Veinticinco

ENTRAMOS EN LA ALCOBA de Mimi. Estaba ella sentada en un gran sillón, junto a la ventana, y parecía estar muy satisfecha consigo misma. Me sonrió alegremente y me dijo:

—Tengo el alma sin mancha. He hecho una confesión general.

Guild estaba de pie junto a la mesa, enjugándose el rostro con el pañuelo. Aún se veían en las sienes algunas gotas de sudor, y la cara, avejentada, daba muestras de fatiga. La navaja, la cadena y el pañuelo en que estuvieron envueltas se encontraban encima de la mesa.

—¿Han acabado?

—No lo sé, se lo aseguro —dijo Guild, que, volviéndose hacia Mimi, le preguntó—: ¿Usted diría que hemos terminado?

Mimi se echó a reír y contestó:

—No se me ocurre qué más puede haber.

—En ese caso —dijo Guild, hablando despacio—, si usted nos lo permite, quisiera hablar con Mr. Charles durante unos minutos —y, así diciendo, dobló muy minuciosamente el pañuelo y se lo guardó en el bolsillo.

—Pueden ustedes hablar aquí —dijo ella levantándose del sillón—. Iré a hacerle compañía a Mrs. Charles hasta que acaben ustedes —al pasar junto a mí me dio juguetonamente en la mejilla con un dedo y me dijo—: No dejes que digan de mí cosas demasiado malas, Nick.

Andy le abrió la puerta, la cerró tras ella y volvió a esbozar la O con los labios y a resollar.

Me tumbé en la cama y dije:

—Bien, ¿cómo andan las cosas?

Guild se aclaró la voz y comenzó:

—Nos ha dicho lo de que encontró la cadena y la navaja en el suelo, en donde lo más probable es que la Wolf se las arrancase a Wynant luchando con él, y nos ha dicho las razones por las que las ha ocultado hasta ahora. Le diré a usted que todo ello no tiene mucho sentido si se miran las cosas razonablemente, pero puede ser que no sea ésa la manera de mirar todo esto. Y si quiere que le diga la verdad, pues no sé qué pensar de ella, y eso es un hecho.

—Lo esencial —les aconsejé— es no dejar que le agote a uno. Cuando se la pesca en una mentira, lo confiesa y sale con otra mentira, y cuando se la coge en ésa, lo reconoce y sale con una tercera, y así sucesivamente. La mayor parte de las personas, incluso las mujeres, se desaniman cuando las han cogido en tres o cuatro mentiras descaradas y acaban por decir la verdad o por callarse. Mimi, no. Ella sigue ensartando embustes, y hay que andarse con ojo, porque puede uno llegar a creerla, no porque parezca que al fin está diciendo la verdad, sino sencillamente porque se cansa uno de no creerla.

—Bien puede ser —dijo Guild. Se metió un dedo por el cuello de la camisa. Parecía desasosegado—. Escuche, ¿cree usted que la mató ella?

Advertí que Andy me estaba mirando tan fijamente que se le habían puesto los ojos saltones. Me incorporé en la cama, puse los pies en el suelo y dije:

—Ojalá lo supiera. Eso de la cadena tiene todo el aspecto de algo que nos está colocando para despistar. Pero… Podemos averiguar si Wynant tenía una cadena así o quizá que la tenga todavía. Pues si Mimi se acordaba de ella tan bien como dice nada le hubiese impedido ir a una joyería y encargar una igual. En cuanto a la navaja, cualquiera puede comprar una navaja y mandar grabar en ella las iniciales que se le antojen. Mucho se podría decir en contra de esa suposición, pues no es probable que haya ido tan lejos. Si la cadena es para desconcertarnos, lo más plausible es que se trate de la cadena original y que Mimi la tuviera en su posesión hace años. Pero el comprobar todo eso corre de cuenta de ustedes.

—Estamos haciendo todo lo que podemos —dijo Guild pacientemente—. Así que usted cree que lo hizo ella.

—¿El asesinato? —dije, sacudiendo la cabeza—. No he llegado tan lejos. ¿Qué hay de Nunheim? ¿Salieron las balas de la misma arma?

—Sí, de la misma arma con que despacharon a la fulana. Las cinco.

—¿Cinco tiros le dieron?

—Y desde tan cerca que le chamuscaron la ropa.

—Esta noche he visto en un bar a su amiga, esa muchacha grandota y pelirroja. Anda diciendo que usted y yo le matamos porque sabía demasiado.

—¿Sí? ¿En qué bar fue eso? Quizá me gustaría hablar con ella.

—En el Pigiron Club, de Studsy Burke —le dije y le di la dirección—. También va por allí Morelli. Me ha dicho que el verdadero nombre de la muerta es Nancy Kane y que tenía un amigo cumpliendo condena en Ohio, un tal Face Peppler.

Por el tono en que Guild me dijo «¿Sí?» supuse que la Policía ya estaba enterada de la existencia de Peppler y del pasado de Julia.

—¿Y qué más ha sabido usted andando por esos mundos? —me preguntó.

—Un amigo mío, Larry Crowley, agente de publicidad, vio a Jorgensen salir de una casa de empeños de la Sexta, cerca de la Cuarenta y Seis, ayer por la tarde.

—¿Sí?

—Me parece que no le emocionan a usted gran cosa mis noticias. Si creen…

Entró Mimi con whisky, unos vasos y agua mineral en una bandeja.

—He pensado que quizá quieran ustedes tomar algo —dijo alegremente.

Le dimos las gracias.

Dejó la bandeja sobre la mesa y añadió:

—No quiero interrumpirles —y, sonriéndonos con esa condescendiente tolerancia que las mujeres gustan de adoptar ante una reunión de hombres solos, salió de la alcoba.

—Estaba usted diciendo algo —me recordó Guild.

—Sólo que si tienen ustedes la impresión de que no les estoy siendo franco deben decírmelo. Llevamos ya bastante tiempo metidos juntos en esto y no quisiera que…

—No, no, Mr. Charles —se apresuró a decir Guild, que había enrojecido ligeramente—, no se trata de eso. Es que yo… El comisario jefe nos está pinchando para que nos movamos, y supongo que yo también he empezado a azuzar a los demás. Este segundo asesinato ha venido a complicar las cosas —se volvió hacia la bandeja y me preguntó—: ¿Cómo lo quiere?

—Solo, gracias. ¿No hay ninguna pista en lo de Nunheim?

—La misma arma, el mismo número de disparos, y sanseacabó. Le mataron en el vestíbulo de una casa en donde se alquilan habitaciones situada entre dos tiendas. No hay nadie por allí que diga conocer a Wynant o a Nunheim, ni hemos dado con nadie que pueda estar relacionado con el caso, por lo que sabemos. La puerta de la casa no se cierra nunca con llave, y cualquiera puede entrar; pero eso tampoco tiene mucho sentido, si lo pienso.

—¿Nadie vio ni oyó nada?

—Sí, claro. Oyeron los tiros, pero no vieron a nadie dispararlos.

—¿Se han encontrado vainas de cartuchos? —pregunté.

—En ninguno de los dos casos. Probablemente se trata de un revólver.

—Que, por lo visto, fue disparado hasta acabar las balas las dos veces, contando la que dio en el teléfono, si el asesino, como hacen muchas personas, dejó vacía una recámara para mayor seguridad.

Guild bajó el vaso cuando ya estaba a punto de beber.

—¿No estará usted tratando de dar a los asesinatos una orientación china nada más que porque los chinos suelen disparar así?

—No. Pero casi cualquier orientación nos podría ayudar. ¿Han averiguado ustedes por dónde anduvo Nunheim la tarde en que asesinaron a la muchacha?

—Sí. Rondando la casa de la Wolf, al menos durante algún tiempo. Le vieron delante de ella y le vieron en la puerta de atrás, si se puede uno fiar de quienes nada de particular vieron en ello y no tienen motivos para mentir. Y, según el chico del ascensor, el día antes del asesinato subió al apartamento de ella. El chico dice que no hizo más que subir y bajar y que no sabe si llegaría a entrar en el apartamento.

—Comprendo —dije—. Y va a resultar que Miriam tiene razón y que Nunheim sabía demasiado. ¿Han averiguado ustedes qué les pasó a los cuatro mil dólares de diferencia entre la cantidad que Macaulay le entregó a Julia y la que Wynant dice haber recibido de ella?

—No.

—Morelli dice que manejaba dinero abundante. Dice que una vez le prestó a él cinco mil dólares al contado.

—¿Sí? —dijo Guild, alzando las cejas.

—Sí. Y también dice que Wynant estaba al tanto de los antecedentes de su secretaria.

—Me da la impresión —dijo Guild, hablando lentamente— de que Morelli le dijo a usted muchas cosas.

—Le gusta hablar. ¿Han averiguado ustedes algo más acerca de en qué estaba trabajando Wynant cuando se fue o en qué iba a trabajar?

—No. Parece que ese taller le interesa a usted.

—¿Por qué no? Se trata de un inventor, y el taller es su lugar de trabajo. Me gustaría echarle un vistazo un día de éstos.

—Cuando quiera. Dígame más de lo que le contó Morelli y dígame qué procedimiento empleó para hacerle hablar.

—Le gusta hablar. ¿Conocen ustedes a un sujeto a quien apodan el Gorrión? Un tipo muy gordo, pálido, con voz de mujer.

—No. ¿Por qué? —dijo Guild con el ceño fruncido.

—También estaba allí, con Miriam, y se le ocurrió tratar de darme unos golpes, pero no le dejaron.

—¿Y por qué quiso hacerlo?

—No lo sé. Quizá porque ella le dijo que yo había ayudado a matar a Nunheim, que le había ayudado a usted.

—¡Ah! —dijo Guild, rascándose la barbilla con la uña del pulgar. Miró el reloj y añadió—: Se está haciendo tarde. ¿Qué tal si se diera usted una vuelta por mi despacho para seguir hablando mañana…, hoy?

—Desde luego —respondí y, en vez de decirle las cosas en que estaba pensando, le saludé, hice otro tanto con Andy y me dirigí al cuarto de estar.

Nora estaba durmiendo en el sofá. Mimi dejó el libro que estaba leyendo y me preguntó:

—¿Se ha terminado la sesión secreta?

—Sí —le respondí y me acerqué al sofá.

—Déjala dormir un rato, Nick —dijo Mimi—. Os quedaréis hasta que se hayan ido tus amigos de la Policía, ¿no?

—Está bien. Quiero volver a ver a Dorothy.

—Pero está dormida.

—Es lo mismo. La despertaré.

—Pero…

Guild y Andy entraron, nos dieron las buenas noches, Guild pareció sentir no poder despedirse de Nora, y se fueron.

—Estoy ya harta de policías —dijo Mimi con un suspiro—. ¿Te acuerdas de aquel cuento?

—Sí.

Entró Gilbert.

—¿De veras creen que la mató Chris?

—No —respondí.

—¿De quién sospechan?

—Ayer te lo hubiera podido decir. Hoy, ya no.

—Pero eso es una ridiculez —protestó Mimi—. Saben perfectamente, y también lo sabes tú, que fue Clyde —y, como yo callara, repitió en tono algo más alto—: Sabes muy bien que fue Clyde.

—No fue Clyde —dije.

Apareció en la cara de Mimi una expresión de triunfo.

Estás trabajando para él, ¿verdad que sí?

Mi «No» le rebotó sin hacerle el más mínimo efecto. Gilbert preguntó, no para discutir, sino para informarse:

—¿Por qué no pudo ser él?

—Pudo serlo, pero no lo fue. ¿Hubiera escrito esas cartas suscitando sospechas contra Mimi, la única persona que le estaba ayudando al ocultar la principal prueba contra él?

—Bueno, quizá no estuviese enterado de eso. Quizá pensó que la Policía se estaba callando algo. Lo hace a menudo, ¿no? O quizá pensó que la podía desacreditar para que no la creyeran si…

—Eso es —dijo Mimi—. Eso es exactamente lo que hizo, Nick.

—Tú no crees que la mató él —le dije a Gilbert.

—No, no lo creo, pero me gustaría saber por qué no lo cree usted, su método, ¿comprende?

—Y a mí me gustaría conocer el tuyo.

Se tiñó su cara de rojo y al sonreír lo hizo con algo de embarazo.

—Bueno, yo…, pero es muy diferente.

—Él sabe quién la mató —dijo Dorothy desde la puerta. Estaba aún vestida. Me miró fijamente, como si temiera mirar a alguien más. Estaba pálida y mantenía rígido y erguido su pequeño cuerpo.

Nora abrió los ojos, se incorporó apoyándose sobre un codo y preguntó, medio dormida:

—¿Qué?

Nadie le contestó.

—Vamos, Dorry —dijo Mimi—, por favor, ahórranos una de tus imbéciles representaciones dramáticas.

—Puedes pegarme cuando se hayan ido. Lo harás —dijo sin apartarme los ojos.

Mimi pretendió no saber de qué estaba hablando su hija.

—¿Quién sabe el que la mató? —le pregunté.

—Estás haciendo el estúpido, Dorry —dijo Gilbert—, estás…

—Déjala —le interrumpí yo—, déjala que diga lo que tenga que decir. ¿Quién la mató, Dorothy?

Miró a su hermano, bajó los ojos y ya no se mantuvo erguida. Habló confusamente, con la mirada sobre el suelo:

—Yo no lo sé. Lo sabe él —elevó los ojos, me miró y comenzó a temblar—. ¿Es que no ves que tengo miedo? —gritó—. ¡Les tengo miedo! ¡Llévame de aquí y te lo diré! Pero ¡me dan miedo ellos!

Mimi se rio de mí.

—Tú te lo has buscado. Merecido te lo tienes.

—¡Qué tontería más grande! —dijo Gilbert, mascullando y enrojeciendo.

—Tranquilízate. Te sacaré de aquí, pero quisiera poner las cosas en claro ahora que todos estamos juntos.

Dorothy sacudió la cabeza y repitió:

—Tengo miedo.

—Por favor, Nick, no la mimes así. Lo único que consigues es que se ponga peor —dijo Mimi.

—¿Qué dices tú? —le pregunté a Nora.

Se puso en pie y se desperezó sin levantar los brazos. Tenía la cara rosada y bonita, como le ocurre siempre al despertar. Me sonrió aún adormilada y dijo:

—Vámonos a casa. No me gusta esta gente. Anda, coge el sombrero y el abrigo, Dorothy.

Mimi le dijo a Dorothy:

—Vete a la cama.

Se llevó Dorothy las puntas de los dedos de la mano izquierda a la boca y gimió a través de ellos:

—¡Nick! ¡No dejes que me pegue!

Estaba yo contemplando a Mimi, en cuya cara se advertía una plácida sonrisa, pero advertí que se le movían las aletas de la nariz al respirar y que su respiración era ruidosa.

Nora se acercó a Dorothy y le dijo:

—Anda, te lavaremos la cara y…

Salió de la garganta de Mimi un ruido animal, se le hincharon los músculos del cuello y colocó los pies como los coloca un luchador al iniciarse la pelea.

Nora se interpuso entre Mimi y Dorothy. Agarré a Mimi de un hombro cuando se abalanzó hacia adelante, la rodeé por el talle con el otro brazo por detrás y la levanté en vilo. Aulló furiosa y comenzó a golpearme con los puños y a hundirme los afilados tacones a golpes en las espinillas.

Nora sacó a Dorothy de la habitación y se quedó en la puerta contemplándonos. Tenía la cara llena de vida. La vi muy claramente, todo lo demás lo veía turbio. Cuando unos golpes torpes e ineficaces en la espalda y los hombros me hicieron volverme, vi a Gilbert, pero le vi confusamente, medio borrado y apenas advertí su peso cuando le aparté de un empellón.

—¡Estate quieto, Gilbert, que no quiero hacerte daño!

Llevé a Mimi hasta el sofá y la dejé caer de golpe de espaldas, tras lo cual me senté encima de sus rodillas y le agarré las muñecas con ambas manos.

Volvió Gilbert al ataque. Traté de darle un puntapié en la rodilla, pero le di demasiado bajo, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Volví a darle un puntapié, fallé y dije:

—Podemos pegarnos después. Trae agua.

El rostro de Mimi estaba comenzando a ponerse cárdeno. Se le saltaban los ojos, vidriados, sin vida, inmensos. Gorgoteaba y silbaba la saliva por entre los dientes apretados al respirar, y su roja garganta, y todo su cuerpo, eran una masa trepidante de venas y músculos hinchados de tal manera que dijérase que iban a estallar. Sentía el ardor de sus muñecas en mis manos, y el sudor me hacía difícil sujetarlas.

Bendije a Nora cuando la vi a mi lado con un vaso de agua en la mano.

—Échaselo a la cara —le dije.

Nora se lo echó. Mimi separó los dientes para respirar y cerró los ojos. Movió violentamente la cabeza de uno a otro lado, pero ya amainaban los estremecimientos de su cuerpo convulso.

—Hazlo otra vez —dije.

El segundo vaso de agua provocó una protesta atragantada de Mimi, y su cuerpo dejó de luchar. Se quedó inmóvil, flácida y respirando agitadamente.

Le solté las muñecas y me puse en pie. Gilbert, sosteniéndose sobre una sola pierna, se apoyaba en la mesa y se frotaba el sitio en donde le había pateado. Dorothy, muy abiertos los ojos y demudado el rostro, permanecía a la puerta, no sabiendo si entrar o huir a esconderse. Nora, con el vaso vacío en la mano, me preguntó:

—¿Crees que está bien?

—Claro que sí.

Al fin, Mimi abrió los ojos, trató de quitarse el agua pestañeando. Yo le puse un pañuelo en la mano. Se secó la cara, se estremeció al dar un hondo suspiro y se sentó en el sofá. Paseó la mirada por la habitación, aún cerrando y abriendo los ojos. Cuando me vio sonrió débilmente. Fue su sonrisa una sonrisa culpable, pero no se advirtió en ella ningún remordimiento. Se tocó el pelo con una mano temblorosa y dijo:

—Me han ahogado de veras.

—Uno de estos días —le dije— te va a dar un ataque de éstos y no vas a salir de él.

Alejó la mirada hacia su hijo y le preguntó:

—¿Qué te ha pasado a ti, Gil?

Se quitó el muchacho rápidamente la mano de la pierna, descansó el pie en el suelo y dijo:

—A mí…, eh…, nada, no me ha pasado nada —tartamudeó y se alisó el pelo y se arregló la corbata.

Mimi empezó a reír.

—¡No, Gil! ¿De verdad que has tratado de protegerme? ¿Y de Nick? —aumentó su risa—. Pero ¡qué chico más bueno! ¡Y qué estúpido! Pero ¡si este hombre es un monstruo! Nadie podría…

Se llevó mi pañuelo a la boca, y la risa la hizo retorcerse de un lado a otro.

Miré de reojo a Nora. Tenía la boca cerrada y dura, y sus ojos parecían casi negros de ira. Le toqué un brazo.

—Vámonos. Dale algo de beber a tu madre, Gilbert. Estará bien dentro de uno o dos minutos.

Dorothy se dirigió de puntillas hacia la puerta del apartamento, con el sombrero y el abrigo en la mano. Nora y yo encontramos los nuestros y la seguimos. Cuando salimos, Mimi seguía lanzando carcajadas en el sofá, con mi pañuelo sobre la boca.

Ninguno de los tres encontramos mucho que decir en el taxi que nos llevó al Normandie. Nora estaba pensativa y de pésimo humor. Dorothy seguía no poco asustada. Yo me encontraba cansado. Había sido un día muy agitado.

Eran casi las cinco de la mañana cuando llegamos a casa. Asta nos saludó con exuberante júbilo. Me acosté en el suelo y me puse a jugar con ella, mientras Nora fue a hacer café. Dorothy quiso decirme algo que le había ocurrido cuando era pequeña.

—¿Otra vez? —le dije—. No, no, eso ya trataste de hacerlo el lunes. ¿No te parece que abusas un poco de ese recurso para cambiar de conversación? Es tarde ya. ¿Qué es lo que te daba miedo decirme en tu casa?

—Es que lo entenderías mejor si me dejaras decirte…

Eso también me lo dijiste el lunes. No soy un psicoanalista. No sé una palabra acerca de la influencia de las experiencias tempranas de la niñez. Y te diré que me importan un rábano. Y estoy cansado, he estado planchando todo el día.

—Parece como si estuvieras tratando de ponérmelo lo más difícil posible —dijo, haciendo un puchero.

—Escucha, Dorothy: o sabes algo que temías decir delante de Mimi y Gilbert, o no lo sabes. Si lo sabes, suéltalo de una vez. Si hay algo que no entienda, no te apures, que te lo preguntaré.

Comenzó a retorcer una punta de la falda y a mirarla enfurruñada, pero cuando alzó la mirada vi sus ojos brillantes y animados. Y habló en un susurro lo suficientemente sonoro para ser oído desde cualquier parte de la habitación.

—Gilbert ha estado viendo a mi padre. Cuando lo vio hoy, le dijo quién mató a Julia Wolf.

—¿Quién?

—No me lo quiso decir —contestó, moviendo la cabeza—. Sólo me dijo eso.

—¿Y eso era lo que te daba miedo decir delante de Mimi y Gübert?

—Sí. Lo comprenderías mejor si me dejaras contarte…

—Una cosa que te pasó de niña. Pues no te voy a dejar. Olvídalo. ¿Qué más te dijo?

—Nada.

—¿Nada acerca de Nunheim?

—No, nada.

—¿En dónde está tu padre?

—Gil no me lo dijo.

—¿Cuándo le vio?

—No me lo dijo. Por favor, no te enfades, Nick. Te he dicho todo lo que Gilbert me contó.

—¡Para lo que sirve! —refunfuñé—. ¿Cuándo te lo ha dicho?

—Esta noche. Me lo estaba contando cuando entraste en mi cuarto y, de veras, eso fue todo lo que me dijo.

—Me gustaría ver el día en que alguien de tu familia diga algo de manera completa y clara, no importa lo que fuera.

Entró Nora con el café.

—¿Qué te preocupa ahora, hijo? —me preguntó.

—Cosas. Los acertijos, los embustes… Me voy haciendo viejo para encontrarlos divertidos. Volvamos a San Francisco.

—¿Antes del Año Nuevo?

—Mañana. Hoy.

—A mí me parece bien —dijo, alargándome una taza de café—. Podemos coger el avión, si quieres, y estar allí para el final de año.

—¡No te he mentido, Nick! —dijo Dorothy en voz temblona—. Te lo he dicho todo. Yo… No te enfades conmigo, te lo suplico… ¡Estoy tan…! —dejó de hablar para sollozar.

Le rasqué la cabeza a Asta y gruñí.

Nora dijo:

—Estamos todos cansados y nerviosos. Vamos a mandar a dormir a Asta y a acostarnos nosotros. Y mañana podremos hablar, cuando estemos descansados. Ven, Dorothy. Te llevaré el café ahí dentro y te daré un camisón.

—Buenas noches —me dijo Dorothy levantándose—. Siento ser tan tonta.

Y entró en la alcoba detrás de Nora.

Cuando Nora volvió se sentó en el suelo, a mi lado.

—Nuestra querida Dorothy se despacha a gusto gimoteando y sollozando —dijo—. Hay que reconocer que la vida no se le presenta muy agradable en estos momentos, pero aun así… —bostezó—. ¿Qué terrible secreto llevaba dentro?

Le dije lo que Dorothy me había contado.

—Todo ello me parece un puro camelo.

—¿Por qué?

—¿Por qué no? Todo cuanto nos han dicho todos ellos ha sido un camelo.

Nora volvió a bostezar.

—Esa deducción quizá satisfaga a un detective, pero no me parece muy convincente. Escucha: ¿por qué no haces una lista de todos los sospechosos, de todos los móviles y de todos los indicios, y luego los vas considerando en relación con…?

—Hazlo tú. Yo me voy a acostar. Mamá, ¿qué es un indicio?

—Es, por ejemplo, como cuando Gilbert fue de puntillas al teléfono cuando nos quedamos solos en el cuarto esta noche y creyó que yo estaba dormida y le dijo a la telefonista que no pasara ninguna llamada al apartamento hasta mañana por la mañana.

—Vaya, vaya.

—Es, por ejemplo, que Dorothy descubriera que después de todo tenía la llave del apartamento de tía Alice.

—Vaya, vaya.

—Y lo es, por ejemplo, que Studsy le hiciera a Morelli una seña por debajo de la mesa cuando empezó a hablarte del primo borrachín de…, ¿cómo se llamaba?, de Dick O’Brien, que Julia conocía.

Me levanté y dejé las tazas sobre una mesa.

—No comprendo cómo ningún detective puede esperar salir adelante sin estar casado contigo, pero, a pesar de eso, me parece que te excedes. Que Studsy le hiciera una seña a Morelli por debajo de la mesa me parece algo muy digno de emplear el tiempo no pensando en ello. Más me gustaría saber si los golpes que le propinaron al Gorrión fueron para evitar que él me los diese a mí o para impedir que me dijera algo. Tengo sueño.

—Y yo. Dime una cosa, Nick, pero sin mentirme. Cuando estabas luchando con Mimi, ¿no te excitaste sexualmente?

—Bueno, un poco.

Se echó a reír y se levantó del suelo.

—¡Vaya con el rijoso viejo verde! —dijo—. Mira, ya se está haciendo de día.