Una larga conversación
Fatty sorprendióse vivamente al ver los periódicos de la mañana siguiente. Por algún conducto la prensa habíase enterado del hecho de que un extranjero desconocido había sido visto merodeando por los jardines de «Tally-Ho».
«El misterio de los Lorenzo y del cuadro robado pasa de nuevo a primer plano de la actualidad —decía el titular—. Un antiguo amigo de la pareja es sorprendido en el jardín de la finca».
«Indio perseguido por un valiente policía» —decía otro periódico.
«Cuadro robado probablemente escondido en la finca “Tally-Ho”.» —aseguraba un tercero—. «Extranjero sorprendido en la finca».
Fatty leyó aquellos titulares con indecible consternación. ¡Cielos! ¿Qué había contado Goon? Sin duda, algún periodista habíale abordado la noche anterior para preguntarle si sabía algo nuevo de los Lorenzo, y Goon no había podido menos de referir, abultando considerablemente los hechos, su encuentro con el disfrazado Fatty.
Al muchacho se le cayó el alma a los pies. ¡Pero si Goon ni siquiera le había puesto un dedo encima! En realidad, habíase limitado a seguir a Ern, que, a su vez, seguía al supuesto indio. ¿Qué pasaría si la cosa llegaba a oídos del superintendente Jenks?
Fatty fue a reunirse con los demás en cuanto pudo. Naturalmente, sus amigos ignoraban que se había disfrazado de indio y, al ver los periódicos, su asombro no tuvo límites. Larry y Daisy habían ido a buscar a Pip y a Bets para dirigirse todos a casa de Fatty, y, al ver aparecer a éste, mostráronse muy satisfechos.
—¿Has visto los periódicos? —preguntó Pip, apenas el recién llegado entró en el cuarto de jugar, seguido del bullicioso «Buster».
Fatty asintió en silencio. Los demás miráronle, estupefactos.
—¿Qué ocurre? —inquirió Larry—. ¿Por qué pones esa cara? Nosotros nos hemos alegrado horrores de la noticia. ¡Por fin parece que va a suceder algo!
Fatty tomó asiento y se puso a gemir con tal desesperación, que Bets precipitóse a él inmediatamente, preguntándole:
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo, Fatty?
—«Me siento» enfermo —balbució el muchacho—. El indio era «yo», ¿no lo habéis adivinado? Decidí disfrazarme de estudiante extranjero para ir a explorar un poco el terreno… y, como podéis figuraros, lo primero que hice fue tropezar de manos a boca con el viejo Larkin y darle un susto morrocotudo. Después, Ern me descubrió y tuvo que decírselo o Goon, que casualmente se hallaba interpelando a la señora Larkin. Entonces, Goon le obligó a seguirme para ver dónde me dirigía.
Los otros escucháronle, horrorizados.
—¡Pero, Fatty! ¡Ahora apareces en todos los periódicos!
—Sí… Afortunadamente, nadie sabe que el indio era «yo»… excepto Ern. Ojalá no se lo hubiera dicho. No podrá callárselo. Además… ¡pobre de mí! ¡Ya no me acordaba de esto!
—¿De qué? —farfulló Bets, completamente aturullada con todo aquello—. ¡Por Dios, Fatty! ¡Explícate!
Una porción de ideas negras poblaban el pensamiento de la chiquilla.
—Encontré al viejo Larkin… y le pregunté a dónde habían ido mis viejos amigos, los Lorenzo —masculló el pobre Fatty—. Y cuando me preguntó cómo me llamaba le dije un nombre estúpido… ¡y «lo anotó»! Ahora bien: si Goon se lo saca y descubre que el indio era una filfa, en otras palabras, yo, ¡se armaría la de San Quintín!
—¿Qué nombre diste? —inquirió Larry.
—Señor Hoho-Ha del Castillo de Bong, India —declaró Fatty con otro gemido.
Sobrevino un silencio. De pronto, Daisy, lanzando una sonora carcajada, exclamó:
—¡Oh, Fatty! ¿Hablas en serio? ¿Dijiste señor Hoho-Ha? ¿Es «posible» que el viejo Larkin anotara ese nombre?
—Perfectamente posible —gruñó Fatty, incapaz aún de esbozar siquiera una sonrisa—. No es cosa de risa, Daisy. Si Ern me traiciona, estoy perdido… absolutamente perdido. Tened por seguro que los periodistas se presentarían aquí, dispuestos a entrevistar al chico que engañó a la policía. ¡Espantoso! ¿Por qué se me ocurriría semejante estupidez?
—Ern no te traicionará —tranquilizóle Bets.
—Yo no estoy tan «seguro» de eso —intervino Pip—. No es muy valiente y le tiene tanto miedo a Goon que es capaz de decirle cualquier cosa para librarse de él.
En aquel momento llamaron a la puerta. Todos volvieron la cabeza, sin saber a qué atenerse. ¿Sería Goon? No. Goon no hubiera llamado. ¡Habría entrado sin previo aviso!
Pronto se despejó la incógnita. ¡El visitante era Ern! Un Ern muy sofocado y algo asustado.
—¡Ern! —exclamó Bets—. ¡Precisamente estábamos hablando de ti! ¿Has traicionado a Fatty? ¿No habrás dicho a tu tío que el indio era él, verdad?
—¡De ningún modo! —replicó Ern, con gran alivio de todos los presentes—. Mi tío ha intentado sonsacarme esta mañana, pero no he dicho ni una palabra de Fatty. ¿Por quién me tomáis?
—Sabía que no lo harías, Ern —declaró Bets.
—He venido a contaros algo —prosiguió Ern—. Mi tío se ha portado de un modo muy raro esta mañana. No sé a qué atribuirlo.
—¿Qué quieres decir exactamente? —inquirió Fatty, interesado.
—Veréis —explicó Ern—, como os decía, esta mañana se ha presentado en casa de mi tía Woosh, aunque, a decir verdad, no tengo idea de cómo averiguó que me hospedaba allí. El caso es que me llevó al cobertizo de la leña y cerró la puerta. Yo estaba tan asustado que apenas podía tenerme en pie, convencido de que iba a darme una paliza.
—¡Pobre Ern! —compadeció Daisy.
—Pero me equivocaba —continuó Ern—. En lugar de ello, mostróse más dulce que un merengue y, tras darme una serie de cariñosas palmadas en el hombro y comentar que al fin y al cabo, yo no era tan mal chico como eso, dijo que deseaba ponerme a cubierto de cualquier contratiempo desagradable; a tal objeto, quería que le prometiera no decir una palabra de cómo había descubierto al indio ayer, ni de mi perseguimiento del desconocido.
—¡Cáspita! —exclamó Fatty, riéndose de pronto—. ¡Está tan orgulloso de lo del indio, que quiere que todo el mundo crea que «él» fue su descubridor y perseguidor y trata de excluirte a «ti» del asunto, Ern!
—¡Ah! —profirió Ern—. ¿Conque es eso, eh? Esta mañana mi tía trajo un periódico y cuando vi todo lo que decía de ti, Fatty, mejor dicho, del extranjero, me llevé el susto más grande de mi vida. Excuso decir que cuando se presentó mi tío Goon, me eché a temblar de pies a cabeza. Sólo de pensarlo, me da otra vez tembleque.
—¿Quieres un pastelillo? —ofreció Pip—. Lo dulce es muy bueno para el tembleque.
—¡Uf! —resopló Ern, tomando uno—. ¡Qué descansado me quedé cuando mi tío me soltó! Le prometí no decir una palabra a nadie, y conste que jamás me había alegrado tanto de hacer una promesa.
Fatty lanzó un suspiro de alivio.
—¡Qué bueno eres, Ern! —dijo muy sinceramente—. ¡Me has quitado un peso de encima! Si Goon va diciendo por ahí que «él» descubrió y siguió al indio, estoy salvado. Aunque, en realidad, no debiera decir nada, estando como está en plena investigación de un caso.
—Supón que uno de los periodistas sonsaca a Larkin y se entera de que el indio dijo llamarse «señor Hoho-Ha del castillo de Bong» —sugirió Pip—. ¿No olerá Goon a chamusquina?
—No, no lo creo —concluyó Fatty, reflexionando—. Probablemente pensará que el indio intentaba engañar al viejo. De todos modos, confío en que el superintendente Jenks no se entere del asunto. En seguida comprendería que ando yo por medio.
—¡Eres único! —ponderó Ern, con ojos redondos de admiración—. ¡No sé cómo te atreves a hacer esas cosas! ¡Sopla, Fatty! ¡«No» te reconocí ni por pienso! ¡Cuando te disfrazas hasta «andas» de un modo diferente! ¡Debieras dedicarte a las tablas!
—¡Dios me libre! —replicó Fatty—. ¿Dedicarme a las tablas pudiendo ser detective? ¡Ni hablar!
—Opino que lo mejor que podemos hacer es mantenernos al margen de todo uno o dos días —propuso Daisy—, y no acercarnos para nada a «Hally-Ho». Cuando se apacigüen los ánimos, todo cambiará. Pero, entretanto, Fatty, yo no me arriesgaría.
—Tienes razón, Daisy —convino Fatty—. Aunque, personalmente, empiezo a creer que la próxima noticia que sabremos será que los Lorenzo han logrado salir del país con el cuadro… y sanseacabó.
—¡Ojalá te equivoques! —exclamó Pip—. No obstante, reconozco que este misterio está resultando muy «fastidioso» por carecer en absoluto de punto de partida. No hay pistas, ni sospechosos…
—Salvo el indio —interrumpióle Larry, con una sonrisa.
—En fin —suspiró Fatty—. Dejemos las cosas como están un par de días. Después, veremos si hay alguna novedad. Lo sabremos por los periódicos.
—¿Así no podré vigilar desde mi atalaya? —balbuceó Ern desilusionado.
—Sí, hombre, no hay inconveniente —accedió Fatty—. ¿Todavía les divierte tanto a tus primas subirse allí arriba?
—¡Ooooh, sí! —aseguró Ern, en tono algo enojado—. Incluso se han subido todas las muñecas a la casa y ya no hay sitio para sentarse. Lo malo es que una de ellas chilla como uno condenado si la pisan. ¡El otro día me dio un susto tremendo!
Todos se rieron.
—Bien —dijo Fatty—, en este caso deja subir a las mellizas al árbol cuando quieran y diles que te informen de lo que «vean». Ojalá me hubiese acordado de que, desde allí, podíais verme tan fácilmente. Esas primas tuyas deben de ser unas excelentes guardianas.
—No lo hacen del todo mal —concedió Ern—. Ahora las tengo completamente dominadas. Me tienen por una especie de genio…
—¡Oh, Ern! —exclamó Bets, alborozada.
Ern sonrió, radiante de satisfacción.
—¿Has escrito alguna otra poesía, Ern? —preguntó Bets.
Ern era muy aficionado a escribir poesías, pero, como rara vez pasaba del tercer o cuarto verso, sus obras dejaban mucho que desear.
El muchacho sacóse una libreta del bolsillo, con aire satisfecho.
—¡Es curioso que te acuerdes de mis poesías, pequeña Bets! —exclamó—. Verás, la semana pasada empecé una. Podría ser muy buena, pero, como de costumbre, me atasqué otra vez.
—¿Cómo decía? —preguntó Fatty, sonriendo—. Déjame que te ayude.
Ern procedió a leer su obra, adoptando un tono muy solemne:
«Una pobre anciana tenía un perro
que estaba siempre ladrando.
El perro se llamaba…»
—Y eso es todo —murmuró Ern—. Tengo infinidad de ideas dándome vueltas a la cabeza, pero no puedo plasmarlas.
—Es una poesía preciosa, querido Ern —ensalzó Fatty, gravemente—. ¿De veras no sabes cómo sigue? ¡Escucha!
Y poniéndose en medio de la habitación, Fatty recitó con voz exactamente igual a la de Ern:
«Una pobre anciana tenía una perra
que estaba siempre ladrando.
La perra se llamaba “Poppet”
y la mujer Larkin»[3].
La vieja tosía y estornudaba todo el día
quejándose del frío que tenía,
y cuando la perra entre piernas se ponía
un puntapié le propinaba.
Su marido entraba y salía
arrastrando su pata coja,
pues agilidad no tenía.
¡Qué horrible y fea parejota!».
Fatty se interrumpió para tomar aliento. Ern habíale escuchado, boquiabierto. Los otros reíanse a mandíbula batiente. Fatty podía seguir improvisando estrofas horas y horas, sin parar. Era una de sus innumerables habilidades.
—¡Atiza! —barbotó Ern—. ¿Cómo te las arreglas, Fatty? ¡Eso es «precisamente» lo que quería decir en mí poesía, pero me atasqué! ¡Eres prodigioso, Fatty!
—¡Bah! —sonrió Fatty, sintiéndose mucho más animado—. ¡No tiene ningún mérito! Me he limitado a ensartar una serie de tonterías.
—No es cierto —protestó Ern—. Te han salido unos versos maravillosos. Voy a anotarlos todos, pero conste que son «tuyos», Fatty, no míos.
—Nada de eso —repuso Fatty, generosamente—. Son tuyos. No los quiero. Jamás se me habrían ocurrido si no me hubieses recitado los tres primeros versos. Puedes considerarlos propios, Ern.
Ern estaba tan entusiasmado que, en el curso de los siguientes veinte minutos, no participó para nada en el regocijo general, entregado en cuerpo y alma a escribir laboriosamente su nuevo poema.