GUILD HIZO ENTRAR una vez más a Flint, el hombre del pelo rojo, y le apretó los tornillos. El pelirrojo perdió unos cinco kilos a fuerza de sudar, pero siguió insistiendo en que Gilbert no tuvo ocasión de tocar nada en el apartamento y que mientras él estuvo de guardia nadie había tocado nada. No recordaba haber visto allí un libro titulado El gran estilo, pero no era hombre de quien pudiera esperarse que se aprendiera de memoria los títulos de los libros. Trató de ayudarnos y estuvo sugiriendo idioteces hasta que Guild le echó con cajas destempladas.
—El chico, probablemente, me estará esperando ahí fuera —dije—. Si cree usted que pueda servir para algo que hable con él…
—¿Lo cree usted?
—No.
—Pues entonces… Pero alguien se ha llevado ese libro, y le juro que voy a…
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—Por qué es seguro que estuviera allí para que alguien se lo llevara.
Se rascó Guild la barbilla.
—¿Qué quiere usted decir exactamente?
—No acudió a la cita con Macaulay en el Plaza el día del asesinato, no se suicida en Allentown, dice que sólo recibió mil dólares de Julia, aunque creíamos que se trataba de cinco mil dólares; dice que sólo era amigo de Julia, cuando tenemos entendido que eran amantes; ya nos ha defraudado demasiado para que yo me fíe de lo que dice.
—Es cierto que comprendería mejor que se presentase o que huyera —dijo Guild—. Que ande dando vueltas por ahí, complicando las cosas nada más, no encaja en ninguna parte que yo sepa.
—¿Están ustedes vigilando su taller?
—Sí, hasta cierto punto. ¿Por qué?
—No lo sé —dije sinceramente—, excepto que Wynant ha venido llamando la atención hacia una serie de cosas que no nos han llevado a ninguna parte. Quizá deberíamos prestar atención a las cosas a que él no ha señalado. Y el taller es una de ellas.
—Ya —dijo Guild.
—Le dejaré a usted en compañía de esa brillante idea —dije y me puse el sombrero y el abrigo—. Si por casualidad quiero ponerme al habla con usted tarde, por la noche, ¿cómo puedo hacerlo?
Me dio su número de teléfono, nos estrechamos la mano y le dejé.
Gilbert Wynant estaba aguardándome en el pasillo. Callamos los dos hasta estar sentados en un taxi, y entonces fue él quien habló.
—El teniente cree que le dije la verdad, ¿no?
—Sí. ¿Se la dijiste?
—Sí, desde luego. Pero es que a veces no le creen a uno. ¿No le irá usted a decir a mamá nada de esto?
—No se lo diré, si no quieres.
—Gracias —dijo—. ¿Cree usted que un muchacho tiene más oportunidades en el Oeste que aquí, en el Este?
Pensé en él trabajando en el asunto de los zorros plateados de Guild y le repliqué:
—En estos tiempos, no. ¿Es que estás pensando en marcharte al Oeste?
—No lo sé. Quisiera hacer algo —se ajustó la corbata y me preguntó—: Le va a parecer una pregunta algo rara, pero ¿hay mucho incesto en el mundo?
—Algo hay. Por eso tiene un nombre.
Se sonrojó.
—No te estoy tomando el pelo. Es una de esas cosas que no se saben. No hay forma de averiguarlo.
Atravesamos un par de bocacalles en silencio. Y dijo:
—Hay otra pregunta rara que quisiera hacerle: ¿Qué opinión tiene de mí?
Advertí en él mayor embarazo que en Alice Quinn cuando me hizo la misma pregunta.
—Mi opinión es buena, pero estás hecho un lío por dentro.
Volvió la cabeza y se quedó mirando por la ventanilla.
—Soy tan joven.
Otro rato de silencio. Luego tosió, y un hilillo de sangre salió de la esquina de su boca.
—Ese tipo te ha hecho daño —dije.
Asintió avergonzado, se llevó el pañuelo a la boca y dijo:
—No soy muy fuerte.
Cuando llegamos al Courtland, no me dejó que le ayudara a bajar del taxi e insistió en que podía arreglárselas solo; pero subí al apartamento con él, sospechando que, si no lo hacía, el chico no le diría a nadie el estado en que se hallaba.
Llamé al timbre antes que Gilbert pudiera sacar la llave, y nos abrió la puerta Mimi. Miró con ojos muy abiertos al que su hijo tenía hinchado.
—Está mal —dije—. Métele en la cama y llama en seguida a un médico.
—¿Qué ha pasado?
—Wynant le mandó a un recado peligroso.
—¿A qué?
—Déjalo estar hasta que le vea el médico.
—Pero Clyde ha estado aquí —dijo—. Por eso te telefoneé.
—¿Qué?
—Sí, ha estado aquí —dijo, afirmando vigorosamente con la cabeza—. Y ha preguntado que en dónde estaba Gil. Ha estado aquí una hora o más. No hace diez minutos que se ha ido.
—Está bien. Vamos a meter al chico en la cama.
Gilbert insistió testarudamente que no necesitaba nada, así que le dejé en la alcoba con su madre y fui al teléfono.
—¿Ha habido alguna llamada? —le pregunté a Nora cuando se puso al teléfono.
—Sí, señor. Messieurs Macaulay y Guild quieren que los llames, y mesdames Jorgensen y Quinn quieren que las llames. Hasta ahora no ha llamado ningún niño.
—¿Cuándo ha llamado Guild?
—Hará unos cinco minutos. ¿Te importa comer solo? Larry me ha invitado a que vaya con él a ver la nueva obra de Osgood Perkins.
—Muy bien. Te veré más tarde.
Llamé a Herbert Macaulay.
—La cita está anulada —me dijo—. He sabido de nuestro amigo, y Dios sabe qué se trae entre manos ahora. Escucha, Charles: voy a ir a ver a la Policía. Ya no aguanto más.
—Sí, supongo que ya no queda otra cosa que hacer. Yo mismo estaba pensando en telefonear a unos cuantos policías. Estoy en casa de Mimi. Wynant estuvo aquí hace unos minutos. Se me ha escapado por los pelos.
—¿Qué hacía ahí?
—Voy a tratar de averiguarlo ahora.
—¿Decías en serio lo de llamar a la Policía?
—En serio.
—¿Por qué no lo haces, y yo voy para allí?
—De acuerdo. Hasta ahora.
Llamé a Guild.
—He tenido noticias nada más irse usted —me dijo—. ¿Está usted en donde pueda escucharlas?
—Estoy en casa de Mrs. Jorgensen. Tuve que traer al chico. Ese pelirrojo que tiene usted le ha provocado una hemorragia interna.
—¡Le voy a matar al muy bestia! —gruñó—. Entonces, será mejor que no hable.
—Yo también tengo noticias. Según Mrs. Jorgensen, Wynant ha estado aquí una hora esta tarde y se marchó unos minutos antes que llegara yo.
Hubo un momento de silencio, y luego me dijo:
—No se mueva. Voy ahora mismo.
Mimi entró en la habitación cuando me encontraba buscando el número de teléfono de los Quinn.
—¿Crees que es grave lo que tiene? —me preguntó.
—No lo sé. Pero debes llamar a un médico inmediatamente —contesté, acercándole el teléfono.
Cuando acabó de hablar le dije:
—Le he dicho a la Policía que Wynant ha estado aquí.
—Para eso te telefoneé —dijo asintiendo—, para preguntarte si creías que debía avisar a la Policía.
—También he hablado con Macaulay. Está en camino.
—Macaulay no puede hacer nada —dijo, muy indignada—. Clyde me las dio por su propia voluntad, y son mías.
—¿Qué es lo que es tuyo?
—Las acciones. El dinero.
—¿Qué acciones? ¿Qué dinero?
Se acercó a una mesa, abrió el cajón y dijo:
—¿Ves?
Había en el interior del cajón tres paquetes de acciones rodeadas por gruesas tiras de goma. Encima de ellas descansaba un cheque color rosa contra el Park Avenue Trust Company, pagadero a la orden de Mimi Jorgensen, por diez mil dólares, firmado por Clyde Wynant y fechado el 3 de enero de 1933.
—Está fechado para dentro de cinco días —dije—. ¿Qué tonterías son ésas?
—Me ha dicho que no tenía bastantes fondos en la cuenta corriente y que quizá no pudiera hacer un ingreso hasta dentro de un par de días.
—Esto va a organizar una buena —le advertí—. Espero que estés preparada para hacerle frente.
—Pues no veo por qué —protestó—. No veo por qué mi marido, mi anterior marido, no puede preocuparse de mí y de sus hijos si le da la gana.
—Corta el rollo. ¿Qué le has vendido?
—¿Vendido?
—Sí. ¿Qué le has prometido hacer en los próximos días, y si no lo haces, él anulará el cheque? Hizo un gesto de impaciencia.
—La verdad, Nick, a veces me pareces un estúpido con tus imbéciles sospechas.
—Para estúpido estoy estudiando. Tres lecciones más y me dan el título. Pero recuerda que ayer te advertí que probablemente vas a acabar en la…
—¡Cállate! —gritó y me puso una mano sobre la boca—. ¿Tienes que estar repitiendo eso? Sabes que me aterra y… —se endulzó el tono de su voz para tornarse melifluo y suplicante—. Deberías saber lo que estoy pasando estos días, Nick, y bien podías mostrarte un poco más amable.
—No te preocupes por mí —dije yo—. Preocúpate de la Policía.
Volví junto al teléfono y llamé a Alice Quinn.
—Soy Nick. Nora me ha dicho que tú…
—Sí. ¿Has visto a Harrison?
—No le he visto desde que le dejé contigo.
—Bueno, pues si le ves, no le digas nada de lo que te dije anoche. ¿Quieres? No quise decirlo. No quise decir ni una sola palabra de lo que dije.
—Eso me pareció —la tranquilicé— y no hubiera repetido ni una palabra en cualquier caso. ¿Cómo se encuentra hoy?
—Me ha dejado —dijo.
—¿Qué?
—Se ha ido. Me ha dejado.
—Bueno, no es la primera vez. Volverá.
—Lo sé. Pero esta vez me da miedo. No ha ido a la oficina. Espero que esté borracho en alguna parte…, pero esta vez tengo miedo. Nick, ¿crees que está verdaderamente enamorado de esa chica?
—Él parece creer que lo está.
—¿Te ha dicho que lo está?
—Eso no querría decir nada.
—¿Crees que serviría de algo hablar con ella?
—No.
—¿Por qué? ¿Crees que ella está enamorada de él?
—No.
—¿Se puede saber qué te pasa? —dijo enfadada.
—No, no estoy en casa.
—¿Cómo? Ah, ¿quieres decir que estás en algún sitio desde el que no puedes hablar?
—Eso es.
—¿Estás… en casa de la chica?
—Sí.
—¿Está ella ahí?
—No.
—¿Crees que estará con él?
—No lo sé. Creo que no.
—¿Me llamarás cuando puedas hablar o, mejor aún, quieres venir a verme?
—Desde luego.
Y cortamos la comunicación. Estaba Mimi mirándome, y sus ojos azules tenían expresión de chanza.
—¿Qué pasa? —me dijo—. ¿Alguien que está tomando en serio los manejos de mi hijita?
Como no le contestara, se echó a reír y preguntó:
—¿Sigue Dorry en el papel de la doncella amenazada por el dragón?
—Supongo.
—Y seguirá en él mientras encuentre a alguien que la crea. Y que seas precisamente tú quien la crea, tú que tienes miedo de creer que…, por ejemplo, que yo pueda decir alguna vez la verdad.
—Hermosa suposición —le dije. Y antes que pudiera seguir hablando sonó el timbre de la puerta.
Mimi dejó pasar al médico —un hombre ya entrado en años, bajo y regordete, algo cargado de espaldas y con andares algo patosos— y le llevó a donde Gilbert.
Volví a abrir el cajón de la mesa y examiné las acciones: Postal Telegraph & Cable, 5 por 100, America Type Founders, 6 por 100; Certainteed Products, 5,50 por 100; Upper Austria, 6,50 por 100; United Drugs, 5 por 100; Philipine Railway, 4 por 100; y Tokio Elextric Lighting, 6 por 100. En total unos sesenta mil dólares, valor nominal, que a ojo de buen cubero calculé que valdrían en Bolsa entre una cuarta parte y un tercio de esa cantidad.
Cuando volvió a llamar el timbre de la puerta cerré el cajón, abrí la puerta y entró Macaulay.
Parecía fatigado. Se sentó sin quitarse el abrigo y dijo:
—Bueno, dame la mala noticia. ¿Qué maquina ahora?
—Todavía no lo sé, excepto que le ha regalado a Mimi unas acciones y un cheque.
—Eso lo sé —se rebuscó en el bolsillo y sacó una carta:
Querido Herbert:
Hoy voy a entregarle a Mrs. Mimi Jorgensen los valores que cito más abajo y un cheque de diez mil dólares contra el Park Av. Trust fechado el 3 de enero. Haz el favor de ingresar en esa fecha el dinero suficiente para el pago del cheque. Podrías vender más obligaciones de Servicios Públicos pero haz lo que juzgues mejor. Resulta que no puedo quedarme más tiempo en Nueva York por ahora y probablemente no podré regresar hasta dentro de unos meses pero sabrás de mí de vez en cuando. Siento no poder quedarme para veros a Charles y a ti esta noche.
Tuyo,
Clyde Miller Wynant.
Debajo de la suelta firma aparecía la lista de los valores.
—¿Cómo te ha llegado esto?
—Un botones. ¿Por qué crees que le está pagando?
Sacudí la cabeza.
—He tratado de averiguarlo. Me ha dicho que es para que puedan vivir ella y sus hijos.
—Seguro, tan seguro como que ella sea capaz de decir la verdad.
—En cuanto a estas acciones —le dije—, creía que todo lo de Wynant estaba en tus manos.
—También lo creía yo, pero estas acciones no las tenía yo y ni siquiera sabía que las tuviera Wynant —puso los codos sobre las rodillas, descansó la cabeza sobre las manos y añadió—: ¡Si todas las cosas que no sé se pusieran una detrás de otra llegarían a…!