Veintidós

EL NEGOCIO MARCHABA BIEN en el Pigiron Club. Estaba lleno de gente, de ruido y de humo. Studsy salió de detrás de la caja registradora para saludarnos.

—Estaba deseando que vinieran ustedes.

Estrechó la mano de Nora y dedicó una abierta sonrisa a Dorothy.

—¿Hay algo de particular? —le pregunté.

—Todo tiene mucho de particular con señoras como éstas.

Le presenté a Dorothy.

Se inclinó ante ella, le dijo algo muy complicado acerca de los que fueran amigos de Nick y llamó a un camarero.

—Pete, pon una mesa aquí para Mr. Charles.

—¿Se te llena esto así todas las noches? —le pregunté.

—No me quejo. Si vienen una vez vuelven. Puede que yo no tenga escupideras de mármol negro, pero lo que se toma aquí no hay que escupirlo. ¿Quieres que vayamos a sujetar el mostrador mientras te preparan la mesa?

Dijimos que sí y pedimos de beber.

—¿Has oído lo de Nunheim? —le pregunté.

Me miró durante un momento antes de decidirse a contestarme.

—Pues, sí, lo he oído. Su chica está allí —e indicó con la cabeza el otro extremo del local—. Estará celebrándolo, digo yo.

Miré hacia donde Studsy había señalado y acabé por descubrir a Miriam, grande y pelirroja, sentada a una mesa con media docena de hombres y mujeres.

—¿Has oído quién se lo cargó? —pregunté.

—Ella dice que fue la poli, porque él sabía demasiadas cosas.

—Para reírse —dije.

—Para reírse —asintió—. Ahí tienen su mesa. Siéntense y pónganse a gusto. Vuelvo en un periquete.

Llevamos los vasos hasta la mesa que habían colocado con grandes esfuerzos entre dos mesas que antes habían ocupado el lugar de una y nos acomodamos lo mejor que pudimos.

Nora probó su bebida y se estremeció.

—¿Crees que esto será la «arveja amarga» con que se encuentra uno en los crucigramas?

—¡Mira! —dijo Dorothy.

Miramos y vimos a Shep Morelli que venía hacia nosotros. Fue su cara lo que atrajo la atención de Dorothy. En donde no estaba hundida, estaba abultada, y su colorido iba desde el morado oscuro al rosa pálido de un parche que tenía en la barbilla.

Se detuvo ante nuestra mesa, se inclinó algo para apoyar los puños en ella y dijo:

—Escuche. Me dice Studsy que debería presentarle mis excusas.

—Studsy o el completo manual de urbanidad —murmuró Nora, y yo dije—: ¿Bien?

Morelli meneó la aporreada cabeza y dijo:

—Yo no pido disculpas por lo que hago, y al que no le guste que se chinche, pero no me duele decir que siento haber perdido la cabeza cuando le di al gatillo, y espero que no le esté molestando mucho, y si puedo hacer algo para quedar bien…

—No piense más en ello. Siéntese y tome una copa. Este es Mr. Morelli, Miss Wynant.

Dorothy abrió mucho los ojos y pareció muy interesada. Morelli encontró una silla y se sentó.

—Espero que usted no me guarde rencor tampoco —le dijo a Nora.

—Fue muy divertido —dijo Nora.

Morelli la miró recelosamente.

—¿Le soltaron bajo fianza? —pregunté.

—Ajá. Esta tarde —se tocó cuidadosamente la cara con un dedo—. Las señales más recientes son de allí. Por si acaso, hicieron como si me hubiera vuelto a resistir al ser detenido antes de darme suelta.

Esto causó profunda indignación a Nora.

—Pero ¡eso es una barbaridad! ¿Quiere usted decir que le…?

Le di unos golpecitos en la mano.

—Bueno, tiene uno que esperarlo —dijo Morelli, y el labio inferior se movió, tratando de que su desplazamiento diera la impresión de una sonrisa de desprecio—. No importa tanto, mientras sean dos o tres los que lo hacen.

Nora se volvió hacia mí.

—¿Solías tú hacer cosas así?

—¿Quién? ¿Yo?

Llegó Studsy con una silla.

—Le han dado un buen tratamiento de belleza, ¿eh? —dijo indicando a Morelli. Le hicimos sitio para que se sentara y sonrió muy complacido a Nora y a lo que no estaba bebiendo—. Me apuesto que no le dan nada mejor en esos sitios de postín de Park Avenue, y aquí no le cuesta más que cuatro fichas el trago.

La sonrisa le salió algo débil a Nora, pero fue una sonrisa. Me pisó un pie por debajo de la mesa.

—¿Conoció usted a Julia Wolf en Cleveland? —le pregunté a Morelli.

Miró de reojo a Studsy, que, retrepado en la silla, paseaba la mirada por el local, viendo cómo aumentaban sus beneficios.

—Cuando se llamaba Rhoda Stewart —añadí. Morelli miró a Dorothy.

—No se preocupe por ella. Es la hija de Clyde Wynant.

Studsy dejó de estudiar su local y derramó sobre Dorothy el encanto de su sonrisa.

—¿De veras? —dijo—. ¿Y cómo está su papá?

—No le he visto desde que era una niña —respondió ella.

Morelli humedeció la punta del cigarrillo y se lo metió entre los tumefactos labios.

—Yo soy de Cleveland —encendió una cerilla. Tenía la mirada apagada y estaba tratando de conservarla apagada—. Sólo fue Rhoda Stewart una vez. Nancy Kane —volvió a mirar a Dorothy—. Su padre lo sabe.

—¿Conoce usted a mi padre?

—Hablamos una vez.

—¿Acerca de qué? —pregunté.

—De ella.

La cerilla que tenía en la mano se consumió hasta quemarle los dedos. La tiró al suelo, encendió otra y la aplicó al cigarrillo. Alzó las cejas en mi dirección y arrugó la frente al decir:

—¿No hay cuidado?

—Ninguno. No hay aquí nadie delante de quien no pueda hablar usted.

—Está bien. Estaba más celoso que un moro. Yo quise darle un par de golpes, pero ella no me dejó. Allá ella, me dije. Es el que paga.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Seis meses, ocho meses.

—¿Le ha visto usted después de muerta ella?

—Sólo le vi un par de veces —dijo negando con la cabeza—, y esta vez de que le estoy hablando fue la última.

—¿Estaba ella explotándole?

—A mí no me dijo nada. Pero supongo que sí.

—¿Por qué?

—Tenía buena cabeza. Era más lista que el hambre. De alguna parte estaba sacando dinero. Una vez necesité cinco billetes de los grandes —hizo una castañeta—. Me los dio a toca teja.

Decidí no preguntarle si había devuelto los cinco mil dólares.

—Puede que él se los diera.

—Sí, puede.

—¿Le ha dicho usted algo de todo esto a la Policía?

Se rio una vez, despreciativamente.

—Se creyeron que podrían hacerme hablar a mamporros. Pregúnteles usted lo que creen ahora. Usted es un tío como es debido, y yo…

Se interrumpió y se quitó el cigarrillo de la boca.

—El Niño de la Aurisipela —dijo y extendió la mano hasta tocar la oreja de un hombre que estaba sentado a una de las mesas entre las que habían logrado colocar la nuestra y que se había estado inclinando más y más hacia atrás.

El hombre se puso de pie de un salto y volvió la cara para mirar a Morelli, una cara asustada, pálida y sumida.

—A ver si podemos apartar una miaja el soplillo, que se nos está metiendo en los vasos —dijo Morelli.

—No…, no lo hice aposta, Shep —dijo el hombre y procuró incrustarse la mesa en la barriga para apartarse lo más posible de nosotros, con lo que no se alejó lo suficiente para no poder oír lo que hablábamos.

—Aposta no sabrías hacer nada —le dijo Morelli—, pero eso no quita para que sigas tratando —dicho lo cual volvió a dedicarme su atención—. Yo estoy dispuesto a ir hasta donde haga falta con usted… La chica está muerta y no le puedo hacer daño, pero ese Mulrooney no tiene hombres bastantes para sacarme a golpes lo que yo no quiera decir.

—Magnífico —le dije—. Cuénteme todo lo que sepa de ella, en dónde la conoció, cuándo, lo que hacía antes de juntarse con Wynant, en dónde la encontró él.

—Me parece que un trago no me haría daño —se volvió en la silla y llamó—: ¡Oye, tú, garsón, el del chico a la espalda!

El camarero algo giboso a quien Studsy había llamado Pete se abrió paso por entre la gente para llegar hasta nuestra mesa y sonrió amigablemente a Morelli:

—¿Qué va a ser? —y se chupó ruidosamente los dientes.

Pedimos de beber, y el camarero se alejó.

—Nancy y yo vivíamos en la misma manzana —dijo Morelli—. Kane, su padre, tenía una tienda de caramelos en la esquina. Nancy solía robarle cigarrillos para dármelos —dijo riéndose—. Su padre me organizó una bronca de las buenas una vez porque yo le había enseñado a la chica a sacar monedas de cinco centavos de los teléfonos con un pedazo de alambre, de los teléfonos de antes. Y todavía estábamos como en tercero o así —volvió a reír, y la risa pareció salirle de lo hondo de la garganta—. A mí se me ocurrió afanar unos adornos de una ringlera de casas que estaban construyendo a la vuelta de la esquina, metérselos al viejo en el sótano y luego decírselo a Schultz, el guardia de la calle, para vengarme del viejo, pero ella no me dejó hacerlo.

—Debió usted de ser un niño encantador —dijo Nora.

—Vaya que lo era —dijo orgullosamente—. Una vez, cuando no tenía más de cinco años o…

—Me pareció que era usted —dijo una voz de mujer.

Alcé la vista y vi a Miriam, la pelirroja, que me estaba hablando.

—Hola —le dije.

Se puso en jarras y me miró sombríamente.

—Así que el muchacho sabía demasiado para que a usted le gustara.

—Es posible. Pero escurrió el bulto por la escalera de incendios, callandito, antes de decirnos nada.

—¡Mangancias!

—Está bien. ¿Qué es lo que cree usted que sabía que a nosotros nos pareció demasiado?

—Donde anda Wynant —dijo.

—¿Sí? ¿Dónde anda?

—No lo sé. Art lo sabía.

—Ojalá nos lo hubiera dicho. Nosotros…

—¡Mangancias! —repitió—. Lo sabe usted y lo sabe la poli. ¿Quién cree usted que se chupa el dedo?

—No lo sé. Pero tampoco sé dónde está Wynant.

—Usted está trabajando para él, y la bofia con usted. No me venga con historias. Art se creyó, el grandísimo tonto, que con saberlo iba a conseguir yo qué sé cuánto dinero. Lo que no sabía era lo que le iba a pasar por saberlo.

—¿Le dijo a usted que lo sabía? —pregunté.

—Oiga, yo no soy tan tonta como cree usted. Art me dijo que sabía algo que le iba a suponer un montón de dinero, y lo que le ha supuesto, pues ya se ha visto. Vamos, que yo me sé cuántas son dos y dos.

—Algunas veces son cuatro —le dije—, pero otras veces son veintidós. Yo no estoy trabajando para Wynant. Y no es preciso que diga «Mangancias» otra vez. ¿Quiere usted ayudar…?

—No. Era un soplón, y a veces se callaba lo que querían saber los que le usaban. Lo que le ha pasado, él se lo buscó; pero no espere que yo me olvide que le dejé con usted y con Guild y que la próxima vez que le vio alguien estaba muerto.

—Yo no quiero que se olvide usted de nada. Lo que quiero es que recuerde si…

—Tengo que ir al retrete —dijo y se alejó. Era su porte de gracia singular.

—No sé si me gustaría verme enredado con esa fulana —dijo Studsy—. Es de mucho cuidado.

Morelli me guiñó un ojo. Dorothy me tocó en el brazo y dijo:

—No lo entiendo, Nick.

Le dije que no se preocupara y le dije a Morelli:

—Me estaba usted hablando de Julia Wolf.

—Sí. Bueno, pues su padre la echó a la calle cuando ella tenía quince o dieciséis años, porque tuvo no sé qué líos con un profesor de la escuela, y ella fue y se ajuntó con un tipo que se llamaba Face Peppler, un chico listo si no hablaba mucho. Me acuerdo que una vez estábamos Face y yo… —se aclaró la voz—. Bueno, el caso es que Face y ella siguieron juntos —¡qué diablos!— algo así como cinco o seis años, quitando los que él estuvo en la mili, y ella viviendo con otro, que no me acuerdo cómo se llamaba, pero era un primo de Dick O’Brien, un fulano flaco, de pelo negro y aficionado al trago. Pero así que Face cumplió y le dieron la licencia, se volvieron a ajuntar hasta que los agarraron por tratar de dársela a un pájaro de Toronto. Face cargó con todo, y a ella sólo le echaron seis meses, pero a él le cargaron la mano. La última vez que supe de él seguía en la jaula. La vi cuando la soltaron, y me pidió un par de cientos de dólares para irse de la ciudad. Luego supe de ella, cuando me devolvió la pasta, y me dijo que ahora se llamaba Julia Wolf y que le gustaba Nueva York un rato, pero yo sé que Face sigue sabiendo de ella. Bueno, pues cuando me vine para aquí el año 28 fui a verla. Y…

Volvió Miriam junto a nosotros, en jarras, como antes.

—He estado dándole vueltas a eso que me dijo. Usted se ha creído que yo soy tonta.

—No —dije sin gran veracidad.

—Pues mire, lo que es seguro es que no soy lo bastante tonta para tragarme ese cuento que ha tratado de encajarme. Cuando tengo una cosa delante de los ojos, la veo; ¿comprende?

—Está bien.

—No, qué va a estar bien. Usted se ha cargado a Art y…

—No grites tanto, chica —dijo Studsy. Se levantó, la agarró de un brazo y le dijo en voz tranquilizadora—: Ven. Quiero hablarte —y se la llevó hacia el mostrador del bar.

Morelli volvió a guiñarme un ojo.

—Le gusta eso. Bueno, pues, como iba diciéndole, cuando me vine para aquí fui a verla, y me dijo que tenía un trabajo con Wynant, y que él andaba loco perdido por ella, y que estaba sacando buenos cuartos. Allí, en chirona, en Ohio, le enseñaron la taquigráfica, y ella se pensó que de aquello podía salirle algo bueno, ya sabe usted, quizá conseguir entrar a trabajar en algún lado y que la dejaran un día sola con la caja fuerte abierta. Una agencia la mandó a hacer no sé qué trabajo para Wynant durante un par de días, y a ella se le antojó que tal vez sería mejor sacarle los dineros poco a poco que llevarse un puñado de golpe y salir de naja, así que se lo trabajó y se encontró arreglada e instalada, pero bien. Tuvo la vista de decirle que había estado en chirona, pero que ahora estaba tratando de andar derecha, porque pensó que si no se lo decía y se enteraba él, pues adiós el asunto, porque, según me dijo, el abogado de Wynant parecía que la miraba con malos ojos y a lo mejor se le ocurría empezar a investigar. Yo no sabía qué se traía entre manos, a ver si me entiende usted, porque era asunto suyo y no necesitaba ninguna ayuda mía, y aunque éramos amigos en cierto modo, no tenía por qué ir a decirme cosas que luego yo podía ir a soplarle al patrón. Porque, a ver si me entiende, no era mi chica, no éramos más que un par de viejos amigos, porque de chicos habíamos jugado juntos. Bueno, pues yo la veía de vez en cuando, y aquí veníamos mucho, hasta que él organizó un caramillo, y ella me dijo que se acabó, que no iba a perder una cosa buena por ir a beberse unas copas conmigo. Y así se acabó la cosa. Eso fue en octubre, me parece, y ella no cambió de idea. No la volví a ver.

—¿Con qué otras personas salía? —le pregunté.

—No lo sé —dijo Morelli—. No era aficionada a hablar de nadie.

—Cuando la mataron llevaba una sortija de compromiso. ¿Sabe usted algo de eso?

—Nada. Sólo que yo no se la regalé. Cuando yo la veía, no la llevaba.

—¿Cree usted que tenía el propósito de irse a vivir otra vez con Peppler cuando él cumpliera?

—Puede que sí. No parecía estar muy preocupada porque él estuviera encerrado, pero a ella le gustaba trabajar con él, eso sí, y supongo que se hubieran vuelto a ajuntar.

—¿Qué fue de ese primo de O’Brien, el borrachín flaco y moreno?

—Ni idea —me dijo Morelli, mirándome sorprendido. Studsy volvió sin compañía.

—Puede que me equivoque —dijo al sentarse—, pero se me antoja que se podría hacer carrera de esa chica, llevándola bien.

—Sí, llevándola agarrada del pescuezo —dijo Morelli. Studsy sonrió con buen humor.

—No. Esa chica está tratando de abrirse camino. Trabaja de veras con las lecciones de canto y…

Morelli contempló su vaso vacío y dijo:

—Pues lo que es esta porquería de alcohol de quemar que vendes aquí debe de estar haciéndole mucho bien a la garganta —y, volviéndose hacia Pete, le gritó—: ¡A ver, el de la mochila! ¡Que sea lo mismo, que tenemos que cantar en el coro mañana!

—Eso está hecho, Sheppy —dijo Pete, su rostro gris y arrugado perdía la expresión de apatía cuando le hablaba Morelli.

Un hombre inmensamente gordo y rubio, tan rubio que era casi albino, que había estado sentado a la mesa de Miriam, se llegó a nosotros y me dijo con voz aflautada, tremola y mujeril:

—Así que tú eres el que se encargó de enviar al pobre de Art Nunhei…

Morelli le dio un puñetazo al hombre gordo en el gordo abdomen, un puñetazo todo lo fuerte que pudo darle sin levantarse de la silla. Studsy, súbitamente de pie, se inclinó por encima de Morelli y golpeó la cara del hombre gordo con su inmenso puño. Me fijé, tontamente, en que aún entraba con la derecha. Pete, el jorobado, se acercó al hombre gordo por detrás y le pegó en la cabeza con la bandeja vacía con toda la violencia que pudo. El hombre gordo cayó hacia atrás, derribando a tres personas y a una mesa. Los dos camareros del bar ya se nos habían unido para entonces. Uno de ellos le dio un golpe con una porra cuando trató de levantarse, lo que le hizo caer de nuevo en cuatro patas; el otro hombre metió la mano por dentro del cuello de la camisa del gordo y lo retorció para ahogarle. Cogieron entre todos al hombre gordo, con la ayuda de Morelli, y lo sacaron rápidamente de allí.

Pete contempló la operación y se chupó los dientes.

—¡Ese maldito Gorrión! —me explicó—. ¡Cuando se pone a beber hay que andar con ojo con él!

Studsy estaba junto a la mesa contigua a la nuestra, la que fue derribada, ayudando a unos y a otros a ponerse en pie y a recuperar las cosas que habían rodado por el suelo.

—Esto no conviene. Perjudica el negocio. Pero ¿hasta dónde puede llegar uno? Yo no quiero que mi establecimiento sea un lugar de mala fama, pero tampoco busco que sea un colegio de señoritas.

Dorothy estaba pálida y atemorizada. Nora tenía muy abiertos los ojos y estaba atónita.

—Esto es una casa de locos. ¿Por qué hicieron eso? —dijo.

—Sabes tanto como yo —le respondí.

Morelli y los encargados del bar volvieron con aspecto de estar muy satisfechos consigo mismos. Morelli y Studsy se sentaron de nuevo con nosotros.

—Sois impulsivos —le dije.

—¡Impulsivos! —dijo, soltando la carcajada—. ¡Ha dicho impulsivos!

Morelli estaba serio.

—Cuando ese tipo va a empezar algo hay que empezarlo antes que él. Porque una vez que arranca, ya es tarde. Ya le hemos visto así otras veces, ¿verdad, Studsy?

—¿Así? —dije—. ¿Cómo? No había hecho nada.

—Conforme, no había hecho nada —dijo Morelli, hablando despacio—. Pero, tratándose de él, es algo que se presiente, ¿no es así, Studsy?

—Sí —dijo Studsy—, es un histérico.