Capítulo XVII

Visita colectiva a «Tally-Ho»

Efectivamente, saltaba a la vista de que Fatty tenía un plan. No había más que ver su excitación y el brillo de su mirada.

—¡Sí! —exclamó el muchacho, mirando sucesivamente a sus compañeros con una amplia sonrisa—. ¡Os diré lo que voy a hacer! ¡Me disfrazaré de electricista e iré a la casita de los Larkin a revisar el contador!

—¡Fantástico! —profirió Larry, dándole una palmada en la espalda—. Así podrás entrar en la casa sin dificultad y en menos que canta un gallo comprobarás si hay algún escondrijo en el interior. Todo lo más debe de haber tres habitaciones, todas en la planta baja, pues la vivienda no tiene piso.

—Lástima que la señora Larkin esté enferma —lamentóse Bets—. De lo contrario podrías haber ido hoy.

—¡Sopla! —exclamó Fatty—. ¡No había caído en eso! ¿Cómo voy a echar une ojeada a la casa si la mujer está enferma en la cama?

—Yo vigilaré desde mi atalaya del árbol —decidió Ern, agitado—, y, si la veo por el jardín, vendré a decírtelo en seguida, Fatty. Estaré de guardia toda la noche.

—De acuerdo —asintió Fatty—. Bien, ¿se os ocurre alguna otra idea o sugestión?

—Me pregunto cómo llegaron los Lorenzo anoche —murmuró Daisy—. Sí vinieron en coche, lo cual, a mi modo de ver, hubiera sido una solemne estupidez, ¿no estará el coche escondido en algún lugar del jardín? Eso si como suponemos, los Lorenzo siguen escondidos en la finca. A menos, claro está, que alguien les llevase allí en coche y se marchara después. A lo mejor, era el auto que oyó Ern.

—Tienes mucha razón, Daisy —convino Fatty—. Esta tarde podríamos ir a la finca a echar un vistazo a las calzadas de acceso. Si vemos huellas recientes, señal de que anoche entró un auto. ¡Y lo buscaremos!

—Otra cosa —intervino Pip—. ¿Podríamos averiguar si los Lorenzo entraron en la casa grande? Es posible que fueran lo bastante atrevidos para esconder el cuadro allí. Como la casa ha sido registrada ya, no deja de ser un magnífico escondrijo.

—Sí, nos ocuparemos también de eso —asintió Fatty—. Puedo telefonear al superintendente para preguntarle si ha recibido algún informe sobre el particular.

—¡Estupendo! —exclamó Pip—. ¡Vamos progresando! ¡Os aseguro que, desde que hemos hecho la recapitulación lo veo todo más claro!

—En fin —suspiró Larry—. No creo que haya nada más que sugerir. De momento, suponemos que anoche los Lorenzo vinieron en automóvil, y, tras esconderlo en los jardines, entraron en la casa grande, escondieron el cuadro allí, despertaron a los Larkin y les persuadieron a que les dejasen ocultarse en la casita hasta que se apaciguara la cosa.

—¡Ni más ni menos! —aprobó Fatty—. ¡Lo has expuesto muy bien, Larry! Nos has dado un resumen magnífico. ¡Ni un detective «de verdad» lo hubiera hecho mejor! Y ahora, dejadme pensar: ante todo, debo telefonear al superintendente para preguntarle si tiene noticias de que alguien entrara en la casa grande anoche. Luego, esta tarde, iremos a la finca a examinar las calzadas de acceso. Por último, me disfrazaré de revisor de contadores e intentaré inspeccionar la casa de los Larkin.

—Los encargados de leer los contadores llevan una especie de registro para apuntar las cifras, ¿no es eso? —inquirió Daisy—. Por lo menos, el que viene a casa. Además, llevan una gorra con visera y una linterna para leer el contador. Eso es todo. El nuestro no lleva uniforme.

—Ya se lo preguntaré a nuestra cocinera —resolvió Fatty—. Aunque, en realidad, no creo que importe mucho lo que me ponga, con tal que exhiba un registro, empuñe una linterna y declare con voz sonora: «¡Vengo a ver el contador, señora!».

Todos se echaron a reír.

—¡Si lo dices así, conseguirás meterte en la casa! —profirió Bets.

—¡Escucha! —propuso Larry—. ¿Por qué no te disfrazas y te vienes con nosotros a inspeccionar las entradas? Podrías guardarte en el bolsillo la linterna, la gorra y la libreta, y usarlas caso que averigüemos que la señora Larkin está levantada ya. De otro modo, tendrías que quedarte en casa en espera de que Ern viniese a buscarte en cuanto viera reaparecer a la señora Larkin. Eso sin contar que, si «no» la ve, te morirías de aburrimiento allí solo.

—Sí, tienes razón —convino Fatty.

Y dirigiéndose a Ern, agregó:

—Atiende, amigo. Esta tarde, instálate en lo alto del árbol con un pito, tal como has sugerido, y, si ves a la señora Larkin, da tres pitidos. ¡Nosotros estaremos explorando los jardines!

—Y, si quieres advertirnos algo, como por ejemplo, la presencia de Goon o de algún desconocido, pita «dos veces», —encomendó Larry—. Recuerda, dos veces para advertirnos y tres para la señora Larkin.

—Y en este último caso, iré a la casita a representar mi papel de revisor de contadores —concluyó Fatty—. Bien, ¿está todo entendido?

—¡Sí! —afirmaron todos a una.

—Venid aquí a las dos y media en punto —instó Fatty—. Iremos todos juntos, excepto Ern, claro está. Tú te instalarás en el árbol, a ser posible inmediatamente después de comer, ¿de acuerdo?

—Sí, Fatty —asintió Ern con aire importante.

De pronto, poniéndose en pie de un grito que sobresaltó a todos los presentes y desencadenó los ladridos de «Buster», el chico farfulló:

—¡Atiza! ¡Fijaos en la hora que es! ¡La una menos veinte! ¡Y tía Woosh me dijo que estuviera en casa a las doce y media! ¡Hoy me quedo sin comer! ¡Hasta luego! ¡Adiós a todos!

Y Ern desapareció por el sendero del jardín en un abrir y cerrar de ojos, seguido del excitado «Buster» y de la hilaridad general. ¡El bueno de Ern!

Aquella tarde, a las dos y media en punto, hallábanse todos, excepto Ern, ante la casó de Fatty, con sus respectivas bicicletas. A poco, apareció Fatty, con la suya y una extraña indumentaria. «Buster» le acompañaba.

—¿Vas a llevar a «Buster»? —exclamó Bets, complacida—. ¡Pensé que lo dejarías en casa!

—He pensado que, si Ern da la señal de ir a leer el contador de los Larkin, «Buster» puede quedarse con vosotros —masculló Fatty—. ¡Tiene tantas ganas de venir! ¿Verdad, «Buster»?

—¡Guau! —corroboró el perrito, gozosamente.

«Buster» no podía soportar que los muchachos prescindieran de su compañía. Durante el camino, corrió junto a las bicicletas. En realidad, el río no estaba lejos y, por otra parte, Fatty opinaba que el «scottie» debía hacer ejercicio para eliminar grasas.

—¡Un momento! —exclamó Larry, cuando todos se disponían a tomar por el sendero de la orilla del río—. ¡Esta vez «no» vamos por ahí! ¿En qué estamos pensando? ¡Hemos quedado en que iríamos a ver las calzadas que dan a la calle inmediata a la carretera! ¿Ya no os acordáis?

—¡Caramba! —profirió Pip—. ¡Tienes razón!

Y desviáronse todos al otro lado. Entonces, Bets, mirando a Fatty, comentó con un cloqueo:

—La verdad que estás muy poco presentable para venirte con nosotros. ¿Consideras «necesario» ponerte tan desaliñado, Fatty?

—Pues, no —repuso Fatty, sonriendo—. Pero me dio por ahí.

Llevaba un traje viejo, en exceso holgado para él, con bufanda en vez de cuello. Habíase peinado con el cabello sobre la frente en lugar de hacia atrás, y en el bolsillo tenía una gorra con una reluciente visera negra, un cartón lleno de cifras con un lápiz pendiente de un cordel, y una linterna.

—Estoy segura de que «ninguna» Compañía de Electricidad te aceptaría para revisor —comentó Bets—. Además de desaliñado, pareces «demasiado joven».

—¡Bah! —espetó Fatty—. ¡«Eso» tiene arreglo!

Y metiéndose la mano en el bolsillo, sacó de su interior un ridículo bigote y se lo puso sobre el labio superior. Al punto, aparentó más edad.

—¡Estás «horroroso»! —profirió Bets, riendo—. ¡Apuesto a que nadie te dejaría entrar en su casa!

Una vez en la carretera, metiéronse por una callejuela que conducía a las puertas principales de «Tally-Ho». Al llegar junto a ellas, apeáronse de sus bicicletas.

—Los grandes portillos dobles hallábanse cerrados. Había uno en cada entrada a la larga y curva calzada.

—¡Bien! —masculló Fatty, mirándolos—. ¡Quienquiera que viniese aquí en un coche tendría que echar el bofe para abrir estas puertas tan grandes! Son muy recias. ¿Por qué estarán cerradas?

—Supongo que para que no entren coches —infirió Larry—. Oye, Fatty, ¿has telefoneado al jefe para preguntarle si alguien entró en la casa anoche por casualidad?

—Sí —afirmó Fatty—. Y, al parecer, aunque los Lorenzo hubiesen tenido las llaves de las puertas traseras, anterior y lateral, de nada les habrían servido: la policía les echó el cerrojo a todas, excepto a la lateral, y, tras salir por ésta, la proveyó de una cerradura especial, y aún ésta «sólo» por la puerta lateral. Por lo visto, la casa contiene una porción de muebles y objetos valiosos, pertenecientes a su verdadera propietaria, la que alquiló la casa amueblada a los Lorenzo.

—En este caso, podemos prescindir de la casa y concentrarnos en averiguar si anoche entró un coche aquí y está escondido en el jardín —decidió Larry.

Fatty examinó el terreno, muy escarchado aquel día.

—Hay marcas de neumáticos —dijo—, pero no puedo precisar si son antiguas o recientes. Por otra parte, pueden pertenecer a cualquier coche de la policía que haya venido por aquí.

De pronto, Pip, que se había acercado a los portillos para atisbar a través de ellos, lanzó una exclamación.

—¡Mirad! ¡Ningún coche pudo entrar por aquí! ¡Las puertas están atrancadas con una barra de madera!

Los otros se acercaron a comprobarlo. Pip tenía razón. A través de cada uno de los portillos dobles, había una barra clavada. ¡Era evidente que a la policía no le interesaba que nadie entrara en la casa de momento!

—Bien, eso descarta la posibilidad de que los Lorenzo vinieran en coche y lo escondieran en el jardín —coligió Fatty—. Ahora propongo que vayamos a la entrada junto al río por si vemos al señor Larkin. ¡Quién sabe! ¡A lo mejor tiene algo que decir siquiera una vez en la vida!

Total que, retrocediendo, dirigiéndose al sendero que discurría junto a la orilla y, a poco, hallábanse ante el pequeño portillo posterior.

—¡Mirad! —exclamó Bets—. ¡Los cisnes otra vez! ¡Qué lástima no tener pan para darles!

Los muchachos contemplaron a los grandes cisnes ocupados en llevar a los pequeñuelos a la orilla. A todo esto, pasó un bote con un agradable chapoteo de remos en el agua. Los cisnes se apartaron a un lado para dejarle paso libre.

—¡Escuchad ese ruido! —profirió, de repente—. Ern dijo que recordaba haber oído un chapoteo durante la noche. ¿No sería un «bote»?

—¡Cáscaras! —saltó Fatty—. ¡No se me había ocurrido semejante cosa! ¡Un bote! ¡Naturalmente! ¡Los Lorenzo pudieron venir en bote! ¡Vayamos a ver si hay alguno en la casilla de botes de «Tally-Ho»! Porque supongo que aquella casilla de botes pertenece a la finca, ¿no?

En efecto. Era la casilla de botes de «Tally-Ho». la puertecita no tenía echada la llave y los chicos limitáronse a empujarla y a contemplar el interior. Un pequeño bote mecíase suavemente sobre las diminutas ondas que penetraban en el lugar.

Fatty lo miró. Se llamaba «Tally-Ho» y, por tanto, no cabía duda que pertenecía a la finca. Pero cuando el muchacho se disponía a avanzar hacia él, un agudo silbido procedente del exterior le detuvo en seco.

—¡El pito de Ern! —barbotó—. ¡Cielos! ¡Qué estrépito! ¡A juzgar por el ruido que mete, nuestro amigo se ha provisto de un «pito de policía»! ¡Al parecer, ha visto a la señora Larkin, porque ha pitado tres veces! ¡Voy a hacer de revisor de la luz! Entretanto, vosotros echad una ojeada a esta casilla de botes. ¡Dentro de un rato me reuniré con vosotros!