Ern tiene una idea
Ern llegó tarde a casa de su tía, pues había olvidado por completo que su tío, el jardinero de los Daniels, cesaba de trabajar a las doce y media para ir a comer.
La señera Woosh mostróse algo resentida con él.
—¿Por fin has llegado, Ern? —exclamó—. Estamos acabando de almorzar y, pensando que no venías, Liz y Glad se han comido tu ración de estofado.
—¡Oh! —profirió Ern, consternado, pues tenía un hambre canina—. Siento haberme retrasado, tía. He estado con mis amigos y me he olvidado de la hora.
—¿Qué amigos? —preguntó su tía, sorprendida.
—Pues Federico Trotteville, los Hilton y los… —empezó Ern, orgullosamente.
Liz y Glad rieron burlonamente.
—¡Oooh, qué «personajes»! —exclamó Liz con sorna—. Pero ésos no son amigos suyos, ¿verdad, mamá?
—Tú cállate, Liz —ordenó la señora Woosh.
Liz tocó con el codo a Glad y ambas se pusieron a cloquear, despertando en Ern unas tremendas ganas de propinarles un par de sopapos.
—¡Si fuerais hermanas mías! —rugió, mirándolas con expresión incendiaria.
Pero la señora Woosh le detuvo con estas palabras conciliadoras:
—Vamos, Ern, no empieces a darte importancia así que llegas. Allí hay un poco de queso que se ha dejado tu tío y varias rebanadas de pan. Sírvete tú mismo. Además, ha sobrado mucho budín.
Ern suspiró, aliviado, y procedió a comer pan con queso. Las mellizas miráronle fijamente unos instantes, tocándose con el codo cada vez que el chico se llevaba un pedazo de pan con queso a la boca. Ern se dijo que sus primas necesitaban una mano firme, un hermano que las hiciera formar, y decidió tenerlas a raya.
Por fin, Glad y Liz levantáronse de la mesa para ir a jugar al jardín.
Ern se quedó con su tía.
—Estoy deseando que se acaben las vacaciones —comentó la señora Woosh, lanzando un suspiro de alivio—. Estas mellizas me tienen frita. No sé cómo se las arregla tu madre con Sid y Perce, Ern, porque los mellizos dan una guerra tremenda. Cuando no enreda uno, enreda el otro. Y así siempre.
—Mamá opina lo mismo que tú —murmuró Ern—. Siempre se está quejando de Sid y de Perce. Procuraré aliviar un poco tu carga, tía, llevándome a las mellizas a jugar a la pelota o a lo que sea.
—Esta bien, Ern —convino la señora Woosh—. Supongo que sabes lo que ocurre en la casa de al lado, ¿no? Me refiero a los Lorenzo. Hoy venían en los periódicos. ¡Cielos! ¡Podría contarte muchas cosas de ellos!
Ern fue presa de una gran excitación. ¡A lo mejor se enteraba de algo importante, algo de que informar a Fatty! ¿Qué hacer? ¿Anotarlo en su agenda? Sí, tal vez sería conveniente, por si acaso su tía le facilitaba algunas pistas. ¡Qué buenas perspectivas!
Así, pues, el muchacho sacóse una libreta del bolsillo, humedeció el lápiz con la punta de la lengua y, clavando los ojos en su tía, instó:
—¡Cuéntamelo todo, tía, será interesante, y sin omitir «ningún» detalle!
La señora Woosh mostróse gratamente sorprendida al vez a Ern tan interesado en su charla. Ni su marido ni las mellizas solían escucharla más de un minuto, y ella era charlatana por naturaleza.
Por consiguiente, apoyando los codos en la mesa, empezó a explicar:
—Verás. Los Lorenzo vinieron a Peterswood hace unos seis meses, y alquilaron la casa, amueblada, a los Peters, que actualmente están en América. Trajeron consigo sus criados, y…
—¿Y los Larkin? —inquirió Ern, recordando lo que sus cinco amigos habían dicho acerca de ellos.
¡Era mejor informarse sobre ellos también!
—Los Larkin llevan muchos años en esa casita —respondió la señora Woosh—. ¡No me interrumpas, Ern! Por cierto, que no simpatizo nada con ese par de gorrinos. Me limito a saludarles si les veo. Al parecer, él se encarga de las calderas, limpiar el calzado de los señores y de otras zarandajas por el estilo. ¡Valiente zarrapastroso!
—Creo que ahora tienen a su cargo a «Poppet», la perrita de lanas, ¿no es eso? —preguntó Ern, tratando de escribir con la suficiente rapidez para no perder ni una sola frase de la señora Woosh.
—Sí —contestó ésta—, y no me explico cómo los Lorenzo la dejaron en sus manos. Una vez teníamos un gato que solía ir a pasear a su jardín. ¿Quieres creer que un día apedrearon al pobrecillo y por poco le rompen una pata?
Ern escuchaba, horrorizado, y subrayó la palabra «pata» en su libreta. Su tía prosiguió su interminable cháchara, contándole las extraordinarias fiestas dadas por los Lorenzo.
—A medianoche, se bañaban en el río, y luego jugaban al escondite en el jardín —explicó la buena señora, indignada—. Y una vez se disfrazaron todos de animales y me llevé un susto de muerte al ver un oso y una jirafa paseándose por la calle a altas horas de la noche.
Ern estaba tan maravillado con todas esas historias, que se olvidó de escribir en su agenda. ¡Cuánto le habría gustado tener unos vecinos como los Lorenzo! ¡Con semejantes personas al lado nunca le hubiera faltado diversión!
—Ahora la casa está cerrada —prosiguió la señora Woosh—. Nunca se ven luces ni humo en las chimeneas. Ayer saludé al señor Larkin y me dijo que ni siquiera él ni su esposa pueden entrar en ella a ventilarla. Al parecer la policía se ha hecho cargo de las llaves.
Considerando ese detalle de posible importancia, Ern anotó en su libreta: «Casa cerrada. Llaves».
—¿Por qué escribes en esa libreta mientras hablo, Ern? —inquirió su tía, frunciendo el entrecejo—. Eso no es correcto. Pareces tu tío, el agente Goon, siempre garabateando en su libreta. ¡A propósito, se me ocurre una idea!
—¿Cuál? —interrogó Ern, posando al punto su lápiz en la agenda—. ¡De prisa, tía!
—Invitaré al señor Goon a tomar el té mientras estés aquí, con la excusa de que así podrá ver a su sobrino —declaró la señora Woosh, encantada con su idea—. Pero, en realidad, será un pretexto para enterarme de lo que piensa del caso de los Lorenzo. Tu tío Teófilo Goon es un hombre admirable, siempre embarcado en alguna aventura. Sí, le invitaré a tomar el té.
Ern miró a su tía, horrorizado. No concebía cosa peor que ver a su tío merendando delante de él con aquella carota de pocos amigos. Además, no le interesaba que el policía «supiera» que él se hallaba en Peterswood.
—¡Por favor, tía, no le invites! —suplicó Ern—. No… no me tiene mucha simpatía y además me da un miedo espantoso.
—¡Bah! —repuso la señora Woosh—. ¡Déjate de tonterías! No es mala persona. Siempre he dicho que es muy útil tener un policía en la familia.
Ern no opinaba lo mismo. ¡Podría haber pasado sin el señor Goon en la familia! ¡Con mil amores!
El muchacho guardóse la agenda, sombríamente, lamentando haber recordado a la señora Woosh la existencia de su tío.
—En fin, voy a lavar los platos —decidió la señora Woosh—. Tú ve a jugar con Glad y Liz, Ern. ¡Lo pasarás muy bien con ellas!
Ern no estaba tan seguro de esto, pero, poniéndose el abrigo, salió al jardín. Inmediatamente, fue rociado con una lluvia de tierra y acogido con sonoras risotadas. El muchacho buscó a las mellizas con la mirada y, al fin, pudo localizarlas en lo alto de un árbol.
Su primer impulso fue reprenderlas, pero se contuvo. El árbol era muy alto y, por hallarse junto al seto, dominaba la casita y el jardín de los Larkin. ¡De hecho, constituiría una espléndida atalaya!
En consecuencia, Ern decidió no enfadarse con las mellizas por obsequiarle con aquella lluvia de terrones de tierra. En lugar de ello, gritó, mirando hacia la copa del árbol:
—¡Eh, muchachas! ¿Os gustaría que os enseñara a construir una casa en un árbol?
Sobrevino un silencio. Por último, Glad, mirando hacia abajo cautelosamente, accedió:
—Sí. Pero no intentes pegarnos cuando subas. Si lo haces, te echaremos abajo.
Ern sintió deseos de «zumbarlas»; pero debía reprimir la ira. ¡Las mellizas podían resultar muy útiles!
El árbol era una variedad de abeto perenne, muy alto y frondoso, de ramas ideales para trepar. Ern encaramóse al lugar donde estaban sentadas las mellizas.
—¿Te dimos con los terrones de tierra? —preguntáronle sonrientes—. Ya empezábamos a cansarnos de aguardar. ¿Te ha estado hablando mamá todo este tiempo?
Como, en realidad, las niñas no esperaban respuestas a sus preguntas, no tomaron muy en cuenta que Ern, haciendo caso omiso de ellas, procediese a practicar una abertura a través de las gruesas ramas para acechar la casa de los Larkin al otro lado del seto.
—¿Qué haces? ¿Vas a construir una casa aquí arriba? ¿Podremos vivir en ella? ¿Tendrá chimenea?
Ern comprobó que, en efecto, desde allí dominaba el jardín de los Larkin. De hecho, la casita estaba tan cerca, que olíase incluso el humo de su chimenea. Entonces, el muchacho, sacándose el cortaplumas, cortó parte del follaje para abrir una especie de ventana entre las ramas y atisbar el fondo. Las mellizas estaban aturdidas y le observaban con interés.
—¿Qué haces? ¿Un agujero para espiar a los Larkin? Son muy antipáticos. ¡Echémosles una piedra por la chimenea!
La idea sedujo a Ern enormemente. Jamás había probado a arrojar piedras por una chimenea, pero la cosa parecía muy factible desde donde estaba sentado. No obstante, desechó la idea de mala gana, diciéndose que, aunque tuviera la suerte de meter una piedra por la chimenea, erraría otras muchas y, al oírlas caer sobre las tejas, los Larkin saldrían de la casa, furiosos. No, no era conveniente el atraérselos.
—Escuchadme —instó Ern, tomando el mando con firmeza—. Jugaremos a que los Larkin son nuestros enemigos, ¿oís? Y construiremos una casita aquí arriba para vigilarles y ver todo lo que hacen. Yo estaré de guardia.
—¡Y nosotras también! —le suplicaron las mellizas al unísono.
—Sí, los tres —asintió Ern con un cabezazo—. Cuando yo baje, vosotras podréis sustituirme. Pero, como soy vuestro jefe, tendréis que informarme de las novedades. ¡Ésta es nuestra atalaya!
Las mellizas escuchaban, emocionadas, mirando a Ern con admiración. ¡Su primo era mucho más listo de lo que parecía!
—Ahora bajaré a buscar un poco de madera y unas herramientas —cuchicheó Ern, descendiendo de la atalaya rápidamente.
Una vez al pie del árbol, agregó cautamente:
—¡Ahora, durante mi ausencia, vigilar vosotras con suma atención!
En aquel momento, su tío, el jardinero, regresaba a la casita. El tío Woosh era un hombre alto y taciturno que sólo iba a casa a comer o a descansar. Ern le temía un poco, pero decidió que su tío era la persona ideal para proporcionarle clavos y tablones.
—Sí, ve a buscarlos a mi cobertizo —dijo el hombre—. Allí encontrarás todos los que quieras.
Dicho esto, tío Woosh reanudó su camino, y Ern echó a correr al cobertizo, loco de satisfacción.
¡Construiría una casita en lo alto de aquel árbol a la manera de magnífica atalaya! ¿Qué le parecería a Fatty aquella «idea»?