A LA MAÑANA SIGUIENTE hice venir a una mecanógrafa y despaché casi toda la correspondencia que se había acumulado; mantuve una conversación telefónica con nuestro abogado de San Francisco —estábamos procurando evitar que uno de los clientes de la fábrica de maderas fuera declarado en quiebra—; pasé una hora estudiando el procedimiento de rebajar nuestros impuestos estatales, y así hice el papel del atareado hombre de negocios, y ya me sentía bastante virtuoso hacia las dos, cuando abandoné el trabajo y salí con Nora a comer.
Tenía ella una partida de bridge después de comer. Yo fui a ver a Guild, con quien había hablado por teléfono aquella mañana.
—Así que fue una falsa alarma —le dije después de darnos la mano y acomodarnos en nuestros asientos.
—Eso es lo que fue. Ese tipo era Wynant tanto como lo pueda ser yo. Ya sabe usted lo que pasa. Avisamos a la Policía de Fili que Wynant había puesto un telegrama desde allí, y les dieron su descripción por radio. Total, que durante toda una semana cualquier fulano flaco, con o sin barba, será Wynant para la mitad de la población de Pensilvania. Este tipo era un tal Barlow, un carpintero sin trabajo, por lo que he podido saber, a quien un negro le arreó un tiro tratando de atracarle, todavía no puede hablar mucho.
—¿No pudo pegarle el tiro alguien que cometiera el mismo error que la Policía de Allentown? —pregunté.
—¿Quiere usted decir alguien que le tomara por Wynant? Bueno, pudiera ser, si es que nos sirve eso de algo. ¿Le parece que sí?
Le respondí que no lo sabía.
—¿Le ha hablado Macaulay a usted de la carta que ha recibido de Wynant? —pregunté.
—No me dijo lo que decía.
Se lo dije yo. Y le hablé de lo que sabía de Kelterman.
—Vaya. Eso es interesante —dijo.
Le hablé también de la carta que Wynant había escrito a su hermana.
—Escribe a mucha gente, ¿eh?
—Lo mismo se me ha ocurrido a mí —y añadí que la descripción que me dieron de Sidney Kelterman le encajaría a Christian Jorgensen con muy ligeros cambios.
Él dijo:
—Nada, que no se pierde el tiempo escuchando a un hombre como usted. No deje que le interrumpa.
Le dije que aquello era todo.
Se meció en el sillón, clavó fruncidos sus ojos gris pálido en el techo y dijo al cabo:
—Habrá que mirar eso.
—Ese hombre de Allentown, ¿le dispararon con un arma del 32?
Me miró con curiosidad durante unos segundos y me dijo que no con la cabeza.
—Con una del 44. ¿Qué está pensando?
—Nada. Dándole vueltas a todo en la cabeza.
—Bien sé lo que es eso —dijo y se recostó en el sillón para estudiar el techo otro poco. Cuando habló de nuevo pareció estar pensando en otra cosa—. Esa coartada de Macaulay por la que preguntó usted es válida. Llegó tarde a una cita que tenía, y sabemos de cierto que estuvo en la oficina de un tal Hermann, en la calle Cincuenta y Siete, desde las tres y cinco hasta las tres y veinte, que es el tiempo que cuenta.
—¿Qué es eso de las tres y cinco?
—¡Ah, claro! Es que no lo sabe usted. Es que hemos encontrado a uno que se llama Caress, que tiene una tintorería y lavandería en la Primera Avenida, que llamó a la interfecta a las tres y cinco para preguntarle si tenía alguna ropa para él, y ella le contestó que no y que probablemente saldría de la ciudad. Así que eso reduce el tiempo al que va de las tres y cinco a las tres y veinte. No sospechará usted de Macaulay, ¿no?
—Sospecho de todo el mundo. ¿En dónde estuvo usted desde las tres y cinco hasta las tres y veinte?
Se echó a reír.
—Pues, en efecto —dijo—, soy casi el único que no tiene una coartada. Estuve en el cine.
—¿Todos los demás la tienen?
Hizo un gesto afirmativo.
—Jorgensen salió del hotel con su mujer a eso de las tres y cinco y no perdió el tiempo para ir a ver a una amiguita que tiene en la calle Setenta y Tres, una tal Olga Fenton —prometimos no decirle nada a su esposa—, y con ella estuvo hasta eso de las cinco. Sabemos lo que Mrs. Jorgensen hizo. La hija se estaba vistiendo cuando salió el matrimonio, tomó un taxi a las tres y cuarto y fue directamente a Bergdorf-Goodman’s. El chico se pasó toda la tarde en la Biblioteca Pública, ¡y hay que ver la clase de libros que lee! Morelli estuvo en un bar de la calle Cuarenta y algo… —se echó a reír y preguntó—: ¿Y dónde estuvo usted?
—Yo me estoy guardando la mía hasta que la necesite de veras. Ninguna de esas coartadas parecen incontrovertibles, pero las coartadas auténticas rara vez lo son. ¿Y qué hay de Nunheim?
Guild parecía sorprendido.
—¿Por qué se le ha ocurrido pensar en él?
—He oído decir que andaba intentando liarse a la Wolf.
—¿En dónde ha oído eso?
—Lo he oído.
—¿Y es de fiar la fuente? —dijo ceñudo.
—Sí.
—Bueno —dijo lentamente—, de ése sí que podemos averiguar lo que sea. Pero, vamos a ver, ¿qué interés tiene usted en toda esa gente? ¿No cree que fue Wynant?
Le ofrecí el mismo momio que a Studsy:
—Apuesto doble contra sencillo que no.
Calló durante un rato y se estuvo mirándome con el entrecejo arrugado. Luego dijo:
—Es una idea, de todas maneras. Y usted, ¿por quién apuesta?
—Todavía no he llegado tan lejos. Y entienda usted bien que no sé nada. No estoy diciendo que Wynant no la matara. Lo único que digo es que no todo indica que fuera él.
—Sí, ya. Y lo dice apostando doble contra sencillo. ¿Qué es lo que no indica que fuera él?
—Llámelo un presentimiento, si quiere —dije—, pero…
—No quiero llamarlo nada. Creo que es usted un detective listo. Lo que quiero es escuchar lo que tenga que decir.
—Casi todo lo que tengo que decir son preguntas. Por ejemplo, ¿cuánto tiempo pasó desde que el chico del ascensor dejó a Mrs. Jorgensen en el piso de la Wolf hasta que ella lo llamó para decir que oía quejidos dentro?
Guild frunció los labios y cuando los abrió fue para preguntar:
—¿Cree usted que quizá ella…? —y dejó el resto de la pregunta en el aire.
—Creo que quizá ella. Y me gustaría saber dónde andaba Nunheim. Me gustaría conocer las respuestas a las preguntas de la carta de Wynant. Me gustaría saber qué fue de los cuatro mil dólares de diferencia entre la cantidad que Macaulay le dio a la secretaria y la que ella parece que le dio a Wynant. Me gustaría saber de dónde sacó la sortija de compromiso.
—Estamos haciendo lo que podemos —dijo Guild—. Y lo que a mí me gustaría saber ahora mismo es, si Wynant no la mató, por qué no se presenta para contestar a unas cuantas preguntas.
—Una razón pudiera ser que a Mrs. Jorgensen tal vez le gustara volver a meterle en el manicomio —y entonces se me ocurrió otra cosa—. Macaulay trabaja para Wynant. ¿No se habrán limitado ustedes a aceptar su palabra de que el hombre de Allentown no era Wynant?
—No. El hombre ese es más joven que Wynant, con la pelambrera bien poco gris y no teñida. Y no se parece a las fotos que tenemos —parecía hablar con gran seguridad—. ¿Tiene usted algo que hacer durante la próxima hora, poco más o menos?
—No.
—Estupendo —se puso en pie—. Voy a encargar a algunos de los chicos que me investiguen esas cosillas de que hemos estado charlando, y usted y yo podríamos dedicarnos a hacer algunas visitas.
—Estupendo —repetí yo, y Guild salió del despacho.
Había un ejemplar del Times en el cesto de los papeles. Lo cogí y busqué la página de los anuncios personales por palabras. Allí estaba el anuncio de Macaulay:
Cuando regresó Guild le pregunté:
—¿Qué se ha hecho de los empleados de Wynant, del personal que tenía en el taller? ¿Se les ha investigado?
—Sí. No saben nada. Fueron despedidos y liquidados al acabar la semana cuando se fue Wynant de Nueva York. Eran dos. Y no le han echado la vista encima desde entonces.
—¿En qué estaban trabajando cuando se cerró el taller?
—Una pintura o algo así. No sé qué de un verde inalterable. No lo sé. Lo puedo averiguar, si le interesa.
—Supongo que es igual. ¿Qué tal es el taller?
—Parece bueno, por lo que yo puedo juzgar. ¿Cree usted que el taller tenga algo que ver con el asunto?
—Cualquier cosa puede tener que ver.
—Supongo que sí. Venga, vamos.