El apogeo de la prosperidad humana, en el sentido superficial y frívolo del vocablo, parecía logrado. Desde hacía cincuenta años, el establecimiento definitivo de la gran federación asiático-americano-europea y su innegable dominación sobre el resto, en diversos lugares, como Oceanía o el África Central, de barbarie inasimilable, había acostumbrado a todos los pueblos, convertidos en provincias, a las delicia de una paz universal, y ya imperturbable. Habían sido necesarios al menos ciento cincuenta años de guerras para llegar a este maravilloso desenlace. Pero todos esos horrores estaban ya olvidados; y tantas batallas espantosas entre ejércitos de tres y cuatro millones de hombres, entre convoyes de tanques y carros de combate, lanzados a todo vapor y haciendo fuego desde todas partes unos contra otros, entre escuadras submarinas que se peleaban eléctricamente, entre flotas de globos blindados, arponeados, destruidos por torpedos aéreos, precipitados de las nubes con millares de paracaídas bruscamente abiertos que aún se ametrallaban al caer juntos; de todo este delirio bélico sólo quedaba un recuerdo confuso y poético. El olvido es el principio de la felicidad, como el temor es el principio de la sabiduría.
Por una excepción única, los pueblos, tras esta gigantesca hemorragia, gustaron, no el sopor del agotamiento, sino la calma de la acrecentada fuerza. Esto tiene su explicación. Desde hace casi un siglo, los consejos de revisión, rompiendo con la ciega rutina del pasado, elegían a los jóvenes más válidos y los más preparados para exonerarlos del servicio militar que estaba ya totalmente automatizado, y enviaban pelear por las banderas a todos los enfermos y enfermizos, suficientes para el papel, extraordinariamente reducido, del soldado y hasta del oficial de grado inferior. Fue una selección inteligente, y el historiador está obligado a alabar con gratitud esta innovación, gracias a la cual se ha formado a la larga la incomparable belleza del género humano actual. En efecto, cuando se contemplan hoy día, tras las vitrinas de nuestros museos de antigüedades, esas singulares colecciones de caricaturas que nuestros antepasados denominaban sus álbumes de fotografías, es posible comprobar la inmensidad del progreso conseguido, y si verdaderamente descendemos de esos tipos tan feos y de esos homúnculos, como lo afirma una tradición, por lo demás muy respetable.
De esa época data el descubrimiento de los últimos microbios, todavía no analizados por la escuela neopastoriana. Se conocía la causa de todas las enfermedades, y no tardó en ser conocido asimismo el remedio pertinente y, a partir de aquel momento, un tísico, un reumático, un enfermo cualquiera, llegó a ser un fenómeno tan raro como lo fuera antes un monstruo doble o un traficante de vino honrado; fue después de esa época que se perdió el uso ridículo de esas cuestiones sanitarias que conformaban casi todas las conversaciones de nuestros abuelos:
—¿Cómo estás? ¿Qué tal andas?
Sólo la miopía continuó su lamentable marcha, estimulada por la extraordinaria difusión de la prensa; ni una mujer, ni un niño tenían que utilizar gafas. Este inconveniente, por lo demás momentáneo, ha quedado ampliamente compensado por el progreso que ha logrado el arte de los ópticos. Con la unidad política que suprimió las hostilidades entre los pueblos, se logró la unidad lingüística que borró rápidamente las últimas diferencias. Ya desde el siglo XX, la necesidad de una lengua única y común, comparable al latín de la Edad Media, fue tan intensa entre los sabios del mundo entero como para impulsarlos a usar en todos sus escritos una lengua internacional. Después de una larga lucha de rivalidad con el inglés y el español, fue el griego el que, desde la desmembración del Imperio Inglés y la toma de Constantinopla por el Imperio heleno-ruso, se impuso definitivamente. Poco a poco, o más bien con la velocidad propia de todos los progresos modernos, llegó a ser empleado, de capa en capa, hasta por los más humildes grados de la sociedad, y a partir de mediados del siglo XXII, no hubo ni un niño, desde el Loira al río Amor, que no se expresase volublemente en la lengua de Demóstenes. En algunas poblaciones perdidas en las montañas, sus habitantes se obstinaban aún, a pesar de la prohibición expresa de sus maestros, en utilizar la antigua jerga llamada antaño francés, alemán e italiano, si bien todos nos habríamos reído al escuchar tal algarabía en las grandes urbes.
Todos los documentos contemporáneos están de acuerdo en confirmar la velocidad, la hondura, la universalidad del cambio que se operó en las costumbres, en las ideas, en las necesidades, en todas las formas de la vida social niveladas de un polo al otro, tras esta unificación del lenguaje. Era como si hasta entonces el ímpetu de la civilización hubiera estado refrenado y, por primera vez, rotos los diques, se hubiese propagado esta unificación por todo el globo. Ya no eran millones, eran billones, lo que el menor perfeccionamiento industrial nuevamente descubierto le valían a su inventor; puesto que nada detenía, en su expansión radiante, la propagación de una idea cualquiera, nacida no importa dónde. Por el mismo motivo, no era ya por centenares sino por millares, que se contaban las ediciones de un libro, aunque no obtuviese una gran acogida pública, y asimismo las representaciones de una obra teatral, aunque fuese poco aplaudida. La rivalidad de los autores, por tanto, estaba montada sobre un diapasón sobreagudo. A su verborrea se le podía dar rienda suelta, pues el primer efecto de este diluvio de neohelenismo universal había sido sumergir para siempre todas las pretendidas literaturas de nuestros torpes abuelos, convertidas ya en ininteligibles, y hasta el mismo título de lo que ellos llamaban sus obras maestras clásicas, incluidos esos nombres bárbaros de Shakespeare, Cervantes, Goethe, Víctor Hugo, ya olvidados, de quienes nuestros actuales eruditos descifran los versos ásperos con tanta dificultad. Entrar a saco en la obra de esos seudoautores literarios, que hoy casi nadie podría leer, era prestarles un buen servicio y honrarles excesivamente. No hay que dejarse engañar: fue prodigioso el éxito de esos plagios que pasaban por creaciones. Esta clase de material a explotar era abundante, inagotable.
Por desgracia para los escritores jóvenes, los antiguos poetas, muertos hace siglos, Homero, Sófocles, Eurípides, resucitaron cien veces más florecientes de salud que en el tiempo de Pericles; y esta competencia inesperada perjudicó de manera notable a los recién venidos. Por más que unos genios originales presentaran novedades sensacionales, como Atalías, Hernanis, Macbeths, el público no iba a verlas acudiendo en cambio a las representaciones de Edipo Rey y Las aves. Y Nanaïs, pintura no obstante vigorosa de un novelista innovador, fracasó estrepitosamente ante el frenético éxito de una edición popular de la Odisea. A los oídos saturados de alejandrinos clásicos, románticos y otros, hartos de los juegos infantiles de la cesura y la rima, ya jugando en la báscula y empobreciéndose o enriqueciéndose por turnos, ya jugando al escondite y desapareciendo para hacerse buscar, el bello hexámetro libre y abundante de Homero, la estrofa de Safo y el yambo de Sófocles procuraban inefables deleites que causaron un grave quebranto a la música de un tal Wagner. En general, la música volvió a su puesto secundario en la jerarquía de las bellas artes, y tuvo en cambio, en esa renovación filológica del espíritu humano, la ocasión de asistir a un florecimiento inesperado que le permitió a la poesía reivindicar su legítimo rango, o sea, el primero. Nunca deja de volver a florecer, en efecto, cuando ésta cambia de pronto, complaciéndose en expresar nuevamente las eternas banalidades.
No era un simple pasatiempo para personas delicadas. La gente tomaba parte en ello con pasión. Cierto, gozaba del placer de leer y saborear las obras de arte. La transmisión de la fuerza a distancia por la electricidad y su movilización bajo miles de formas diferentes, por ejemplo en bidones de aire comprimido fácilmente transportables, habían reducido a la nada la mano de obra. Las cascadas, los vientos, las mareas, eran servidores del hombre, como, en años más antiguos y en una proporción infinitamente menor, lo había sido el vapor. Distribuida y utilizada con inteligencia por unas máquinas perfeccionadas tan simples como ingeniosas, esta inmensa energía gratuita de la naturaleza había vuelto desde largo tiempo atrás superfluos a la servidumbre y a la mayoría de obreros. Los trabajadores voluntarios que todavía existían apenas pasaban tres horas en los talleres internacionales, convertidos en falansterios[1] donde la potencia de producción del trabajo humano duplicada, centuplicada, superaba todas las esperanzas de sus fundadores.
Cierto es que la cuestión social no se había solucionado con esto; con la falta de miseria, ya no se producían disputas por las riquezas o el bienestar, cosas que poseía todo el mundo, cosas que ya casi nadie apreciaba; también por la falta de fealdad, no se apreciaba ni se envidiaba el amor, que la abundancia extraordinaria de mujeres bellas y hombres apuestos volvía tan común y de carácter tan general, en apariencia al menos. Privado de este modo de sus antiguas y grandes aspiraciones, el deseo humano se precipitó por entero hacia el único campo que le quedaba abierto y que se ampliaba cada día más gracias a los progresos de la centralización socialista: el poder político a conquistar que, con una ambición desbordante, aumentada de repente con todas las codicias confluyentes sólo en ella, y con las ansias y el deseo hambriento de épocas anteriores, alcanzó unas alturas insospechadas. Le correspondería a quien se apoderase de este bien supremo, el Estado; le correspondería a quien se sirviera de la omnipotencia y la omnisciencia del Estado universal para realizar su programa personal o su sueño humanitario. No fue, como se había anunciado, una vasta república democrática lo que surgió de ello. Tanto orgullo en erupción tenía forzosamente que levantar un nuevo trono, el más alto, el más fuerte, el más radiante que hubiera existido jamás. Por otra parte, desde que la población del Estado único se contaba por billones, el sufragio universal era algo impracticable e ilusorio. Para obviar el gran inconveniente que representaban unos asambleístas deliberantes diez o cien veces demasiado numerosos, hubo que ampliar de tal modo las circunscripciones electorales que cada diputado representaba al menos a diez millones de electores. Lo cual no es sorprendente si se piensa que por primera vez se había llegado a la simple idea de incluir a las mujeres y los niños en el derecho a voto, ejercido en su nombre, claro está, por su padre o marido legítimo o natural. Entre paréntesis, esta reforma tan sana como necesaria, también conforme al buen sentido y la lógica, reclamada a la vez por el principio de la soberanía nacional y por las necesidades de la estabilidad social, debía fracasar, cosa increíble, ante la coalición de los electores celibatarios.
La tradición afirma que la proposición de ley relativa a este aumento indispensable del sufragio hubiera sido sin duda rechazada si, por azar, la reciente elección de un millonario sospechoso de tendencias cesarianas, no hubiera hecho perder la cabeza a la asamblea, que decidió derribar la popularidad de ese ambicioso apresurándose a votar dicho proyecto del que sólo veía una cosa: que los padres y los maridos ultrajados o alarmados al menos por las galanterías del nuevo César, se harían sumamente fuertes y obstaculizarían su marcha triunfal. Pero esta esperanza, al parecer, quedó incumplida.
Fuera lo que fuese de esta leyenda, es seguro que, debido a la ampliación de las circunscripciones electorales, junto con la supresión del privilegio electoral, la elección de un diputado era una auténtica coronación, produciéndole corrientemente al elegido el vértigo de las ansias de grandeza. Este feudalismo reconstituido debía acabar con la reconstitución de la monarquía. Por un instante, los sabios se ciñeron esta corona cósmica, según la profecía de un antiguo filósofo, pero no la conservaron. La ciencia, vulgarizada por innumerables escuelas, era ya una cosa tan común como una mujer seductora o un mobiliario elegante; y extremadamente simplificada por su misma perfección, acabada en sus grandes líneas inmutables, en sus cuadros ya rígidos y repletos de hechos, progresando solamente a pasos imperceptibles, de forma que ocupaba muy poco espacio en el fondo de los cerebros, donde sencillamente reemplazaba al catecismo de antaño. La mayor parte de la fuerza intelectual se volcaba en otra parte, lo mismo que la gloria y el prestigio. Las corporaciones científicas, venerables por su misma antigüedad, ya empezaban ¡ay! a teñirse con una ligera pátina de ridículo, que hacía sonreír y soñar en los sínodos de bonzos o en las conferencias eclesiásticas tal como las representan los más viejos dibujos.
Por consiguiente no es cosa sorprendente que a esta primera dinastía de emperadores físicos y geómetras, imitaciones simplistas de los Antoninos, sucediera muy pronto una dinastía de artistas evadidos del arte, que manejaban el cetro como en otros tiempos el arco de violín, el cincel o el pincel. El más glorioso de todos, hombre de una imaginación exuberante, dominado y servido por una energía sin parangón, fue un arquitecto que, entre otros proyectos gigantescos, imaginó arrasar su capital, Constantinopla, para reconstruirla en otro lugar, el emplazamiento, desierto desde unos tres mil años, de la antigua Babilonia. Idea realmente luminosa. En esa llanura incomparable de Caldea, regada por otro Nilo, había otro Egipto, más fértil aún y más bello que resucitar, que transfigurar, una infinita llanura horizontal para cubrir con monumentos atrevidos y abundantes, con poblaciones densas y febriles, con cosechas doradas bajo un cielo siempre azul, con ferrocarriles irradiando en redes desde la ciudad de Nabucodonosor a los extremos de Europa, desde África y Asia, a través del Himalaya, al Cáucaso y al Sahara. Todo esto se realizó en pocos años. La energía almacenada y eléctricamente transmitida de cien cascadas abisinias, y de no sé cuántos ciclones, bastó para transportar de los montes de Armenia la piedra, la madera y el hierro necesarios para tantas construcciones. Un día, un convoy de placer compuesto por mil y un coches, al pasar demasiado cerca de un cable transmisor en el momento de su carga más fuerte, quedó fulminado y pulverizado en un abrir y cerrar de ojos. Y también Babilonia, la fastuosa y abyecta ciudad, de miserables esplendores de ladrillo crudo y pintado, quedó reconstruida con mármol y granito, para la terrible humillación de los Nabopolasar y los Baltasar, de los Ciro y los Alejandro. Es inútil añadir que los arqueólogos efectuaron en esta ocasión inapreciables descubrimientos, en varias capas de terreno superpuestas, de antigüedades babilónicas y asirías. El furor del asiriólogo llegó a tal extremo que todos los talleres de escultor, los palacios y hasta las vitrinas de los soberanos se llenaron de toros alados con cabeza humana, tal como antaño los museos estaban atestados de cupidos y querubines «encorbatados con sus alas», e incluso se imprimieron unos manuales de escuela primaria en caracteres cuneiformes, para aumentar su autoridad sobre las juveniles imaginaciones.
Este exceso imperial de albañilería, que ocasionó desdichadamente las séptima, octava y novena bancarrotas del Estado, así como varias inundaciones consecutivas de papel moneda, es causa del enorme gozo, en general, de ver, tras ese reinado brillante, cómo la corona la ostenta un financiero filósofo. Apenas hubo restablecido el orden en las finanzas, estuvo en condiciones de aplicar a gran escala su ideal gubernamental, de naturaleza muy singular. No se tardó mucho en observar, en efecto, después de su advenimiento, que todas las damas de honor nuevamente elegidas, por lo demás muy inteligentes pero sin el menor ingenio, brillaban ante todo por su nunca desmentida fealdad; que las libreas de la corte eran de un color gris oscuro; que los bailes cortesanos, reproducidos por la cinematografía instantánea en cantidad de millones de ejemplares, ofrecían una colección de los más honestos y los más insípidos rostros que quepa imaginar, junto con las formas menos inspiradoras que sea dable contemplar; que los candidatos recién nombrados, tras previo envío de sus retratos, para las más altas dignidades del Imperio, se distinguían esencialmente por la vulgaridad de su carácter; finalmente, que las carreras y los festejos populares (cuyas fechas se designaban por anticipado mediante los partes secretos que anunciaban la llegada de un ciclón americano), nueve veces de cada diez, tenían lugar los días de densa niebla o de grandes aguaceros, que los transformaba en un desfile inmenso de impermeables y paraguas. En cuestión de proyectos, como en materia de gente, la lección del príncipe siempre era así: la elección del más útil o el mejor entre los más feos. Una insoportable monotonía, una aplastante monotonía, una nauseabunda insipidez, eran el timbre distintivo de todas las obras del gobierno. De lo cual la gente se reía, se emocionaba, se indignaba… y se acostumbraba. El resultado fue que al cabo de algún tiempo, no existía ni un ambicioso ni un político, o sea ni un artista ni un literato desclasificado, buscando la belleza fuera de su dominio, que no se olvidara de la consecución de honores para volver solamente a rimar, a esculpir, a pintar; desde entonces se ha acreditado este aforismo: la superioridad de los hombres de estado es sólo la mediocridad elevada a la más alta potencia.
A este eminente monarca se le debe, por tanto, un gran bienestar. El alto ideal de su reinado se ha revelado gracias a la publicación póstuma de sus memorias. De ese escrito tan valioso sólo queda un fragmento muy interesante que nos hace deplorar la pérdida del resto: «¿Cuál es el verdadero fundador de la sociología? ¿Auguste Comte? No, Menenio Agrippa.[2] Ese gran hombre ha comprendido que el gobierno era el estómago, no la cabeza, del cuerpo social. Y el mérito de un estómago estriba en ser bueno y feo, útil y horroroso de ver, pues si este órgano indispensable fuese grato a la vista, su dueño desearía tocarlo, cosa peligrosa, y la naturaleza no se habría tomado tantas molestias para esconderlo y protegerlo. ¿Qué hombre con sentido común se ufana de tener un hermoso aparato digestivo, un hígado gracioso, unos pulmones elegantes? Claro que esta pretensión no sería más ridícula que la manía de ser alto y hermoso en política. Hay que ser sólido y llano. Mis pobres predecesores…» (Aquí, una laguna. Un poco más adelante se lee:) «El mejor gobierno es el que aspira a ser perfectamente burgués, correcto, neutro y castrado, en el que nadie pueda apasionarse ni en pro ni en contra». Tal era el último sucesor de Semíramis. En el emplazamiento recién descubierto de los jardines colgantes hizo levantar, a costa del Estado, una estatua de Luis Felipe, de aluminio forjado, en medio de un jardín público adornado con laureles comunes y coliflores.
El universo respiraba. Sin duda, bostezaba un poco, pero por primera vez se expansionaba en la plenitud de la paz, en la abundancia casi gratuita de todos los bienes y hasta en la más esplendente floración, o más bien exposición, de arte y poesía, pero sobre todo de un lujo que la tierra no había conocido jamás. Fue entonces cuando una alarma extraordinaria, de un género nuevo, provocada justamente por las observaciones astronómicas efectuadas sobre la torre de Babel, reconstruida como una torre Eiffel, muy aumentada de dimensiones, empezó a propagarse entre las amedrentadas poblaciones.