Capítulo primero

En la estación de Peterswood

Una tarde cuatro niños y un perro entraron en la pequeña estación de ferrocarril de Peterswood. El perrito retozaba alegremente, meneando la cola sin cesar.

—Será mejor que atemos a «Buster» a la correa —propuso Pip—. Hemos llegado con mucha anticipación y es posible que pasen dos o tres trenes. Ven acá, «Buster». Déjame que te ate.

El pequeño «scottie» obedeció, acelerando el ritmo de su rabo, al tiempo que lanzaba unos cortos ladridos.

—Sí, ya sé que estás deseando ver a Fatty —murmuró inclinándose a ponerle la correa—. Lo mismo nos pasa a todos. ¡Eh, estate quieto!

—Sujétalo bien —recomendó Larry—. ¡Ahí llega un tren! Éste pasará de largo.

«Buster» se mantuvo firme e impasible hasta que el tren, al pasar por la estación a toda velocidad, dio un estridente silbido. Entonces, el perrito, tirando de Pip, acurrucóse debajo de un banco de madera, de espaldas al tren, temblando y sobrecogido. ¡Qué horrible silbido!

—¡«Me» ha sobresaltado! —exclamó Bets—. ¡Ánimo, «Buster»! Fatty está al llegar. Nos ha encantado tenerte durante su ausencia y, además, te has portado estupendamente.

—¡Hasta mamá se ha encariñado contigo! —ensalzó Pip, acariciándolo—. ¡Pensar que al principio no veía con buenos ojos que te cuidásemos mientras Fatty estaba en Suiza!

—No comprendo «por qué» Fatty tuvo que marcharse quince días a Suiza en plenas vacaciones de Navidad —lamentóse Bets.

—Debía acompañar a sus padres —recordóle Daisy—. Supongo que lo habrá pasado muy bien con tanta nieve.

—Seguramente —sonrió Larry—. Y con semejante colchón, apuesto a que no le habrán importado las caídas. ¡Está tan gordinflón! ¿Qué hora es? ¡Cáscaras! ¡Qué temprano hemos venido! ¿Qué haremos entretanto?

—Aquí en el andén hace mucho frío —observó Daisy—. Vamos a la sala de espera. En marcha, «Buster».

Pero «Buster» siguió firme en su sitio.

—Vamos, estúpido —gruñó Pip, tirando de la correa—. Estaremos mejor en la sala de espera. El tren de Fatty tardará un rato aún.

No obstante, el perrito, sabedor de que Fatty llegaría en uno de aquellos trenes que pasaban por la estación y se apearía en aquel andén, negábase a seguir a los muchachos, ansioso de recibir a su amo allí.

—Amárralo al barco —suspiró Larry—. Si lo obligamos a ir a la sala de espera, se pondrá desconsolado. Eres un pollino, «Buster». Por nada del mundo se «me» ocurriría sentarme en las heladas losas de este andén.

Total que, dejando a «Buster» atado al banco, los cuatro muchachos dirigiéronse a la sala de espera, que, aunque provista sólo de una pequeña lumbre, hallábase al menos protegida del viento que soplaba en la estación.

—Afortunadamente —comentó Daisy, sentándose en un duro banco de madera—, esta vez Fatty no podrá engañarnos con uno de sus disfraces, porque, como llega con sus padres, tendrá que reportarse.

—Me alegro de que así sea —exclamó Bets—. Prefiero que se presente tal cual es, alegre, gordito y sonriente. Llevamos meses sin verlo. ¡Después de tres meses de colegio, se le ocurre marcharse a Suiza!

—Ya me figuro lo que dirá en cuanto nos vea —sonrió Pip—. Dirá: «Hola, chicos, ¿hay algún misterio en perspectiva?».

—Lo malo es que tendremos que responder negativamente —masculló Larry—. Peterswood lleva una temporada más tranquila que una balsa de aceite. ¡Con deciros que Goon no tiene absolutamente nada que hacer!

En efecto, Goon, el policía del pueblo, había gozado de quince días de completa tranquilidad, sin siquiera un pequeño robo en el lugar, ni un perro inquietador de ovejas en muchas millas a la redonda. Gracias a ello, el hombre podía pasar casi todo el tiempo dormitando en su enorme sillón.

Mientras los chicos estaban en la sala de espera, llegó un taxi a la estación, seguido de otro coche de alquiler. Desde la ventanilla del primero, un hombre hizo una seña al único maletero de Peterswood.

—¡Eh, mozo! —le gritó—. ¡Venga a por estas maletas! ¡Dese prisa! ¡Tenemos el tiempo justo!

La voz era recia y clara. El maletero acudió en seguida a hacerse cargo de dos pequeñas maletas. Un hombre se apeó del taxi y ayudó a bajar a una mujer. Ambos eran de edad madura y aspecto jovial, e iban muy bien vestidos. La mujer llevaba una diminuta perra de lana muy blanca.

—¡Mi querida «Poppet»! —exclamó la recién llegada, introduciendo a la perrita en el interior de su abrigo de piel, de modo que sólo le asomara el raro y afilado hociquito—. ¡No te enfríes con este viento tan helado!

Los cuatro muchachos, contemplando la escena desde la ventana de la sala de espera, simpatizaron al punto con el animalito.

A poco, del segundo taxi apeáronse cuatro o cinco personas, todas muy bulliciosas, que, al parecer, acudían a despedir a las dos primeras.

—Apresúrate, Bill —instó la mujer de la perrita—. Apenas te queda tiempo para tomar los billetes.

—¡Quiá! —repuso Bill, entrando en la estación a grandes zancadas—. Hay tiempo de sobra. ¡Cáspita! ¿Qué es aquello que viene allá lejos? ¿Un tren? ¡Cielos! ¡Tendremos que darnos prisa!

—No, no es nuestro tren —tranquilizóle la mujer precipitándose al andén con la perrita—. Va por la otra vía. ¡Oh, «Poppet»! ¡Qué susto he tenido!

Los recién llegados armaron tanto jaleo, que los cuatro chicos salieron de la sala de espera para observarlos. Todos parecían muy alegres.

—¡Procurad pasarlo bien! —profirió un pelirrojo, dando palmadas en la espalda del hombre llamado Bill, hasta ocasionarle un acceso de tos.

—¡Mandadnos un telegrama en cuanto lleguéis! —instó una mujer—. ¡Echaremos de menos vuestras fiestas!

La mujer de la perrita sentóse en el banco donde «Buster» estaba amarrado, y depositó a la pequeña perra de lanas en el suelo del andén. «Buster» empezó al punto a olfatear el tupido pelaje de la chiquitina, y ésta ladró, asustada. Entonces, «Buster» abalanzóse a la parte anterior del banco, arrollando su correa en torno a las piernas de la mujer. Con un chillido, ésta tomó a «Poppet» en brazos, temiendo que «Buster» mordiera a la perrita.

Para colmo de los males, en aquel preciso momento llegó otro tren a la estación con tal estrépito que «Poppet» estuvo a punto de enloquecer de pánico, tanto que, saltando de los brazos de su dueña, echó a correr a galope tendido. «Buster» intentó seguirla, olvidando su correa, y poco faltó para que se estrangulara con ella, al tiempo que tropezaba con las piernas de la mujer y ésta se venía abajo, chillando:

—¡Detengan a mi perrita! ¡Oh! ¿Pero qué hace este perro? ¡Apártate, bruto!

Sobrevino una horrible conmoción. Los cuatro niños intentaron atrapar a «Poppet», y luego Pip fue a rescatar al pobre «Buster», molido a patadas por la asustada mujer.

—¿De quién es este perro? —chillaba ésta, encolerizada—. ¿A quién se le ocurre amarrarlo debajo de un banco? ¡Qué venga un guardia! ¿Dónde está mi perrita?

—Vamos, Gloria, tranquilízate —farfulló el hombre llamado Bill.

Nadie prestó atención al tren que acababa de llegar a la estación, ni siquiera los cuatro muchachos. ¡Estaban tan preocupados por «Buster» y por la pobrecilla «Poppet»!

En su confusión, no vieron apearse del tren a Fatty con sus padres, un Fatty rollizo y tostado por el sol que parecía la viva imagen de la salud. Éste no tardó en localizar a sus amigos, sorprendido de que éstos no acudieran siquiera a recibirle.

—Tomad un taxi, mamá —sugirió el muchacho—. Yo volveré a casa con mis amigos. Están allí.

Fatty acercóse al lugar donde Pip estaba tratando de pedir excusas a la enojada dama y su marido. A la sazón, sujetaba a «Buster» por el collar, en tanto el perro pugnaba por desasirse. De pronto, el «scottie» escabullóse de la firme mano de Pip, ladrando desaforadamente.

—¡Vaya! —exclamó una voz familiar—. ¡Ya es hora de que alguien me reconozca! ¡Hola, «Buster»!

Los cuatro chicos volviéronse al punto.

—¡Fatty! —exclamó Bets, abalanzándose a su amigo con tal ímpetu que por poco le derriba—. ¿Ya estás aquí?

—¡Eso parece! —profirió el muchacho.

Sucediéronse una serie de palmadas en la espalda y cordiales puñadas. «Buster» estaba tan excitado que casi atronaba la estación con sus ladridos. Al propio tiempo, arañaba con tal fuerza las piernas de su amo, que éste tuvo que tomarlo en brazos.

—¿De quién es este perro? —inquirió el hombre llamado Bill—. ¡En mi vida había visto ninguno tan mal criado! ¡Ha hecho caer a mi esposa y le ha puesto el abrigo perdido! ¡Ah! Allí veo a un agente. ¡Venga acá, buen hombre! Quiero denunciar a este perro. ¡Como nadie lo tenía a raya, ha atacado a nuestra perrita de lanas y derribado por tierra a mi esposa!

Los chicos comprobaron, horrorizados, que el agente en cuestión era el propio señor Goon. Éste había ido a comprar un periódico a la estación y, al oír el bullicio, encaminóse al andén a ver qué sucedía. Llevaba aún prendidas en los pantalones las pinzas de andar en bicicleta, y sus saltones ojos centelleaban de placer.

—¿Dice usted, señor, que este perro les ha atacado salvajemente? Permítame tomar nota. ¡En realidad, este bicho lleva mucho tiempo cometiendo toda clase de fechorías!

Entonces, Goon, sacándose la libreta del bolsillo, humedeció la punta del lápiz con la lengua, satisfecho de recibir al fin una verdadera queja contra aquel detestable perro.

El tren arrancó de la estación entre la indiferencia general, pues todo el mundo estaba pendiente del pequeño grupo de niños, rodeados de mayores. En cuanto vio al señor Goon, «Buster» saltó de los brazos de Fatty para retozar alegremente en torno a los tobillos del policía, en tanto éste intentaba golpearlo con su libreta, gritando:

—¡Fuera de aquí este perro! ¡Eh, tú, chico! ¡Llámalo enseguida! ¡Voy a denunciarlo inmediatamente! ¡Vaya a…!

De improviso, la mujer lanzó una exclamación de júbilo.

—¡Oh, ahí está «Poppet»… con Larkin! ¡Pensé que no iba usted a llegar a tiempo de llevarse a «Poppet» a casa, Larkin!

Larkin era un extraño sujeto que andaba encorvado, arrastrando una pierna. Bajo su viejo y voluminoso abrigo, aparecía grueso y deforme, con la parte inferior del rostro cubierto por una bufanda y los ojos casi invisibles tras la visera de una vieja gorra. El desconocido llevaba a «Poppet» en brazos.

—¿Quién es este hombre? —inquirió Goon, mirando sorprendido al sospechoso individuo que acababa de presentarse con «Poppet».

—Es Larkin, el guarda que vive en la casilla del jardín de «Tally-Ho»[1], la casa que tenemos alquilada —explicó la mujer—. Le rogué que viniera a la estación a tiempo de recoger a «Poppet» y llevársela consigo. Va a cuidar de ella durante mi ausencia… pero «no» he querido separarme de mi querida «Poppet» hasta el último momento, ¿verdad, cariñito?

Y tomando en brazos a la perrita, procedió a mimarla y acariciarla.

—La cuidará usted bien, ¿verdad? —preguntó, dirigiéndose de nuevo a Larkin—. Recuerde mis instrucciones. Pronto volveré a reunirme con ella. Ahora, llévesela antes de que venga nuestro tren y la asuste.

Larkin alejóse renqueando, sin decir una palabra. La mujer habíale entregado a «Poppet» como si fuese una muñeca, y al presente la perrita hallábase acomodada en el interior del grueso abrigo de su guardián.

Goon se impacientaba por momentos, con la libreta en la mano. Los chicos ansiaban echar a correr, pero se abstenían de hacerlo conscientes de que el policía no los perdía de vista.

—Veamos, señora —insistió Goon—. Respecto a la cuestión de este perro entrometido. ¿Tiene la bondad de darme su nombre y dirección, y…?

—¡Oh! —profirió la mujer—. ¡Aquí está nuestro tren!

E inmediatamente todo el mundo apartó a codazos al pobre Goon con el afán de besar, estrechar la mano y gritar frases de despedida a los viajeros. El hombre y la mujer subieron al vagón y, a poco, el tren arrancó, en tanto todos los presentes agitaban frenéticamente las manos.

—¡Uh! —resopló Goon, cerrando la libreta, contrariado.

Y al punto buscó con la mirada a «Buster» y a los demás. ¡Demasiado tarde, porque tanto el perro como los chicos habían desaparecido!