SERÍAN LAS DOS de la madrugada cuando dijimos buenas noches a Studsy y Morelli y nos fuimos del Pigiron Club. Dorothy se acurrucó en su esquina del taxi y dijo:
—Voy a vomitar. Noto que voy a vomitar. Estoy segura —y parecía decir la verdad.
—Son esas bebidas —dijo Nora y reclinó la cabeza sobre mi hombro—. Tu esposa está borracha, Nicky. Escucha, me tienes que decir todo lo que ha pasado; todo. Pero ahora, no. Mañana. No he entendido nada de lo que han dicho ni nada de lo que han hecho. Son maravillosos.
—Escucha —dijo Dorothy—, yo no puedo presentarme en casa de tía Alice en este estado. Le daría un soponcio.
—No han debido pegarle a ese hombre gordo así —dijo Nora—, aunque puede que haya tenido gracia, una gracia cruel.
—Supongo —dijo Dorothy— que lo mejor será que me vaya a casa de mamá.
—Oye, la aurisipela no tiene nada que ver con las orejas. ¿Qué es un soplillo, Nicky?
—Una oreja.
—Y tía Alice tendría que verme —siguió Dorothy—, porque se me ha olvidado la llave y tendría que despertarla.
—Te quiero, Nicky —dijo Nora—, porque hueles muy bien y conoces a una gente fascinante.
—Si no os aparta demasiado de vuestro camino —dijo Dorothy—, dejadme en casa de mamá, ¿queréis?
—Sí —dije y le di al taxista la dirección de Mimi.
—Vente a casa con nosotros —dijo Nora.
—N…no. Mejor será que no —dijo Dorothy.
—¿Por qué no? —preguntó Nora.
—Bueno, creo que no debo hacerlo.
Y en esa vena siguieron las dos hasta que el taxi se detuvo delante del Courtland.
Bajé yo de él y ayudé a Dorothy a hacerlo. Se apoyó pesadamente sobre mi brazo.
—Subid, por favor. Sólo un minuto.
—Sí. Sólo un minuto —dijo Nora y bajó también del taxi.
Le dije al taxista que aguardara. Subimos. Dorothy llamó al timbre. Nos abrió la puerta Gilbert en pijama y bata. Alzó una mano para recomendar cautela y dijo:
—La Policía está ahí dentro.
—¿Quién es, Gil? —dijo la voz de Mimi desde el cuarto de estar.
—Mr. y Mrs. Charles y Dorothy.
Mimi salió a nuestro encuentro y dijo:
—Nunca me he alegrado tanto de ver a alguien.
Tenía puesta una bata de seda rosa encima de un camisón rosado y rosada tenía la cara, que en modo alguno pudiera decirse estar afligida. No hizo caso alguno a Dorothy, estrechó la mano a Nora y luego la mía y siguió diciendo:
—Ahora voy a dejar de preocuparme, y tú te encargarás de todo, Nick. Y le dirás a esta pobrecita tonta de mujer qué es lo que tiene que hacer.
Dorothy, que estaba detrás de mí, dijo «¡Magancias!» en voz baja, pero lo dijo con indudable énfasis.
Mimi no demostró haber oído a su hija y, aún con nuestras manos en las suyas, nos condujo hasta el saloncito sin dejar de parlotear.
—Tú ya conoces al teniente Guild. Ha estado muy amable, y me temo que he puesto a prueba su paciencia. Es que me encontraba tan… confusa. Pero ahora ya estás aquí y…
Entramos en el cuarto de estar.
Guild me dijo «Hola» y dedicó a Nora un «Buenas noches, señora». Su acompañante, un hombre a quien había llamado Andy y que le había ayudado a registrar nuestras habitaciones la madrugada de la visita de Morelli, inclinó la cabeza y nos saludó con un gruñido:
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Guild miró a Mimi de reojo y luego a mí.
—La Policía de Boston ha encontrado a Jorgensen, o a Kelterman, o como guste usted llamarle, en casa de su primera mujer y le ha hecho algunas preguntas por cuenta nuestra. Su principal respuesta ha sido que él no tiene nada que ver con que mataran o no mataran a la Wolf, y que Mrs. Jorgensen lo puede demostrar porque ha estado ocultando lo que viene a constituir una prueba de lo que hizo Wynant —se desplazaron nuevamente sus pupilas dentro de las cuencas de los ojos hacia Mimi—. La señora parece poco dispuesta a decir que sí y poco dispuesta a decir que no. Y si quiere que le diga la verdad, Mr. Charles, en muchos sentidos no sé realmente qué pensar de ella.
Esto me resultó muy comprensible.
—Probablemente estará asustada —dije, y Mimi hizo un esfuerzo para parecer atemorizada—. ¿Está él divorciado de su primera esposa?
—Según ella, no.
—Me apuesto algo que miente —dijo Mimi.
—Calla —le dije—. ¿Va a volver él a Nueva York?
—Parece que está dispuesto a obligarnos a pedir la extradición si queremos que vuelva. Boston nos dice que está pidiendo un abogado a gritos.
—¿Y ustedes tienen tanto interés en que vuelva?
Guild encogió sus poderosos hombros.
—Si el traerle nos ayuda con este asesinato… Personalmente, no me importan gran cosa los antiguos cargos o el de bigamia. Nunca me ha gustado empapelar a nadie por cosas que no son de mi incumbencia.
—¿Bueno? —le pregunté a Mimi.
—¿Puedo hablarte a solas?
Miré a Guild, que dijo:
—Todo lo que haga falta, si sirve de algo.
Dorothy me tocó un brazo.
—Nick, escúchame a mí antes. Yo…
Se interrumpió. Todos los presentes estaban mirándola.
—Dime —la animé.
—Quiero hablar contigo primero.
—Pues empieza.
—Quiero decir, a solas.
—Más tarde —le dije, dándole unas palmaditas en la mano.
Mimi me llevó a su alcoba y cerró la puerta cuidadosamente. Me senté en la cama y encendí un pitillo. Mimi se quedó apoyada de espaldas contra la puerta y me sonrió muy dulce y confiadamente. Así transcurrió medio minuto. Y entonces dijo:
—Yo te gusto, Nick —y, como yo no dijera nada, preguntó—: ¿No te gusto?
—No.
Se echó a reír y se separó de la puerta.
—Lo que quieres decir es que no te gusta mi conducta —se sentó a mi lado, sobre la cama, y añadió—: Pero te gusto lo bastante para que me ayudes, ¿no?
—Depende.
—¿Depende de…?
Se abrió la puerta y entró Dorothy.
—Nick, tengo que…
Se puso Mimi en pie de un salto y se encaró con su hija.
—¡Lárgate de aquí! —le dijo entre dientes. Dorothy se estremeció como si la hubieran golpeado, pero dijo:
—No me voy. No vas a aprovecharte de…
Mimi la golpeó en la boca con el dorso de la mano derecha.
—¡Largo he dicho!
Dorothy gritó y se llevó la mano a la boca y, tapándosela con ella y los aterrados ojos clavados sobre Mimi, salió del cuarto de espaldas.
Mimi volvió a cerrar la puerta.
—Un día —le dije— tienes que venir a casa y traer tus pequeños látigos blancos.
No pareció oírme. Tenía los ojos pesados, torvos, y los labios ligeramente sacados, esbozando una sonrisa; pero cuando habló, lo hizo en voz más bronca, más gutural que de costumbre.
—Mi hija está enamorada de ti.
—Tonterías.
—Lo está y tiene celos de mí. Cada vez que me acerco a tres metros de ti parece que le va a dar un ataque.
Hablaba como si estuviera pensando en otra cosa.
—Tonterías. Puede que algo le quede de aquel enamoramiento que tuvo por mí a los doce años, pero nada más.
Mimi sacudió la cabeza.
—Estás equivocado, pero es igual —volvió a sentarse a mi lado, en la cama—. Tienes que ayudarme a salir de esto. Yo…
—Seguro. Eres una delicada flor que necesita la protección de un hombre fuerte.
—¿Te refieres a eso? —dijo indicando con un gesto de indiferencia la puerta por la que Dorothy habría salido—. No estarás pensando… Vamos, no es nada nuevo para ti, lo has visto y lo has hecho tú mismo, si a eso vamos. No debiera preocuparte —y volvió a sonreír como antes, con los ojos ensombrecidos y torvos y los labios algo sacados—. Si te gusta Dorry, anda con ella y buen provecho, pero no te me pongas sentimental. Pero vamos a dejar eso. Naturalmente que no soy una delicada flor. Nunca has pensado que lo sea.
—No —asentí.
—Bueno, pues entonces —dijo en tono de que ya no quedaba más que hablar.
—Entonces, ¿qué?
—Deja ya de coquetear de una vez. Sabes perfectamente lo que quiero decir. Me entiendes tan bien como yo te entiendo a ti.
—Más o menos. Pero el coqueteo ha sido todo tuyo desde que…
—Lo sé. Aquello fue un juego. Ahora no estoy jugando. Ese hijo de perra me ha engañado como a una estúpida, Nick, como a una grandísima estúpida, y ahora se encuentra en dificultades y espera que yo le ayude. ¡Ayudarle! —me puso una mano sobre la rodilla y sentí que las afiladas uñas se me hincaban en la carne—. La Policía no me cree. ¿Cómo puedo hacerles creer que él está mintiendo y que yo no sé nada acerca del asesinato que no les haya dicho ya?
—Probablemente, no puedes, sobre todo dado que Jorgensen no hace sino repetir lo que tú misma me has dicho hace unas horas.
Contuvo la respiración y de nuevo las uñas se hincaron en mi carne.
—¿Se lo has dicho a la Policía?
—Todavía no —dije, quitándole la mano de encima de mi rodilla.
Respiró tranquilizada.
—Y, claro, ahora no se lo irás a decir, ¿verdad?
—¿Por qué no?
—Porque es mentira. Chris ha mentido, y yo he mentido. Yo no encontré nada en absoluto.
—Ahora ya estamos otra vez donde antes, y te creo lo mismo que antes te creí. ¿Qué se ha hecho de lo que habíamos convenido para empezar de nuevo? Eso de que tú me entiendes, y de que yo te entiendo, y que nada de coqueteos o de juegos.
Me dio una ligera palmada en la mano.
—Está bien. Sí que encontré algo, no mucho, pero algo, pero no lo voy a sacar a relucir para ayudar a ese hijo de perra. Tienes que comprender lo que siento, Nick. Tú sentirías lo mismo…
—Es posible, pero así como están las cosas, no tengo motivo alguno para ponerme de tu lado. Ese Chris tuyo no es enemigo mío. No me supondría ventaja alguna ayudarte a lograr que se le crea culpable.
Suspiró.
—He estado pensando mucho en eso. Supongo que el dinero que pudiera yo darte no supondría ahora gran cosa para ti —sonrió malévolamente— y tampoco mi bello cuerpo blanco. Pero ¿no te interesa salvar a Clyde?
—No necesariamente.
—¡No sé qué quieres decir con eso! —dijo riéndose.
—Puedo querer decir que no creo que necesite que le salven. La Policía no tiene mucho contra él. Está mal de la cabeza, estaba en Nueva York el día que mataron a Julia, y ella le estaba estafando. Pero eso no basta para detenerle.
—Pero ¿con mi contribución? —dijo riéndose de nuevo.
—No lo sé. ¿De qué se trata? —le pregunté y, sin aguardar una respuesta que no esperaba, seguí diciendo—: Sea lo que sea, te estás portando como una tonta. Tienes a Chris en tus manos por bígamo. Denúnciale por eso. No hay…
Sonrió dulcemente y dijo:
—Es que eso lo guardo como una reserva que poder utilizar más tarde, en caso de que…
—En caso de que pueda librarse de la acusación de asesinato, ¿no es eso? Pues no saldrán así las cosas, preciosa. Podrás meterle en la cárcel unos tres días. Durante esos tres días, el fiscal le interrogará y averiguará lo suficiente para quedar convencido de que no mató a Julia y de que tú te has tomado la libertad de engañar a todo un fiscal, y cuando aparezcas con tu acusación de bigamia, el fiscal te dirá que le dejes en paz y se negará a procesarle por eso.
—Pero el fiscal no puede hacer eso.
—Puede hacerlo y lo hará —le aseguré—, y como pueda encontrar pruebas suficientes de que tú andas ocultando algo, te va a poner las cosas bien difíciles.
Se mordió el labio y me preguntó:
—¿Me estás diciendo la verdad?
—Te estoy diciendo exactamente lo que va a ocurrir, a no ser que los fiscales hayan cambiado mucho desde mis días.
Siguió mordiéndose los labios.
—No quiero que él salga libre, y tampoco quiero verme yo metida en un lío —me miró de frente—. ¡Como me estés mintiendo, Nick…!
—No puedes hacer más que dos cosas: creerme o no creerme.
Sonrió, me acarició la cara, me besó en la boca y se puso en pie.
—¡Eres más sinvergüenza…! Bueno, te voy a creer.
Recorrió la habitación de un extremo a otro. Le brillaban los ojos, y la expresión de su cara era de emoción y alegría.
—Voy a llamar a Guild —dije.
—No, espera. Prefiero que… Prefiero saber antes lo que opinas.
—Como quieras, pero nada de payasadas.
—Desde luego, tienes miedo hasta de tu sombra, pero no tengas cuidado. No voy a hacerte nada.
Le dije que eso me parecía muy bien y que por qué no me mostraba lo que tuviera que mostrarme.
—Los otros se estarán impacientando.
Dio la vuelta a la cama y se llegó a un armario, abrió la puerta, apartó unas ropas y metió la mano entre ellas.
—¡Vaya gracia! —dijo.
—¡Gracia! —me puse en pie—. Es graciosísimo. Ya verás a Guild tirándose por los suelos de risa —eché a andar hacia la puerta.
—A ver si dominas ese genio —dijo—. Ya lo tengo.
Se volvió hacia mí con un pañuelo hecho un burruño en la mano. Al mismo tiempo que me acercaba a ella abrió el pañuelo y me mostró una cadena de reloj, como de ocho centímetros, roto un extremo y unido el otro a una pequeña navaja de oro. El pañuelo era de mujer y podían advertirse en él unas manchas oscuras.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
—Julia lo tenía en la mano, lo vi cuando me dejaron sola con ella, me di cuenta de que era de Clyde y lo cogí.
—¿Estás segura de que es suyo?
—Claro que sí —dijo impacientemente—. Fíjate en los eslabones: oro, plata y cobre. Se lo mandó hacer con el primer metal que obtuvo con el procedimiento de fundición que inventó. Cualquiera que le conozca bien lo podrá identificar, pues no puede haber otro igual —dio la vuelta a la navaja para dejarme ver las iniciales grabadas en ella, C. M. W.—. Aquí tienes sus iniciales. No he visto esta navaja hasta ahora, pero la cadena la conocería en cualquier parte. Clyde la ha llevado durante muchos años.
—¿La recordabas lo suficientemente bien para haber podido describirla sin haberla vuelto a ver?
—Claro que sí.
—¿Es tuyo ese pañuelo?
—Sí.
—Y esas manchas, ¿son de sangre?
—Sí. Julia tenía la cadena en la mano, ya te lo he dicho, y las tenía manchadas de sangre —me miró con gesto de extrañeza—. ¿Es que no…? Cualquiera diría que no me crees.
—No es eso precisamente —le dije—, pero creo que debes estar segura de que esta vez estás contando la historia como fue.
Dio una patada en el suelo.
—Eres un… —pero luego se echó a reír y desapareció su enojo—. A veces eres el hombre más exasperante que conozco, Nick. Te lo he dicho todo exactamente como ocurrió.
—Así lo espero. Ya era hora. ¿Estás segura de que Julia no recobró el conocimiento lo bastante para decir algo mientras estuviste sola con ella?
—Ya estás tratando otra vez de sacarme de quicio. ¡Pues claro que estoy segura!
—Está bien. Aguarda aquí. Voy a buscar a Guild; pero te advierto que si le dices que Julia tenía la cadena en la mano y que no estaba muerta todavía, se va a preguntar si no tuviste que forcejear algo con ella para quitársela.
—¿Y qué debo decirle? —preguntó con los ojos muy abiertos.
Salí de la habitación y cerré la puerta.