Veintiséis

NORA ME DESPERTÓ a las diez y cuarto sacudiéndome.

—Al teléfono —me dijo—. Es Macaulay y dice que es importante.

Entré en la alcoba, pues había dormido en el cuarto de estar, para acudir a la llamada. Dorothy dormía profundamente.

—Hola —dije, medio dormido, en el teléfono.

—Es un poco temprano para esa comida —me dijo Macaulay—, pero tengo que verte en seguida. ¿Puedo ir ahora?

—Sí, desde luego. Ven a desayunar.

—Ya lo he hecho. Hazlo tú. Estaré ahí dentro de quince minutos.

—Está bien.

Dorothy abrió los ojos menos de la mitad y dijo con voz amodorrada:

—Debe de ser muy tarde.

Y, así diciendo, dio media vuelta en la cama y se quedó profundamente dormida.

Me mojé cara y manos con agua fría, me cepillé los dientes y el pelo y regresé al cuarto de estar.

—Va a venir —le dije a Nora—. Ya ha desayunado, pero más vale que pidas café para él. Yo quiero higadillos.

—¿Estoy invitada a la fiesta o tengo que…?

—Claro que lo estás. Tú no conoces a Macaulay, ¿verdad? No está mal. Estuve en su mismo batallón unos días, en las cercanías de Vaux, y, acabada la guerra, seguimos viéndonos de tarde en tarde. Me proporcionó varios asuntos profesionales, entre ellos el de Wynant. ¿Por qué no me das un trago para aclarar la voz?

—Y tú, ¿por qué no procuras no agarrarla hoy?

—No hemos venido a Nueva York para ejercitarnos en la continencia. ¿Quieres que vayamos esta tarde a ver un partido de hockey?

—Me gustaría —y me sirvió un trago y fue a encargar el desayuno.

Comencé a hojear los periódicos de la mañana. Daban la noticia de que Jorgensen había sido encontrado por la Policía de Boston y la del asesinato de Nunheim, pero dedicaban más espacio a lo que los periódicos populares de formato pequeño denominaban «La guerra de la Cocina Infernal de las pandillas de forajidos», a la detención del «Príncipe Mike», Gerguson, y a las negociaciones relativas al secuestro del hijo de Lindbergh.

Macaulay y el botones que subió a Asta llegaron juntos. Macaulay mereció el beneplácito de Asta porque encontró en él la deseable resistencia a sus embates: nunca fue muy aficionado a los melindres.

Pude apreciar aquella mañana en Macaulay hondas arrugas en torno a la boca y que se habían disipado sus buenos colores.

—¿De dónde ha sacado estas nuevas ideas la Policía? —me preguntó—. ¿Es que creen…?

Se interrumpió al entrar Nora, ya vestida.

—Nora, es Herbert Macaulay. Mi mujer.

Se estrecharon la mano, y Nora dijo:

—Nick no me ha dejado pedir para usted más que café. ¿Puedo ofrecerle…?

—No, gracias. Acabo de desayunar.

—¿Qué ibas a decir de la Policía? —le pregunté.

Vaciló.

—Nora sabe prácticamente tanto como yo —le tranquilicé—, así que a no ser que se trate de algo que no quieras…

—No, no. Nada de eso. Estaba más bien pensando en usted, Mrs. Charles. No quisiera causarle preocupaciones…

—Pues entonces, adelante —dije—. Lo único que le preocupa es lo que no sabe. ¿Cuál es la nueva idea de la Policía?

—El teniente Guild vino a verme esta mañana. Primero me mostró un trozo de cadena de reloj con una navaja y me preguntó que si los había visto alguna vez. Los conocía de sobra. Eran de Wynant. Le dije que creía haberlos visto alguna vez y que parecían de Wynant. Entonces me preguntó que si sabía cómo pudieron haber ido a parar a manos de otra persona y, luego de bastantes circunloquios y rodeos, me hizo comprender que esa otra persona era o Mimi o tú. Le dije que, desde luego, Wynant pudo daros la cadena a cualquiera de los dos, que la podíais haber robado o haberla encontrado en la calle, que la podíais haber recibido de alguien que la hubiese robado o encontrado en la calle o que la podíais haber recibido de alguien a quien Wynant se la regalara. Le dije que podría haber llegado a vuestras manos de muchas otras maneras, pero comprendió que le estaba tomando el pelo y no me dejó que se las explicara.

Unas manchitas rojas habían aparecido en las mejillas de Nora, cuyos ojos parecían haberse vuelto más oscuros.

—¡El muy idiota! —dijo.

—Bueno —dije yo—, quizá te lo debí advertir. La idea se le ocurrió anoche. Es más que posible que mi querida amiga Mimi hiciera algo para insinuárselo. ¿En qué otra dirección apuntaban sus pesquisas?

—Quería saber… Bueno, verás, sus palabras textuales fueron: «¿Cree usted que Charles y la Wolf seguían enredados? ¿O había acabado todo ya?».

—En eso se advierte el toque de Mimi —dije—. ¿Qué le contestaste?

—Que no sabía si «seguíais» enredados porque no tenía conocimiento de que jamás lo hubieseis estado y le recordé que, en cualquier caso, tú llevas mucho tiempo alejado de Nueva York.

—¿Lo estuvisteis? —preguntó Nora.

—No trates de dejar a Mac por mentiroso —respondí—. ¿Qué contestó él?

—Nada. Me preguntó que si creía que Jorgensen está enterado de lo tuyo con Mimi, y cuando le dije que qué era «lo tuyo con Mimi», me acusó de dármelas de inocente, ésas fueron sus palabras, así que no llegamos muy lejos. También demostró interés en saber detalles acerca de las veces que te había visto yo, el lugar exacto y la hora exacta.

—Pues qué bien —dije—. Mis coartadas son pésimas.

Entró un camarero con el desayuno. Hablamos de cosas baladíes hasta que, luego de aprestada la mesa, el hombre se fue.

—No tienes nada que temer. Voy a entregar a Wynant a la policía —dijo Macaulay, incierta y ligeramente ahogada la voz.

—¿Estás seguro de que fue él? Yo, no.

—Lo sé —dijo sencillamente. Se aclaró la voz carraspeando—. Incluso si hubiera una probabilidad entre mil de que me equivocara, y no la hay, está loco, Charles. Y no debe andar suelto.

—Eso es muy probable —comencé a decir—, y si sabes…

—Lo sé —repitió—. Le vi la tarde que la mató. No habría pasado media hora, aunque yo no lo sabía y ni siquiera estaba enterado de que la hubiera matado. Ahora…, bueno, lo sé.

—¿Te encontraste con él en el despacho de Hermann?

—¿Cómo?

—Se supone que estuviste aquella tarde en el despacho de un tal Hermann, en la calle Cincuenta y Siete, desde alrededor de las tres hasta las cuatro. Al menos, eso es lo que me dijo la Policía.

—Y es cierto. Quiero decir que eso es lo que creen. Lo que ocurrió fue que cuando no encontré a Wynant en el Plaza ni supe de él, telefoneé a mi despacho y a Julia, sin conseguir nada. Le di por cosa perdida y me dirigí andando al despacho de Hermann. Es un ingeniero de minas cliente mío. Había terminado de preparar el borrador de un acta de constitución de una sociedad anónima que necesitaba algunas pequeñas modificaciones. Cuando llegué a la calle Cincuenta y Siete tuve la sensación de que me estaban siguiendo. Ya sabes lo que es eso. No se me ocurrió a santo de qué me iba a seguir nadie; pero, en fin, soy abogado y todo era posible. Quise asegurarme. Tiré hacia el este de la Cincuenta y Siete y llegué hasta la Madison. Mientras andaba vi a un hombre demacrado y pequeño que creí recordar haber visto en el Plaza, pero… El procedimiento más rápido de comprobarlo me pareció que era tomar un taxi y eso hice. Le dije al conductor que me llevara hacia el Este. Allí el tráfico era demasiado denso para poder comprobar si el hombre del rostro pálido, o cualquier otra persona, me estaba siguiendo en otro taxi, y al llegar a la Tercera Avenida le dije al conductor que diera la vuelta otra vez hacia el Este, por la Cincuenta y Seis, y luego hacia el Sur por la Segunda Avenida. Y para entonces ya estaba bastante seguro de que, efectivamente, me estaba siguiendo un taxi amarillo. No pude ver si mi pequeño iba dentro, claro, pues el taxi estaba demasiado lejos. En el cruce siguiente, cuando nos detuvo una luz roja, vi a Wynant. Iba en un taxi, hacia el Oeste, por la Cincuenta y Cinco. Naturalmente, esto no me sorprendió gran cosa, pues estábamos sólo a dos manzanas de la casa de Julia y supuse que ésta no quiso decirme que Wynant estaba allí cuando la llamé desde el Plaza y que Wynant ahora iba camino del Plaza para reunirse conmigo. Nunca ha sido muy puntual. Así que le dije al taxista que me llevara hacia el Oeste. Pero en la Avenida Lexington, cuando el taxi de Wynant nos llevaría como media manzana de delantera, vi que daba la vuelta y que se dirigía hacia el Sur. Aquél no era el camino del Plaza ni el de mi despacho, así que decidí dejar que se fuera con viento fresco y volví la cabeza para observar al taxi que había venido detrás de mí. Había desaparecido. Seguí mirando hacia atrás hasta llegar al despacho de Hermann y no pude advertir que nadie me siguiera.

—¿Qué hora era cuando viste a Wynant? —pregunté.

—Debían ser entre las tres y cuarto y las tres y veinte. Llegué al despacho de Hermann a las cuatro menos veinte y calculo que lo hice a los veinte o veinticinco minutos de ver a Wynant. La secretaria de Hermann, Louise Jacobs, la chica con quien me viste anoche, me dijo que Hermann llevaba encerrado toda la tarde en una conferencia, pero que, probablemente, terminaría en pocos minutos, y así fue. Acabé de hablar con él a los diez o quince minutos y volví a mi despacho.

—Supongo que no llegarías a tener a Wynant lo bastante cerca para ver si parecía excitado, si llevaba puesta la cadena, si olía a pólvora y cosas así.

—En efecto. No le vi más que el perfil cuando pasó, pero no creas que no estoy seguro de que fuera Wynant.

—No lo creeré. Sigue.

—No volvió a telefonearme. Llevaba yo en mi despacho como una hora cuando me telefoneó la Policía… que habían asesinado a Julia. Debes darte cuenta de que no se me ocurrió, ni por un momento, que la hubiese matado Wynant. No te será difícil hacerlo, puesto que tú sigues creyendo que no fue él. Así que cuando fui allí y la Policía empezó a hacerme preguntas acerca de él, hice lo que el noventa y nueve por ciento de los abogados habrían hecho por un cliente, callar que le había visto en la vecindad de la casa a la hora aproximada en que se cometió el crimen. Les dije lo que a ti te dije, que tenía una cita con él y que no acudió, dándoles a entender que fui directamente al despacho de Hermann desde el Plaza.

—Es muy comprensible —le dije—. No tenía sentido decirles nada hasta oírle a él.

—Exactamente. Lo malo es que aún no le he oído. Esperé que apareciese, que me telefoneara, algo, pero nada hasta el martes, cuando recibí su carta de Filadelfia, en la cual no decía ni palabra acerca del plantón que me dio en el Plaza el viernes y nada acerca de… Pero ya leíste la carta. ¿Qué te pareció?

—¿Quieres decir que si reflejaba algún sentimiento de culpabilidad?

—Sí.

—No especialmente. Es una carta, poco más o menos, como la que podría esperarse de él si no la mató. No demuestra ningún especial temor de que la Policía sospeche de él, excepto por los inconvenientes que para su trabajo pudiera suponer, y expresa el deseo de que todo se aclare sin que le molesten… No es una carta muy notable para estar escrita por cualquier otra persona, pero está de acuerdo con la clase de chifladura que a él le aqueja. Me lo puedo imaginar echando la carta al correo sin la más mínima noción de que lo más sensato sería justificar sus movimientos el día del asesinato. ¿Estás seguro de que venía de ver a Julia cuando se cruzó contigo?

—Lo estoy ahora. Al principio lo juzgué probable. Pensé que quizá hubiera estado en su taller. Lo tiene en la Primera Avenida, a unas cuantas manzanas del sitio en que le vi, y aunque ha estado cerrado desde que se fue él, el mes pasado renovamos el contrato de arrendamiento, y todo está allí aguardando su regreso. Pudo estar allí aquella tarde. La Policía no ha encontrado allí nada que demuestre que estuvo o que no estuvo.

—Oye, se ha dicho que se ha dejado la barba. ¿Le…?

—No. La misma cara, larga, de huesos protuberantes, y el mismo bigote, descuidado y casi blanco.

—Otra cosa. Ayer asesinaron a uno llamado Nunheim, un hombrecillo…

—A eso iba —dijo.

—Estaba pensando en el hombrecillo que creíste que te estaba siguiendo.

Se quedó mirándome con ojos de asombro.

—¿Quieres decir que quizá fuera Nunheim?

—No lo sé. Se me ha ocurrido como una posibilidad.

—Yo tampoco lo sé. Que yo sepa, jamás vi a Nunheim…

—Era un hombre bajo, como de un metro sesenta, y pesaría alrededor de los cincuenta y ocho kilos. De unos treinta y cinco o treinta y seis años, diría yo. Muy pálido, pelo oscuro y ojos también oscuros, muy juntos; boca grande, nariz larga y caída, orejas como alas de murciélago, de aspecto escurridizo…

—Bien pudiera ser él —dijo—, aunque no vi de cerca al que me seguía. Supongo que la Policía me dejaría verle, aunque ya no importa —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Lo de no poder ponerme al habla con Wynant. Esto hizo mi situación desagradable, porque la Policía estaba evidentemente convencida de que yo sabía en dónde estaba y de que les estaba mintiendo. Y tú también lo pensabas, ¿no?

—Sí —confesé.

—Y tú, igual que la Policía, sospechabas que me reuní con él el día del asesinato o en el Plaza o más tarde.

—Parecía posible.

—Sí. Y, claro, en parte, no te faltaba razón. Por lo menos le había visto y le había visto en un sitio y a una hora que para la Policía hubieran sobrado para considerarle Culpable, con una C mayúscula. Así que, después de haber mentido instintivamente y por inferencia, ahora empecé a mentir directa y deliberadamente. Hermann había estado ocupado en una conferencia toda la tarde y no sabía cuánto tiempo le había estado esperando yo. Louise Jacobs es buena amiga mía. Y sin entrar en detalles le dije que si podía ayudarme a ayudar a un cliente diciendo que yo había llegado allí a las tres y uno o dos minutos, y me dijo que sí sin más. Para que no se viera metida en complicaciones si algo ocurría, le dije que si el haber dicho aquello le suponía alguna dificultad, siempre podría decir que no recordaba a qué hora llegué; pero que cuando, al día siguiente, yo le dije de pasada que había llegado a esa hora, no vio motivo alguno para dudarlo, con lo que la responsabilidad sería exclusivamente mía —Macaulay respiró hondo y añadió—: Todo eso carece ahora de importancia. Lo que es importante es que he sabido de Wynant esta mañana.

—¿Alguna otra carta extraña? —pregunté.

—No. Me telefoneó. Tengo una cita con él para esta noche, una cita para ti y para mí. Le he dicho que tú no quieres encargarte del asunto si no le ves, y me ha prometido reunirse con nosotros esta noche. Naturalmente, pienso avisar a la policía. No tendría excusa si le siguiera encubriendo durante más tiempo. Le puedo sacar libre en el juicio por demente y que le encierren. Es todo lo que puedo hacer por él y es todo lo que estoy dispuesto a hacer.

—¿Has avisado ya a la Policía?

—No. Me llamó minutos después que se fuera la Policía. En cualquier caso, quería verte a ti antes. Quería decirte que no he olvidado lo que te debo y…

—¡Qué tontería! —dije.

—No lo es —dijo, y volviéndose hacia Nora—. Supongo que nunca le habrá dicho a usted que me salvó la vida en el embudo de una granada…

—No le hagas caso —le dije yo—. Disparó contra uno y no le dio, y disparé yo y sí le di. Y eso es todo —y, volviéndome hacia él, le dije—: ¿Por qué no dejas esperar a la Policía un poco? ¿Por qué no acudimos esta noche a la cita los dos y oímos lo que tenga que decir? Si antes que termine la reunión nos convencemos de que él es el asesino, siempre podemos sujetarle y llamar a la Policía.

Macaulay sonrió, evidentemente cansado de todo ello.

—Todavía dudas, ¿no es así? Está bien, estoy dispuesto a hacer lo que dices, si es que te empeñas, aunque me parece que es una… Pero, aguarda, puede que cambies de opinión cuando te diga lo que me dijo por teléfono.

Dorothy, con un camisón y una bata que le venían más que largos, entró bostezando. Cuando vio a Macaulay dejó escapar un «¡Oh!», pero así que le reconoció le dijo:

—¿Cómo está usted, Mr. Macaulay? No sabía que estaba usted aquí. ¿Hay alguna noticia de mi padre?

Macaulay me miró, y le hice un gesto negativo. Y contestó:

—Todavía no. Pero quizá sepamos algo de él hoy.

—Indirectamente —dije yo—, Dorothy sí ha tenido noticias suyas. Dile a Mr. Macaulay lo de Gilbert.

—¿Quieres decir… lo de mi padre? —preguntó vacilando y mirando al suelo.

—No, no, claro que no, ¿qué va a ser? —dije yo.

Enrojeció, me miró con ojos de reproche y luego dijo a Macaulay, hablando muy aprisa:

—Gil vio a mi padre ayer, y él le dijo quién había matado a Miss Wolf.

—¿Qué?

Dijo que sí cuatro o cinco veces con gestos enérgicos. Macaulay me miró con ojos perplejos.

—Ten en cuenta que esto no es seguro que haya pasado —le recordé—. Es lo que Gilbert dice que ha pasado nada más.

—Ya. Y tú crees que quizá esté…

—Tengo la impresión de que no has hablado mucho con la familia desde que comenzaron los fuegos artificiales, ¿eh?

—No.

—Es toda una experiencia. Todos padecen una obsesión sexual, creo, y les afecta a la cabeza. Empiezan por…

—¡Eres peor que odioso! —dijo Dorothy airadamente—. He hecho todo lo posible para…

—¿De qué protestas? —le pregunté—. Esta vez no he dudado de ti. Estoy dispuesto a creer que Gilbert te dijo eso. Pero no esperes demasiado de mí.

—¿Y quién la mató? —preguntó Macaulay.

—No lo sé. Gil no me lo quiso decir.

—¿Le ha visto tu hermano frecuentemente?

—No sé con qué frecuencia. Me ha dicho que ha estado viéndole.

—¿Y hablaron algo acerca de…, bueno, de este Nunheim?

—No. Nick también me lo ha preguntado. Gilbert no me dijo más.

Atraje la mirada de Nora y le hice una señal. Se puso de pie y dijo:

—Ven, Dorothy, vamos al otro cuarto y deja que los hombres sigan con lo que sea que se creen que están haciendo.

Dorothy se fue a disgusto, pero acompañó a Nora. Macaulay dijo:

—Esta chica se ha convertido en algo serio —carraspeó—. Espero que a tu mujer no le importe…

—No te preocupes. Con Nora no hay problemas. Habías empezado a hablarme de tu conversación por teléfono con Wynant.

—Me llamó nada más irse la Policía y me dijo que había visto el anuncio en el Times y que quería saber qué quería yo. Le dije que tú no tenías muchas ganas de verte complicado en sus asuntos y que me habías dicho que no aceptarías el caso sin antes hablar con él, y entonces convinimos la cita para esta noche. Me preguntó que si había visto a Mimi, y le contesté que una o dos veces desde que volvió de Europa y que también había visto a su hija. Y entonces me dijo: «Si mi mujer te pide dinero, dale cualquier cantidad que sea razonable».

—¡No fastidies! —dije yo.

—Esa fue mi reacción también —dijo Macaulay asintiendo—. Le pregunté que por qué, y me contestó que lo que había leído en los periódicos le había convencido de que Mimi fue la víctima y no la cómplice de Rosewater y que tenía buenos motivos para suponer que Mimi le miraba con buenos ojos. Entonces empecé a comprender lo que se traía entre manos y le dije que Mimi ya había entregado la navaja y la cadena a la Policía. ¿Y a que no sabes lo que me contestó?

—Me doy por vencido.

—Pues dijo ejem, ejem, unas cuantas veces, no mucho, no creas, y después con la mayor tranquilidad del mundo me preguntó: «¿Te refieres a la cadena del reloj que le dejé a Julia para que la mandara a arreglar?».

Me eché a reír y le pregunté:

—¿Qué le dijiste tú?

—Me quedé cortado, te lo aseguro. Y antes que pudiera pensar en algo que decir, él me estaba diciendo que, en cualquier caso, todo eso lo podíamos discutir esta noche. Le pregunté que en dónde y a qué hora le podíamos ver, y me dijo que tendría que telefonearme porque no sabía en dónde estaría. Quedamos en que me llamaría a casa a las diez. Para entonces ya parecía tener gran prisa, aunque cuando comenzó a hablar no me dio esa impresión, ni mucho menos, y me dijo que no tenía tiempo de contestar a las muchas preguntas que yo deseaba hacerle. Colgó, y yo te llamé a ti entonces. Y ahora, ¿qué piensas de su inocencia?

—Ahora pienso menos de ella —le repliqué, hablando despacio—. ¿Estás seguro de que te llamará a las diez?

Macaulay se encogió de hombros.

—Tan seguro como lo puedas estar tú.

—Pues entonces, yo, en tu caso, no le diría nada a la Policía hasta que nos hayamos apoderado de nuestro hombre y le tengamos listo para las autoridades. Porque cuando les cuentes todo lo que me has contado, bueno, no creo que te conviertas en su favorito, y si no te meten en la cárcel en seguida, por lo menos te harán pasar bastantes malos ratos si Wynant no se presenta esta noche.

—Lo sé. Pero quisiera quitármelo todo de encima de una vez.

—Unas cuantas horas más no te pueden importar. ¿Hablasteis, o él o tú, de por qué no fue a la cita del Plaza?

—No. No tuve ocasión de preguntarle. Bueno, si tú dices que espere, esperaré, pero…

—Por lo menos vamos a esperar hasta esta noche, hasta que te telefonee, si es que te telefonea, y entonces podremos decidir si hacernos acompañar por la Policía.

—¿Tú crees que no me llamará?

—No estoy nada seguro de que lo haga. No acudió a la última cita que tuvo contigo, y en el momento en que se enteró que Mimi había entregado la cadena me parece que se mostró menos concreto. No me haría muchas ilusiones. Pero ya veremos. Supongo que será mejor que yo vaya a tu casa a eso de las nueve, ¿no?

—Vente a cenar.

—No puedo. Pero iré lo antes posible, por si Wynant se adelanta. Tendremos que movernos de prisa. ¿En dónde vives?

Macaulay me dio su dirección en Scarsdale y se levantó del sofá.

—¿Quieres despedirme de tu mujer y darle las gracias…? Oye, por cierto, espero que no me interpretaras mal cuando te hablé anoche de Harrison Quinn. Sólo quise decir lo que dije, que tuve mala suerte siguiendo sus consejos como corredor de bolsa. Pero no quise insinuar que hubiera…, ya sabes, o que no hayan ganado dinero otros clientes suyos.

—Comprendo —dije y llamé a Nora.

Macaulay se despidió de ella, los dos intercambiaron frases corteses, y Macaulay jugó un poco con Asta y dijo:

—Ven lo antes que puedas —y salió.

—Ahí va nuestro partido de hockey —le dije—. Pero quizá encuentres a alguien que te acompañe.

—¿Me he perdido algo? —preguntó Nora.

—No mucho —y le dije lo que Macaulay me había contado—. Y no me preguntes qué me parece. No lo sé. Sé que Wynant está mal de la cabeza, pero no está conduciéndose como un loco y no está conduciéndose como un asesino. Está conduciéndose como quien está tramando algo. Pero Dios sabe qué es lo que estará tramando.

—Yo creo que está tapando a alguien.

—¿Por qué crees que no fue él el asesino?

Me miró asombrada.

—¡Pues porque tú no lo crees!

Le dije que era una razón magnífica y le pregunté:

—¿A quién supones que está tapando?

—No lo sé. Y no te rías de mí. He pensado mucho en ello. No puede ser Macaulay, porque le está utilizando para tapar a quien sea y…

—Y no puedo ser yo —le insinué—, porque quiere que trabaje para él.

—Eso es, y te vas a sentir bastante estúpido si pretendes tomarme el pelo y adivino quién fue antes que tú. Y no puede ser Mimi o Jorgensen, porque ha tratado de hacer que recaigan las sospechas sobre ellos. Y no puede ser Nunheim, porque lo más probable es que le matara la misma persona y, en cualquier caso, ya no necesita que lo encubra nadie. Y no puede ser Morelli, porque Wynant sentía celos de él y se pelearon —me miró, frunciendo el ceño, y me dijo—: Me gustaría que hubieses averiguado algo más acerca de aquel hombre tan gordo, el Gorrión, y acerca de aquella mujerona pelirroja.

—¿Y Dorothy y Gilbert?

—Te quería preguntar acerca de ellos. ¿Crees que Wynant tiene especiales sentimientos paternales hacia ellos?

—No.

—Probablemente sólo estás tratando de desanimarme. Pero, conociéndolos, es difícil imaginar a ninguno de los dos culpable, aunque yo procuro olvidarme de mis sentimientos personales y no fiarme más que de la lógica. Anoche, antes de dormirme, hice una lista de todos los…

—Nada mejor que la lógica para combatir el insomnio. Es algo así como…

—No te des tantos aires. Lo que has conseguido hasta ahora no es como para que te sientas orgulloso.

—No he querido ofenderte —dije y la besé—. ¿Es nuevo ese vestido?

—¡Ah! ¡Cambiando de conversación, cobarde!