Capítulo XIV

Ern se queda estupefacto

Ern lanzó una serie de suspiros cada vez menos profundos. Por entonces, Fatty debía de estar ya camino de su casa. ¿Le habría reconocido Goon? Ern temía que así era, e, incorporándose de nuevo, escudriñó el jardín de «Tally-Ho».

El señor Goon y el otro agente caminaban uno al lado del otro, discutiendo. De pronto Goon hizo un alto y empezó a mecer sus enormes brazos ante el pecho.

—Tiene frío —se dijo Ern—. ¡Le está bien empleado! ¡Ojalá se hiele! Supongo que se quedará a vigilar «Tally-Ho» toda la noche. ¡Uf!

Ern gruñó con tal saña que él mismo se asustó. Tenía las manos y los pies tan fríos, que evocó ansiosamente su caliente cama.

«No puedo hacer nada más esta noche —pensó, procediendo a descender del árbol, con el edredón y la manta alrededor del cuello—. Voy a volver a casa».

Pero al llegar ante la casita comprobó con horror que, a la sazón, estaba cerrada con llave la puerta de la cocina. Por espacio de unos instantes, sacudióla quedamente, lleno de consternación. ¿Quién la habría cerrado? Probablemente, su tío habíase despertado con algún ruido y, al levantarse a investigar, encontró la puerta abierta. ¡Qué mala suerte!

«En fin —pensó Ern—, ahora no puedo llamar a la puerta y asustar a todo el mundo. Volveré al árbol y mañana por la mañana explicaré que me entraron ganas de pasar una noche en la casita y allá fui. Pensarán que estoy chalado, pero no tengo otra solución».

Ern reflexionó unos instantes. Le hubiera gustado disponer de otra manta. De pronto, recordó que en el cobertizo de su tío Woosh había un montón de periódicos atrasados y, como había oído decir que un periódico constituía un excelente calorífero, decidió subir al árbol varias docenas de ellos.

Provisto de su carga, volvió a la casita del árbol, que, a decir verdad, se le antojó muy acogedora y confortable después de soportar el aire frío del patio. Ern extendió los periódicos en el suelo e improvisó una especie de lecho. Luego, envolviéndose con varios de ellos, cubrióse con la manta y el edredón y reclinó la cabeza en el cojín. Como la casita era muy chiquita, tenía que permanecer acurrucado. Afortunadamente, el muchacho no hacía mucho bulto.

Poco a poco, entró en calor. Sentíase bastante cómodo, a pesar de todo. En el momento que daba un gran bostezo, pasó una lechuza junto al árbol ululando:

—¡Hu! ¡Hu, hu, hu, «hu»!

Ern se incorporó como impelido por un resorte. ¿Habría vuelto Fatty por allí? El chico atisbo el jardín vecino desde su atalaya, pero no vio rastro de Goon ni de su compañero. La finca aparecía bañada en la brillante luz de la luna, respirando un ambiente tranquilo y apacible. La lechuza volvió a pasar por allí cerca y esta vez Ern pudo verla perfectamente.

—¡Hu! —ululó el pájaro—. ¡Hu, hu…!

Entonces Ern, introduciéndose los pulgares en la boca, ululó a su vez con voz potente:

—¡«Hu, hu, hu, hu, hu»!

Al oírle, la lechuza lanzó una asustada ululación, huyendo despavorida.

—¡Y ahora no vuelvas a ulular por aquí! —masculló Ern, viéndola alejarse—. ¡Ya me has dado bastante lata esta noche!

Y, dicho esto, Ern volvió a acurrucarse en sus mantas y periódicos, dispuesto a dormir. Esta vez, durmió como un tronco por espacio de dos horas.

Le despertó un ruido. Al principio, no pudiendo recordar dónde estaba, se incorporó, asustado. Luego, al ver la luz de la luna fuera de la casita, acordóse de su aventura. ¿Qué le habría despertado?

Percibió un ruido. Era una especie de quedo zumbido, a respetable distancia. ¿Sería un aeroplano? Tal vez. ¿O un coche que pasaba por la distante carretera? Sí, más bien parecía esto último.

Ern tendióse de nuevo, cerrando los ojos. Pero un tercer ruido le hizo incorporarse una vez más.

Era una especie de chapoteo. ¿Estaría nadando alguien en el río a aquellas horas de la noche? No, eso hubiera sido una temeridad en una fría noche de enero. No obstante, el suave chapoteo volvió a sonar. Ern aguzó la vista en dirección al río.

Algo blanco flotaba en sus aguas, mejor dicho, dos cosas blancas, seguidas de otras dos más oscuras.

—¡Son una pareja de cisnes con sus hijitos! —exclamó Ern, riéndose—. ¡Estoy atontado y ya veo visiones por todas partes! ¿Cómo se les habrá ocurrido a esos bichos andar por el río a estas horas? ¡Creí que por la noche dormían con la cabeza bajo el ala!

Ern echóse otra vez, dispuesto a no dejarse sorprender por más ruidos raros. Al presente, no había rastro de Goon ni de su compañero. La lechuza ya no ululaba y los cisnes ya no chapoteaban. De modo y manera, que no se dejaría turbar por «nada» más.

A poco, quedóse traspuesto. La brisa nocturna traíale imperceptibles rumores y, en una ocasión, parecióle oír voces. Sin duda, estaba soñando. En un momento dado, tuvo la sensación de oír ladrar a un perro e incluso entreabrió los ojos. Sí, era un perro. Probablemente, «Poppet», a juzgar por sus atiplados ladridos. ¡A buen seguro, la perrita de lanas se ganaría una paliza por despertar a la pareja de los Larkin a altas horas de la noche!

Después, Ern durmióse tan profundamente que ni siquiera oyó la súbita y plañidera ululación de la lechuza importuna, al posarse ésta en su árbol. Gradualmente, despuntó la aurora, y el sol iluminó el cielo con sus tenues rayos dorados. Pronto sería de día.

Ern se despertó. Al principio, incorporóse algo aturdido, pero al punto lo recordó todo y decidió bajar cuanto antes del árbol. A buen seguro, su tía se alarmaría al advertir su ausencia.

En el momento que se disponía a descender del árbol, Ern oyó voces recias y airadas, seguidas de fuertes golpes sobre una puerta. ¡Cielos! ¿Qué sería aquello? Ern deslizóse por el tronco y, una vez abajo, acercóse al seto a escuchar. El ruido procedía de algún lugar de los jardines de «Tally-Ho». Ern preguntóse a qué obedecería. ¡Ojalá no volviese a ser cosa de Fatty!

Dispuesto a averiguarlo, pasó a través del seto y encaminóse a la casa de los Larkin. Antes de llegar a ella, el chico advirtió que se abría la puerta, dando paso al viejo Larkin, arrebujado en su abrigo, su gorra y su bufanda, como de costumbre.

—¿Qué es ese ruido? —exclamó el hombre con voz bronca, al tiempo que renqueaba hacia Ern—. Ve a ver qué sucede, ¿quieres? Mi mujer no se encuentra muy bien hoy y no quiero dejarla.

Accediendo al deseo del desaliñado viejo, Ern dirigióse cautelosamente al lugar de donde procedía el ruido, cada vez más intenso. «¡Pum, pum!». «¡Auxilio!». «¡Sáquennos de aquí!». «¡Pum, pum!».

El muchacho siguió avanzando en dirección al ruido. Procedía de la esquina más lejana de la casa, es decir, del lugar donde estaba el cuarto de las calderas. Ern dobló la esquina y, a poca distancia, vio el cuarto en cuestión.

En efecto, el ruido venía de allí. Ern miró la pequeña dependencia medrosamente, prometiéndose no dejar salir a nadie de ella hasta saber quiénes eran los encerrados.

Tras acercarse de puntillas al cuarto, subióse a una caja que había allí fuera para atisbar por la pequeña ventana. Lo que vio llenóle de tal estupefacción que se cayó de la caja.

¡Dentro del cuarto de las calderas estaban, exacerbados de ira, el señor Goon y el otro policía! Sus cascos pendían de un clavo. Ern vio dos rostros airados vueltos hacia él y oyó otra sucesión de gritos:

—¡Abre la puerta, Ern! ¿Qué haces aquí? «¡Abre la puerta y déjanos salir!».

Goon habíase asombrado enormemente al ver la asustada cara de Ern al otro lado de la diminuta ventana, pero, al propio tiempo, experimentó un gran alivio. ¡Por fin podría salir de aquella asfixiante atmósfera del cuarto de las calderas y tomar algo de comer y de beber!

—¿Por qué se nos ocurriría entrar aquí? —gruñó Goon, mientras oía a Ern forcejeando con la enorme llave en la cerradura de la puerta—. ¡Hacía tanto frío que nos pareció de perlas encender la caldera, cerrar la puerta y calentarnos un poco!

—Sin duda, fueron las emanaciones lo que nos hizo quedar dormidos tan de repente —comentó su compañero, contrariado—. Parece que vaya a estallarme la cabeza. ¿Qué hace ese condenado chico? ¿Por qué no abre la puerta de una vez?

—¡Date prisa, Ern! —rugió el señor Goon—. ¡Vamos, mastuerzo! ¿No ves que nos estamos asando aquí metidos?

—¿Quién nos encerró? —inquirió el otro agente—. ¡Eso es lo que «yo» quisiera saber! Supongo que no fueron los Lorenzo, ¿verdad? No creo que vinieran por aquí.

—¡No! —espetó Goon—. ¡Ya le he dicho que fue ese tunante de Federico Trotteville, el que sorprendimos aquí anoche! ¡Ha puesto en práctica otra de sus bromas pesadas, pero esta vez no le quedarán ganas de reírse! ¡Iré inmediatamente a contárselo al jefe! ¿A quién se le ocurre encerrarnos en el cuarto de las calderas? ¡Podríamos habernos muerto con las emanaciones! ¿Pero qué demonios haces, «Ern»? ¡No tienes más que dar vuelta a la llave! ¿Estás dormido, muchacho?

—No tío —jadeó Ern—. Y procure no hablarme en ese tono. Al fin y al cabo, estoy haciendo lo posible para ayudarles. Es una llave muy grande y herrumbrosa. ¡Si no me habla usted como es debido, le dejaré ahí encerrado!

El señor Goon quedóse estupefacto al oír la atrevida salida de su sobrino, pero tuvo que tragarse su ira y adoptar un tono meloso, ante el temor de que Ern cumpliese su amenaza.

—Vamos, Ern —disculpóse el policía—. Ya sé que haces lo que puedes, pero es que estamos medio asados, ¿sabes? ¡Por fin! ¡Buena faena, muchacho! ¡La llave ha dado vuelta en la cerradura!

En cuanto su tío y el segundo policía salieron del cuarto, Ern echó a correr. Una mirada a los desencajados ojos y caras de remolacha de ambos hombres bastóle para tomar las de Villadiego. Camino del río, Goon y su compañero pasaron ante la casita de los Larkin con mucha dignidad.

El viejo Larkin salió por la puerta, cojeando como de costumbre.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó con su cavernosa voz.

—Ya se lo contaré más tarde —respondió Goon, que no tenía particular interés en que la historia del cuarto de las calderas corriese por todo Peterswood—. Nada de particular. Anoche estuvimos vigilando la casa. Eso es todo. ¿No ha oído usted nada, verdad? Nosotros, tampoco. En vista de ello, nos vamos.

El señor Goon regresó a su casa y, tomando el teléfono con expresión hosca y sombría, masculló un breve informe que produjo una conmoción al otro lado del cable. Tanto fue así, que el propio jefe se puso al aparato.

—¡Oiga, Goon! ¿Qué es esa historia de Federico Trotteville? ¡No puedo creerlo!

—Sepa usted, señor —dijo el otro, gravemente—, que no me atrevería a contarle una cosa por otra. El agente Johns, que estaba conmigo, podrá confirmarle que ese chico estuvo anoche en la finca, espiándome. Por lo visto, se trata de una de sus consabidas bromas pesadas, señor. Sin duda, pensó que sería divertido encerrarnos.

—¿Pero qué hacían ustedes en el cuarto de las calderas, Goon? —inquirió el jefe, severamente—. ¡Su obligación era estar fuera, de guardia!

—Fuimos a echar un vistazo, señor —murmuró Goon, dispuesto a dar rienda suelta a su imaginación—. Entonces oímos pasos fuera y, de pronto, la puerta se cerró de golpe y la llave giró en la cerradura. Después oímos la sarcástica risa de Federico y…

—Ya basta, Goon —interrumpió el jefe—. Está bien. Me ocuparé de todo esto. ¿Oyó o vio usted algo anoche?

—Nada en absoluto, señor —contestó Goon, percibiendo un brusco chasquido indicador de que el jefe acababa de colgar el aparato.

Goon permaneció inmóvil, con la cara encendida de delectación.

—¡Verás lo que te espera, so entremetido! —barbotó—. ¡Esta vez has ido demasiado lejos! ¡Estás perdido!