MIMI ME RECIBIÓ alargándome sus dos manos.
—Nick, eres un encanto por haberme perdonado así, pero lo cierto es que siempre has sido un encanto. No sé qué me pasó el lunes por la noche.
—Olvídalo —le dije.
Tenía la cara algo más rosada que de costumbre, y la tensión de los músculos la hacían parecer más joven. Le brillaban los ojos azules. Cuando tuve sus manos en las mías, las encontré heladas. Era evidente que se encontraba presa de una gran excitación, pero no pude adivinar qué clase de emoción era la suya.
—Y también tu mujer ha sido muy buena al…
—Olvídalo.
—Nick…, ¿qué pueden hacerle a quien oculta pruebas de que alguien es culpable de un asesinato?
—Pueden acusarle de cómplice, de encubridor, si quieren.
—¿Incluso si se arrepiente voluntariamente y entrega la prueba?
—Sí, pero no suelen hacerlo.
Echó un vistazo por la habitación, como para asegurarse de que estábamos solos, y dijo:
—Clyde mató a Julia. Yo encontré la prueba y la escondí. ¿Qué crees que me harán?
—Probablemente, nada, excepto echarte un buen rapapolvo…, si entregas la prueba. Clyde fue tu marido. Vuestros vínculos son lo bastante estrechos para que ningún jurado piense mal de ti si has tratado de encubrirle, a no ser que crean que le tapaste por otros motivos.
—¿Lo crees tú? —me preguntó serena y deliberadamente.
—No lo sé. Yo diría que pensaste utilizar esa prueba de su culpabilidad para sacarle los cuartos en cuanto pudieras ponerte en contacto con él y que algo ha ocurrido que te ha hecho cambiar de idea.
Convirtió en garra la mano derecha y trató de rasguñarme la cara con sus afiladas uñas. Tenía los dientes apretados y regañaba como un perro furioso. La agarré de la muñeca.
—Las mujeres os estáis volviendo muy violentas —dije, tratando de dar a mi voz un matiz de añoranza—. Hace un rato he visto a una tirar una sartén hirviendo a la cabeza de un hombre.
Se echó a reír, aunque no cambió la expresión de sus ojos.
—¡Qué mala pécora eres! Siempre piensas de mí lo peor, ¿verdad?
Le solté la muñeca y se frotó las marcas que en ella habían dejado mis dedos.
—¿Quién fue la mujer que tiró la sartén? —me preguntó—. ¿La conozco yo?
—No fue Nora, si es eso lo que quieres decir. ¿Han detenido ya a Sidney-Christian Kelterman-Jorgensen?
—¿Qué?
Me pareció auténtico su asombro, y esto me sorprendió a mí.
—Jorgensen es Kelterman —dije—. Te acordarás de él. Creí que estabas enterada.
—¿Te refieres a aquel indeseable que…?
—Sí.
—No lo creo —se puso en pie, moviendo los dedos nerviosamente—. No lo creo. No lo creo —le había demudado el semblante el temor; su voz se destempló y sonó tan artificiosa como la de un ventrílocuo—. No lo creo.
—Pues sí que te va a servir de mucho —le dije.
Pero no me estaba escuchando. Me volvió la espalda, se acercó a una ventana y allí se quedó, de espaldas a mí. Yo dije:
—He visto ahí enfrente a un par de hombres en un coche, que muy bien pudieran ser policías aguardando para detenerle cuando…
Se volvió y me preguntó ásperamente:
—¿Estás seguro de que es Kelterman?
Había desaparecido casi todo el temor de su rostro, y la voz había vuelto a recobrar al menos su timbre humano.
—La Policía lo está.
Nos quedamos mirándonos, ambos pensando. Yo pensaba que lo que le infundió aquel temor de antes no había sido que Jorgensen pudiera ser el asesino de Julia Wolf o incluso que le fueran a detener, sino la sospecha de que se hubiera casado con ella exclusivamente para ejecutar algún plan contra Wynant.
Cuando me eché a reír, no porque semejante pensamiento me resultara jocoso, sino porque surgió en mi mente de manera tan repentina, se estremeció como sobresaltada y sonrió algo insegura.
—No lo creeré —dijo, y su voz se había vuelto muy dulce— hasta que él mismo me lo diga.
Movió los hombros casi imperceptiblemente y le tembló el labio inferior.
—Es mi marido.
Eso sí debió parecerme risible, pero lo que hizo fue molestarme. Dije:
—Mimi, soy Nick. ¿Te acuerdas de mí? Ene, i, ce, ka.
—Ya, ya sé que jamás piensas de mí nada bueno —dijo solemnemente—. Te crees que soy una…
—Está bien, está bien. Dejemos eso y vamos a lo de la prueba que encontraste contra Wynant.
—Ah, sí, eso —dijo y volvió la cabeza. Cuando me miró de nuevo, le temblaban otra vez los labios—. Nick, fue una mentira. No encontré nada —se acercó más a mí y siguió diciendo—: Clyde no tiene derecho a escribir esas cartas a Macaulay y a Alice tratando de que todos sospechen de mí, y se me ocurrió que bien merecido le estaría que yo inventara algo contra él, porque de veras creía, bueno, y sigo creyendo, que la mató él y sólo para…
—¿Qué es lo que inventaste?
—Verás…, no lo había pensado aún. Primero quería saber lo que podrían hacerme…, ya sabes: esas cosas que te he preguntado. Tal vez, no sé, hubiera dicho que Julia recobró el conocimiento unos instantes cuando me quedé sola con ella, mientras los otros iban a telefonear, y que me dijo que había sido Clyde.
—No me dijiste que habías oído algo, sino que lo habías encontrado y que lo tenías escondido.
—Bueno, sí, pero todavía no había decidido lo que iba a…
—¿Cuándo te has enterado de que Wynant ha escrito a Macaulay?
—Esta tarde —dijo— vino aquí un policía.
—¿Y no te preguntó nada acerca de Kelterman?
—Me preguntó que si le conocía, que si le conocí entonces, y creí que estaba diciendo la verdad cuando le contesté que no.
—Puede que sí. Y ahora es cuando creo que decías la verdad al decir que encontraste alguna clase de prueba contra Wynant.
Abrió más los ojos.
—No entiendo.
—Yo tampoco, pero podría ser algo así: es posible que encontrases algo y que decidieras ocultarlo con la idea de vendérselo a Wynant. Entonces, cuando esas cartas comenzaron a hacer que la gente pensara en ti, decidiste abandonar el plan de sacarle dinero para adoptar el de vengarte de él y al mismo tiempo protegerte tú, entregando la prueba a la Policía. Y por fin, al enterarte de que Jorgensen es Kelterman, has cambiado de plan una vez más y ahora vuelves a callar lo de la prueba, ya no con objeto de usarla como palanca para sacar dinero, sino para dejar a Jorgensen en la peor situación posible y castigarle por haberse casado contigo para llevar adelante sus planes contra Wynant y no por amor.
Sonrió tranquilamente y me preguntó:
—Tú me crees capaz de cualquier cosa, ¿verdad que sí?
—Eso no importa. Lo que sí debería importarte es que, probablemente, acabarás tus días en la cárcel.
No fue muy agudo su grito, pero sí horrendo, y el temor que antes reflejó su rostro no fue nada en comparación con el que ahora lo desencajó. Me agarró de las solapas y balbuceó:
—¡Por favor! ¡No digas eso! ¡Por favor!
Toda ella temblaba. Le rodeé con un brazo para impedir que cayera.
No advertimos la presencia de Gilbert hasta que tosió y dijo:
—¿Te encuentras mal, mamá?
Me soltó lentamente las solapas, retrocedió un paso y dijo:
—Tienes una madre que es una tonta —aún estaba temblando, pero consiguió sonreírme y decir en son de broma—: Eres un bruto en asustarme así.
Le dije que lo sentía.
Dejó Gilbert el abrigo y el sombrero en un sillón y nos contempló con curiosidad cortés. Cuando le resultó patente que ninguno de los dos íbamos a decir nada volvió a toser, se acercó a mí y me dio la mano.
—Me alegro mucho de verle.
Yo le dije que yo me alegraba de verle a él.
—Tienes los ojos cansados —dijo Mimi—. Me apuesto cualquier cosa que otra vez te has pasado la tarde leyendo sin ponerte las gafas —me miró, sacudió la cabeza y me dijo—: Tiene tan poco sentido común como su padre.
—¿Ha habido noticias suyas? —preguntó el muchacho.
—Nada, desde esa falsa alarma acerca del suicidio —le dije—. Supongo que estás enterado de que fue una falsa alarma.
—Sí —vaciló—. Quisiera verle a usted unos minutos antes de que se marche.
—Desde luego.
—Pero ¿no lo estás viendo ahora, hijo? —dijo Mimi—. ¿Es que tenéis secretos de los que yo no deba enterarme? —su voz era normal y ya había dejado de temblar.
—Te aburriría —cogió el sombrero, me dedicó una pequeña inclinación de cabeza y salió de la habitación.
—No entiendo a esa criatura en absoluto —dijo Mimi volviendo a sacudir la cabeza—. ¿Qué habrá pensado de nuestra escenita? No parecía que le preocupara gran cosa —luego dijo en tono más grave—: ¿Qué te hizo decir eso, Nick?
—¿El qué? ¿Lo de acabar tus días…?
—No, calla —dijo estremeciéndose—. No quiero oírlo. ¿Te puedes quedar a cenar? Seguramente cenaré sola.
—Lo siento. No puedo. ¿Qué me dices de esa prueba que encontraste?
—Ya te he dicho que no encontré nada. Fue una mentira. Y no me mires así. Te digo que fue una mentira —insistió con el ceño fruncido y con aire de sinceridad.
—Entonces…, ¿me mandaste venir sólo por el gusto de contarme un cuento? ¿Y por qué has cambiado de idea?
—Nick —rio entre dientes—, te debo de gustar de veras o no estarías siempre tan antipático.
No pude seguir este razonamiento. Me limité a decir:
—Bueno, voy a ver qué quiere Gilbert y después me iré.
—¿No puedes quedarte?
—Lo siento, no puedo —dije otra vez—. ¿En dónde encontraré a Gilbert?
—La segunda puerta a la… ¿De veras crees que van a detener a Chris?
—Depende de las contestaciones que dé a la Policía. Para evitar que le detengan tendrá que hablar bien claro.
—No, si él… —se interrumpió, me miró de pronto alerta y preguntó—: No me estarás jugando una mala pasada, ¿verdad? ¿Es cierto que es Kelterman?
—La Policía está convencida de que sí.
—Pero el que vino aquí esta tarde no me ha preguntado absolutamente nada acerca de Chris —objetó—. Sólo me preguntó si conocía a…
—No estaban seguros todavía —le expliqué—. Entonces no era más que una suposición.
—¿Y ahora están seguros?
Dije que sí con la cabeza.
—¿Cómo lo han averiguado?
—Por una chica que él conoce.
—¿Quién? —dijo con la mirada ligeramente ensombrecida, aunque la voz fue normal.
—No me acuerdo del nombre —entonces volví a la verdad—. La que le dio la coartada para la tarde del asesinato.
—¿Coartada? —dijo indignada—. ¿Quieres decir que la Policía tiene por buena la palabra de una mujer como ésa?
—Una mujer como qué.
—Sabes lo que quiero decir.
—No, no lo sé. ¿La conoces tú?
—No —respondió como si la hubiese insultado. Medio cerró los ojos y bajó la voz hasta que apenas fue más que un susurro—. Nick, ¿crees que él mató a Julia?
—¿Para qué iba a haberlo hecho?
—Supón que se casara conmigo para vengarse de Clyde y que… Sabrás que insistió en que yo viniera aquí y tratara de sacarle dinero a Clyde. Quizá le di yo la idea, no lo sé, pero luego insistió mucho en ello. Y supón que se encontrara con Julia. Ella le conocía, naturalmente, porque estuvieron trabajando para Clyde al mismo tiempo. Chris sabía que yo iba a ver a Julia aquella tarde. Si temió que yo la irritara, a lo mejor pensó que ella podía descubrirle y… ¿No podría haber pasado eso?
—Eso no tiene ni pies ni cabeza. Además, tú y él salisteis juntos aquella tarde. No hubiera tenido tiempo de…
—Mi taxi fue despacísimo, y quizá me detuve en algún sitio en el… Sí, creo que sí. Creo que paré en una farmacia para comprar aspirina. Sí. Ahora lo recuerdo muy bien —dijo afirmando con la cabeza enérgicamente.
—Y él sabía que ibas a parar porque tú se lo dijiste —le propuse—. Vamos, Mimi, no sigas por ahí. Un asesinato es una cosa seria. No puedes colgarle un asesinato a una persona sencillamente porque te ha hecho una mala faena.
—¿Faena? —preguntó, mirándome desorbitados los ojos—. Ese…, ese…
Le dedicó a Jorgensen todos los vituperios habituales, malsonantes, obscenos y de toda índole, y su voz fue elevándose poco a poco hasta que acabó por gritármelos a la cara.
Cuando se detuvo un instante para respirar le dije:
—Empleas las palabrotas con arte, pero…
—¡Incluso tuvo la desfachatez de insinuar que quizá la maté yo! —me dijo—. Le faltó valor para preguntármelo, pero anduvo dando rodeos y más rodeos, siempre llevando la conversación hacia eso, hasta que, al fin, yo le dije que desde luego…, bueno, le dije que yo no la había matado.
—Eso no es lo que ibas a decir. Le dijiste que desde luego qué.
—Deja de atosigarme —dijo, dando una patada en el suelo.
—Está bien y al diablo contigo. La idea de venir aquí no fue mía —me dirigí hacia donde estaban el abrigo y el sombrero.
Corrió tras de mí y me agarró por un brazo.
—Por favor, Nick, perdóname. Es este estúpido genio mío. No sé lo que voy…
Entró Gilbert y dijo:
—Le acompañaré parte del camino.
—Estabas escuchando —le dijo Mimi enojada.
—¿Cómo lo iba a remediar, con los gritos que estabas dando? ¿Me puedes dar algo de dinero?
—Y no hemos acabado de hablar —dijo Mimi.
—Tengo que irme, Mimi —dije, mirando el reloj—. Es tarde.
—¿Volverás cuando termines lo que tienes que hacer?
—Si no es demasiado tarde. Pero no me esperes.
—No importa la hora —dijo ella—. Estaré aquí.
Dije que procuraría ir. Le dio el dinero a Gilbert. Él y yo bajamos a la calle.