Dos días de calma
Los periódicos no volvieron a aludir al «extraño extranjero». De hecho, según Fatty pudo comprobar, con inmenso alivio por su parte, no mentaban para nada el caso Lorenzo.
Así, pues, durante un par de días, los Cinco Investigadores hicieron vida normal en compañía de Ern y «Buster». El misterio de los Lorenzo no fue siquiera mencionado, salvo que Ern facilitó la información de que las mellizas empezaban a cansarse de la casa del árbol.
—Como ha hecho un poco de viento —explicó Ern— constantemente se les han estado cayendo chismes del árbol. Además, se enfadaron porque no les permití echar pompas de jabón sobre la casita de los Larkin.
—¿Y qué conseguirían con eso? —exclamó Fatty, sorprendido—. Las pompas estallarían en seguida.
—No lo creas —repuso Ern—. Las suyas no, porque no son pompas de jabón corriente. Como el líquido es tan espeso, salen más grandes y fuertes, tanto que, aunque tropiecen con lo que sea, no se rompen y siguen volando como si tal cosa.
—Comprendo —murmuró Fatty, imaginándose al señor y la señora Larkin rodeados de grandes pompas flotantes cada vez que asomaban la nariz por la puerta—. Me parece una cosa realmente tentadora, pero, de momento, te aconsejo que disuadas a las mellizas, pues, si tal hicieran, los Larkin descubrirían al punto la atalaya del árbol.
—Ya las he advertido —aseguró Ern—. Pero son muy «desobedientes», Fatty, y no dan su brazo a torcer. La primera vez que se les ocurrió, estuvieron a punto de caerse del árbol de risa.
—La idea es estupenda —reconoció Fatty—, y no dudo que alguna vez podremos ponerla en práctica. Pero ahora no conviene. En fin, propongo que vayamos todos a la granja a tomar café y tortas de mantequilla.
Y, tomando sus respectivas bicicletas, los chicos pedalearon en dirección al establecimiento. Ern se dijo que aquella costumbre que tenían sus amigos de ir a tomar un piscolabis entre comidas era muy laudable. Además, le venía de perilla porque, como su tía no le alimentaba tan bien como su madre, el pobre muchacho estaba siempre hambriento.
La mujer encargada de la tienda se puso muy contenta al verles. Seis niños y un perro goloso eran mejores clientes que una docena de personas mayores, porque comían tres veces más. Así, pues, apresuróse a servirles una bandeja llena de tortas calientes y mantecosas.
—¡Y además tienen pasas de Corinto! —profirió Pip—. ¡Como a mí me gustan! Eres muy amable de invitarnos a este guateque, Fatty. Por lo visto, siempre tienes la bolsa llena.
—Es mi aguinaldo de Navidad —sonrió Fatty, que tenía una porción de tíos, tías y abuelas generosos—. Siéntate «Buster». Los perros bien educados no ponen las patas encima de la mesa, ni cuentan el número de tortas.
—¡En este caso, tendrían buen trabajo! —comentó Ern, contemplando la bandeja con aire aprobatorio.
De pronto, el muchacho dio un respingo. Acababa de ver una rolliza y corpulenta figura en el marco de la puerta.
—¡Buenos días, señor Goon! —saludó Fatty—. ¿Quiere usted sentarse con nosotros? ¿Le gustan las tortas calientes?
El policía entró majestuosamente en la tienda, frunciendo los labios como si temiera que se le escapase alguna indiscreción. Ern echóse a temblar.
—Os he estado buscando —dijo el hombre a Fatty, tras escrutar a todos los muchachos—. ¿Conque el señor Hoho-Ha, eh? He leído el nombrecito en la agenda de Larkin. ¿Crees acaso que puedes engañarme? A propósito, ¿quieres que se lo cuente al superintendente?
—¿Qué insinúa usted? —replicó Fatty—. Leí en los periódicos que el otro día persiguió usted valientemente a un desconocido que merodeaba por los jardines de «Tally-Ho». Mi enhorabuena, señor Goon. Me habría gustado estar allí.
Ern desapareció debajo de la mesa sin que su tío se percatara del hecho, y «Buster» acogióle cordialmente, lamiéndole toda la cara.
—¿Qué quieres decir con esto? —inquirió el señor Goon—. ¿Acaso no estabas allí? ¡Me consta que eras tú, señor Hoho-Ha! Y ahora permíteme que te dé un consejo, Federico Algernon Trotteville. Lo mejor que puedes hacer es volver a tu castillo de Bong, ¿oyes? De lo contrario vas a pasarlo muy mal.
Y tras proferir esta amenazadora indirecta, el policía salió del establecimiento. La dueña siguióle con la mirada, asombrada. ¿Qué significaba todo aquello?
—¡Pobre hombre! —suspiró Fatty, compasivamente, tomando otra torta—. ¡Está loco de atar! Vamos, Ern, sal de ahí. Ya pasó la tormenta. Si no te das prisa, te quedarás sin tortas.
Ern salió presurosamente de su escondrijo, aún algo pálido y abrió la boca como para formular una pregunta.
—Oye, Ern —advirtióle Fatty—. Ahora no es hora de discutir ciertas cuestiones. Conque calla y come.
Ern cerró la boca, limitándose a abrirla para zamparse una torta.
—Supongo que Goon vio nuestras bicicletas en la calle y no pudo resistir la tentación de entrar a decirte cuatro lindezas —cuchicheó Daisy—. ¡Pensé que iba a estallar!
El resto del día transcurrió muy agradablemente, pues, la madre de Pip había invitado a todos los Investigadores a merendar y a jugar un rato con sus hijos.
—Mamá dice que saldrá de tres a siete —anunció Pip— y que, por tanto, podemos aprovechar su ausencia para armar ruido o hacer tonterías, si nos apetece.
—¡Muy bien pensado! —aprobó Fatty—. Tu madre es muy estricta, Pip, pero siempre justa. Supongo que vuestra cocinera está en casa, ¿no?
—¡Naturalmente! —sonrió Pip—. Y ha dicho que si vas a la cocina e imitas al jardinero cuando se enfadó con ella porque fue a coger un poco de perejil sin su permiso, te preparará una hornada de tu pastel favorito de jengibre.
—Un trato muy razonable —accedió Fatty.
Efectivamente, una vez, hallándose el muchacho en casa de Pip, el irascible jardinero había sorprendido a la cocinera cogiendo perejil «sin siquiera pedirle permiso». Fatty disfrutó extraordinariamente oyendo sus reconvenciones y luego imitó al hombre con mucha gracia, despertando la admiración de la regocijada cocinera, hasta el punto de que ésta le prestó un delantal parecido al que llevaba el jardinero para que estuviese más en carácter.
El día que nos ocupa, Fatty observó, alborozado, que la cocinera habíale dejado un delantal en una silla para que repitiese la imitación.
—¡Qué suerte tienes, Fatty! —cloqueó Pip—. Te preparan tu pastel preferido porque sabes imitar a nuestro gruñón jardinero. En la verdulería te regalan las mejores naranjas de la tienda a cambio de que imites el mugido de una vaca en la trastienda porque le divierte al tendero. Y luego…
—Ya basta —interrumpióle Fatty—. ¡Parece que estés hablando de un vulgar soborno, cuando, en realidad, se trata de un simple convenio entre dos partes! Y ahora vamos a representar en seguida la Parodia del Perejil para que tu cocinera disponga del tiempo necesario para preparar un imponente pastel del jengibre.
Todos se encaminaron a la cocina, seguidos de Ern. Al igual que Bets, este último tenía a Fatty por un genio sin par y se consideraba muy afortunado de ser amigo suyo y de contar con el favor de los Cinco. Por enésima vez, el muchacho prometióse servir a Fatty lealmente.
«¡O morir!», pensó dramáticamente, mientras contemplaba a Fatty representando su ridícula Parodia del Perejil, imitando la cascada voz del viejo jardinero y agitando el delantal a la arrobada cocinera, medio muerta de risa.
—¡Pero qué chico! —exclamó ésta, enjugándose los ojos—. ¡En mi vida he visto cosa igual! ¡Pareces el viejo Herbert en persona! ¡Haces los mismos gestos! ¡Por Dios, para ya! ¡No puedo más! ¡Voy a reventar de risa!
Total que, a poco, la mujer les sirvió un magnífico pastel de jengibre y el viejo Herbert, el jardinero, quedóse pasmado al ver salir a Pip al jardín con un gran pedazo para él. El hombre lo tomó, mudo de asombro y satisfecho.
—Tenga usted esto en prueba de nuestra más sincera gratitud —dijo Pip solemnemente, desconcertando aún más al pobre Herbert.
El periódico de la noche llegó en el preciso momento en que todos los visitantes se hallaban en el vestíbulo, despidiéndose de Pip y Bets. El repartidor lo echó por el buzón y el diario cayó sobre el felpudo, doblado por la mitad, con la parte superior claramente visible.
—¡Fijaos! —exclamó Fatty, recogiéndolo—. ¡Mirad lo que dice! «¡Los Lorenzo pasaron por Maidenhead!». ¡Caramba! ¡Eso está muy cerca de aquí!
Y tras leer rápidamente la gacetilla, agregó:
—¡Bah! ¡Total nada! Al parecer, se trata sólo de una conjetura. En cualquier caso, no creo que los Lorenzo sean lo bastante estúpidos como para viajar sin disfraz. Supongo que seguirán publicando estos informes procedentes de todo el país para mantener vivo el interés.
—¡Atiza! —masculló Ern—. ¡Maidenhead! Si es verdad «eso», a lo mejor los Lorenzo se dan una vuelta por «Tally-Ho» para llevarse a «Poppet» de casa de los Larkin.
—¿Crees que Goon vigilará la finca esta noche, Fatty? —inquirió Larry.
—Lo ignoro —respondió el aludido—. Es posible, si «hay» algo en el informe. A ver si abres bien los ojos esta noche, ¿eh, Ern?
—¡Descuida! —prometió Ern, emocionado—. No me importaría explorar un poco el terreno, pero temo que mi tío ande también por allí. A buen seguro, tropezaría de manos a boca con él.
—Yo estaré allí antes de medianoche, por si acaso —decidió Fatty.
—De acuerdo —convino Ern, cada vez más agitado—. Y yo vigilaré desde mi atalaya, Fatty. Ulularé como una lechuza para que sepas que estoy allí.
Y llevándose los pulgares a los labios, sopló suavemente. Al punto, el vestíbulo llenóse de trémulas ululaciones.
—¡Magnífico! —ensalzó Larry, con admiración—. ¡No es nada, cocinera! ¡No hay ninguna lechuza en el vestíbulo!
La sorprendida cocinera, que había acudido presurosamente al vestíbulo al oír las voces, volvió a la cocina.
—¡Cosas del señorito Federico! —dijo la mujer a una amiga que había ido a visitarla—. ¡Qué muchacho más salado!
Pero se equivocaba. Esta vez, el imitador de voces no era Fatty, sino Ern. A poco, el chico volvió a ulular, satisfecho de tener un auditorio tan entusiasta.
—De acuerdo —murmuró Fatty—. Tú te subirás al árbol y yo me dedicaré a explorar el terreno hasta medianoche. En realidad, no creo que suceda nada, pero no quiero arriesgarme. Como es lógico, buscaré a Goon.
—¡Adiós! —dijo Larry, al oír dar las siete—. ¡Gracias por tu invitación, Pip! ¡Apresúrate, Daisy!
Una vez todos fuera, Pip cerró la puerta. Ern separóse de los demás en la esquina y pedaleó a casa de su tía, ebrio de excitación ante la perspectiva de pasar parte de la noche en la casa del árbol. Se llevaría una manta y varios cojines para ponerse cómodo, y también una bolsa de caramelos para endulzar su guardia.
Así, pues, a las nueve en punto, una vez acostados sus tíos y dormidas las mellizas en su pequeño dormitorio, Ern se incorporó para aplicar el oído. Sí, como de costumbre, sus tíos estaban roncando a más y mejor, él con sonoros y prolongados ronquidos, ella con más finura y suavidad.
Ern se puso mucha ropa de abrigo en consideración a que la noche era muy fría, y decidió tomar consigo la manta y el edredón de su cama. A la sazón, había subido ya un par de cojines viejos a su atalaya y metido en el bolsillo de su abrigo una bolsa de caramelos y una linterna. No tenía, pues, más que ponerse en marcha.
Con la manta y el edredón, el muchacho descendió la pequeña escalera de la casa, abrió la puerta de la cocina y salió al jardín. Una vez al pie del árbol, trepó por él cuidadosamente, con las mantas alrededor del cuello.
A poco, hallábase en la pequeña casita del árbol, atisbando a través del claro de las ramas. La luna elevábase en el firmamento, iluminando la noche. Ern metióse un caramelo en la boca, dispuesto a empezar la guardia. ¡Jamás habíase sentido tan feliz!