TEMPRANO AQUELLA TARDE fui a ver a Guild y, tan pronto como nos dimos la mano, me lancé al ataque.
—He venido sin mi abogado porque me pareció que resultaría menos violento si venía solo.
Arrugó la frente y meneó la cabeza como si mis palabras le hubiesen dolido.
—No se trata de nada de eso —dijo pacientemente.
—Pues la semejanza era extremada.
Suspiró.
—No hubiera creído que era usted capaz de cometer la misma equivocación que otras personas, cuando piensan que porque cumplimos con nuestro… Comprenda usted, Mr. Charles, que tenemos que mirarlo todo.
—Creo que eso me suena. Está bien: ¿qué quiere usted saber?
—Sólo una cosa. Quién la mató… y quién lo mató.
—Pruebe a preguntarle a Gilbert —le propuse.
—¿Por qué a Gilbert precisamente? —dijo, frunciendo los labios.
—Porque le dijo a su hermana que sabía quién era el asesino y que a él se lo dijo su padre.
—¿Quiere usted decir que le ha visto?
—Ella dice que él dice que sí. Yo no he tenido ocasión de preguntarle.
Me miró, guiñando los ojos acuosos.
—¿Qué clase de familia es ésa, Mr. Charles?
—¿La familia Jorgensen? Probablemente sabe usted tanto acerca de ella como yo.
—No, no lo sé, y eso es un hecho. No puedo juzgarlos en absoluto. Vamos a ver, esta Mrs. Jorgensen, ¿cómo es?
—Rubia.
Asintió tristemente.
—Sí, eso es todo lo que sé de ella. Pero escuche, usted los ha conocido durante mucho tiempo, y por lo que ella dice, usted y ella…
—Y yo y su hija; y yo y Julia Wolf; y yo y la reina de Saba. Soy tremendo con las mujeres.
Alzó una mano.
—Yo no digo que crea todo lo que ella dice, y no hay motivo para ofenderse. Su actitud es equivocada, Mr. Charles, si me permite decírselo. Se está conduciendo usted como si creyera que andamos detrás de usted, y eso es un error, un grandísimo error.
—Es posible. Pero me ha estado jugándomela desde la última vez…
—Yo soy policía —me dijo tranquilamente, mirándome sin pestañear con sus ojos azul pálido— y tengo determinadas obligaciones que cumplir.
—Eso es muy razonable. Me dijo usted que viniera. ¿Qué desea de mí?
—No le dije que viniera. Se lo pedí.
—Como guste. ¿Qué desea?
—Lo que no quiero es esto ni nada que se le parezca. Hasta ahora hemos venido hablando de hombre a hombre, y me gustaría que lo siguiéramos haciendo.
—Usted fue el que cambió las cosas.
—No creo que eso se ajuste a los hechos. Escuche una cosa, Mr. Charles…, ¿declararía usted bajo juramento, o incluso me aseguraría usted simplemente, que me ha venido hablando con absoluta franqueza y sin reservas?
Hubiera sido inútil decirle que sí, pues no me hubiera creído, y contesté:
—Prácticamente.
—Eso es, prácticamente —rezongó—. Todo el mundo me está diciendo prácticamente toda la verdad. Lo que yo quisiera es dar con algún tipo menos práctico y que me lo soltase todo.
Me dio lástima. Comprendí lo que sentía.
—Puede ser que no haya hablado usted con quien sepa toda la verdad…
Hizo una mueca de asco.
—Sí, eso. Muy probablemente. ¿Sabe usted una cosa? He hablado con todo el que he podido encontrar. Si es usted capaz de traerme a alguien más, le juro que también hablaré con él. ¿A quién se refiere? ¿A Wynant? ¿Y se cree usted que no estamos echando mano de todos los recursos de que disponemos, de día y de noche, para encontrarle?
—¿Y su hijo? —le insinué.
—Sí, su hijo —asintió.
Llamó a Andy y a un hombre moreno y pernituerto a quien llamó Kline.
—Traedme al chico de Wynant; quiero hablar con él.
Salieron los dos policías, y me dijo:
—¿Lo ve? ¿Ve cómo estoy más que dispuesto a hablar con quien sea?
—Esos nervios no andan bien esta tarde, ¿verdad? ¿Van ustedes a traer a Jorgensen de Boston?
Encogió los recios hombros.
—No sé. Lo que dice me suena bien. ¿Quiere usted decirme lo que le parece?
—Desde luego.
—Sí, hoy tengo los nervios desatados. No he pegado un ojo en toda la noche. ¡Esto no es vida! No sé por qué lo soporto. Podría buscarme un pedazo de tierra, ponerle una cerca de estacas y alambre y hacerme con unos cuantos zorros plateados y… Pero, bueno, vamos a dejarlo. Cuando ustedes lograron asustar a Jorgensen allá por el año 1925, dice que se quitó de en medio y no paró hasta Alemania, dejando abandonada a su mujer, aunque de esto habla poco, y allí se cambió de nombre para que resultara más difícil dar con él, y por lo mismo no se atrevió a buscar un trabajo fijo y anduvo a salto de mata, diciendo que era un técnico de yo que sé qué, lo que le supuso pasar no pocos apuros. Dice que trabajó en lo que pudo; pero yo creo que, más que nada, se dedicó a vivir a costa de señoras con dinero, si es que usted me entiende, sin encontrar demasiadas con la bolsa llena y dispuestas a abrirla. Allá por el año 1927, o el 1928, dio con los huesos en Milán, que es una ciudad que hay en Italia, y estando allí leyó en el Tribune, de París, que Mimi, la mujer divorciada de Clyde Wynant, había llegado allí. Él no la conocía personalmente, ni ella le conocía a él; pero Jorgensen sabía que era una rubia algo ligera de cascos y que no había inventado la pólvora, y se hizo la cuenta de que un buen puñado del dinero de Wynant había ido a parar al bolso de la divorciada y que, si él conseguía sacarle los cuartos, sería, como aquel que dice, una restitución de los que Wynant le birló a él, es decir, que no sería más que una justa compensación. Reunió a trancas y barrancas el dinero para el billete a París y allá se fue el hombre. ¿Qué tal va hasta ahora?
—Suena bien.
—Eso me pareció a mí. Bueno, pues ya en París, le resultó fácil conocerla. No sé si pegó la hebra con ella en alguna parte o si le presentaron. Es igual. Lo demás fue pan comido. Ella se encaprichó con él, según él, a modo y bien pronto, tanto que Mimi fue más allá de lo que él había calculado y empezó a pensar en boda. Naturalmente, él no trató de quitárselo de la cabeza, ni mucho menos. Mimi le había sacado a Wynant un buen puñado de dinero, la friolera de doscientos mil dólares, en vez de una pensión para alimentos, como se dice, o sea que si se casaba no le iban a cortar los suministros, si usted me entiende, y en cuanto a él, bueno, sería igual que ponerlo en mitad de la caja del dinero. Se casaron. Según él, aquello fue una mojiganga y no un casamiento con las de la ley, pues los casó en unas montañas que dice que hay entre Francia y España un cura español, en territorio francés, por lo que dice que la boda no valió; pero lo que yo creo es si estará pensando al decir eso en curarse en salud antes que le empapelen por bígamo. Sea como sea, bien poco se me da de ello. La cosa es que él le metió mano al dinero y en él la dejó bien metida hasta que estuvo a punto de acabarse. Dice que, durante todo este tiempo, ella sólo le conocía como Christian Jorgensen, uno que conoció en París, y que hasta que le echamos el guante en Boston, Mimi no supo que no fuera ése su nombre. ¿Qué tal?
—Sigue sonando bastante bien, excepto lo de la boda, como usted bien dice. Pero incluso eso pudiera pasar tal vez.
—¿Verdad? Y además, ¿qué importa? Bueno, pues llegó el invierno, y el dinero se iba acabando, y el galán ya andaba pensando en escapar, cuando ella le dijo que quizá, si volvieran a Estados Unidos, le podrían sacar algo más de dinero a Wynant. A él la idea le pareció buena, si es que ella creía que podría conseguirlo, y ella dijo que sí, con lo que se metieron en un barco y…
—Ahí el relato empieza a flojear —le dije.
—¿Por qué? Él no pensaba aparecer por Boston, en donde sabía que vivía su primera mujer, ni pensaba cruzarse en el camino de los pocos que le conocían, incluyendo a Wynant, y, además, alguien le había dicho que según la ley, toda responsabilidad caduca a los siete años del suceso. O sea que no le pareció que arriesgaba demasiado. Y no proyectaban quedarse aquí mucho.
—Pues sigue sin gustarme esa parte del asunto —insistí—, pero siga.
—A los dos días de estar aquí, cuando aún estaban tratando de dar con Wynant, Jorgensen tuvo la mala pata de darse de narices con una amiga de su primera mujer, Olga Fenton, que le reconoció. Trató de convencerla de que no fuera con el soplo a la esposa y lo consiguió durante un par de días con un cuento tártaro que inventó, ¡y vaya imaginación que se gasta el tipo! Pero no consiguió embaucarla durante más tiempo, pues Olga fue a ver a su párroco y se lo contó todo y le preguntó qué debía hacer, y el cura, naturalmente, le dijo que debía avisar a la primera esposa, y eso fue lo que hizo ella, y la próxima vez que vio a Jorgensen le dijo lo que había hecho. Salió él como una bala para Boston, con el propósito de evitar que la mujer armase la tremolina, y allí le trincamos.
—¿Qué hay de la visita a la casa de empeños?
—Es parte del cuento. Según él, iba a salir un tren para Boston a los pocos minutos, y no llevaba bastante dinero encima ni tenía tiempo de ir a casa a repostar, aparte de que no le apetecía especialmente ver a la segunda esposa antes de haber calmado a la primera, y los bancos estaban cerrados, así que se fue a la peñaranda y allí dejó en prenda el reloj.
—¿Han visto ustedes el reloj?
—No, pero puedo verlo. ¿Por qué?
—¿No sería uno que acaso estuvo antes colgado del otro extremo de la cadena que le entregó Mimi a usted?
—¡Qué dice! —dijo, sentándose muy derecho y mirándome con manifiesta suspicacia y guiñando los ojos—. ¿Es que sabe usted algo o es sólo…?
—Es sólo. Se me ha ocurrido. ¿Y qué dice él ahora de los asesinatos? ¿De quién sospecha?
—De Wynant. Confiesa que pensó durante algún tiempo que tal vez Mimi…, pero dice que ella le convenció. Lo que asegura es que Mimi no quiso decirle qué clase de prueba tenía contra Wynant. Claro que puede ser que diga eso para que no le metan en ese lío. Lo que me parece claro es que pensaban emplear la prueba para animar a Wynant a que soltara la mosca.
—Entonces, usted no cree que Mimi inventara lo de la cadena y la navaja.
—Bueno, pudo inventarlo para forzarle la mano a Wynant —dijo, sonriendo cínicamente—. ¿Qué hay de malo en eso?
—La idea es algo complicada para alguien como yo. ¿Han averiguado si Face Peppler sigue en la jaula en Ohio?
—Allí sigue. Cumple la semana que viene. Eso explica la sortija con el diamante. Peppler tiene un amigo que anda suelto, y ése se la envió a la chica. Parece que pensaban casarse y andar derechos cuando cumpliera él o algo así. El director de la cárcel nos dice que algo de eso leyó en las cartas que se cruzaron los dos. Este Peppler no le ha dicho nada al director que nos sirva para algo, y el director no recuerda haber leído en las cartas nada que nos pueda ayudar. Claro, incluso eso nos sirve para encontrar un móvil. Digamos que a Wynant le pican los celos, y ve que la chica lleva una sortija de otro y que está preparándose para irse con él. Eso supondría…
Le interrumpió el timbre del teléfono.
—¿Sí? —dijo al teléfono—. Sí… ¿Qué?… Desde luego… Sí, sí… Sí, pero que se quede alguien ahí… Eso es.
Apartó de sí el teléfono y dijo:
—Otra pista falsa en el asesinato de anoche en la calle Cuarenta y Nueve.
—¿Sí? Me pareció oír el nombre de Wynant. Ya sabe usted cómo resuenan algunas voces por teléfono.
Enrojeció y carraspeó.
—Puede que algo sonara parecido, algo como… «No-hay-na», «Wynant». Y ya casi se me olvidaba: hemos indagado lo relativo al Gorrión.
—¿Qué han averiguado?
—Parece que no hay nada. Se llama Jim Brophy. Por lo visto, andaba detrás de esa chica hermosota de Nunheim, la cual se las había jurado a usted, y el Gorrión tenía una tranca lo bastante buena para creer que se ganaría a la chica si le arreaba a usted un par de moquetes.
—¡Excelente idea! Espero que no molestaran ustedes a Studsy.
—¿Es amigo suyo? Tiene antecedentes penales y un historial más largo que un tren.
—Lo sé. Yo mismo le mandé a la cárcel una vez —comencé a recoger el sombrero y el abrigo—. Tiene usted mucho que hacer. Le voy a dejar y…
—No, no —me dijo—, quédese un rato, si puede. Tengo un par de cosas a la vista que tal vez le interesen, y quizá pueda usted ayudarme con el chico de Wynant.
Volví a sentarme.
—¿Quiere una copa? —me dijo al tiempo que abría un cajón de la mesa.
Sé por experiencia que lo que beben los policías no suele descollar por su excelencia y le dije:
—No, gracias.
Volvió a sonar el teléfono, y le oí decir a Guild:
—Sí… Sí… Está bien. Pasa.
Esta vez no pude oír nada de lo que le dijeron.
Se meció en el sillón y puso los pies encima de la mesa.
—Escuche, le hablo en serio acerca de eso de criar zorros plateados. ¿Qué tal sitio sería California para hacerlo?
Mientras pensaba si hablarle de los criaderos de leones y avestruces del sur de California, se abrió la puerta, y un policía corpulento y colorado hizo entrar a Gilbert Wynant. Uno de los ojos del muchacho estaba completamente cerrado por la carne hinchada que lo rodeaba, y a través de la pernera desgarrada del pantalón se le veía la rodilla izquierda.