El señor Hoho-Ha
Ern pedaleó en dirección a casa de su tía a toda velocidad, volviéndose de cuando en cuando para comprobar si Goon le seguía. Pero, afortunadamente, no vio rastro de su tío.
Por su parte, Goon tuvo que hacer acopio de energías para levantarse del suelo. Una vez logrado esto, el policía examinó su bicicleta por si tenía algún desperfecto. Al parecer, estaba intacta. No obstante, Goon desistió de perseguir a Ern, sabedor de que el muchacho era más ágil y que, por tanto, no podría darle alcance.
—¡Demonio de Ern! —refunfuñó el hombre—. ¡Pobre de él cuando le coja! ¡Le arrancaré la cabellera y le calentaré las orejas! ¡Por poco me mata! ¡Parecía una verdadera exhalación infernal! ¡Me gustaría saber qué está haciendo en Peterswood!
Goon ignoraba que Ern estaba pasando unos días en Peterswood y que se alojaba en la finca vecina de la de los Lorenzo. Con mucha precaución, el policía montó en su bicicleta, temeroso de que el vehículo tuviese alguna pieza rota y cediese bajo su peso.
¿Qué estaría haciendo Fatty? No le había visto para nada desde la mañana en que recibiera la visita de los cinco investigadores. El mero recuerdo del muchacho le hizo enfurruñar.
Aquel gordinflón era más astuto que un zorro. ¿Esperaba intervenir en el misterio Lorenzo? ¿Habría ido a ver a los Larkin y conseguido sonsacarles más a fondo que él? ¿Estaría tramando algo? El señor Goon no pudo por menos de inquietarse y, sin desarrugar el ceño, pedaleó con fuerza hacia su casa.
—Creo que lo mejor que puedo hacer es darme otra vuelta por la casita de la finca «Tally-Ho» para interpelar de nuevo a los Larkin —pensó—. Preguntaré a Bob Larkin si ese gordinflón ha ido a curiosear por allí, y en caso afirmativo, le daré su merecido.
Pero Fatty no había ido a ver a los Larkin porque el superintendente habíale aconsejado no hacerlo. Y, aunque disimulaba ante los demás, el chico seguía muy desanimado.
¿Cómo estaría la pequeña «Poppet»? Ern había escrito en sus notas que la perrita temía a la señora Larkin y sentía verdadero terror por el señor Larkin. Según esto, la pobrecilla lo estaba pasando muy mal. Después de siete años de mimos y caricias, aquella nueva vida debía de resultarle muy dura.
—Estoy seguro de que la señora Lorenzo intentará recuperar su perra, caso de que no pueda salir del país —se dijo Fatty—. O tal vez enviará a alguien en su busca para confiarla a personas más amantes de los animales. Creo que esta tarde iré a ver la atalaya de Ern en el árbol para explorar un poco el terreno.
Luego, tras unos instantes de reflexión, decidió:
—De todos modos, será preferible que no vaya tal cual por si tropiezo con Goon. ¡Me disfrazaré de indio, tal como sugirió Bets!
Entonces, mirándose al espejo, arrollóse una toalla a la cabeza, a guisa de turbante. Bets tenía razón. ¡Parecía un indio de verdad!
—No me conviene cruzarme de brazos cuando hay algo en perspectiva —pensó, sonriendo mucho más animado—. ¡Hay que actuar para sacar algo en limpio! ¡Vamos, Fatty! ¡Muévete! ¡Busca un buen disfraz!
Inmediatamente después de almorzar, Fatty encerróse en su cobertizo, dispuesto a trabajar. Encontró una bonita tira de tela, ideal para improvisar un turbante y, tomando un librito muy útil llamado «Cómo disfrazarse adecuadamente», consultó el capitulo «Modo de ponerse los turbantes». Luego practicó un buen rato con la vistosa tira hasta conseguir arrollársela debidamente alrededor de la cabeza.
Acto seguido pintóse un pequeño bigote negro sobre el labio superior y se oscureció un poco la barbilla para simular una barba afeitada. Después se introdujo almohadillas postizas en la boca para modificarse la forma de la cara y, al punto, se le abultaron las mejillas y cobró un aspecto de persona mayor. Por último se pintó las cejas más gruesas y oscuras y, una vez terminada su caracterización, contemplóse en el espejo, adoptando una siniestra y misteriosa expresión.
«¡Magnífico! —pensó—. ¡Caramba! ¡Qué impresión da mirarse en el espejo y verse tan diferente! ¡Ajajá! Y ahora, ¿qué más probaré?».
De hecho, las indumentarias exóticas resultaban demasiado llamativas para lucirlas en pleno mes de enero. Además, no le interesaba atraer a una tropa de chiquillos detrás de él. De pronto, recordó a varios estudiantes orientales que había visto en Londres.
—Llevaban turbantes, pero vestían con abrigo y pantalones negros, muy ajustados. Me figuro que no querían pasar frío en nuestro crudo invierno. En fin, lo mejor será ponerme turbante y un traje corriente. ¡Tengo la cara tan tostada que bastará un turbante para conferirme un aspecto oriental!
Encontró unos pantalones negros algo sucios y tan ajustados que no pudo abrochárselos en la cintura. Afortunadamente, tuvo la buena idea de suplir la deficiencia sujetándoselos con una faja. Finalmente, completó su indumentaria con un abrigo viejo.
«¡Parezco un estudiante extranjero de un país oriental! —se dijo, muy satisfecho—. ¡En marcha, Fatty! ¡Hacia “Tally-Ho”!».
Con gran consternación de «Buster», el muchacho se fue solo, procurando pasar rápidamente ante la ventana de la cocina para que no le vieran las sirvientas. Pero su madre sí le vio y siguióle con la mirada, diciéndose, sorprendida:
—¿Quién es ése? Supongo que un amigo de Federico. ¡Qué raro está con ese vistoso turbante!
Fatty encaminóse al río y, una vez allí, recorrió el sendero de la orilla. Sólo vio a una anciana con un perro, que se le quedó mirando, intranquila. ¿Le arrebataría el bolso aquel sujeto? Pero el desconocido pasó presurosamente, con gran alivio de la dama.
Fatty llegó al fin ante el portillo junto al río que daba acceso a los jardines de «Tally-Ho». Era una sencilla portezuela, muy distinta de las dos imponentes puertas de la parte anterior de la finca, a través de las cuales habían entrado y salido tantos coches el verano anterior.
No se veía un alma por los alrededores. Fatty dio unos pasos más allá y metióse en el jardín saltando por encima de la valla. Cautelosamente, se dirigió a la gran casa desolada y vacía, sin el menor vestigio de humo en sus numerosas chimeneas.
El muchacho atisbó por la ventana. En el interior había una espaciosa sala, con las sillas enfundadas y una gran mesa barnizada en medio, sobre la cual veíase un enorme jarrón lleno de flores marchitas.
Fatty dio una mirada circular a la estancia. Había sillas, mesitas, un taburete y, en el suelo, junto a éste, un curioso y pequeño objeto gris, sólido y gomoso.
El chico preguntóse qué sería y por qué estaba en el suelo. Tras observarlo curiosamente, adivinó de pronto de qué se trataba. Era un pequeño hueso de caucho de los que suelen darse a los perros para jugar y mascar.
—Probablemente es un juguete de «Poppet» —coligió Fatty.
Y, apartándose de la ventana, echó a andar por un sendero bajo una pérgola de rosales. De pronto, al término de caminillo, tropezó cara a cara con el señor Larkin, que en aquel momento doblaba cansinamente la esquina con una brazada de leña.
Vivamente sobresaltado, el señor Larkin soltó toda la leña. Fatty apresuróse a recogerla. Luego, dirigiéndose al asustado señor Larkin con un acento muy extranjero, profirió:
—¡Discúlpeme, por favor! He venido aquí a ver a mis viejos amigos, los Lorenzo, con quienes me une una antigua amistad, pero me he encontrado la casa cerrada y desierta. Por favor, buen hombre, ¿podría usted decirme dónde están mis amigos?
—Se han ido —respondió el señor Larkin—. ¿No ha visto usted los periódicos? Son unos pájaros de cuenta.
—¿Que se han ido? —repitió Fatty, afectando el máximo desconcierto—. No comprendo.
—Pues sí, se han ido —insistió el señor Larkin, impacientemente.
Fatty le observó. Tenía el miserable aspecto de siempre, con el rollizo cuerpo arrebujado en un sucio y viejo abrigo, la bufanda hasta la nariz y la consabida gorra echada sobre los ojos. El hombre miró a Fatty con recelo a través de sus gruesas gafas.
—Aquí no permitimos la entrada a gente desconocida —masculló el señor Larkin, desviando la mirada de la de Fatty.
Éste, por su parte, procedía a escrutar al viejo, súbitamente acuciado por el deseo de disfrazarse como él. Si se disfrazaba de Bob Larkin podría merodear por toda la finca y atisbar por las ventanas sin llamar la atención. Podría incluso meterse en la casa si daba con las llaves. A buen seguro, Larkin disponía de algún juego. Sí, llevaría a cabo su plan una noche… Sería divertido.
—Tendrá usted que darme su nombre —instó el señor Larkin, recordando de pronto que la policía habíale encargado tomar el nombre a toda persona que visitara la casa—. ¿Es usted extranjero, verdad? —inquirió, sacándose una sucia agenda del bolsillo con su correspondiente lápiz.
—Puede usted tomar nota de mi nombre —accedió Fatty, cortésmente—. Es señor Hoho-Ha.
Y tras deletrearlo con amable solicitud, añadió:
—Y mis señas son: Castillo de Bong, India.
El señor Larkin anotólo todo laboriosamente, poniendo su agenda en la repisa de una ventana para escribir con claridad. Cuando levantó de nuevo la vista, el señor Hoho-Ha había desaparecido.
Larkin recogió la leña, gruñendo por lo bajo. Todo aquel estúpido asunto de la policía le incomodaba. ¿Por qué no le dejaban trabajar en paz? Claro que, en realidad, tenía muy poco trabajo. Ya no era necesario encender todas aquellas calderas. Por consiguiente, no podía gozar de la agradable temperatura del cuarto de calderas, ni sentarse allí tranquilamente a leer el periódico.
¡Su única ocupación consistía en cuidar a una detestable perrito de lanas!
Fatty hallábase detrás de un arbusto, observando a Larkin mientras éste recorría el sendero, con el afán de fijarse en todos los detalles: la cojera, la inclinación de los hombros, la gorra algo ladeada sobre el rostro. ¡Sí, podría disfrazarse de Larkin lo suficiente bien para engañar incluso a su vieja esposa!
Fatty aprovechó la ocasión para reconocer las alrededores. Examinó el cobertizo, los invernaderos, el cuarto de las calderas y la glorieta, atento a cualquier nueva aparición. Pero no vio a nadie.
No obstante, habría visto a alguien de haberse acercado a la casita de los Larkin. ¡Habría visto al señor Goon! En efecto, éste había resuelto interpelar de nuevo a los Larkin, y, en aquel momento, trataba por todos los medios de sacar algo a la señora Larkin, aparte de sus toses, gemidos y estornudos.
Fatty habría visto también a otras dos personas si se hubiese tomado la molestia de mirar a lo alto de aquel alto abeto que crecía junto al seto que separa los jardines de «Tally-Ho» y «Chimeneas Altas», la finca vecina. ¡Habría visto a Glad y Liz!
Éstas, fieles a su promesa, llevaban dos horas de guardia en el árbol, mientras Ern arreglaba los frenos de su bicicleta, resentidos a consecuencia del reciente choque con el señor Goon. Antes de proceder o su reparación, el muchacho había encargado a sus primas:
—Escuchad, Glad y Liz. Id allá arriba a vigilar. Aquí tenéis dos caramelos para cada una. Así os entretendréis.
Glad vio al extraño extranjero apenas éste saltó por la valla. La sorpresa de la chiquilla fue tal, que se tragó el caramelo que tenía en la boca y estuvo a punto de caerse de la casa del árbol de pura impresión.
Cuando por fin se recobró, el extranjero había desaparecido. Liz habíale visto también, y ambas se miraron, excitadas.
—¡Aún debe de estar ahí! —cuchicheó Glad—. Vamos, Liz, bajemos a decírselo a Ern. Apuesto a que irá en seguida tras él. ¡Verás qué satisfecho estará de nosotras!