Ern está al acecho
Transcurrieron dos días. Cada mañana, Fatty y sus amigos escudriñaban los periódicos, pero no había más noticias de los Lorenzo, salvo que la policía estaba más o menos segura de que la pareja se ocultaba en algún punto del país, en espera de escaparse en cuanto las cosas se apaciguasen un poco.
—Yo tenía idea de que era muy «difícil» esconderse cuando todo el mundo andaba persiguiéndole a uno —comentó Daisy—. Al fin y al cabo, resulta facilísimo reconocer a los Lorenzo, pues sus fotografías han aparecido en todos los periódicos.
—Olvidas que son actores —repuso Fatty—, y, por tanto, capaces de disfrazarse de modo que nadie los conozca.
—Como tú haces a veces —intervino Bets—. ¡Oh, Fatty! ¡La verdad es que, por ahora, todo esto está resultando bastante aburrido! ¿Por qué no te disfrazas de algo para animar un poco la cosa? De indio, por ejemplo. Como estás tan moreno de tomar el deslumbrante sol suizo, podrías pasar perfectamente por extranjero. ¡Vamos, decídete! ¡Nos divertiríamos un poco!
—Ya lo pensaré —murmuró Fatty, tomando secretamente la determinación de disfrazarse, como sugería Bets, para romper aquella monotonía—. A propósito, ¿qué estará haciendo Ern? Llevamos dos días sin verle.
Ern había hecho grandes progresos. A la sazón tenía a las mellizas casi domesticadas. De hecho, las chiquillas sentían por él tanta admiración, que resultaban hasta pesadas en su empeño de seguirle a todas partes.
El muchacho había construido la casa en el árbol. Como era tan habilidoso, gozó mucho con todo el proceso, dando constantes órdenes a las mellizas y alardeando de sus conocimientos de carpintería.
Hasta su tío Woosh interesóse en la obra y le ayudó considerablemente a realizarla. En cambio, su tía mostróse adversa a la empresa, calificándola de supina estupidez.
—¿A quién se le ocurre estar todo el santo día subidos a los árboles? —gruñía la mujer—. ¡Se ponen perdidos! ¡Mira cómo están esas crías después de pasarse la mañana allí subidas! ¡Da grima verlas!
Su padre las miró curiosamente y luego, suspirando, hizo una de sus raras observaciones:
—No veo ninguna diferencia —masculló—. Siempre van igual de sucias.
Y salió de la casa, seguido de una retahíla de quejas de su mujer. Ern le acompañó.
—¡Mujeres! —refunfuñó el señor Woosh, indicando la casita con un ademán—. ¡Mujeres!
Ern asintió en silencio con aire comprensivo. En cuanto su tío había descubierto que, al igual que él, el muchacho era un gran aficionado a la carpintería, habíase mostrado muy cordial. Así, pues, Ern disfrutaba mucho de su estancia en la casa, particularmente después de conseguir la absoluta sumisión de las mellizas.
Por fin quedó terminada la casa en el árbol. Era muy primorosa, construida con fuertes tablas de madera perfectamente ensambladas. Constaba de tres paredes y un tejado muy peculiar, adaptado a la forma de las ramas que lo cubrían. Como es de suponer, la pared que faltaba era la abertura destinada a «espiar» a los Larkin a través de las ramas.
La madre de las mellizas dioles varias tazas y platos para que tomasen piscolabis allí arriba. Las niñas estaban tan entusiasmadas, que obedecían sin chistar cualquier orden de su primo.
Ern sentíase tan excitado como sus primas. Jamás había imaginado que fuera tan fácil construir una casa en lo alto de un árbol. Claro está que su tío habíale ayudado mucho. ¡Forzoso era reconocerlo!
Ern y las mellizas permanecían allí continuamente, pero el chico lo pasaba mejor cuando le dejaban solo en su atalaya. Resultaba, en verdad, muy emocionante hallarse encaramado en aquel frondoso abeto, atisbando quedamente a través de la abertura practicada en el follaje, desde la casita de madera.
Los Larkin no tenían idea de que los espiaban tres niños. Para las mellizas aquella vigilancia equivalía a un mero juego, como el de los pieles rojas, pero para Ern significaba algo muy serio. Estaba ayudando a Fatty y, por medio de todo aquello, tenía la posibilidad de reunir unas pistas para él, ver algo sospechoso e incluso colaborar a resolver el misterio de los Lorenzo, pese a reconocer que esto último no era «muy» probable.
Así, pues, escudriñaba la casita de los Larkin siempre que podía, atento a cualquier señal de movimiento. Habíase provisto de una lata de enormes caramelos de menta, que aumentaban considerablemente el grosor de sus carrillos, pero duraban mucho rato, tenía, además, una revista infantil para entretenerse y, en conjunto, gozaba de lo lindo escondido en la pequeña casita construida en las ramas del árbol.
—¡La verdad es que el viejo Larkin no hace gran cosa! —pensaba el chico—. Se limita a salir a buscar unas coles o a hacer unas compras, y a dejar escapar a la perrita y llamarla luego a grandes voces. ¡Pobre «Poppet»! ¡No me extraña que tenga ese aspecto tan tristón!
En efecto, el señor Larkin no parecía tener mucho que hacer. En cuanto a la señora Larkin, apenas se dejaba ver. Al parecer, tenía un fuerte resfriado, porque Ern oíala toser con frecuencia. Una vez, al salir la mujer un momento a tender unas piezas de ropa, Ern oyóla estornudar y sorberse el moco constantemente.
Por fin, la mujer inclinóse a recoger la cesta de la ropa, con un gemido. Ern la observó, diciéndose que la señora Larkin era, en verdad, una mujer muy fea, con su rara peluca, su pálido rostro y su nariz colorada.
«Poppet» salió también, con el rabo entre las patas, procurando mantenerse a distancia de la mujer. Ésta gritóle con voz áspera:
—¡Si vuelves a escaparte, te daré una paliza, so babona!
La perrita metióse de nuevo en la casa, seguida de la resfriada señora Larkin. Ern tomó unas notas sobre ella en su libreta. Había arrancado ya las anotaciones hechas a raíz de las explicaciones de su tía, el día de su llegada, porque, al repasarlas más tarde, encontróse con que no comprendía el significado de todas aquellas palabras sueltas, tales como «patas», «baños a medianoche», etc.
En cambio, sentado tranquilamente en lo alto del árbol, podía escribir cosas más sensatas.
—La señora Larkin tose y estornuda —anotó—. Lleva peluca. Tiene la voz ronca y cascada, como una rana. «Poppet» le tiene miedo. La mujer gime cuando recoge cosas del suelo.
Transcurridos dos días, Ern decidió ir a ver de nuevo a Fatty y sus amigos, y se puso en marcha, con la libreta en el bolsillo.
Encontró a los cinco investigadores, con «Buster», en el cobertizo, jugando a las cartas. Todos se alegraron mucho al verle.
«Buster» le saludó con sonoros ladridos. Ern se puso muy hueco al ver la mesa que había regalado a Fatty, instalada en medio del cuarto, con una bandeja de galletas de chocolate sobre su bruñida superficie. El muchacho quedóse en el umbral de la puerta, sonriente.
—Pasa, Ern —invitó Fatty, recogiendo los naipes—. Estás en tu casa. Ya hemos terminado la partida. ¿Qué noticias traes?
—No muchas —replicó Ern—, salvo que he construido una casa en un árbol desde el cual se domina la casita de los Larkin y el jardín de «Tally-Ho». Desde allí puedo vigilar a mis anchas.
—¿«De veras» es una casa en un árbol? —exclamó Bets, fascinada—. ¡Cuánto me «gustaría» verla! ¡Eres «muy» listo, Ern!
Ern se ruborizó ante semejante elogio de la chiquilla.
—He tomado unas notas —dijo, entregando el cuaderno a Fatty—. No valen gran cosa, pero ahí van, por si acaso. ¡Cualquiera sabe!
Tras leerlas rápidamente, Fatty devolvióle la libreta, diciendo:
—Muy bien, Ern. Tu contribución es muy valiosa. Es posible que estas notas nos resulten útiles más adelante, si podemos seguir investigando este caso.
—¿Tenéis algo interesante que contarme? —inquirió Ern, complacido.
—Nada —gruñó Fatty, sombríamente—. ¡Es insoportable tener un misterio como éste ante nuestras propias barbas y no poder hincarle el diente!
—La única novedad venía en el periódico de esta mañana —declaró Larry.
—¿Cuál? —preguntó Ern, que no había leído aún el periódico.
—Los Lorenzo fueron vistos en el norte del país —explicó Larry—, cerca de un campo de aviación, en un pequeño hotel. Y lo que es más, esta vez llevaban un embalaje de madera, además de dos maletas.
—¡Atiza! —exclamó Ern—. ¡El cuadro! ¿Así, no les prendieron? ¿Pudieron escapar?
—Sí, durante la noche —respondió Fatty—. Robaron un coche del garaje y se marcharon con sus maletas y el embalaje. Sin embargo, no creo que intenten huir del país por ahora. Probablemente se esconderán en algún lugar seguro en espera de los acontecimientos.
—¿No podría ser que regresaran a Peterswood? —profirió Ern, emocionado—. Tendré que procurar vigilar estrechamente la casa vecina desde mi atalaya.
—Es posible que vuelvan —convino Fatty—. Y, como decíamos el otro día, a lo mejor mandan a alguien a buscar a «Poppet». Conque observa si acude algún desconocido a la casita de los Larkin, Ern, y cerciórate de si la perrita continúa allí.
—¡Descuida! —prometió Ern—. ¡Lo haré!
El muchacho pasó una agradable mañana con sus amigos. Luego, recordando que sus tíos almorzaban a las doce y media, en vez de a la una, levantóse para marcharse.
—Volveré cualquier rato. ¡Adiós a todos! Gracias por las galletas. ¡Adiós, «Buster»!
«Buster» acompañóle hasta el portillo, cortésmente, meneando la cola en señal de despedida. El «scottie» simpatizaba con Ern y parecía tener interés en demostrárselo.
Ern alejóse en su bicicleta a toda velocidad. Al llegar a la esquina, tocó la campanilla al mismo tiempo que otra persona que venía en dirección contraria tocaba la suya a su vez. Ern dobló la esquina, pedaleando velozmente y vio a su tío, el señor Goon, pedaleando también a toda marcha en su bicicleta. Desgraciadamente, al tomar la curva el policía salióse de su mano, y las dos bicicletas estuvieron a punto de chocar. Ern hizo una rápida maniobra, pero no pudo evitar que su pedal alcanzase al del señor Goon, a consecuencia de lo cual ambos se vinieron abajo.
—¡Ooooh! —gimió el policía, al tiempo que aterrizaba pesadamente y se le caía encima la bicicleta.
—¡Ooooh! —chilló Ern, cayendo al suelo a su vez.
Y echando una aterrada ojeada al señor Goon, se puso en pie. Entretanto, el hombre no cesaba de gemir y, al reconocer a su sobrino, quedóse mirando, boquiabierto.
—¿Qué? Pero ¿eres «tú», Ern? ¿Cómo te atreves a ir a sesenta millas por hora al doblar una esquina? ¿Cómo…?
—No fue culpa mía, tío —farfulló el pobre Ern, petrificado de miedo—. No ibas por tu mano.
—¡Mentira! —espetó el señor Goon, faltando descaradamente a la verdad—. ¿Te atreves a acusarme de causar este accidente? ¡Aguarda y verás, sobrino Ern! A propósito, ¿qué haces en Peterswood?
Pero Ern no estaba dispuesto a darle explicaciones. En vez de ello, decidió marcharse; mas he ahí que, en el momento en que apoyaba el pie en el pedal izquierdo para pasar la pierna al otro lado y sentarse en el sillín, su tío lanzó un alarmante gemido.
—¡Oh, mi espalda! ¡Creo que me la he roto! Ven acá, Ern, ayúdame a levantarme. ¡Vamos, acércate! —insistió, tendiendo a su sobrino una enorme manaza—. ¡Dame un tirón!
Ern obedeció, pero al ver el irónico brillo de la mirada de Goon, retiró la mano a tiempo y montó rápidamente en su bicicleta, jadeante. ¡Cáspita! ¡«Por poco» había caído en la trampa!