Capítulo III

«Poppet», la perrita de lanas

El señor Goon se impacientaba. ¿Por qué no se ponía al aparato aquel diablo de chico?

—¡Oye! —rugió—. ¡«Oye»! ¿Estás ahí? ¡«Oye»!

Excuso decir que cuando Fatty tomó el receptor quedóse casi sordo por los alaridos del policía.

—¡«Dígame»! —gritó a su vez—. ¡«Dígame»! ¡«Buenos días»! ¡«Dígame»! ¡«Diga»!

Esta vez fue Goon el asordado.

—¡Vaya! —profirió—. Por fin has venido, ¿eh? ¿Por qué me gritas así?

—Por nada —repuso Fatty, con cortesía—. Pensé que había organizado usted una competición de voces.

Goon empezaba a sulfurarse. Aquel chico tenía la especialidad de sacarle de sus casillas.

—Vamos, déjate de guasas —farfulló en el aparato—. Y haz el favor de no…

—No le oigo muy bien —interrumpióle Fatty, en tono ansioso—. ¿No podría usted hablar un poco más cerca del micrófono, señor Goon?

—¡«No»! —bramó el encolerizado policía—. Y atiende a lo que voy a decirte…

—¿Ahora? —balbuceó Fatty, en tono inquisitivo—. ¿Por teléfono?

El pobre señor Goon estuvo a punto de colgar el receptor.

—Quiero que vengas aquí a mi casa mañana a las diez en punto de la mañana —vociferó—. Se trata de esa queja formulada contra tu perro. Ese animal no está bajo el debido control, y tú lo sabes perfectamente.

—No tuvo usted tiempo de obtener una denuncia en regla —replicó Fatty.

—Pero dispongo de datos suficientes para llevarla adelante —espetó Goon.

—No es verdad —repuso Fatty, exasperado.

—¿Qué estás diciendo? —rugió el policía.

—Nada de particular —masculló Fatty—. De acuerdo. Mañana iré a su casa… con mis testigos… incluido el propio «Buster».

—¡No, no traigas a ese detestable perro! —exclamó el señor Goon.

Pero era demasiado tarde. Fatty acababa de colgar bruscamente el receptor. ¡Demonio de Goon!

Sin pérdida de tiempo, el muchacho fue a dar cuenta de su conversación telefónica a sus amigos reunidos en el cobertizo, y todos escucharon su relato con expresión muy sombría.

—Iremos todos contigo —decidió Bets, lealmente—. Y, desde luego, nos llevaremos a «Buster». Al fin y al cabo, es el acusado, ¿no es así como lo llamas?, y debe defenderse.

—¡Se defenderá! —profirió Pip—. ¡Qué fastidio de Goon! Nos quedan muy «pocos» días de vacaciones y no interesa que ese tipo nos los estropee.

—Vayamos a dar un paseo —propuso Fatty—. Ha salido el sol y quiero quitarme el mal sabor de boca que me ha dejado Goon.

Todos acogieron la salida con risas.

—¡Qué bobadas dices! —exclamó Daisy—. En marcha, vamos al río. Hay algunos pollos de cisne y sus padres los llevan a la orilla para que la gente les eche comida. Les daremos un poco de pan.

Y tras ponerse sus respectivos abrigos y sombreros, los muchachos encamináronse a la puerta de la cocina en busca del pan. La cocinera se lo puso en una cesta y, ya en posesión de ésta, los cinco amigos partieron en dirección al río.

Después de dar de comer a los cisnes, los chicos corretearon por la orilla, gozando del pálido sol de enero. Los cisnes acompañáronlos un trecho, surcando las aguas, seguidos de los pequeñuelos. Por último, los niños llegaron a un pequeño portillo con salida al sendero que discurría junto al río.

Bets miró al otro lado, distraídamente, pero, de pronto, tirando de la manga a Fatty, murmuró:

—¡Mira! ¿Verdad que ese perro es exactamente igual que la linda perrita de aguas que vimos ayer en la estación?

Todos miraron al otro lado del portillo.

—No, no creo que sea ella —gruñó Pip—. «Siempre» te precipitas, Bets —agregó en su habitual tono de hermano mayor—. Ahora que lo veo más de cerca, advierto que no se parece «ni pizca» a la perrita de ayer. Es más grande.

Entablóse una discusión.

—No, no es más grande —intervino Daisy—. Viene a ser del mismo tamaño que aquélla.

—Vosotras, las chicas, no tenéis idea de las proporciones —saltó Larry, arrogante.

—Sea como fuere, voy a demostraros que estamos en lo cierto —exclamó Bets, de pronto.

Y a grandes voces, llamó:

—¡«Poppet», «Poppet»! ¿Eres tú, «Poppet»? ¡Ven acá, «Poppet»!

E inmediatamente la perrita precipitóse al portillo, meneando su tieso rabito como un péndulo.

—¿Lo veis? —exclamó Bets, triunfalmente—. ¿Qué os decía yo? ¡Eres un sol, «Poppet»! ¿Verdad que es linda, Fatty? ¡Trota como si tomara clase de «ballet»!

—En efecto —sonrió Fatty, comprendiendo exactamente lo que Bets quería decir—. De un momento a otro, «Poppet» se pondrá de puntillas y empezará a hacer piruetas.

«Poppet» asomó su afilado hociquito por el portillo para olfatear a «Buster», y éste, oliéndola a su vez, lamióle la punta del hocico.

—¡Le ha caído simpática! —coligió Bets, riéndose—. A lo mejor, la pobrecilla echa de menos a su dueña. No me gustó mucho el aspecto de aquel hombre que se la llevó de la estación. ¿Y a vosotros?

—Lo cierto es que tampoco me hizo gracia lo poco que «vi» de él —convino Fatty—. ¿Dónde debe de vivir? ¿En esa casita?

A un lado del jardín, veíase una casa pequeña y mal cuidada. Mucho más allá, elevábase un caserón, probablemente el que los dueños de «Poppet» habían abandonado el día anterior. Al parecer, estaba vacío porque no salía humo de la chimenea. En cambio, una densa columna de humo emergía de la casita, y, al punto, los cinco amigos imagináronse al extraño desconocido acurrucado junto a un crepitante fuego.

«Poppet» mostró deseos de jugar con «Buster», a juzgar por sus retozonas idas y venidas al portillo, al tiempo que volvía la cabeza como diciendo:

—¡Ven! ¡Me gustaría jugar contigo!

«Buster» arañó el portillo, gañendo.

—No, «Buster», no puede ser —increpóle Fatty—. ¡No te metas en más líos! ¡Ya estás bastante comprometido con el señor Goon! Mejor será que nos marchemos.

En el momento en que daban media vuelta para alejarse, una voz procedente de la casita gritó:

—¡«Poppet»! ¡Eh, «Poppet»! ¿Dónde te has metido? ¡Ven acá en seguida!

«Poppet» fue a esconderse al punto en un arbusto, y allí se quedó, inmóvil y silenciosa. Los chicos contemplaron la escena, regocijados.

—¿A dónde habrá ido esa perra? —barbotó la voz.

Acto seguido, resonaron por el sendero unos pasos desiguales y vacilantes. A poco, apareció el hombre que los muchachos habían visto el día anterior en la estación, vestido con la misma indumentaria, salvo que, al presente, no llevaba la bufanda.

Los niños observaron que el desconocido tenía una barba sucia y desgreñada, un gran mostacho y unas cejas muy pobladas. Bajo su gorra, asomaban unos mechones de cabello cano. A pesar de sus gruesos lentes, parecía muy corto de vista, a juzgar por lo mucho que escudriñaba los rincones en busca de la escondida perra.

—Apuesto a que podrías disfrazarte «exactamente» igual que ese horrible individuo —cuchicheó Bets al oído de Fatty.

—¡Eso mismo estaba pensando «yo»! —exclamó Fatty, volviéndose a mirarla, alborozado—. ¡Sería muy fácil de imitar, incluyendo la cojera! ¡Fíjate en «Poppet»! Por lo visto, no piensa dejarse ver, porque está más quieta que un ratón.

—¡«Poppet», «Poppet»! —gritaba el hombre, irritado—. ¿«Dónde» se habrá metido esa condenada perra? ¡Verás cuando te coja! ¡Te daré una lección! ¿Quién te ha dado permiso para escaparte así? ¡Te moleré a palos!

Bets y Daisy se horrorizaron. ¿Sería capaz aquel hombre de apalear a un animalito tan pequeño como «Poppet»? ¡Seguramente no hablaba en serio!

Otra voz resonó en el claro aire invernal.

—¡Bob Larkin! ¿No te dije que me ayudaras a pelar patatas? ¡Vuelve en seguida a mondarlas!

—¡Ya voy! —contestó el hombre, enfurruñado—. ¡Estoy buscando a esa maldita perra! ¡Se ha escapado!

—¡Cielos! —exclamó la segunda voz—. ¡Supongo que el portillo está cerrado! ¡En qué lío nos meteríamos si le pasara algo a esa preciosa perra!

En aquel preciso instante, apareció una mujer a la vista, muy delgada, con una falda de orillo sucio y desigual y una manteleta de un tono rojo desvaído sobre los hombros. Tenía un pelo tan raro, que los chicos quedáronse boquiabiertos al verlo. Saltaba a la vista que era una peluca de color de rata, en exceso rizada y desgreñada.

—Es una peluca —susurró Daisy a Bets—. ¡Pobre mujer! ¡Debe de ser calva!

El aspecto de la desconocida era, en verdad, muy poco atractivo, pues, además de la peluca, llevaba gafas oscuras. De cuando en cuando, tosía, protegiéndose la barbilla y la garganta con una gruesa bufanda verde. Después se sorbía los mocos ruidosamente.

—¡Bob Larkin! ¡Vuelve a casa en seguida! ¡No pienso empeorar mi resfriado saliendo a llamarte! ¡Vamos, vuelve!

De pronto, el hombre vio a la perrita escondida en los arbustos y, abalanzándose sobre ella, la apresó. «Poppet» gruñó, asustada.

—¡Yo te enseñaré a no repetir la hazaña! —le amenazó el hombre, zarandeándola, enojado—. ¡Verás qué paliza te daré!

—¡Eh, repórtese! —gritó Fatty—. ¡Tenga en cuenta que es un animal muy pequeño!

El hombre giró sobre sus talones y escrutó a los muchachos con sus ojuelos cortos de vista. No había advertido su presencia. De improviso, «Buster» lanzó un gruñido.

Tras mirar atentamente al pequeño «scottie», el hombre posó de nuevo la vista en los chicos.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Conque sois los chavales que ayer estabais en la estación con ese perro alborotador? El señor Goon ha venido a verme para tratar de la cuestión. Ese perro vuestro va a pasarlo muy mal, ¿oís? Ahora, apartaos de este portillo y marchaos de aquí. ¡Absteneos de darme instrucciones! ¡Estoy al frente de esta finca y, si os metéis conmigo, me quejaré a la policía!

La amenaza resultaba muy poco halagüeña. Francamente asustada, Bets sujetó a «Buster» por el collar. El «scottie» seguía con el hocico pegado a los barrotes del portillo, y al ver que Bob Larkin toma rudamente a «Poppet» por el collar y la llevaba a rastras por el jardín, renovó sus gruñidos.

—Sí, «Buster» —murmuró Fatty, mirando al hombre con ceño—. Ya sé que te gustaría correr en auxilio de «Poppet». Lo mismo nos sucede a nosotros. Pero ya estás bastante comprometido por ahora. Siento que ese individuo nos reconociera.

—Me figuro que él y Goon han tramado una serie de acusaciones contra «Buster» —refunfuñó Larry—. En fin, por lo menos te has enterado de que Goon ha ido a ver a ese tal Bob Larkin y no te sorprenderás tanto cuando te lo diga mañana.

—¡Qué par de pajarracos! —comentó Fatty, mientras se alejaban.

Súbitamente, oyeron unos lastimeros gruñidos procedentes de la casita. Todos se miraron tristemente. ¡Sin duda, aquel infame viejo estaba dando a «Poppet» la prometida «paliza»!

Con un gruñido, «Buster» retrocedió a arañar el portillo.

—¡Pobre «Buster»! —exclamó Pip—. ¡Cuánto sentimos no poder dejarte ir a rescatarla!

Regresaron al pueblo algo cabizbajos. Les esperaba una entrevista con Goon y sentíanse deprimidos por lo que acababa de ocurrirle a la encantadora «Poppet». ¡Estaban de malas! Ni siquiera Fatty tenía nada gracioso que decir. Por último, se separaron sin apenas esbozar una sonrisa.

—Mañana, a las diez, en casa de Goon —recordóles Fatty, al despedirse.

—De acuerdo —murmuraron los otros.

Y, muy cariacontecidos, emprendieron el regreso a sus respectivos hogares.