Unas magníficas ideas
Fatty se puso la gorra con la visera negra y atusóse el ridículo bigotito. Luego, ajustándose la bufanda alrededor del cuello, echó a andar hacia los jardines de «Tally-Ho». Sus compañeros cambiaron unas sonrisas.
—Dentro de dos minutos escasos estará leyendo el contador —comentó Pip—. ¡Ojalá pudiera verle actuar!
Fatty franqueó el pequeño portillo, silbando sonoramente, y, al dirigirse a la puerta de la casita, vio a la señora Larkin ante ella, con «Poppet» brincando a su alrededor.
La mujer miróle, sobresaltada. Era, en efecto, una persona de aspecto muy raro, con su singular peluca, su cara pálida como la cera y sus gafas oscuras.
—¿Qué desea? —preguntó a Fatty, con voz ronca.
Y sin cesar de toser y estornudar, sacóse su sucio pañuelo de su deslucido pañolón rojo y se sonó la nariz. Después, volvió a toser, manteniendo el pañuelo sobre la boca, como para protegérsela del aire frío.
—Está usted muy resfriada, señora —dijo Fatty, cortésmente—. Siento molestarla, pero he venido a revisar el contador, siempre que usted no tenga ningún inconveniente.
La mujer asintió en silencio y, dirigiéndose a un pequeño tendedero, procedió a recoger unas piezas de ropa. Fatty aprovechó al punto la ocasión para meterse en la casa, haciendo votos porque el señor Larkin no estuviera dentro.
La habitación anterior estaba desierta. Una mirada circular bastó a Fatty para comprobar que la estancia no ofrecía ningún escondrijo. Pasó luego a una habitación trasera que resultó ser un pequeño dormitorio ocupado casi por completo por la cama. Al parecer, en él tampoco había nadie. Fatty miró debajo de la cama por si había alguien allí escondido, pero sólo vio cajas de cartón y trastos.
Súbitamente, entró corriendo la perrita y, acercándose al muchacho, le puso las patitas en la pierna. Fatty la acarició y ella demostró su complacencia meneando la cola.
—¡«Poppet»! —llamó la mujer.
Al oír a su guardiana, la perrita de lanas volvió a precipitarse al jardín.
Fatty entró en la tercera estancia, una desaseada cocina con una pequeña y miserable despensa, muy sucia y poco surtida.
—¡Qué pocilga! —pensó Fatty—. ¡Salta a la vista que los Lorenzo no están escondidos aquí! ¡Por otra parte, no creo que se prestaran a ocultarse en un inmundo corral como éste! ¡No podrían soportarlo! ¡Uf, qué peste!
No obstante, el muchacho miró los techos de las tres habitaciones para comprobar si había algún desván a buhardilla. Pero no vio ninguna abertura. Ello llevóle a la convicción de que, en definitiva, los Lorenzo no estaban allí.
En aquel momento, apareció la vieja Larkin en el marco de la pequeña puerta anterior.
—¿Aún no está usted listo? —inquirió, con aquella áspera voz que tan desagradablemente sonaba a los oídos de Fatty.
Al propio tiempo, la mujer ajustóse el mantón, sorbiendo el moco.
—Sí, señora, ya he terminado —apresuróse a contestar Fatty, pasando una cinta de goma alrededor del cartón y la hoja de lecturas—. Me he entretenido un rato buscando el contador. ¡Bien, hasta otro día!
Y al salir al jardincito, inquirió, volviéndose bruscamente:
—¿Puedo entrar en la casa grande a revisar los contadores? Tengo entendido que sus habitantes han desaparecido. ¿Les conocía usted?
—Eso no es de su incumbencia —gruñó la mujer, con expresión hosca.
Y estornudando una vez más, entró en la casa con «Poppet» y cerró la puerta.
—¡En fin! —pensó Fatty, mientras se encaminaba al portillo—. Cuando menos he averiguado algo concreto y es que los Lorenzo no están escondidos en ese cuchitril.
Encontró a Ern aguardándole ante el portillo, deseoso de reunirse de nuevo con los demás una vez cumplido su cometido de vigilar y tocar el pito desde el árbol.
—¡Cáspita! —exclamó, mirando a Fatty de hito en hito—. ¡Qué raro estás con ese bigote! ¿Has averiguado algo?
—Sólo que los Lorenzo no están con los Larkin —respondió Fatty—. Además, hemos llegado a la conclusión de que tampoco entró ningún coche en la finca anoche, porque las hojas de los portillos están trabadas con barras de madera.
—¡Atiza! Según eso, lo que oí no era un coche.
—Oye, Ern, ¿crees que el chapoteo que oíste pudieron haberlo producido unos «remos»? —inquirió Fatty, mientras ambos se dirigían a la casilla de botes.
—¿Remos? —repitió Ern—. Pues, sí, está dentro de lo posible.
Y contemplando a un bote que ascendía por el río, agregó con un fuerte cabezazo:
—¡Sí, no cabe duda! El chapoteo que oí era exactamente igual que el rumor de esos remos.
—¡Magnífico! —exclamó Fatty—. Nunca creí que fueran los cisnes. ¡Los cisnes nadan muy quedamente! ¿Sabes, Ern? ¡Ahora suponemos que tal vez los visitantes de anoche vinieron en «bote»!
—¿En bote? —farfulló Ern, desconcertado—. ¿De dónde?
—No sabemos, no lo hemos pensado todavía —contestó Fatty. Y al llegar con su amigo ante la casilla de botes gritó a los demás—: ¡Aquí está Ern, muchachos! ¡Y opina que los chapoteos que oyó «fueron» producidos por los remos de un bote!
—¡Ah! —exclamó Bets, asomándose a la puerta desde el interior—. ¿Eres tú, Fatty? ¿Alguna novedad? ¡No pareces muy eufórico!
—No tengo motivos para estarlo —gruñó Fatty, entrando en la casilla de botes, donde le aguardaban todos con «Buster»—. He ido a revisar el contador, que, por cierto, no he encontrado por ninguna parte, y resulta que la vivienda sólo consta de tres habitaciones; los Lorenzo brillan por su ausencia. Sólo he visto a aquella horrible vieja con su peluca y sus estornudos. Conste que parece realmente enferma.
—Total que, en resumidas cuentas, hemos vuelto a equivocarnos —refunfuñó Larry, desilusionado—. ¡Los Lorenzo «no están» escondidos aquí! Eso significa que tendremos que pensar otra cosa. ¿Crees que vinieron y se marcharon otra vez sin siquiera llevarse a «Poppet»?
—Propongo que nos metamos en el bote a cambiar impresiones —suspiró Fatty—. Aquí se respira un ambiente muy tranquilo y acogedor.
Una vez instalados en el bote, dejáronlo mecer suavemente al impulso de las ondas procedentes del exterior de la casilla.
—Lo que no acierto a comprender —empezó Fatty— es por qué vinieron anoche los Lorenzo, sí, en realidad, eran ellos, y volvieron a marcharse tras hablar con los Larkin. Por otra parte, ¿de dónde vinieron en bote? Sin duda, lo tomaron en la otra orilla o en algún embarcadero del río…
—¡En Maidenhead! —profirió Bets, al punto.
—¡Naturalmente! —convino Fatty—. ¡En «Maidenhead»! ¡Qué tonto soy! ¿«Dónde iba a ser»? ¡Por eso «fueron» a Maidenhead, para poder venir aquí por el río!
—¡Vaya modo de remar! —exclamó Larry—. ¡Entre Maidenhead y Peterswood hay muchas millas de distancia!
—A lo mejor vinieron en lancha motora —sugirió Fatty.
Al oír esto, Ern exclamó, propinándole una fuerte palmada en la espalda:
—¡Has dado en el clavo, Fatty! ¡Has dado en el clavo! ¡«Ése» fue el ruido que oí anoche! ¡No de auto, ni de aeroplano, sino de lancha motora!
El bote se balanceó de resultas de la excitación de Ern.
—¡Sí, Ern! —corroboró Fatty, enderezándose—. ¡Eso fue lo que oíste! ¡Y el chapoteo de remos que percibiste lo produjeron los remos de «este» bote al salir a su encuentro! ¡La lancha no podía acercarse aquí a causa de la escasa profundidad de la orilla!
—¿«Quién» llevó este bote a la lancha? —inquirió Larry, al punto.
Sobrevino un silencio, que los chicos aprovecharon para ordenar aquellas nuevas ideas. Por último, Pip aventuró:
—Debe de haber alguien aquí que tomó el bote y fue en busca de uno o ambos de los Lorenzo para traerlos a esta orilla. Después, probablemente volvió a llevarlos a la lancha, pues, según hemos comprobado, la pareja no está escondida en «Tally-Ho».
—En este caso, el único motivo de su venida fue traer el cuadro aquí para esconderlo —infirió Fatty.
—¡Eso es! —convino Bets—. ¡Y si era la señora Lorenzo, para ver de paso a su perrita!
—Creo que tienes razón, Bets —aprobó Fatty—. No cabe duda que la perrita parece mucho más contenta hoy. Menea constantemente la cola como si hubiese visto a su ama y acaso también a su amo, convenciéndose así de que, en realidad, no la han abandonado.
—Estoy segura de que esta vez no nos equivocamos —intervino Daisy, excitada—. ¡Nuestros razonamientos son perfectos! Los Lorenzo fueron a Maidenhead con el propósito de venir aquí en barca. Tomaron una lancha y el viejo Larkin salió a su encuentro con este bote. Los trajo a la orilla, les ayudó a desembarcar el cuadro embalado, llevó a la señora Lorenzo a ver a su amada perra…
—¡Sí! —interrumpió Ern, casi volcando el bote de excitación—. ¡Entonces fue cuando oí el murmullo de voces y los ladridos!
—Y, una vez dispuesto el cuadro en un escondrijo seguro, el viejo Larkin volvió a llevar a la pareja a la lancha, regresó aquí con el bote, lo metió en esta casilla… y fue a acostarse —concluyó Fatty, triunfante.
—¡Hemos desentrañado el misterio! —exclamó Ern, emocionado.
Los otros acogieron la salida con risas.
—No, Ern, no te hagas ilusiones —replicó Fatty—. Todavía no sabemos dos cosas importantes: dónde están los Lorenzo y dónde está el cuadro.
—¡Es verdad! —barbotó Ern, desanimándose.
—Opino que debiéramos entregarnos «en cuerpo y alma» a buscar ese cuadro escondido —propuso Pip—. «Sabemos» que anoche fue traído aquí. Por consiguiente, debe de estar forzosamente en la finca. No es fácil esconder un gran embalaje. Sin duda, está en alguna dependencia de la casa o tal vez enterrado.
—Ahora es demasiado tarde para empezar a buscar —repuso Fatty, consultando su reloj.
—¡Por favor, Fatty! —suplicó Bets—. ¡Déjanos echar una «ojeada»! ¡No cuesta nada asomarse a mirar los invernaderos y las dependencias!
—Está bien —accedió Fatty—. En este caso salgamos del bote. ¡«Ten cuidado», Ern, no saltes así! ¡Por poco nos tumbas a todos!
—¡Mirad! —exclamó Bets, de pronto—. ¡Hay algo en el fondo del bote! ¡Un agujero pequeño y brillante! —añadió, inclinándose a recogerlo—. ¡Oh, qué desilusión! ¡Es sólo una chincheta muy nueva y reluciente!
Fatty la tomó para examinarla.
—¡Apuesto a que sé de «dónde» procede! —exclamó excitado—. ¡Del embalaje del cuadro! ¡Aseguraría que ésta es una de las chinchetas que sujetaban la etiqueta al embalaje! Por lo regular, los embalajes grandes llevan etiquetas con chinchetas. Has hecho un buen hallazgo, Bets. ¡Ahora sabemos a ciencia cierta que el cuadro y su embalaje estuvieron en este bote anoche!
—¡De prisa! —apremió Pip—. ¡Vamos a buscarlo!
Y saltó del bote con tal ímpetu, que, al igual que Ern, estuvo a punto de volcar la embarcación.
Una vez más, los seis muchachos sentíase presas de gran excitación.
—¡Tenemos una pista! —exclamó Bets, tomando la chincheta de manos de Fatty—. ¿Verdad, Fatty? ¡Nuestra primera pista!
—Eso espero —asintió Fatty, riendo—. ¡En marcha, «Buster»! ¡Síguenos!
Y abandonando la casilla de botes, encamináronse todos al pequeño portillo. Una vez allí comprobaron si los Larkin andaban aún por el jardín. Pero en la casita veíase ya una luz, señal evidente de que el viejo y su mujer estaban ya recogidos dentro.
Muy quedamente, los seis investigadores entraron en los jardines de la finca.
—¿Qué es aquello? —interrogó Pip, deteniéndose, al tiempo que señalaba con el índice un lejano rincón—. ¿Parece una hoguera, verdad? ¡Vamos a verla! ¡No me vendría mal un poco de calor!
Muy pronto, hallábanse todos de pie en torno a la hoguera, que, a juzgar por lo que ardía, semejaba rociada de parafina. De pronto, Bets, inclinándose algo con una súbita exclamación, profirió:
—¡Mira, Fatty! ¡Otra chincheta como la anterior! ¡El embalaje debe de estar por aquí cerca!