Capítulo XIX

Un poco de diversión

Fatty examinó la chincheta y comparóla con la primera. Sí, eran exactamente iguales. Luego, miró detenidamente las crepitantes llamas y, tomando una rama caída, hurgó el fuego para ver qué había en él.

—¡Mirad! —exclamó—. ¡Aquí está el embalaje! ¡Ardiendo en el fuego! ¡Lo han astillado a conciencia y le han prendido fuego para que no quede rastro de él!

Sus compañeros contemplaron los fragmentos de madera, a todas luces procedentes de un sencillo embalaje.

—¡Aquí hay un trocito de etiqueta! —profirió Larry, abalanzándose a recoger un trozo de grueso papel ardiendo.

Y soplando para apagarlo, vio que en él figuraban aún tres letras.

—«n-h-e» —leyó Larry—. Temo que eso es todo cuanto queda.

—Pero es suficiente —saltó Fatty—. Revela lo procedencia del embalaje, esto es, dónde fue enviado al fin para que lo recogieran los Lorenzo, ¡«n-h-e» son la sexta, séptima y octava letras de la palabra Maidenhead! ¡Contad y veréis!

—¡Cáscaras! —espetó Pip—. ¡Pues es verdad! Eres un lince, Fatty. En fin, supongo que ahora la pintura habrá desaparecido en las llamas con el embalaje, quemada por los ladrones para que nadie pueda descubrirla.

—No seas pollino —repuso Fatty—. Una vez retirada del embalaje, la habrán «escondido» en lugar seguro. No es difícil esconder un lienzo. Me figuro que lo han quitado del marco para deshacerse de éste juntamente con el embalaje. Si os fijáis bien veréis varios trozos dorados esparcidos entre las llamas de esta hoguera. Apuesto a que es todo lo que queda del hermoso marco.

Como el embalaje era muy grande, el fuego ardía aún a más y mejor. No obstante, los chicos alejáronse de él, seguros de que no tenían nada más que hacer allí.

—¡Esto se anima! —comentó Fatty—. Ahora sabemos que el cuadro que buscamos no está ya en un embalaje ni en un marco, sino probablemente enrollado como un plano.

—¡En cuyo caso, es «mucho» más fácil de ocultar! —dijo Daisy—. A buen seguro, está en casa de los Larkin.

—No lo creo —replicó Fatty—. Los Lorenzo no se hubieran atrevido a confiar la pintura a ese par de sucios. ¡Podrían haberla echado a perder! No, sin duda la han guardado en un sitio más seguro. ¡Pero no en esa pocilga!

Tras franquear el portillo, tomaron sus respectivas bicicletas. Pero en el momento en que se disponían a descender con ellas por el sendero que conducía al camino del río, Fatty les detuvo con estas palabras:

—¡Mirad! ¡Allí viene Goon!

Efectivamente, a poca distancia de ellos, amparándose en las sombras, avanzaba la familiar figura del señor Goon.

—¿Qué hace? —cuchicheó Fatty—. Parece que sigue a alguien, ¿no?

—Sí —susurró Larry—. Va un hombre delante de él cargado con una especie de cesta. ¿Quién debe de ser?

—Lo ignoro —repuso Fatty—. Pero pronto lo averiguaremos. En cuanto lleguemos al camino y podamos montar en nuestras bicicletas, nos dirigiremos hacia Goon tocando desaforadamente las campanillas para que advierta nuestra presencia y, acto seguido, pasaremos junto a él como una exhalación y seguiremos adelante para ver a quién anda siguiendo. No tengo idea de quién puede ser, pero deberíamos averiguar si Goon sigue a algún sospechoso.

Apenas llegaron al camino, montaron todos en sus bicicletas, dispuestos a seguir al señor Goon, amparado aún en las sombras. Como estaba anocheciendo, los chicos habían encendido sus luces y éstas iluminaban considerablemente la senda. Al ver que se acercaban los ciclistas, el señor Goon agazapóse en la oscuridad para no ser visto.

—¡Riiiiiing, riiiiiing! —retiñían las campanillas, al tiempo que los muchachos pasaban ante el policía.

—¡Buenas noches, señor Goon! —gritó Fatty—. ¡Le deseo un buen paseo!

—¡Buenas noches, buenas noches, señor Goon! —chillaron todos.

Y hasta el propio Ern tuvo la osadía de gritar, ensordeciendo casi al policía con su campanilla:

—¡Buenas noches, tío!

—¡Maldita sea! —gruñó el señor Goon, contrariado.

Con todo aquel jaleo el hombre a quien andaba siguiendo habíase precipitado a un bosque cercano, y ya no sería posible dar con él. ¡Condenados chicos!

Por su parte, los seis ciclistas vieron al hombre con perfecta claridad. Era el señor Larkin, con una cesta de la compra al brazo, renqueando afanosamente con la espalda encorvada y la cabeza gacha. La visera de su vieja gorra llegábale casi hasta la nariz, como de costumbre. Al oír el bullicio, el viejo desapareció en un bosquecillo de árboles.

—Probablemente viene de la compra —dedujo Bets—. ¿Por qué le sigue Goon? ¡Tal vez se figura que le conducirá a alguna pista!

—Es posible —convino Fatty—. Pero ahora le resultará tremendamente difícil localizar de nuevo al viejo. ¡Cómo me gustaría que «me» siguiese Goon para darle un largo paseíto!

—¡Sí! —sonrió Pip—. ¡Y para hacerle echar el bofe y resoplar como un condenado! ¿Por qué no te disfrazas de Larkin y te diviertes un poco a su costa?

—En realidad, hace rato que acaricio esa idea —declaró Fatty, riendo—. Le estaría muy bien empleado a ese chismoso de Goon por haber ido con aquella abominable mentira al superintendente. ¡Mira que decirle que yo le había encerrado en el cuarto de las calderas, en compañía de Johns! Apuesto a que ninguno de los dos «oyó» siquiera cerrar la puerta. Probablemente, se lo impidieron sus enormes ronquidos.

—¡Oh, Fatty! —exclamó Bets—. ¿«De veras» te disfrazarás de Larkin? ¡Por lo que más quieras! ¡Si lo haces, deja que te veamos!

—De acuerdo —accedió Fatty, cada vez más entusiasmado con la idea de imponer a Goon un pequeño castigo por ir al jefe con aquel cuento—. Primero cenaré y luego pondré manos a la obra. ¡Ojalá Goon no decida acostarse temprano en vista de que ayer perdió la noche! ¡Me encantaría pasearle por todo el pueblo!

—¡No te olvides de pasar a vernos antes! —recordóle Bets, al tiempo que se separaban en la encrucijada.

Fatty pedaleó hacia su casa, sonriendo para sí. ¡Qué bien lo pasaría a costa de Goon!

Al llegar a casa, le aguardaba una buena cena. De hecho, cenó solo, pues su madre había tenido que salir. La cocinera lo tenía tan malcriado, que le llenó la bandeja de todos sus manjares predilectos, hasta el punto de que, cuando el chico terminó de cenar, casi no sentía con ánimos de divertirse a costa de nadie.

—¡Menos mal que con tanta grasa no me resultará difícil conseguir un parecido con el rollizo señor Larkin! —pensó, contemplándose en el largo espejo de su cobertizo—. ¡Ahora todo es cuestión de seleccionar un buen surtido de prendas como las que luce el viejo Larkin!

Sin perder un instante, el muchacho procedió a rebuscar entre su enorme colección de disfraces, abriendo sucesivamente todos los cajones de la vieja cómoda.

—Unos pantalones holgados, sucios y arrugados —mascullaba—. ¡Magnífico! Ahora, unas botas viejas y un abrigo de los tiempos de Maricastaña, ¡el peor de mi guardarropa!

Era un abrigo viejísimo, desechado mucho tiempo atrás por el penúltimo jardinero de los Trotteville. ¡Justamente lo que necesitaba!

—Una bufanda raída de color de cachumbo —prosiguió el chico—. Está irá que ni pintada.

Y cerrando los ojos por espacio de un instante, Fatty imaginóse al viejo Bob Larkin con todo lujo de detalles. Como era tan buen observador, podía ver al viejo casi como si lo tuviese delante.

—Una barbita desgreñada, un bigote despeinado, cejas pobladas, gruesas gafas y una espantosa gorra con la visera ladeada sobre la cara. ¡Sí! ¡Lo tengo todo a mi disposición!

Fatty puso manos a la obra rápida y alborozadamente. Ante todo, maquillóse el rostro hasta alterar por completo su aspecto. En él aparecieron arrugas, unas enormes cejas sobre unas gruesas gafas oscuras, un bigote enmarañado, un hueco entre los dientes anteriores (¡Fatty habíase pintado uno de negro!) y una barba rala y desaliñada como la del señor Larkin. Tras pegarse esta última a la barbilla, el muchacho se miró al espejo.

—¡Hola, viejo! —dijo Fatty a su reflejo—. ¡Hola, inmundo zarrapastroso! ¡Uf! ¡Da asco mirarte! ¡Ponte la gorra y la bufanda!

Una vez completado su atuendo con la gorra ladeada y la bufanda arrollada hasta la boca, Fatty contempló su obra, satisfecho. ¡Era la viva estampa del viejo Larkin!

—¡Quisiera Dios que a mamá no se le ocurra regresar ahora! —pensó el chico—. ¡Si me viera, alborotaría todo el vecindario! ¡Adiós, «Buster»! Siento decirte que no creo que vengas a acompañarme esta noche. De todos modos, no creo que a un perro bien criado y respetable como tú le gustara ser visto en compañía de un viejo vagabundo como yo.

Pero «Buster» no estaba conforme. El «aspecto» de Fatty le tenía sin cuidado. ¡Para él el muchacho era siempre su querido e idolatrado dueño!

Tras encerrar al «scottie», Fatty encaminóse cautelosamente a la calle, a la sazón oscura y desierta. Luego, tomando su bicicleta, dirigióse a casa de Pip. Al oír el silbido de ritual, Pip salió corriendo al jardín.

—¿Eres tú, Fatty? —inquirió—. Estoy ardiendo en deseos de verte. Larry y Daisy están aquí… y Ern ha venido también. Aquí apenas puedo verte. ¡Está tan oscuro! Pero, si quieres, puedes entrar tranquilamente, porque mamá está jugando una partida de «bridge» con unos amigos en el salón. Basta con que no hagas ruido.

Ambos subieron al cuarto de jugar. Pip abrió la puerta de par en par y Fatty entró en la estancia, renqueando como el viejo Larkin.

Bets lanzó una exclamación de asombro:

—¡Oh, no! ¡No es posible que seas Fatty! ¡Es el propio señor Larkin! ¡Apuesto a que Fatty le envió para engañarnos!

—¡Atiza! —barbotó Ern, sobrecogido.

—¡Maravilloso, Fatty, maravilloso! —ensalzó Larry, dándole una palmada en la espalda.

Fatty tosió con tos cavernosa y carraspeó como Larkin.

—¡Eh! —exclamó una voz cascada—. ¡No me des esos golpes, jovencito! ¿Quieres estropearme el relleno? ¡Si sigues así llamaré inmediatamente a la policía! ¡Sí, señor! ¡A mi viejo camarada señor Goon!

Todos se desgañitaron de risa.

—¡Es lo mejor que has hecho en tu vida, Fatty! ¡Incomparablemente lo mejor! ¿Podemos acompañarte?

—No —replicó Fatty, enderezándose y adoptando de nuevo su propia voz—. Seguramente, Goon no andará buscándome, pensando que soy el viejo Larkin. Lo más probable es que esté instalado en su sillón, dormitando con la pipa entre los dientes.

—Será mejor que te vayas —apremió Pip—. Creo que mamá anda por ahí. A lo mejor se le ocurre subir a buscar algo. ¡Márchate, Fatty! ¡Y buena suerte! ¡Estás sencillamente «horroroso!».

Fatty bajó la escalera cautelosamente y deslizóse hacia la puerta del jardín en el preciso momento en que la señora Hilton se disponía a subir al piso. Al salir, encontró a la enorme gata negra de los Hilton esperando en la puerta para entrar. A la vista de aquel extraño sujeto, el animal tuvo tal susto, que, pegando un tremendo brinco, perdióse entre las sombras de la noche con un gran alarido.

Fatty pedaleó en dirección a casa del señor Goon. Al llegar, vio luz en la ventana anterior y acercóse a mirar. Sí, Goon estaba allí, leyendo unas cartas.

Dispuesto a darle un susto, el muchacho apoyó la cara en el cristal y tosió con tos bronca. El señor Goon levantó la vista inmediatamente y quedóse boquiabierto al ver lo que se imaginó ser el rostro del viejo Larkin, pegado al cristal de la ventana.

—¡Eh, usted! —gritó el policía—. ¡Quiero hablar con usted! ¡Venga acá en seguida!

Y, poniéndose el casco, salió precipitadamente.

Fatty alejóse a toda prisa y, a poco, empezó a andar renqueando como Larkin. Goon se detuvo a mirarle a lo lejos. ¿Conque el viejo Larkin habíase dedicado a espiarle por la ventana, eh? ¡En fin! ¡No tendría más remedio que volver a seguirle! ¿Adónde iría a aquellas horas de la noche? ¡Aquel señor Larkin estaba resultando tremendamente sospechoso!

«¿A quién se le ocurre espiarme de ese modo? —se dijo Goon—. ¡Debe de estar loco! ¡Sabe más de lo que dice!».

Y echó a andar tras el presunto señor Larkin, procurando ampararse en la oscuridad.

«¡Vamos, señor Goon! —se cloqueó Fatty—. ¡Le llevaré a dar un hermoso paseo! ¡Le sentará a maravilla para reducir un poco las grasas! ¡En marcha, amigo!».