Fatty está satisfecho
En el momento en que Fatty bajaba a desayunar, un enorme coche negro de la policía ascendió por la calzada que llevaba a la puerta principal y, a poco, apeóse de su interior el superintendente Jenks, con expresión algo ceñuda. Fatty contempló la escena, emocionado.
—¡A buen seguro trae alguna noticia y quiere que yo colabore en la investigación! —se dijo el muchacho, jubilosamente, al tiempo que él mismo iba a abrir la puerta.
—Quiero hablar un momento contigo, Federico —murmuró el jefe.
Fatty le condujo al despacho, asombrado por la severa voz del superintendente.
Una vez cerrada la puerta de la estancia, el jefe, mirando fijamente a los ojos de Fatty, inquirió en el mismo tono reprobatorio:
—¿Cómo se te ocurrió encerrar a Goon y al otro agente anoche? ¿Qué mala idea te dio?
Fatty quedósele mirando, estupefacto. Por fin, acertó a farfullar:
—No sé de qué me está usted hablando, señor. Se lo aseguro. ¿Dónde se me acusa de haberles encerrado, en el calabozo?
—No te hagas el tonto —reconvino el jefe, taladrando materialmente al pobre Fatty con la mirada—. ¿No te das cuenta que estás yendo un poco demasiado lejos con tus bromas pesadas a Goon?
—Oiga usted, señor —repuso Fatty, seriamente—. Le ruego que me crea cuando insisto en que no tengo ni la más remota idea de lo que está usted hablando. Anoche vi a Goon en los jardines de «Tally-Ho», mientras me hallaba vigilando por si acaso aparecían los Lorenzo, pues había leído la noticia de que fueron vistos en Maidenhead. Goon estaba con otro agente. Me marché de allí poco después de cambiar unas palabras con ellos y me vine directamente a casa a acostarme. Cuando me separé de ellos, no estaban encerrados. Le suplico que me crea, señor. Yo nunca digo mentiras.
—De acuerdo, Federico, te creo —suspiró el jefe, sentándose, aliviado—. Pero no puedo menos de hacer constar que es muy raro que invariablemente surjas tú en cuanto ocurre algo anormal. Goon y Johns fueron encerrados toda la noche en el cuarto de las calderas de «Tally-Ho», y Ern les ha abierto la puerta esta mañana.
—¿Ern? —exclamó Fatty, alarmado.
—Sí —confirmó el jefe—. Por lo visto, «él» también merodeaba por los alrededores. Según mis informes, el cuarto estaba tan caliente, que Goon y Johns salieron medio asados.
—Pues cuando yo les dejé, la caldera no estaba encendida, señor —declaró Fatty—. De haberlo estado, me hubiera dado cuenta. Habría visto el resplandor del fuego al acercarme.
—Entonces, ¿quién la pudo encender? —masculló el jefe.
—Me figuro que Goon y Johns —contestó Fatty—. Hacía mucho frío y, a lo mejor, resolvieron encender la caldera para calentarse un poco, señor. Luego, probablemente… probablemente se durmieron.
—Sí —gruñó el jefe—. Esa idea también se me ha ocurrido a mí.
—Es posible que lo que les amodorrase fueran las emanaciones —agregó Fatty, generosamente—. Cabe suponer que no intentaban dormir allí, sino sólo entrar en calor.
—Claro está —convino el superintendente—. Con todo, subsiste el hecho de que «alguien» les encerró.
—Sí, ¿pero, «quién»? —interrogó Fatty—. ¿Cree usted en la «posibilidad» de que volvieran los Lorenzo por algún motivo u otro, como por ejemplo, para recoger a la perrita de lanas de la señora Lorenzo, o simplemente para llevarse algo de la casa?
—Es muy verosímil —asintió el jefe—. Tienen fama de atrevidos. Averiguaremos si el perro ha desaparecido o si ha entrado alguien en la casa para llevarse algún objeto personal, algo necesario olvidado por la pareja. ¡Qué torpe es ese Goon! No obstante, me alegro de haber venido aquí. Me gustaría que nos echases una mano en este misterio, Federico.
—¡Muchísimas gracias, señor! —profirió el muchacho, emocionado.
—No pienso decirle esto a Goon —refunfuñó el jefe—. ¡No sea que haga otra patochada! Pero tengo la impresión de que los Lorenzo han vuelto a Peterswood por alguna razón, tal vez, como tú dices, para llevarse al perro. La señora Lorenzo está loca por esa perrita, la idolatra… y cabe la posibilidad de que intenten recuperarla. También es posible que no se llevasen el cuadro, sino que lo dejaran aquí por si acaso les prendían, y encargasen a un cómplice que viniera a por él.
—Pero ¿y el embalaje con que les vieron en el norte? —inquirió Fatty.
—Eso pudiera haber sido una simple treta para desorientarnos —respondió el jefe—. Esos Lorenzo son muy listos. No sabes las cosas que han hecho y lo bien que se salen siempre con la suya. Son los sujetos más tramposos con quienes he tenido que habérmelas.
—Bien, me sentiré muy orgulloso de colaborar —declaró Fatty, al tiempo que el jefe se levantaba para marcharse—. ¿Tiene usted interés en que lleve a cabo alguna gestión particular?
—No, haz lo que quieras y como quieras —replicó el jefe—. ¡Excepto encerrar a Goon en el cuarto de las calderas, naturalmente! ¡Aunque, a decir verdad, hasta a mí me entran ganas de hacerlo esta mañana!
Tras despedir al superintendente, Fatty entró en el comedor a desayunar, con una sensación de jubiloso triunfo. ¿De modo que Goon había dicho al jefe una descabellada mentira acerca de él, eh? ¡Bah! ¡De nada le había valido! Al presente, él, Federico Trotteville, tenía más o menos a su cargo algo que estaba resultando ser un interesantísimo y prometedor misterio.
Después de desayunar, Ern apresuróse a ir a ver a Fatty. Antes había tenido que dar a su tía una porción de explicaciones respecto a su noche en la casa del árbol, pero, al fin, pudo zafarse, deseoso de contar a Fatty la aventura de Goon y su compañero en el cuarto de las calderas y su intención de culparle a él de su encierro.
—¿«De veras» fuiste tú, Fatty? —inquirió Ern, mirándole, aterrado.
No obstante, quedóse desilusionado cuando Fatty, meneando la cabeza, respondió:
—No, Ern. Aunque hubiera dado algo por hacer tal cosa, lo cierto es que no lo hice. Oye, Ern, ¿dices que pasaste toda la noche en aquel árbol? ¿Oíste o viste algo?
—Muchas lechuzas —contestó Ern—. Entre tus ululaciones, las mías y las de las lechuzas…
—No me refiero a las lechuzas —atajóle Fatty—. Haz memoria, Ern. ¿No oíste ningún ruido peculiar?
Ern evocó la noche en el árbol.
—Bien, oí una especie de zumbido —dijo, tras unos instantes de reflexión—. Primero pensé que era un aeroplano, pero luego llegué a la conclusión de que se trataba de un coche.
—Ajajá —murmuró Fatty—. Prosigue. ¿Algo más?
—También percibí un chapoteo y, a poco, vi nadar a unos cisnes bajo la luz de la luna, blancos como la nieve. Más tarde, «me pareció» oír voces y los ladridos de un perro.
—¿Voces y ladridos? —repitió Fatty, enderezándose al punto—. ¿No sería «Poppet» la que ladraba?
—Sí, creo que sí —asintió Ern—. «Poppet» tiene la voz muy atiplada y parece gañir más que ladrar.
—¿Estás «seguro» de haber oído voces y ladridos? —insistió Fatty—. Verás, al parecer, anoche estuvo «alguien» en la finca, además de Goon, Johns y yo, alguien que encerró a los dos policías bajo llave.
—¡Atiza! —barbotó Ern—. ¡Por lo visto, los jardines de «Tally-Ho» estuvieron muy frecuentados anoche! En fin, creo que esas voces y ladridos fueron poco después de tu marcha. Ya te he dicho que estaba medio dormido por entonces.
—Según eso, no podrías haber oído voces, a menos que estuviesen muy «cerca» —infirió Fatty, reflexionando, con expresión ceñuda—. ¿Crees que procedían del interior de la casa de los Larkin o bien de las inmediaciones?
—En realidad, no creo que las hubiese podido oír de haber procedido del «interior» de la casa —repuso Ern—. Sin duda, venían de «afuera».
—A juzgar por su modo de ladrar ¿dirías que «Poppet» estaba contenta o asustada?
—Contenta —contestó Ern sin vacilar.
—¡«Qué» interesante! —comentó Fatty—. Mira, Ern. ¿Sabes lo que te digo? Que creo que los Lorenzo vinieron anoche a buscar la perrita a casa de los Larkin y acaso a recoger también algunos objetos de la casa grande. Probablemente, al pasar por delante del cuarto de las calderas, vieron a Goon y a Johns dormidos en ella y los encerraron bajo llave.
—Tienes razón, Fatty —convino Ern, con intensa admiración—. ¡Eres un as atando cabos! ¡Da gusto oír tus deducciones! Bien, si la perrita ha desaparecido, «señal» de que los visitantes de anoche fueron los Lorenzo.
—Sí, pero «de hecho», no adelantaremos gran cosa con eso —gruñó Fatty—. Quiero decir que seguiremos ignorando el paradero de los Lorenzo… y de la pintura.
—También lo averiguarás, Fatty, tarde o temprano —le dijo Ern, solemnemente—. ¡Tienes tanto talento!
—Ve a decir a los demás que se reúnan en mi cobertizo a las nueve y media —encargó Fatty—. Hemos de celebrar una entrevista.
Total que, a las nueve y media, todos los investigadores hallábanse reunidos en el pequeño cobertizo comentando la magnífica aventura nocturna de los jardines de «Tally-Ho» y todo lo sucedido allí. A Pip le divirtió tanto oír lo de Goon y Johns encerrados en el cuarto de calderas, que se desternilló de risa.
—Ahora —decidió Fatty—, lo primero que debemos hacer es ir a casa de los Larkin y averiguar lo de «Poppet». Si ésta ha desaparecido, señal de que los Lorenzo estuvieron allí anoche. En tal caso, formularemos a los Larkin una porción de preguntas e intentaremos sonsacarles sobre la verdad de lo sucedido anoche.
—De acuerdo —aprobó Larry—. Vamos ahora mismo.
—Os advierto que no podremos ver a la «señora» Larkin —intervino Ern—. Está enferma. Así me dijo esta mañana el viejo Bob Larkin cuando fui a libertar al señor Goon. Él también oyó los gritos y los porrazos en la puerta del cuarto de las calderas.
—En este caso, tal vez podamos sacar algo a Larkin —comentó Fatty, sin desanimarse—. ¿Os habéis traído todos la bicicleta?
Los muchachos contestaron afirmativamente. «Buster» fue instalado en la cesta de Fatty y, acto seguido, la pandilla se puso en marcha. Una vez más, escogieron el sendero del río por ser el camino más corto para ir a la casita de los Larkin.
Tras dejar sus respectivas bicicletas apoyadas en la cerca, remontaron el sendero que llevaba a la casita. Fatty llamó a la puerta.
Acudió a abrirla el propio señor Larkin, todavía con su gorra y su bufanda, si bien habíase despojado del abrigo y aparecía ahora con una vieja chaqueta de «tweed» de saco.
—¡Ah! ¿Qué deseáis? —inquirió el hombre con voz bronca, escrutando a través de sus gruesos lentes a los seis silenciosos muchachos.
Al ver a «Buster», el viejo cerró la puerta tras sí, quedándose fuera.
—Oiga usted, señor Larkin… ¿Podríamos hablar un momento con usted? —preguntó Fatty.
—No hago pagar nada por eso —contestó el hombre—. ¿Qué sucede?
—¿Le importaría dejarnos entrar? —instó Fatty, convencido de que el señor Larkin había tenido buen cuidado de cerrar la puerta tras sí para que no descubrieran que la perrita ya no estaba en la casa—. Hace un poco de frío aquí fuera.
—Podéis entrar si dejáis vuestro perro fuera —accedió el hombre—. No quiero que la perrita se trastorne. Hoy está sobrexcitada.
Fatty quedóse viendo visiones. ¡Al parecer, la perrita seguía allí!
—Está en su cestita, al lado de mi mujer —agregó Larkin, tosiendo roncamente.
«¡Aaah! —pensó Fatty—. ¿Conque “ésa” va a ser la excusa, eh? Como la mujer no está bien, se ha quedado en cama y la perrita le hace compañía, aunque lo que sucede en realidad es que anoche se la llevaron. Muy ingenioso. ¡Sin duda, fue idea de los Lorenzo!».
—Me gustaría ver a la perrita —espetó Bets, de pronto, comprendieron que Fatty estaba algo desconcertado—. ¿Puedo entrar en la habitación de su esposa a acariciarla un poquito?
—No —replicó el hombre.
Los muchachos se miraron unos a otros. ¡Qué sospechoso era todo aquello!
Mas he ahí que, de improviso, ocurrió algo inesperado. Procedente del interior de la casita, llegó un fuerte ladrido excitado, seguido de un trotecillo acompasado. Luego, en la ventana de la cocina, apareció la pequeña perrita de lanas, con el hociquito apoyado en el cristal como si buscase a «Buster». Excuso decir que los chicos quedáronse boquiabiertos.