos, exactamente contrarios, del matrimonio antiguo, esa institución de nuestros abuelos, más ridícula aún que sus paraguas, es posible calcular la distancia de ese debitum conjúgale abusivo y supuestamente exclusivo, a nuestra unión, libre y reglamentada a la vez, enérgica e intermitente, ardiente y violenta, verdadera piedra angular de nuestra humanidad regenerada, de la que nuestros artistas desdichados no se quejan en absoluto. Su desesperanza es muy querida por los desesperados, pues cuando no mueren por ella, viven por ella y se inmortalizan, y hasta en el fondo más espantoso de su abismo interior, recogen flores. Flores de arte o de poesía para unos, rosas místicas para los demás. Tal vez a éstos les sea dable tocar más de cerca, y como a tientas en sus tinieblas, la esencia de las cosas. Y estos goces son tan vivos que nuestros artistas y nuestros místicos metafísicos se preguntan si el arte y la filosofía se han hecho para consolar al amor, o si la única razón de ser del amor es inspirar al arte y al impulso metafísico. Esta última opinión es la que ha prevalecido en general.

Hasta qué punto el amor ha suavizado nuestras costumbres, hasta qué punto nuestra civilización amorosa es superior en moralidad a la civilización ambiciosa y codiciosa de antaño, se ha obtenido la prueba con ocasión del gran descubrimiento que tuvo lugar en el año de salvación 194. Guiado por un misterioso olfato, por un ignorado sentido eléctrico de la orientación, un atrevido perforador, a fuerza de hundirse en los flancos del globo, fuera de las galerías construidas, penetró de repente en un extraño vacío, resonante de voces humanas, hormigueante de rostros humanos; ¡pero qué voces chillonas! ¡Qué rostros amarillos! ¡Qué lengua imposible sin la menor relación con nuestro griego! Era, sin la menor duda, una verdadera América subterránea, enorme y todavía más rara. Procedía de una pequeña tribu de chinos excavadores que, habiendo tenido, unos años antes al parecer, la misma idea que nuestro Milcíades, pero más prácticos que él, se habían cobijado bajo tierra, apresuradamente, sin llenarse de museos ni bibliotecas, pululando allí hasta el infinito. En vez de limitarse como nosotros a la explotación de minas de cadáveres de animales, se entregaban, sin el menor pudor, a la antropología atávica, lo que, en vista de los miles de millar de chinos destruidos y enterrados bajo la nieve, les permitía dar salida a su prolífica salacidad. ¡Ay! ¿Quién sabe si nuestros descendientes no se verán reducidos un día a este extremo? ¡En qué promiscuidad, en qué abyección de rapacidad, de embustes y de hurtos vivían esos desgraciados! Los vocablos de nuestra lengua se niegan a pintar su salacidad y su grosería. Con grandes dispendios, criaban legumbres bajo tierra, en pequeños arriates de tierra transportada, junto con pequeños cerdos, diminutos perros… Estos antiguos servidores del hombre parecieron muy disgustados ante nuestro nuevo Cristóbal Colón. Aquellos seres degradados (hablo de los amos y no de los animales, pues éstos eran de raza muy mejorada por sus criadores), habían perdido todo recuerdo del Imperio, del ambiente y hasta de la superficie terrestre. Se echaron reír a carcajadas cuando uno de nuestros sabios, enviado a ellos en misión, les habló del firmamento, del sol, de la luna y de las estrellas. Sin embargo, escucharon esas historias hasta el final, y luego, con tono irónico, les preguntaron a nuestros misioneros:

—¿Habéis visto todo esto?

Y nuestros misioneros, ante esta pregunta, no pudieron desdichadamente responder toda vez que, salvo los amantes que suben a morir juntos, ninguno de entre nosotros ha visto el cielo jamás.

En vista de tal atrofia cerebral, ¿qué hicieron nuestros colonos? Varios propusieron, es verdad, exterminar a aquellos salvajes que podrían resultar peligrosos por su astucia y por su número, y apoderarse de sus alojamientos tras efectuar un buen barrido, dar unas manos de pintura y hacer sonar las campanillas. Otros querían reducirlos a la esclavitud o a la servidumbre, para cargarlos con todo el trabajo pesado. Pero las dos opiniones fueron rechazadas. Se intentó civilizar, domesticar a aquellos primos pobres, a aquellos parientes lejanos; y cuando se hubo comprobado la imposibilidad de lograrlo, se volvió a tapiar el tabique de separación.