Capítulo XXII

Fatty ata cabos

Antes de darle tiempo a depositar a «Poppet» en el suelo y a echar a correr en busca de Fatty, Bets percibió un rumor de rápidos pasos en dirección a la puerta. Era la señora Larkin, con el mismo viejo pañolón rojo, su horrible peluca y sus gafas oscuras.

—¡Ah! —exclamó la mujer—. ¿Has traído a «Poppet»? ¡Creí que se había caído al río!

Y tomando a la perrita de brazos de Bets, procedió a acariciarla.

—Ahora la trata usted mejor que al principio —murmuró la chiquilla al ver que «Poppet» lamía la cara de la mujer.

—Vete ya, muchacha —espetó la señora Larkin, dejando inmediatamente a «Poppet» en el suelo—. No debieras haber entrado sin permiso.

—Ya me voy —masculló Bets—. ¿Es ésa la cesta de «Poppet»? ¡Ah, ahí está su hueso de goma!

Y lo sacó de la cesta para examinarlo. Pero la mujer, arrebatándoselo de las manos, empujóla bruscamente hacia la puerta. Bets salió corriendo, desconcertada y, tras aguardar a que se cerrara la puerta, acercóse de puntillas a atisbar por la ventana. La mujer procedía a poner una esterilla debajo de la cesta de la perrita, en tanto «Poppet» retozaba alrededor.

Bets retrocedió en busca de los demás, sin saber a qué atenerse. ¿Por qué la señora Larkin trataba a «Poppet» de un modo tan diferente? Tal vez la perrita era tan cariñosa que nadie podía mostrarse duro con ella por mucho tiempo. Pero no. Sin duda, aquel cambio de actitud de los Larkin obedecía a una razón más profunda. Quizá los Lorenzo habíanles prometido una buena suma de dinero si trataban bien a «Poppet». Sí, eso era lo más seguro.

Bets contó su aventura a los demás.

—¡Había enormes botes de conservas! —les explicó—. ¡Mantas de lana y edredones! Por lo visto, se han equipado bien. Lo malo es que no pude sonsacar a la mujer. Estaba enojada y me echó a empellones.

—¡Mirad! —exclamó Pip de pronto—. ¡Alguien entra por el portillo del río! ¡Es el viejo Larkin! Supongo que viene de la compra. Pero no. No lleva la cesta. Además, ahora les sobra comida con tantas latas. Sólo lleva periódicos.

Fatty aguzó la vista.

—¡Sí! —exclamó, sorprendido—. ¡Una buena colección de ellos! Apuesto a que los lee de cabo a rabo todos los días para ver si traen algo de los Lorenzo. De un momento a otro pueden echarles el guante.

—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Pip—. ¿Telefonear al jefe? Sólo nosotros sabemos que alguien se ha llevado cosas de la villa. No me explico cómo entraron los Larkin en el edificio, siendo así que la policía asegura que no tienen las llaves. Me figuro que disponen de algunas y supusieron que la única puerta que no tenía echado el cerrojo era la del balcón.

—Vamos a telefonear —decidió Pip, tomando su bicicleta.

—Me alegro de que esa horrible señora Larkin se porte mejor con la pobrecilla «Poppet» —suspiró Bets—. A decir verdad, a juzgar por el modo que la mima, pudiera ser la propia señora Lorenzo. ¡Con deciros que, cuando miré por la ventana, le estaba poniendo incluso una alfombrilla debajo de la cesta!

De pronto, Fatty tambaleóse de tal modo de su bicicleta que estuvo a punto de caerse del vehículo.

—¿Qué te pasa, Fatty? —exclamó Bets.

—Nada, no me hables ahora —instó Fatty, en un raro tono de voz—. Voy a apearme. Vosotros, seguid adelante.

—¿Te sientes mal? —inquirió Bets, alarmada.

—No —replicó Fatty con apremio—. Acaba de ocurrírseme una idea, eso es todo. Lo que acabas de decir me ha dado una pista. Dejadme solo unos instantes.

Profundamente desconcertados, los chicos pedalearon otro pequeño trecho y luego apeáronse de sus bicicletas en espera de Fatty. Éste permanecía de pie en la cuneta, sujetando el manillar, tan abstraído en sus pensamientos que ni siquiera reparó en que pasaba el señor Goon en su bicicleta.

—¡Eh! —gritóle el policía, sorprendido—. ¿«Qué» te ocurre?

—¡Chitón! —masculló Fatty—. Estoy recapacitando.

El señor Goon se puso como la grana. ¿Cómo se atrevía aquel mocoso a imponerle silencio?

—¿En qué estás pensando? —gruñó—. ¿Todavía estás dando vueltas a lo de los Lorenzo? A estas horas, están en América con el cuadro. ¡Lo que tienes que hacer es aprender a comportarte y a contestar a las personas mayores como es debido!

De repente, surgió «Buster» de un seto cercano y, ladrando alborozadamente, precipitóse a los tobillos del señor Goon, en vista de lo cual el rollizo policía se apresuró a montar de nuevo en su bicicleta y alejarse dando puntapiés a su enemigo.

Ni siquiera esta actitud sacó a Fatty de su ensimismamiento. ¡Cielos! ¿«Qué» estaría pensando?

—Ese cerebro privilegiado está trabajando más de la cuenta —bromeó Pip—. ¿«Qué» idea le ha dado de repente?

—Cuando vuelva —aseguró Ern—, es capaz de decirnos que lo ha desentrañado todo en un momento. ¿Qué os apostáis? ¡Nuestro amigo es un genio!

Por fin, Fatty montó de nuevo en su bicicleta y reunióse con ellos con aire extremadamente satisfecho.

—¡Ya está! —anunció—. ¡Lo he desentrañado todo! Ya sólo es cuestión de servírselo en bandeja al superintendente. ¡Caramba, qué torpe he sido! ¡Mejor dicho, qué torpes hemos sido todos!

—¿Qué os decía yo? —exclamó Ern, triunfante—. ¿Veis cómo lo ha resuelto todo? ¿Qué me dices, Bets? ¿Tenía o no razón?

—Pero ¿qué es lo que has resuelto? —barbotó Pip—. ¡Apuesto a que algo, pero no «todo»!

—Pues sí, todo —aseguró Fatty—. Sólo tengo mis dudas respecto a una cosa. ¡De todos modos, pronto lo sabremos!

—¡Dínoslo! —suplicó Larry—. ¡Es horrible no saber de qué estás hablando! ¡Por favor, cuéntanoslo!

—No hay tiempo —repuso Fatty, pedaleando velozmente—. ¡Tengo que encontrar una cabina telefónica cuanto antes! ¡Apresuraos, muchachos!

Todos siguieron a Fatty en un tremendo estado de excitación. Fatty pedaleó furiosamente, como si tomase parte en una carrera. El pobre «Buster» quedóse atrás y, aunque Bets lo compadecía, ni siquiera a ella se le ocurrió moderar la marcha para recogerlo. ¡El animalito no comprendía la inusitada sensibilidad de sus amigos!

Fatty saltó de su bicicleta al llegar al quiosco telefónico más cercano y, precipitándose dentro, cerró la puerta y pidió un número. Los otros congregáronse fuera, expectantes.

—Aquí, la policía —dijo una voz al otro lado del hilo.

—Quiero hablar con el superintendente, por favor —instó Fatty—. Dígale que es de parte de Federico Trotteville, y que tengo algo muy urgente que comunicarle.

—En seguida —respondió la voz.

A los pocos instantes se puso al aparato el propio superintendente.

—¿Qué sucede, Federico?

—¡Oiga, señor! ¿Puede usted venir inmediatamente? ¡Ya está todo resuelto!

—¿Qué estás diciendo? —exclamó el jefe con incredulidad—. ¿Supongo que no te refieres al caso Lorenzo, verdad?

—¡Pues, sí, señor! —profirió Fatty, jubiloso—. ¡Lo sé todo! ¡Esta mañana he dado súbitamente con la solución! Es muy largo para contárselo por teléfono, señor. ¿Podría venir ahora mismo, antes de que se compliquen las cosas?

—Estás muy enigmático, Federico —comentó el jefe—. Pero me figuro que es preferible que confíe en tu palabra. Saldré en el coche inmediatamente. ¿Dónde me aguardarás?

—Junto a la casita de los Larkin, señor —contestó Fatty—. ¿Sabe usted dónde está?

—Sí —asintió el jefe—. Salgo para allá.

Fatty colgó el receptor con expresión radiante y, antes de salir del quiosco, frotóse las manos gozosamente.

—¡Pero, Fatty! —protestó Pip—. ¡«Podrías» decirnos qué sucede! ¿Te parece poco suplicio verte gritar en ese teléfono sin oír una sola palabra de lo que decías? Para colmo ahora sales de la cabina frotándote las manos de gusto. ¿Qué ha pasado tan de repente?

—Os lo diré en cuanto pueda —prometió Fatty, llevando su bicicleta a la calzada—. Vamos. Debemos volver al portillo del río o sea el que conduce a casa de los Larkin. El jefe estará allí dentro de un rato.

—¡Cáscaras! —exclamó Larry, pedaleando velozmente tras Fatty—. ¿Conque le has llamado a él? ¿De veras va a venir?

—Sí, inmediatamente —confirmó Fatty—. A propósito, ¿dónde está «Buster»?

—Hemos vuelto a dejarlo atrás —jadeó Bets—. ¡Por favor, Fatty, detente a recogerlo! ¡El pobre está rendido!

Fatty se detuvo. «Buster» les alcanzó a buen trote, con la lengua casi rozando el suelo.

—¡Ven acá, «Poppet»! —bromeó Fatty, inclinándose a recogerlo.

Una vez en la cesta de la bicicleta de su amo, «Buster» lanzó un profundo suspiro de alivio.

Los muchachos pusiéronse de nuevo en marcha, pero al llegar al sendero del río tuvieron que desmontar de sus bicicletas y seguir con ellas a pie.

—¿No puedes decírnoslo ahora, Fatty? —sugirió Ern.

—Hay demasiada gente alrededor —dijo Fatty—. ¡Caramba! ¿Quiénes son éstas?

Dos niñas procedentes de un portillo cercano acababan de precipitarse sobre Ern, gritando:

—¡Ern! ¡Ven a jugar con nosotras! ¡Mamá nos ha dado unos bocadillos para comérnoslos en la casa del árbol!

—Lo siento —declinó Ern, apartándolas de su camino—. Tengo algo muy importante que hacer, Liz y Glad. Te presentó a mis primas, Fatty: Liz o Elizabeth, y Glad. Por cierto, Glad, ¿cuál es «tu» verdadero nombre? ¡Todavía no lo sé!

—¡Gladys! —contestó Glad con un cloqueo—. Oye, Ern. Esta mañana hemos hecho guardia en el árbol, como de costumbre, pero sólo hemos visto al señor Larkin una vez, a su regreso de la calle, y a la señora Larkin otra vez, mientras tendía una vieja esterilla en el tendedero. Ahora la está sacudiendo.

—Está bien, está bien —gruñó Ern, mientras los demás contemplaban la escena regocijados—. ¿Sabes, Fatty? Mis primas me ayudan a vigilar desde el árbol. Y ahora, Liz y Glad, volved a casa en seguida. «Es posible» que dentro de un rato venga a comer con vosotras allí arriba. ¡Pero ahora, largaos! ¡Estoy ocupado!

Las dos flacas chiquillas obedecieron, satisfechas de que Ern hubiese accedido a ir a comer con ellas.

—Es preferible que no nos apiñemos todos juntos al portillo —aconsejó Fatty, en voz baja, cuando la pandilla llegó a su destino—. Propongo que remontemos un poco el sendero. ¡Cáspita! ¿Quién viene por allí?

Era el señor Goon, dispuesto a decirle al señor Larkin lo que pensaba de él por haberle paseado por todo el pueblo la noche anterior. El policía había llegado a la conclusión de que, en realidad, no había visto a dos señores Larkin. El exceso de cansancio habíale jugado aquella mala pasada de ver la imagen duplicada. ¡Ardía en deseos de decir al señor Larkin lo que pensaba de los viejos que se dedicaban a columpiarse en el parque a altas horas de la noche!

Al ver a los niños algo más allá del sendero, Goon gritóles, enfurruñado:

—¡Eh, chicos! ¡Fuera de aquí! ¡Y sujetad a ese perro! ¿Qué hacéis interceptando el camino?

—Esperamos a alguien —le contestó Fatty tranquilamente.

—¿Ah, sí? —gruñó el señor Goon—. ¿Y a quién esperáis, si se puede saber? ¿A vuestro amigo el superintendente, por casualidad? ¡Vamos! ¡Largo de aquí!

—Pues el caso es que, efectivamente, le aguardamos a él —declaró Fatty—. Es usted muy perspicaz, señor Goon.

—No intentes embaucarme con esa trola —repuso el policía con sarcasmo—. El superintendente Jenks está a muchas millas de aquí. Me consta, porque esta mañana me ha telefoneado personalmente.

—En fin, «no» hace falta que le aguarde usted también —masculló Fatty—. ¡De hecho, viene a vernos «a nosotros»!

—¿Qué cuentos son ésos? —rugió el señor Goon, sonrojándose gradualmente—. ¡No me vengas con historias! ¡He dicho que os larguéis!

En aquel momento oyóse a lo lejos el zumbido de un motor. A poco, éste enmudeció y sonó el chasquido de una portezuela de automóvil.

—Ahí está —masculló Fatty, al tiempo que unos rápidos pasos ascendían por el sendero del río.

Goon volvióse a mirar, boquiabierto.

«Era», en efecto, el alto y corpulento superintendente Jenks, seguido de otro hombre.

—Bien —exclamó el recién llegado, sonriendo a Fatty—. ¡Aquí estoy!