No entra en el cuadro de mi rápida exposición narrar fecha a fecha las laboriosas peripecias de la humanidad en su instalación intraplanetaria, desde el año 1 de la Era de Salvación hasta el 596 en que redacto estas líneas con tiza sobre láminas de esquisto. Sólo quisiera destacar para mis contemporáneos que tal vez no lo sepan (puesto que apenas se contempla lo que se ve todos los días), los rasgos distintivos, originales, de esta moderna civilización de la que estamos tan justamente orgullosos. Ahora que después de muchos ensayos abortados, de muchas convulsiones dolorosas, ha conseguido constituirse de forma definitiva, es posible extraer netamente su carácter esencial. Consiste en la completa eliminación de la Naturaleza viva, sea animal, sea vegetal, con la sola excepción del hombre. De donde surge, por así decirlo, una purificación de la sociedad. Sustraída de esta manera a toda influencia del medio natural en el que se hallaba sumergida y constreñida, el medio social ha podido revelar y desplegar por primera vez su propia virtud, y aparecer con toda su fuerza, con toda su pureza, el verdadero lazo social. Es como si el destino hubiera querido ejecutar con nosotros, para su instrucción al colocarnos en unas condicion es tan singulares,[6] un prolongado experimento de sociología. Se trataba, hasta cierto punto, de saber qué sería del hombre social librado a sí mismo, pero abandonado a sí mismo, provisto de todas las adquisiciones intelectuales acumuladas por un largo pasado de genios humanos, aunque privado de la ayuda de todos los demás seres vivos, incluso de los semivivos, llamados ríos y mares, o llamados astros, y reducido a las fuerzas dominadas, pero pasivas, de la naturaleza química, inorgánica, inanimada, separada del hombre por un abismo demasiado profundo para ejercer sobre él, socialmente, cualquier clase de acción. Se trataba de saber lo que haría esta humanidad tan humana, obligada a extraer, sino sus recursos alimentarios, al menos todos sus placeres, todas sus ocupaciones, todas sus inspiraciones creadoras de su propio fondo. Se ha logrado la respuesta y al mismo tiempo se ha aprendido con qué fuerza inadvertida pesaban antaño la fauna y la flora terrestres sobre el progreso obstaculizado de la humanidad.
Para empezar, el orgullo humano, la fe del hombre en sí mismo, limitados antaño por la presión constante, por el profundo sentimiento de superioridad de los poderes que lo arropaban, se irguieron, preciso es confesarlo, con una fuerza terrible de elasticidad. Somos un pueblo de Titanes. Pero al mismo tiempo, lo que podía haber de enervante en el aire de nuestras grutas (en realidad, el más puro que jamás se haya respirado, tras morir de frío todos los gérmenes perniciosos que llenaban la atmósfera), ha sido combatido ventajosamente. Lejos de verse alcanzados por esta anemia que algunos predecían, vivimos en un estado de sobreexcitación habitual que sustenta la multiplicidad de nuestras relaciones y de nuestras tónicas sociales (apretones de manos con amigos, charlas, encuentros femeninos, seducciones, etc.) que, entre muchos de nosotros, pasa al estado de frenesí continuo con el nombre de fiebre troglodítica. Esta nueva enfermedad, cuyo microbio aún no se ha descubierto, lo desconocían nuestros abuelos, gracias tal vez a la influencia entorpecedora (o pacificadora, como se quiera) de las distracciones naturales y rurales. ¡Rurales! Éste es un extraño arcaísmo. Pescadores, cazadores, labradores, pastores: ¿se comprende hoy día el significado de estas palabras? ¿Por un instante ha meditado alguien en la vida de este ser fósil del que tanto se suele hablar en los libros de historia antigua al que llamaban campesino? La habitual sociedad de este ser extraño, que componía la mitad o las tres cuartas partes de la población, no eran hombres sino cuadrúpedos, legumbres y gramíneas que, debido a las exigencias de su cultivo, en la campiña (otra palabra ininteligible hoy día), le condenaban a vivir inculto, aislado, lejos de sus semejantes. Sus rebaños conocían las delicias de la vida social; pero él no tenía de la misma la menor idea.
Los pueblos —¡donde se extrañaban de que los hombres quisieran emigrar!— eran los únicos puntos muy raros y muy diseminados donde la vida de sociedad era a la sazón conocida. ¡Pero a qué dosis estaba mezclada con la vida animal y vegetativa! Otro fósil especial de aquellas regiones era el obrero; y las relaciones del obrero con su patrono, las relaciones de la clase obrera con las demás clases de la población y de las distintas clases entre sí, ¿eran relaciones realmente sociales? En absoluto. Los sofistas a los que llamaban economistas, y que eran a nuestros sociólogos actuales lo que los alquimistas fueron antaño a los químicos, o los astrólogos a los astrónomos, habían acreditado, cierto es, este error de que la sociedad consiste esencialmente en un intercambio de servicios; bajo este punto de vista, sumamente desfasado del resto, el lazo social nunca sería más estrecho que entre un asno y su asnero, el buey y su boyero, el cordero y su pastora. La sociedad, ahora lo sabemos, consiste en un intercambio de reflejos. Imitarse mutuamente y, a fuerza de imitaciones acumuladas, combinadas de mil maneras diferentes, conseguir algo original: esto es lo principal. Por esto la vida urbana de antaño, fundada principalmente en la relación, más orgánica y natural que social, del productor al consumidor o del obrero al patrono, no era más que una vida social muy impura, origen de discordias sin fin.
Si hemos podido llevar adelante la vida social más pura y más intensa que se haya visto jamás, es gracias a la simplificación extrema de nuestras necesidades propiamente dichas. Cuando el hombre era panívoro y omnívoro, la necesidad de comer se ramificaba infinitamente; hoy día, se limita a comer carne conservada por los mejores refrigeradores. En una hora, cada mañana, gracias al empleo de nuestras ingeniosas máquinas de transporte, un solo societario alimenta a un millar. La necesidad de vestirse casi ha sido suprimida por la suavidad de una temperatura siempre igual y, preciso es confesarlo también, por la ausencia de gusanos de seda y de plantas textiles. Éste podría ser un inconveniente sin la incomparable belleza de nuestras formas, que prestan un encanto real a esta gran sencillez de atuendo. Observamos, no obstante, que se usan bastante las cotas de malla de amianto, recamadas de mica, de plata repujada y realzadas con oro, en las que parecen vaciadas en metal, más que veladas, las delicadas y finas gracias de nuestras mujeres. Este tornasolado metálico, infinitamente matizado, ejerce un efecto delicioso a la vista. Además, se trata de vestimentas que nunca se desgastan.
¡Cuántos comerciantes de paños, modistas, sastres, bazares de novedades, fueron aniquilados de golpe! Subsiste la necesidad del alojamiento, cierto, extremadamente reducido: ya nadie se halla expuesto a dormir bajo las estrellas. Cuando un joven, cansado de la vida en común que por el momento le bastaba con el gran salón-taller de sus semejantes, desea, por motivos del corazón, poseer una casa para él solo, únicamente ha de aplicar en alguna parte, contra la pared rocosa, el taladro perforador y, en cuestión de días, habrá excavado su celda. Sin alquiler y muy pocos muebles. El mobiliario colectivo, que es espléndido, es casi el único usado por los enamorados.
Como la parte de lo necesario se reduce a casi nada, la parte de lo superfluo ha podido ampliarse a casi todo. Cuando se vive con tan poco, queda mucho tiempo para pensar. Un mínimo de trabajo utilitario y un máximo de trabajo estético, ¿no es acaso la misma civilización en lo que tiene de más esencial? El sitio que las necesidades suprimidas han dejado vacío en el corazón, lo ocupan los talentos, lo talentos artísticos, poéticos, científicos, cada día multiplicados y arraigados, convertidos en verdaderas necesidades adquiridas, pero necesidades de producción más que de consumo. Subrayo esta diferencia. El industrial siempre trabaja, no para su placer ni para el de su mundo, de sus congéneres, de sus competidores naturales, sino para una sociedad diferente a la suya —a cargo de no importa qué reciprocidad—, de modo que su labor constituye una relación no social, casi antisocial con sus desemejantes, con gran detrimento de sus reducidas relaciones con sus semejantes; y así, la creciente actividad de su trabajo tiende a aumentar, no a disminuir, la diferencia entre las distintas sociedades, como obstáculo a su asociación general. Esto se vio, en el siglo XX de la era antigua, cuando toda la población estaba dividida en sindicatos laborales de las diversas profesiones, que entre ellos libraban una guerra encarnizada y cuyos miembros, en el seno de cada uno, se odiaban fraternalmente.
Pero para el teórico, para el artista, para el esteticista de todos los géneros, producir es una pasión, consumir es un gusto. Pues todo artista es también un aficionado; pero su afición, relativa a las demás artes antes que a la suya, no representa en su vida más que un papel secundario comparado con su papel especial. El artista crea por placer y sólo él crea de esta suerte.
Se comprende, por tanto, la profundidad de la revolución realmente social, la operada desde que la actividad estética, a fuerza de engrandecerse, terminando un día por ser más importante que la actividad utilitaria, a la relación del productor con el consumidor la ha sustituido, como elemento preponderante de las relaciones humanas, la relación del artista al entendido. Divertirse o satisfacerse cada cual aparte, y servirse unos de otros, era el antiguo ideal social al que nosotros sustituimos por éste: servirse uno a sí mismo y entretenerse mutuamente. Y respecto al intercambio de servicios, a partir de entonces, sólo hay el intercambio de admiraciones o de críticas, de juicios favorables o severos, sobre el que descansa la sociedad. Al régimen anárquico de la codicia ha sucedido el gobierno autócrata de la opinión, hoy día omnipotente. Toda vez que nuestros abuelos se engañaban al creer que el progreso social tendía a lo que ellos llamaban la libertad de espíritu. Nosotros tenemos algo mejor, tenemos el júbilo y la fuerza de espíritu que posee una certeza fundada en su sola base sólida, en la unanimidad de los espíritus sobre algunos puntos esenciales. Sobre esta roca es posible construir los más elevados edificios de ideas, las sumas filosóficas más gigantescas.
El error, ahora reconocido, de los antiguos visionarios llamados socialistas, fue no distinguir que esta visión en común, esta intensa vida social, ardientemente soñada por ellos, tenía como condición sine qua non la vida estética, la religión tan propagada de la belleza y la verdad; y comprender que esto supone la supresión severa de muchas necesidades corporales; por lo que, en consecuencia, lanzándose, como hacían, al desarrollo exagerado de la vida mercantil, iban en contra de su verdadero objetivo. Sé que habría sido necesario extirpar la fatal costumbre de comer pan, que humillaba al hombre a las tiránicas exigencias de una planta, y de las bestias que reclamaban el forraje de esta misma planta y de otras plantas que también les servían de alimento. Pero en tanto esa desdichada necesidad hacía estragos, renunciando a combatirla, hubiera sido preciso suscitar otras no menos antisociales, o sea no menos naturales, por lo que valía más dejar la gente al arado que atraerla a las fábricas, pues la dispersión y el aislamiento de los egoísmos siguen siendo preferibles a su acercamiento y a sus conflictos. Pero pasemos esto por alto.
De este modo se ven todas las ventajas que debemos a nuestra situación contra natura. Lo que la vida social tiene de más exquisito y de más sustancioso, de más fuerte y de más dulce, nosotros lo hemos sabido comprender. En otros tiempos, aquí y allí, en algunos raros oasis en medio de los desiertos, se tenía el presentimiento lejano de esta cosa inefable: tres o cuatro salones del siglo XVIII (viejo estilo), dos o tres talleres de pintor, uno o dos hogares de actores, eran, hasta cierto punto, imperceptibles núcleos de protoplasma social perdido en un conjunto de materias extrañas. Pero esta médula se ha convertido ahora en toda la osamenta. Nuestras ciudades son un verdadero taller, un cálido hogar, un inmenso salón. Y esto se ha logrado de la forma más sencilla, más inevitable del mundo. Según la ley de la segregación del viejo Herbert Spencer, la selección de las virtuosidades y de las vocaciones heterogéneas debía realizarse completamente sola. En efecto, al cabo de un siglo, hay bajo tierra, en vías de formación o de perforación constante, una ciudad de pintores, una ciudad de escultores, una ciudad de músicos, una ciudad de poetas, una ciudad de geómetras, de físicos, de químicos, hasta de naturalistas, de psicólogos, de especialistas de todas clases en teorías y en estética, salvo a decir verdad, en filosofía. Puesto que fue preciso renunciar, tras varias tentativas, a mantener una ciudad de filósofos, a causa especialmente de los continuos problemas causados por la tribu de sociólogos, los hombres más antisociales del mundo.
No olvidemos, por ejemplo, mencionar la ciudad de los excavadores (ya no se llaman arquitectos), cuya especialidad consiste en elaborar los planos de excavación y reparación de todas nuestras criptas y dirigir la ejecución de los trabajos realizados por nuestras maquinarias. Abandonando los senderos trillados de la antigua arquitectura, han creado con toda clase de piezas esta arquitectura moderna, tan hondamente original, de la que nuestros abuelos no tuvieron la menor idea. El monumento de la antigua arquitectura, especie de joya pesada y voluminosa, era una obra desligada, cuyo exterior, sobre todo la fachada, preocupaba mucho más que el interior. Para el arquitecto moderno, sólo existe el interior y cada obra se incorpora a las anteriores, ninguna queda aislada. Las habitaciones sólo son una prolongación y una ramificación unas de otras, una serie sin fin, como las epopeyas orientales. Falsamente individualizada, especie de seudoanimal por su simetría, pero tanto más discordante en el seno del paisaje más simétrico y mejor dispuesto, la obra del arquitecto antiguo parecía un verso en medio de la prosa, un cliché en medio de una fantasía; el arquitecto estaba especialmente encargado de representar el reglamento, la frialdad y la rigidez entre el desorden de la naturaleza y la libertad de las demás artes. Pero hoy día, en vez de ser la más disciplinada de las artes, la arquitectura es la más libre y más exuberante. Es el principal pintoresquismo de nuestra vida, el paisaje artificial y realmente artístico, que presta a todas las obras maestras de nuestros pintores y nuestros escultores el horizonte de sus perspectivas, el cielo de sus bóvedas, la vegetación de sus columnatas innumerables y desordenadas, cuyo fuste imita el porte idealizado de todas las antiguas esencias de árboles, cuyo capitel imita la forma perfecta de todas las antañonas flores. Naturaleza elegida y perfecta que se ha humanizado para encantar al hombre y que el hombre ha divinizado para albergar en ella al amor. Naturalmente, esta perfección sólo se logró a fuerza de innumerables tanteos. Numerosos derrumbamientos ocasionados por excavaciones imprudentes, sin suficientes pilastras, engulleron ciudades enteras durante los dos primeros siglos. Nuestros nietos podrán, por esto, descubrir nuevas Pompeyas. Al menor temblor de tierra (la única amenaza natural que nos preocupa), todavía se producen algunos aludes parciales. Pero se trata de accidentes sumamente raros.
Reanudemos el relato. Cada una de nuestras ciudades, al colonizar a su alrededor, se ha convertido en madre de una federación de ciudades semejantes, cuyo colorido propio se ha multiplicado en varios matices que la reflejan embelleciéndola. De esta manera se han formado nuestras naciones, cuyas diferencias corresponden, no a accidentes geográficos, sino a la diversidad de las aptitudes de la naturaleza humana exclusivamente sociales. Además, en cada una, la división de las ciudades se funda en la de las escuelas, entre las que la más floreciente en un momento dado, gracias al todopoderoso favor público, es elevada a la categoría de capital de su nación particular.
El nacimiento y la devolución del poder, que tanto había agitado a la humanidad de otros tiempos, tienen lugar entre nosotros con la mayor naturalidad del mundo. Siempre hay, en nuestra multitud de genios, uno superior saludado como tal por la aclamación casi unánime de sus alumnos primero, de sus camaradas después. Es juzgado, en efecto, por sus colegas, de acuerdo con sus proezas electorales. La elevación de este dictador a la soberana magistratura, vista la íntima solidaridad que nos ata y nos consolida unos a otros, nada tiene de humillante para el orgullo de los senadores que lo han elegido y que son los jefes de todas las grandes escuelas creadas por ellos mismos. Un elector que sea un alumno, un elector que sea un admirador inteligente y simpático, se identifica con su elegido. Pues tal es el carácter propio de nuestra república geniocrática: descansar sobre la admiración, no sobre la envidia —sobre la simpatía, no sobre el odio— sobre la inteligencia, no sobre la ilusión.
No hay nada más encantador que un paseo a través de nuestros dominios. Nuestras ciudades, vecinas unas de otras, se hallan ligadas entre sí por amplias carreteras siempre bien iluminadas, surcadas por monociclos graciosos y ligeros, por trenes sin humos ni silbatos, por lindos coches eléctricos que se deslizan silenciosamente como góndolas, entre muros cubiertos de bajorrelieves admirables, de inscripciones seductoras, de inmortales fantasías creadas y acumuladas allí por diez generaciones de artistas nómadas.
Así se veían antes ciertas ruinas de claustros donde, durante siglos, el aburrimiento de los religiosos se había traducido en figuras horripilantes, en cabezas encapuchadas, en bestias apocalípticas torpemente esculpidas en los capiteles de las columnatas o en torno al asiento pétreo del abad. ¡Pero cuán lejos está esa pesadilla monástica de esta visión artística! A lo sumo, la pequeña galería que unía, sobre el río Arno, el museo del palacio Pitti con el de los Uffizzi de Florencia, habría podido dar a nuestros abuelos una idea de lo que ahora contemplamos nosotros.
Si los corredores de nuestro alojamiento poseen este esplendor y esta riqueza, ¿qué decir de los apartamentos? ¿Qué decir de las ciudades? En ellos hay amontonadas verdaderas maravillas artísticas, frescos, esmaltes, orfebrería, bronces, cuadros, refinamientos e intensidades musicales, conceptos filosóficos, ensueños poéticos que desafían toda descripción, que desesperan toda paciencia, que fatigan de tanta admiración. Apenas es creíble que ese laberinto de galerías y palacios subterráneos, de hipogeos marmóreos etiquetados, numerados; cuyos múltiples nombres recuerdan toda la geografía y toda la historia del pasado, se hayan excavado en tan pocos siglos. ¡Lo que puede la perseverancia! Por muy acostumbrado que se esté a esta impresión extraordinaria, todavía hay veces, cuando uno se pasea solo en las horas de la siesta, en esta especie de catedral infinita, sin simetría y sin límites, a través de esta selva de elevadas columnas gruesas o apretujadas, del más diversificado y más grandioso estilo, a veces egipcio, o griego, bizantino, árabe, gótico, que imita a todas las flores y a todas las faunas desaparecidas y veneradas, y que es, ante todo, profundamente original; a veces, repito, el paseante se detiene jadeante y desorienta do por el éxtasis, como el viajero de antaño cuando penetraba en la penumbra de una selva virgen o de la sala hipóstila de Karnak.
A los que al leer los antiguos relatos de viajes añoran, por azar, las peregrinaciones de las caravanas a través de los desiertos o los descubrimientos de nuevos mundos, nuestro universo puede ofrecerles vagabundeos ilimitados bajo los océanos Atlántico y Pacífico, congelados hasta sus últimas profundidades. En todos los sentidos y con la mayor facilidad del mundo, atrevidos exploradores, iba a decir navegantes, han surcado de caminos sin fin estos inmensos casquetes de hielo, casi igual que hacían las termitas, según nuestros paleontólogos, aterrajando el suelo de nuestros padres. Se prolongan a voluntad estas fantásticas galerías, cuyas encrucijadas son otros tantos palacios de cristal, proyectando sobre las paredes un chorro de calor intenso que los funde. Se procura que el agua de fusión corra por alguno de esos abismos sin fondo que se abren por doquier, espantosamente, bajo nuestros pasos. Por este procedimiento y gracias a los perfeccionamientos de que ha sido objeto, se ha llegado a tallar, esculpir y cincelar el agua sólida de los mares, y a deslizarse por ellos, a evolucionar, y a correr en velocípedos o en patines, con una facilidad y una ligereza que siempre admiran, pese a la costumbre de verlo de continuo. El riguroso frío de estas regiones, apenas atemperado por los millones de lámparas eléctricas que se reflejan en sus estalactitas de un verde esmeralda con matices aterciopelados, torna imposible una estancia permanente. Incluso impediría cruzarlas si, por fortuna, los primeros pioneros no hubieran descubierto multitudes de focas, que fueron sorprendidas aún con vida por la congelación de las aguas, donde quedaron prisioneras. Sus pieles, cuidadosamente curtidas, nos han procurado caloríferos vestidos. Nada más curioso que divisar de pronto, como a través de una vitrina misteriosa, a alguno de esos grandes animales marinos, una ballena, a veces un tiburón, o un pulpo, y esta floración estrellada del tapiz de los mares que, aunque apareciendo cristalizada en su diáfana prisión, en su Elíseo de sal pura, no ha perdido nada de su íntimo encanto, desconocido por nuestros antepasados. Idealizada por su misma inmovilidad, inmortalizada por su muerte, brilla vagamente aquí y allá, con reflejos de nácar y perla, en el crepúsculo de las profundidades, a derecha, a izquierda, bajo los pies, sobre la cabeza del patinador solitario que se extravía, su lámpara al frente, persiguiendo lo desconocido.
Siempre hay que esperar novedades en estos milagrosos sondeos, tan distintos de los de otros tiempos. Nunca un turista ha regresado sin haber descubierto algo interesante: los restos de una nave, el campanario de una ciudad sumergida, un esqueleto humano que enriquecerá nuestros museos prehistóricos; a veces, un banco de sardinas o de bacalaos, reservas grandiosas y providenciales que sirven para renovar nuestra cocina. Pero ante todo, lo que más maravilla en esas exploraciones aventureras, es la sensación de lo inmenso y lo eterno, de lo insondable y lo inmutable, que sobrecoge y sorprende en esos abismos; es poder saborear ese silencio y esa soledad, esa paz profunda que sucede a tantas tempestades, esa sombra o esa penumbra apenas constelada y chispeante fugitivamente, que da descanso a los ojos fatigados por la iluminación subterránea. No me refiero a las sorpresas que ha prodigado la mano del hombre: cuando menos se lo espera, el túnel submarino por el que uno se desliza, se ensancha desmesuradamente, transformándose en una amplia sala en la que ha jugado la fantasía de nuestros escultores, o en un templo de vastos contornos, de pilastras translúcidas, de muros atractivos que el ojo sondea con arrebato; a menudo, allí se encuentran los amigos, los amantes, y el viaje de ensueño que había empezado en solitario, continúa a dúo en el amor.
Pero ya está bien de vagar en este misterio, volvamos a nuestras ciudades. Por ejemplo, es inútil buscar una ciudad de abogados o un palacio de justicia. No habiendo tierras de labranza, tampoco hay procesos de propiedad o servidumbre. No habiendo muros, no hay procesos de muros medianeros. Respecto a los crímenes y los delitos, sin que se sepa el motivo, es un hecho manifiesto que el culto generalizado de las artes los ha hecho desaparecer como por ensalmo; mientras que antaño el progreso de la vida industrial había hecho triplicar su número en medio siglo, el hombre, al urbanizarse, se ha humanizado. Desde que toda clase de árboles y bestias, de flores e insectos, ya no se interponen entre los hombres, desde que toda clase de necesidades groseras no impiden el desenvolvimiento de las facultades realmente humanas, parece que todo el mundo nace pulimentado, como todo el mundo nace escultor o músico, filósofo o poeta, y habla del modo más correcto y el más puro acento. Una urbanidad sin nombre, hábil a encantar sin mentiras, a complacer sin servilismos, la menos insinuante que se haya visto, una cortesía que tiene por alma el sentimiento, no de una jerarquía social a respetar, sino de una armonía social a mantener, que se compone, no de tonos de corte más o menos degenerados, sino de reflejos del corazón más o menos fieles, y que, tal como la superficie terrestre no lo había siquiera supuesto, se desliza, como sobre un aceite perfumado, entre todos los resortes complicados y delicados de nuestra existencia. Ninguna salvajada, ninguna misantropía se resiste, pues el encanto es demasiado profundo. La simple amenaza del ostracismo, ya no digo de la expulsión hacia arriba, que sería una condena a muerte, sino del exilio fuera de los límites de la acostumbrada corporación, basta para retener en la pendiente del crimen a las naturalezas más criminales. Hay en la menor inflexión de voz, en el menor giro de cabeza de nuestras mujeres, una gracia aparte que no es sólo la gracia de otros tiempos, no una bondad maliciosa o una malicia indulgente, sino una esencia más refinada a la vez y más sana, donde el constante hábito de ver lo bello y de hacer lo bello, de amar y ser amado, se expresa de manera inefable.