Doce

LA CARTA DE CLYDE WYNANT a Macaulay era todo un documento. Estaba mal mecanografiada en papel blanco corriente y fechada en Filadelfia el 26 de diciembre de 1932. Decía así:

Querido Herbert:

He telegrafiado a Nick Charles que te acordarás que trabajó para mí hace algunos años y ahora está en Nueva York para que se ponga al habla contigo acerca de la terrible muerte de la pobre Julia. Quiero que hagas todo lo que puedas para [aquí había una línea tachada con equis y emes de la cual nada podía leerse] convencerle de que dé con el asesino. No me importa lo que cueste. Págaselo.

Te doy a continuación unos detalles que quiero que le digas aparte de todos los que ya conoces tú. No creo que deba comunicárselos a la policía pero él sabrá lo que es mejor y quiero darle plena libertad para actuar pues tengo absoluta confianza en él. Quizá lo mejor sea que le des a leer esta carta que luego debes destruir con cuidado.

Estos son los detalles.

Cuando fui a ver a Julia el jueves por la noche para recoger los $ 1000 me dijo que quería dejar su puesto de secretaria. Me dijo que llevaba algún tiempo sintiéndose mal de salud y que el médico le había dicho que debería tomarse un descanso y que ahora que ya estaba arreglado lo de la herencia de su tío podía y deseaba hacerlo. Nunca me había dicho nada acerca de su salud y pensé que debía de haber algún otro motivo que me estaba ocultando. Traté de sacárselo pero insistió en lo mismo. Y tampoco estaba enterado de que se le hubiera muerto un tío. Me dijo que se trataba de su tío John de Chicago, Supongo que esto puede investigarse si es que tiene importancia. No logré convencerla de que cambiase de idea o sea que a final de mes se habría despedido. Me pareció que estaba o preocupada o atemorizada pero me dijo que no, Al principio sentí que me dejara pero luego no pues siempre me había fiado de ella y si ahora, como me parecía, me estaba mintiendo ya no podría volver a confiar en ella.

La siguiente cosa que quiero que sepa Charles es que piense lo que piense la gente y cualquiera que fuera antes la verdad Julia y yo [aquí podían leerse borradas a medias las palabras «somos ahora»] no éramos el uno para el otro sino patrón y empleada ni habíamos sido más que eso hacía ya más de un año. Estas relaciones fueron el resultado de un acuerdo mutuo.

Otra cosa. Creo que se debería hacer algo para averiguar el paradero de Sidney Kelterman con quien tuvimos dificultades hace algunos años porque los experimentos en que me ocupo ahora son semejantes a aquellos que pretendía que yo le había robado y le creo lo suficientemente loco para haber matado a Julia si ella se negó a decirle en dónde podría encontrarme.

Y la cuarta cosa, y la más importante. ¿Ha estado Kelterman al habla con mi esposa divorciada? ¿Cómo ha podido saber ella que yo estaba trabajando en cosas parecidas a los experimentos en que él me ayudó?

Quinto: es preciso convencer a la Policía inmediatamente de que yo no puedo decirles nada acerca del asesinato para que no me busquen pues si lo hicieran y me hallaran eso podría suponer que se conocieran prematuramente mis experimentos lo cual juzgo que en estos momentos sería muy peligroso. La mejor manera de lograr esto será la aclaración inmediata del misterio del asesinato y esto es lo que deseo.

Me pondré al habla contigo de vez en cuando y si mientras tanto algo ocurriera que hiciera mandatorio hablar conmigo pon en el Times un anuncio que diga:

ABNER. SI. BUNNY.

Si leo esto procuraré en seguida ponerme en contacto contigo.

Espero que te des cuenta de lo necesario que es convencer a Charles de que acepte el caso dado que ya conoce el asunto de Kelterman y a todas las personas a quienes el caso concierne.

Tuyo cordialmente

Clyde Miller Wynant.

Dejé la carta sobre la mesa de Macaulay y le dije:

—Pues sí que tiene esto mucho sentido. ¿Te acuerdas por qué fue su pelea con Kelterman?

—Era algo de la transmutación de la estructura de los cristales. Puedo mirarlo.

Cogió la carta de encima de la mesa y la miró con hosquedad.

—Dice que recogió mil dólares de Julia esa noche. Yo le había dado cinco mil, porque esa fue la cantidad que ella me dijo que quería él.

—¿Cuatro mil dólares del legado del tío John? —insinué.

—Eso parece. Es curioso: nunca se me pasó por la imaginación que Julia le pudiera estafar. Tendré que hacer averiguaciones acerca de las demás cantidades que le di para él.

—¿Sabes que estuvo en la cárcel, en Cleveland, por un timo?

—No. ¿Es cierto?

—Según la Policía. Con el nombre de Rhoda Stewart. ¿Cómo la conoció Wynant?

—No tengo idea —dijo, meneando la cabeza.

—¿Sabes algo de dónde salió? ¿Parientes? ¿Algo así?

Volvió a decir que no.

—¿Con quién estaba comprometida?

—No sabía que estuviera comprometida.

—Llevaba una sortija con un diamante.

—Ahora me entero —cerró los ojos como si estuviera haciendo memoria—. No, no recuerdo haberle visto nunca una sortija con un diamante —apoyó los antebrazos sobre la mesa, sonrió y me preguntó—: Bueno, ¿qué probabilidades hay de que hagas lo que quiere Wynant?

—Pocas.

—Me lo suponía —movió una mano para tocar la carta—. Ahora sabes tanto como yo. ¿Hay algo que pudiera hacerte cambiar de parecer?

—Yo no…

—¿Serviría de algo que yo le convenciera de que te viera él personalmente? Tal vez si le dijera que sólo así se te podría convencer…

—Estoy dispuesto a hablar con él —dije—, pero tendría que hablar mucho más claro de lo que escribe.

—¿Quieres decir que crees que quizá la mató él? —dijo Macaulay, hablando lentamente.

—No sé nada de eso. Sé menos que la Policía, y es casi seguro que no tienen pruebas suficientes contra él para detenerle, incluso si le encontraran.

Macaulay suspiró.

—Ser abogado de un loco no resulta muy ameno. Trataré de que entre en razón, pero sé que no me hará caso.

—Una cosa te quería preguntar. ¿Qué tal anda de dinero? ¿Tiene tanto como antes?

—Casi. La crisis económica le afectó un poco, como a todos, y los derechos por su patente del método de fundición se han ido al diablo ahora que las siderurgias están poco menos que cerradas. Pero aún puede contar con unos cincuenta o sesenta mil dólares al año, que saca de sus patentes de la vitreína y del aislamiento sonoro, y algo más que le dan otras cosas menos importantes, como… —se interrumpió para preguntarme—: ¿Es que te preocupa que no pueda pagarte lo que le pidas?

—No. Era sólo por saberlo —pensé en otra cosa—. ¿Tiene algún pariente, además de su ex esposa y sus hijos?

—Una hermana, Alice Wynant, con la que hace ya cuatro o cinco años que no se habla.

Supuse que se trataba de la tía Alice, a quien los Jorgensen no fueron a ver el día de Navidad.

—¿Por qué se pelearon? —pregunté.

—En una entrevista con él que publicó un periódico, Wynant dijo que no creía que el plan quinquenal ruso estuviera irremediablemente condenado al fracaso. En realidad lo que dijo no fue más fuerte que eso.

—¡Están los dos…! —dije riéndome.

—Ella todavía más que él. No se acuerda de nada. Cuando operaron de apendicitis a su hermano iba con Mimi en un taxi para verle por la tarde del día de la operación y se cruzaron con una carroza fúnebre que venía de la dirección del hospital. La buena de Alice se puso pálida, agarró a Mimi del brazo y le dijo: «¡Dios mío, no será ése…! ¿Cómo se llama?».

—¿En dónde vive?

—En la Avenida Madison. Encontrarás el número en la guía telefónica —vaciló y dijo—: No creo que…

—No pienso molestarla —y antes que él pudiera añadir más sonó el teléfono.

Lo descolgó y dijo:

—¿Diga?… Sí, al habla… ¿Quién? ¡Ah, sí! —Se le tensaron los músculos alrededor de la boca y abrió más los ojos.

—¿En dónde?… (Escuchó)… Sí, sí, claro. ¿Podré llegar a tiempo de cogerlo?… (Miró el reloj)… Está bien. Nos veremos en el tren —colgó el teléfono—. Era el teniente Guild. Wynant ha tratado de suicidarse en Allentown. En Pensilvania.