—LO PRIMERO DE TODO —dijo Guild, así que salimos de su despacho—, vamos a ir a ver al amigo Nunheim. Debe de estar en casa. Le dije que aguardara a que yo le llamase.
La casa del amigo Nunheim estaba en el cuarto piso de un edificio lóbrego, húmedo y maloliente que disfrutaba del estrépito del ferrocarril elevado de la Sexta Avenida. Guild llamó a la puerta.
Se escucharon dentro ruidos apresurados y una voz de hombre, nasal y algo irritada, preguntó:
—¿Quién es?
—John —dijo Guild.
Abrió al punto la puerta un hombre pálido y pequeño, de unos treinta y cinco o treinta y seis años, cuyas únicas ropas visibles eran una camiseta, unos pantalones azules y unos calcetines negros de seda.
—No le esperaba, teniente —gimió—. Me dijo que telefonearía.
Parecía estar asustado. Tenía los ojillos oscuros y muy juntos, la boca ancha, fina y colgante y la nariz larga, aún más colgante, y dijérase que sin huesos.
Guild me tocó un codo con la mano y entramos. Se veía una cama sin hacer a través de una puerta que había a la izquierda. El cuarto en que entramos era el de estar, pobretón y desaseado, con ropas, periódicos y platos sucios diseminados por doquier. En un entrante a mano derecha había un fregadero y un fogón. De pie entre ellos vimos a una mujer con una sartén caliente en la mano. Era grande la mujer, de abundantes carnes y pelirroja; tendría unos veintiocho años y era guapa de una manera algo brutal y zafia. Vestía un kimono rosado todo arrugado y zapatillas rosa ajadas con unos lazos torcidos. Nos miró con cara de pocos amigos.
Guild no me presentó a Nunheim y no prestó atención alguna a la mujer.
—Siéntese —dijo y quitó unas ropas para hacerlo él en un extremo del sofá.
Yo hice otro tanto con un trozo de periódico que había sobre una mecedora y me senté también. Al ver que Guild se quedaba con el sombrero puesto, no me quité el mío.
Se acercó Nunheim a la mesa, sobre la que había una botella con unos cinco dedos de whisky y un par de vasos, y dijo:
—¿Un trago?
—No de esa porquería —dijo Guild con una mueca—. ¿Qué idea te dio de decirme que sólo conocías a la Wolf de vista?
—¡De vista la conocía, teniente! ¡Como me está oyendo Dios! —me miró dos veces de reojo durante un segundo para en seguida apartar la vista—. Puede que le dijera hola, o qué tal, o algo así al verla, pero nada más. ¡Como Dios me está oyendo!
La mujer dejó oír una risa breve y despreciativa, sin que el rostro expresara alegría alguna.
Nunheim se volvió para mirarla y le dijo, la voz aguda por la ira:
—Tú abre la boca y te vas a encontrar con un diente menos.
Blandió la mujer la sartén y se la arrojó a Nunheim a la cabeza. Falló, y la sartén se estrelló contra la pared. La grasa y las yemas de huevo dejaron manchas nuevas sobre la pared, el suelo y los muebles.
Él se abalanzó sobre ella. No tuve que levantarme para alargar un pie y ponerle la zancadilla. Cayó al suelo. Ya la mujer había cogido un cuchillo de cocina.
—¡Quietos! —rugió Guild, que tampoco se había levantado del sofá—. Hemos venido a hablar, no a ver gracias. Tú, levántate y a ver si te estás quieto.
Se levantó Nunheim lentamente del suelo.
—Es que cuando bebe me saca de quicio —dijo—. Todo el día lleva pinchándome —movió la mano derecha arriba y abajo—. Creo que me he dislocado la muñeca.
La mujer pasó ante nosotros sin mirarnos, entró en la alcoba y cerró la puerta.
—Puede que si dejaras de andar bailándoles el agua a otras mujeres no tuvieras tantos problemas con ésta —dijo Guild.
—¿Qué quiere usted decir, teniente? —y pareció estar sorprendido, ser inocente y sentirse herido.
—Julia Wolf.
El descolorido hombrecillo ahora se mostró indignado.
—¡Eso es mentira, teniente! ¡Cualquiera que diga que yo haya jamás…!
Guild le interrumpió al dirigirse a mí:
—Si quiere usted darle una torta, no vaya a dejarlo por eso de la muñeca torcida. Ni con ella buena sería capaz de dar un golpe.
Nunheim se volvió hacia mí con las manos extendidas.
—Oiga, yo no es que haya querido faltarle ni llamarle mentiroso. Quise decir que alguien anda equivocado si…
Volvió Guild a interrumpirle.
—¿No te hubieras acostado con ella si hubieras podido?
Nunheim se humedeció el labio inferior y miró recelosamente hacia la puerta de la alcoba.
—Bueno —dijo lentamente y en voz discretamente baja—, claro, era una mujer de bandera. Supongo que no la hubiera desairado.
—Pero ¿tú nunca trataste de engatusarla?
Nunheim vaciló, se encogió de hombros y respondió:
—Oiga, ya sabe usted lo que son las cosas. Un hombre que anda dando tumbos por ahí, bueno, no hace ascos a nada que se le presente.
Guild le miró agriamente.
—Más te hubiera valido decirme eso desde el principio. ¿En dónde estuviste la tarde que la apiolaron?
Saltó el hombrecillo como si le hubieran clavado un alfiler.
—Pero ¡quite de ahí, teniente! ¿No estará usted diciendo que yo tuviera nada que ver con eso? ¿A santo de qué iba yo a hacerle nada?
—¿En dónde estuviste?
Temblaron nerviosamente los labios flojos de Nunheim.
—¿Qué día la…? —y se interrumpió al abrirse la puerta de la alcoba.
Salió la mujerona con una maleta. Se había puesto ropa de calle.
—¡Miriam! —dijo Nunheim.
Le miró ella con ojos apagados y dijo:
—No me gustan los granujas, y si me gustaran los granujas, no me gustarían los granujas soplones, y aun si me gustaran los granujas soplones, no me gustarías tú —y con esto se dirigió hacia la puerta de la escalera.
Guild agarró a Nunheim de un brazo para impedir que saliera tras la mujer y repitió:
—¿Dónde estuviste?
—¡Miriam! —gritó Nunheim—. ¡No te vayas! ¡Me portaré bien! ¡Haré lo que tú quieras! ¡No te vayas, Miriam!
La mujer salió y cerró la puerta.
—¡Suélteme! —le suplicó a Guild—. Déjeme que la traiga. No puedo vivir sin ella. La traeré en seguida y le diré a usted lo que quiera saber. Suélteme. Tengo que hacerla volver…
—Tonterías. Siéntate —dijo Guild y sentó al hombrecillo en una silla de un empujón—. No hemos venido aquí para veros a ti y a esa tía haciendo el numerito. ¿Dónde estuviste la tarde en que mataron a la muchacha?
Se cubrió Nunheim la cara con las manos y comenzó a gemir.
—Sigue perdiendo el tiempo —le dijo Guild— y te voy a dar una zurra que vas a quedar como nuevo.
Eché un poco de whisky en un vaso y se lo di a Nunheim.
—Gracias, señor, gracias.
Bebió el whisky, tosió y sacó un pañuelo sucio para enjugarse la cara.
—Así, de pronto, no me acuerdo, teniente —gimió—. Puede que estuviera en el billar de Charlie y puede que estuviera aquí. Miriam se acordaría. Si me deja usted que vaya a buscarla.
—Al diablo con Miriam —dijo Guild—. ¿Qué te parecería si te metiera en la jaula por aquello de no acordarte?
—Déme un minuto. Me vendrá. No estoy tratando de perder el tiempo, teniente. Demasiado sabe usted que siempre le digo las cosas tal como son. Lo que pasa es que estoy alterado. Y mire esta muñeca —dijo, mostrándonos la muñeca para que viéramos que había comenzado a hincharse—. Aguarde un minuto —y se volvió a cubrir la cara con las manos.
Guild me guiñó un ojo y esperamos a que la memoria del hombrecillo empezara a recuperarse. De pronto, se quitó las manos de la cara y se echó a reír.
—¡Anda, Dios! Bien empleado me hubiera estado que me metieran en chirona por no acordarme. Esa fue la tarde que estuve en… Pero aguarde, se lo voy a enseñar —y entró en la alcoba.
Pasados unos minutos, Guild le gritó:
—¡Oye, tú, que no tenemos toda la noche! ¡A ver si te das prisa!
No hubo contestación.
Cuando entramos en la alcoba, la encontramos vacía, y cuando miramos en el cuarto de baño, vacío también. Había una ventana abierta y una escalera de incendios.
No dije nada y procuré que no dijera nada la expresión de mi cara.
Guild se echó para atrás el sombrero y dijo:
—Hubiera preferido que no hiciera eso —y se dirigió al teléfono que había en la habitación.
Mientras telefoneaba anduve fisgando los cajones y los armarios, pero no encontré nada. No fue un registro muy concienzudo y lo dejé en cuanto el teniente acabó de poner en movimiento a la Policía.
—Le encontraremos, no se apure —me dijo—. Tengo una noticia que darle. Hemos comprobado que Jorgensen es Kelterman.
—¿Quién le ha identificado?
—Mandé a uno de mis hombres a que hablara con esa chiquita que le facilitó la coartada, esa Olga Benton, y acabó por sacárselo. Pero lo que no pudo hacer fue demostrar que la coartada fuera falsa. Voy a ir yo mismo a probar suerte con ella. ¿Quiere usted acompañarme?
Miré mi reloj y respondí:
—Me gustaría, pero ya es tarde. ¿Han encontrado ya a ése?
—Hay orden de detenerle —me miró pensativamente—. ¡Y ese pájaro va a tener que estar hablando un buen rato!
Le sonreí.
—Y ahora, ¿quién cree usted que la mató?
—No me preocupa eso. Cuando tenga suficientes cosas para apretarles los tornillos a suficientes personas tendré en mis manos al que lo hizo antes que piten el final del partido.
Ya en la calle, Guild me prometió informarme de lo que ocurriera, nos estrechamos la mano y nos separamos. Dos segundos después vino corriendo hacia mí para encargarme que le diera muchos recuerdos a Nora.