En diversas ocasiones, el sol había dado señales manifiestas de debilitamiento. De año en año, sus múltiples manchas se hacían más grandes y su calor disminuía sensiblemente. Todos se perdían en conjeturas: ¿le escaseaba al sol el combustible? ¿Había cruzado, en su éxodo por los espacios, una región excepcionalmente fría? Se ignoraba. De todos modos, el público se inquietaba poco por ello, como por todo lo que es gradual y no repentino. La anemia solar que, por otra parte, le daba algo de vida a la desfasada astronomía, era el único tema de varios artículos de revista bastante interesantes. En general, los sabios, en sus gabinetes de trabajo bien caldeados, fingían no creer ni la bajada de la temperatura y, a pesar de las indicaciones formales de los termómetros, repetían sin cesar que el dogma de la evolución lenta y de la conservación de la energía, en combinación con la clásica hipótesis de la nebulosa, impedía admitir un enfriamiento de la masa solar bastante rápida para que se pudiera sentir durante la breve duración de un siglo y, con mayor razón, durante un lustro o un año. Algunos disidentes de carácter herético y pesimista declaraban, es cierto, que en diversas épocas, si había que creer a los astrónomos de un remoto pasado, algunas estrellas se habían ido extinguiendo gradualmente en el cielo, o habían pasado del más vivo resplandor a la oscuridad casi absoluta, apenas en el transcurso de un año. Concluían de esto que el caso de nuestro sol no era excepcional, que la teoría de la evolución tardía tal vez no fuera aplicable de forma universal y que, a veces, como lo había anticipado en los tiempos fabulosos un viejo visionario místico llamado Cuvier, se efectuaban verdaderas revoluciones tanto en el cielo como en la tierra. Pero la ciencia ortodoxa combatía estas osadías con indignación.
Sin embargo, el invierno de 2489 fue tan desastroso que hubo que tomar en serio las amenazas de los alarmistas. Y así se llegó a temer, de un momento a otro, la apoplejía solar. Tal era el título de un folleto sensacional que llegó a las veinte mil ediciones. Se aguardaba ansiosamente el retorno de la primavera.
La primavera lució al fin y reapareció el astro rey ¡pero cuán destronado e irreconocible! Estaba totalmente rojo. Los prados ya no eran verdes, el cielo no era azul, los chinos no eran ya amarillos, todo había cambiado de color repentinamente, como en una comedia de magia. Luego, por grados, de rojo que era pasó al color naranja; parecía una manzana de oro en el cielo; y por espacio de unos años pasó, lo mismo que toda la naturaleza, a través de mil matices magníficos o terribles, del naranja al amarillo, del amarillo al verde y del verde, finalmente, al índigo y al azul celeste. Los meteorólogos recordaron entonces que en el año 1883, el 2 de setiembre, el sol, en Venezuela, se había visto todo el día de color azul, igual que la luna. Tantos colores, tantos decorados nuevos del universo proteiforme que maravillaban a la mirada asustada, reavivaban y devolvían a su agudeza primitiva la impresión rejuvenecida de las bellezas naturales, y removían de manera extraña el fondo de las almas al renovar la faz de las cosas.
Al mismo tiempo, se sucedieron los desastres. Toda la población de Noruega, Rusia del norte, Siberia, pereció congelada en una sola noche; la zona templada quedó diezmada y los habitantes que quedaron, huyendo del amontonamiento de nieves y hielos, emigraron por centenas de millones hacia los trópicos, llenando los trenes que resoplaban, muchos de los cuales, por culpa de las intensas tempestades de nieve, desaparecieron para siempre jamás. El telégrafo transmitía todas estas catástrofes a la capital, aunque que ya no había noticias de los inmensos trenes internados en los túneles subpirenaicos, subalpinos, subcaucásicos, subhimalayos, donde estaban encerrados por enormes aludes, que obstruían simultáneamente entradas y salidas; hasta el punto de que algunos de los ríos más caudalosos, como por ejemplo el Rhin y el Danubio, cesaron de fluir, congelados hasta el fondo, de lo cual resultó una gran sequía seguida de una hambruna tan grande que obligó a millares de madres a comerse a sus bebés. De cuando en cuando, un país, un continente, interrumpía de pronto sus comunicaciones con la agencia central: era porque toda una red telegráfica estaba enterrada en la nieve, de donde surgían, de trecho en trecho, las puntas desiguales de los postes con sus diminutos cangilones. De esta inmensa red eléctrica, de trama dentada, que envolvía todo el globo, igual que esta prodigiosa cota de malla que el sistema sembrado de ferrocarriles ponía en la tierra, no quedan más que tramos diseminados, semejantes a los restos del gran ejército de Napoleón durante su retirada de Rusia.
De todos modos, los glaciares de los Alpes, de los Andes, de todas las montañas del mundo, vencidos por el sol, que durante miles de siglos fueron rechazados de sus últimos atrincheramientos en las gargantas abruptas y los elevados valles, han reanudado su marcha triunfal. Todos los glaciares muertos desde las edades geológicas reviven con más pujanza. De todos los valles alpinos o pirenaicos, verdes antaño y poblados de ciudades con aguas deliciosas, se ven desembocar estas hordas blancas, estas lavas heladas, con su morena frontal que avanza desplegándose por las vastas llanuras, acantilado movedizo hecho de rocas y de locomotoras volcadas, de puentes arruinados, de estaciones de ferrocarril, de hoteles, de monumentos arrastrados en desorden, chatarra monstruosa y sorprendente cuya invasión triunfante se vanagloria como de un botín. Lentamente, paso a paso, a pesar de algunas pasajeras intermitencias de luz y calor, a pesar de sus días a veces ardientes que testifican las supremas convulsiones del sol luchando contra la muerte y reanimando en las almas la engañosa esperanza; a través y mediante estas mismas peripecias, los pálidos invasores se abren camino. Recobran, recuperan uno a uno todos sus antiguos dominios del período glaciar; y al hallar en ruta algún gigantesco bloque errante que, a cien leguas de los montes, cerca de alguna ciudad famosa, se halla solo y sombrío, testigo misterioso de las grandes catástrofes de antaño, lo levantan y lo trasladan meciéndole sobre sus duras olas, como un ejército en marcha recobra y enarbola sus viejas banderas polvorientas encontradas en los templos enemigos.
¿Pero qué fue el período glaciar comparado con esta nueva crisis del globo y del cielo? Un debilitamiento sin duda, un desvanecimiento análogo del sol lo produjo, y muchas especies animales poco protegidas, debieron perecer a la sazón. Y sin embargo, aunque sólo fue un toque de campana, por decirlo de alguna manera, una simple advertencia del ataque final y mortal. Los períodos glaciares —pues es sabido que hubo varios— se explicaban por su reaparición engrandecida. Pero esta aclaración de un punto oscuro de geología era, preciso es confesarlo, una compensación insuficiente de los perjuicios públicos que causaba.
¿Cuántas calamidades! ¡Cuántos horrores! Mi pluma se confiesa impotente para describirlos. Por lo demás ¿cómo relatar unos desastres tan completos que a menudo hicieron morir a todos sus testigos, hasta el último, bajo montones de nieve de más de cien metros? Lo único que sabemos con certeza es que esto ocurrió a finales del siglo XXV, en un pequeño cantón de la Arabia Pétrea. Allí se habían refugiado, una invasión tras otra, una inundación tras otra, congelados unos sobre otros a medida que avanzaban, los millones de hombres que sobrevivieron a los billones de hombres desaparecidos. La Arabia Pétrea, con el Sahara, llegó, pues, a ser el país más poblado del globo. Allí trasladaron —en razón del calor relativo del clima—, no digo la sede del gobierno, ya que ¡ay! sólo el Terror reinaba, sino un inmenso calorífico, un resto de la Babilonia cubierta por un glaciar. Se construyó una ciudad nueva, en unos meses, sobre unos planos totalmente nuevos de arquitectura, maravillosamente adaptados a la lucha contra el frío. Por la más feliz de las casualidades, se descubrieron allí minas abundantes, sin explotar, de carbón de tierra. Hay allí, según parece, carbón suficiente para calentarse durante muchos años; respecto a la alimentación tampoco hay que preocuparse. Los graneros guardan numerosos sacos de cereales, en tanto el sol se reanima y el trigo empieza a crecer. ¡El sol se reanimó tras los períodos glaciares! ¿Por qué no empezar de nuevo? se preguntan los optimistas.
¡Esperanza de un día! El sol se tornó violáceo, el trigo congelado dejó de ser comestible, el frío fue tan intenso que las paredes de las casas, al contraerse, se agrietaron y dieron paso a las corrientes de aire que mataron a sus habitantes. Un médico afirma haber visto cristales de nitrógeno y oxígeno solidificados caer del cielo, lo que hace temer que a no tardar mucho se descomponga la atmósfera. Los mares ya son sólidos. Cien mil hombres que estaban apelotonados en vano alrededor de la enorme estufa gubernamental, al no lograr restablecerles la circulaión, quedaron convertidos en témpanos de hielo; y a la noche siguiente, otros cien mil hombres murieron de la misma manera. De esta hermosa raza humana, tan robusta y tan noble, formada durante tantos siglos de esfuerzos y de genio, mediante una selección tan inteligente y tan prolongada, pronto no iba a quedar más que unos millares, unos centenares de ejemplares macilentos y temblorosos, únicos depositarios de los últimos restos de lo que fue la Civilización.