¡Qué divertido estar juntos otra vez!
Los cinco muchachos y «Buster» hallábanse ya a media calle, corriendo a todo correr.
—¡Menos mal que el tren llegó en el momento oportuno! —jadeó Pip.
—¡Qué horrible es ese Goon! —gruñó Bets—. ¡Mira que «presentarse» de improviso! «Buster» no tuvo la culpa. En realidad, no hacía nada malo.
—Escondámonos en alguna parte hasta que pase Goon —aconsejó Daisy—. Va en bicicleta y es capaz de salir con alguna andanada si nos ve.
—Tienes razón, «escondámonos» —accedió Bets, siempre algo temerosa de enfrentarse con el orondo policía.
—De acuerdo, ahí hay una garita vacía —convino Fatty, reparando en una casilla de guarda emplazada en las inmediaciones del lugar donde se procedía a recomponer la calzada—. Meteos dentro. Creo que cabremos todos. La parte posterior da a la calle. ¡Goon pasará rozándola!
Tuvieron el tiempo justo de apiñarse en el interior de la garita, pues, al punto, apareció Goon por el recodo montado en su bicicleta y descendió calle abajo a toda velocidad en busca de los cinco investigadores y, sobre todo, de aquel detestable perro que les acompañaba.
Los chicos le vieron pasar, pedaleando rápidamente, con expresión ceñuda.
—Ahí va —cuchicheó Fatty, sonriendo—. En fin, opino que es preferible que nos apartemos de su camino uno o dos días, porque me figuro que nos importunará con la excusa de «Buster». ¿«Qué» sucedió? Contádmelo. Me llevé una sorpresa al veros a todos en el andén de espaldas a mí, como si os importara un bledo mi llegada.
—¡Oh, Fatty! —exclamó Bets—. ¡Ocurrió todo tan de prisa!
Y mientras le acompañaban a su casa, la pequeña contóle la decisión de sus amigos de amarrar a «Buster» al banco, la llegada del hombre y la mujer con sus amigos, y el incidente de «Poppet» y «Buster».
—¡Se armó una baraúnda de espanto! —intervino Pip—. Lo siento en el alma, Fatty. Todo sucedió en el preciso momento que llegaba tu tren.
—No os preocupéis —disculpó Fatty—. Os aseguro que estaba bromeando. ¿Se ha portado «Buster» bien con vosotros durante «mi» ausencia?
—¡Como un ángel! —elogió Bets—. Ahora lo «echaré» de menos. Mamá no le permitía dormir en mi habitación ni en la de Pip, como hace contigo, Fatty; pero él es «tan» obediente, que sólo vino a arañar mi puerta una noche.
—Eres un perro muy bien educado, ¿verdad «Buster»? —murmuró Fatty, induciendo al pequeño «scottie» a brincar regocijado alrededor de sus tobillos—. ¡Dichoso Goon! ¡También fue mala sombra que se presentara en aquel preciso momento! Apuesto a que nos fastidiará pidiéndonos detalles de la «salvaje conducta de un perro sin el debido control». Presumo que eso fue lo que escribió en su libreta. Tendremos que pensar lo que vamos a decirle.
—Ya hemos llegado —anunció Pip, deteniéndose ante el portillo del jardín de Fatty—. ¿Cuándo volveremos a verte, Fatty? Porque supongo que ahora tienes que deshacer las maletas, ¿no?
—Sí —asintió Fatty—. Venid mañana a mi cobertizo del fondo del jardín. Y si veis a Goon, decidle simplemente que como «yo» soy el dueño de «Buster», lo mejor será que se entienda conmigo. ¡Hasta la vista! ¡Mañana hablaremos!
Y franqueando el portillo, el muchacho desapareció en dirección a la puerta lateral de su casa.
—¡Qué lástima que no podamos merendar juntos! —suspiró Bets—. ¡Estoy deseando charlar con Fatty! ¿Os habéis fijado en lo «moreno» que está?
Con gran alivio por parte de Bets, el señor Goon no se presentó en su casa aquel día. A la mañana siguiente, cuando la chiquilla y su hermano Pip se encaminaron al cobertizo de Fatty, mantuviéronse al acecho del grueso policía, sin que afortunadamente éste apareciera ni a pie ni en bicicleta.
Larry y Daisy hallábanse ya en el cobertizo con Fatty. El cuarto estaba caliente y confortable, gracias a la estufa de petróleo que lo caldeaba. Fatty era el mismo de siempre, y, por ende, procedía a repartir chocolatines y a abrir botellas de gaseosas y de cerveza de jengibre para obsequiar a sus amigos.
—Pasad —dijo sonriente al ver a Pip y Bets—. ¿Habéis visto al viejo Goon?
—No —repuso Bets—. ¿Y vosotros?
Nadie le había visto el pelo. «Buster» fue a echarse al lado de Bets.
—Por lo visto, ahora se figura que tú eres su dueña también —comentó Fatty, con una sonrisa.
El muchacho sentía un profundo afecto por la pequeña, y ésta profesábale, a su vez, una gran admiración.
—¡Qué moreno «estás», Fatty! —comentó Bets, contemplando el atezado rostro de su amigo—. Si quisieras disfrazarte de indio o de algún otro tipo extranjero podrías pasar fácilmente por tal.
—¡Buena idea! —exclamó Fatty—. ¡Podría intentarlo con el viejo Goon! Estoy deseando volver a mis tareas de detective y probarme unos cuantos disfraces. En el colegio tengo pocas ocasiones de hacerlo. En todo este último trimestre, sólo me disfracé una vez.
—¿De qué? —inquirió Daisy, cloqueando—. Vamos, dínoslo. Me consta que estás ardiendo en deseos de contarlo.
—No tuvo gran importancia —masculló Fatty, petulantemente—. Nuestro profesor de francés se puso enfermo y el director tuvo que mandar a por otro… y éste… éste llegó con antelación e hizo un poco el bobo.
—¿Fuiste «capaz» de hacerte pasar por él? —farfulló Pip—. ¡Pero qué atrevido eres, Fatty! ¿Qué hiciste?
—Pues verás, me vestí apropiadamente, me puse un mostacho, mi dentadura postiza y una peluca de negro cabello rizado, y adopté una sonrisa visible a una milla de distancia dado el tamaño de mis dientes…
Todos se echaron a reír. ¡Recordaban la espantosa dentadura postiza de Fatty!
—¿Preguntaste por el director? —interrogó Bets.
—¡Dios me libre, chica! —exclamó Fatty—. ¡No soy tan torpe como eso! Sabedor de que aquella tarde encontraría a tres o cuatro profesores presenciando el partido de fútbol, fui a su encuentro y les hablé de la escuela con mucha «seriedad». «Eztoy segurro de que los querridos muchachos aguardan mi llegada, ¿no? También el, ¿cómo le llaman uztedes?, el director. Ezo es un partido de fútbol, ¿verrdad? ¡Pum, pum! ¡Caramba! ¡Qué patada le ha dado ese chico al balón!».
Fatty imitaba tan bien el acento francés, que sus amigos prorrumpieron en carcajadas.
—Tuve la impresión de que no les caí muy simpático —prosiguió Fatty—, porque todos murmuraron alguna excusa acerca de sus próximas clases y se alejaron uno tras otro. Supongo que mis dientes les ahuyentaron. ¡Menuda sorpresa se llevaron cuando apareció el «verdadero» profesor de francés!
—¿Cómo era éste? —preguntó Larry—. ¿Se parecía a tu disfraz?
—Ni por asomo —repuso Fatty—. Era bajito y algo calvo, con una barba y unos dientes insignificantes. El hecho produjo una conmoción. Corrió la voz de que el primer hombre debía de haber sido algún ladrón deseoso de introducirse en el colegio para robar la caja fuerte del director. Y el pobre recién llegado no «comprendía» por qué todo el mundo se asombraba tanto de verle.
—No sé cómo te atreves a hacer esas cosas —profirió Pip—. Yo no me atrevería «por nada del mundo», y, si algún día me decidiera, estoy seguro de que me descubrirían inmediatamente. No sé cómo te las arreglas para que no te reconozcan, Fatty. Sin duda, tienes una habilidad especial. Además, ¡llevas las cosas tan bien!
—Verás —murmuró Fatty, complacido—. Si de veras quiero ser detective algún día, tengo que hacer un poco de práctica. ¿Queréis otro vaso de cerveza? Y ahora, vamos a ver, ¿habéis descubierto algún misterio? ¡Eso sí que sería una buena noticia!
—Pues no hay ni rastro de ninguno —replicó Larry, apurando su cerveza—. Goon debe de haberse aburrido soberanamente estas Navidades. Que yo sepa, no ha habido novedad.
—¡Qué lástima! —lamentóse Fatty—. Después de dos semanas de no hacer nada salvo caerme en la nieve, tenía la esperanza de ejercitar mi materia gris en cuanto volviera a casa.
—Cuéntanos cosas de Suiza —instó Bets—. ¿De veras te caíste tanto?
Al parecer, lejos de caerse ni una sola vez, Fatty había practicado con éxito todos los deportes de invierno e incluso ganado algunos premios. El chico intentó hablar de éstos modestamente, pero, como de costumbre, tratándose de él, no lo consiguió.
—Siempre serás el mismo —suspiró Larry, después de escuchar durante veinte minutos las hazañas de Fatty—. ¡Qué prodigio de chico! ¡No se le resisten ni los esquíes!
—¡No se cayó ni una sola vez! —sonrió Pip—. Mi primo Ronald confesó que, cuando «fue» a esquiar, solía estar más veces patas arriba que en la posición normal. ¡En cambio, a Fatty le ocurrió todo lo contrario!
—No le encocoréis —reconvino Daisy—. Vais a conseguir que se enfade y no cuente nada más. Y apuesto a que tiene muchas más aventuras que contar, ¿verdad, Fatty?
—¡«Yo» quiero oírlas aunque vosotros no queráis! —declaró Bets, que nunca daba importancia a los alardes de Fatty.
—¡En fin! —exclamó Fatty, suspirando profundamente—. ¡No quiero aburriros! Ahora contadme «vuestras» cosas. ¿Cuántas felicitaciones navideñas recibisteis? ¿Estaba el pavo en su punto? ¿Hacía bonito la muñeca vestida de hada en lo alto de vuestro árbol de Navidad?
—Cierra el pico, Fatty —gruñó Pip, dándole una puñada.
Ésta fue la señal de un tremendo jolgorio general, al que «Buster» sumóse también, alborozado. Todos chillaban de tal modo, que ninguno oyó llamara la puerta del cobertizo, ni siquiera «Buster», ensordecido por sus propios ladridos.
Por fin abrióse la puerta dando paso a la madre de Fatty, la señora Trotteville.
—¡Federico! —exclamó la dama, asombrada—. ¡Federico! ¿Qué escándalo es éste? ¡Volcaréis la estufa de petróleo! ¡Federico!
«Buster» fue el primero en oírla e inmediatamente cesó de ladrar, mirándola de hito en hito, hasta decidirse a dar un gruñido como diciendo: «¡Cuidado! ¡Basta de tonterías!».
De pronto, Pip, advirtiendo la presencia de la señora Trotteville, emergió del montón de cuerpos agolpados en el suelo. Fatty estaba debajo, rendido y magullado.
—¡Cuidado, Fatty! —cuchicheóle Pip al oído—. ¡Peligro!
Fatty se incorporó con un gran esfuerzo y, dando una mirada circular, vio la puerta abierta y a su madre de pie ante ella, mirándoles con estupefacción.
—¡Ah, mamá! —exclamó el chico, atusándose el pelo, sonriente—. ¿Cómo es posible que no te haya oído llegar? Entra, por favor. Toma un chocolatín. ¿O prefieres un vaso de gaseosa? Creo que aún queda un poco.
—No seas bobo, Federico —replicó su madre—. ¿Qué modo de comportarse es ése? ¿Os habéis vuelto locos? ¡Si seguís así, volcaréis la estufa de petróleo y arderá todo el lugar!
—Ya tengo un cubo de agua preparado en aquel rincón, mamá —tranquilizóla Fatty—. Por favor, no te preocupes. Lo único que sucede es que… bien… es que estamos tan «contentos» de estar juntos de nuevo que… que…
—No puedo esperar a que inventes alguna estúpida explicación —atajóle la señora Trotteville, impacientemente—. Sólo he venido a decirte que ese tal señor Goon, acaba de llamar por teléfono diciendo que desea hablar contigo. Supongo, Federico, que no le has importunado «ya». Total, llegaste ayer.
Los cinco investigadores se miraron, consternados. ¡El señor Goon al teléfono! ¡Sopla! ¡Aquello significaba que el policía no pensaba pasar por alto lo de «Buster»!
—De acuerdo, iré a hablar con él —decidió Fatty, levantándose, al tiempo que se sacudía el polvo de varias partes de su indumentaria—. ¡Dichoso Goon! No te inquietes, mamá. No me mires así. «No he hecho nada malo», te lo aseguro.
Y una vez sentado esto, echó a andar por el sendero del jardín en dirección a la casa, seguido de la señora Trotteville y del excitado «Buster».
Los otros miráronse en silencio. ¿Con qué embajada saldría aquel perverso Goon?