TENÍA MUCHO MEJOR el costado cuando Nora me despertó a las doce de la mañana del día siguiente.
—Mi simpático policía te quiere ver —me dijo—. ¿Cómo te sientes?
—Horrible. Anoche, seguramente, me acosté sin estar borracho —aparté a Asta y me levanté de la cama.
Cuando entré en el cuarto de estar, Guild se levantó de un sillón con un vaso en la mano y me sonrió con una gran sonrisa que le atravesó toda la carota pecosa.
—¡Vaya, vaya! ¡Esta mañana tiene usted un gran aspecto, Mr. Charles!
Nos estrechamos la mano, le dije que sí, que me encontraba bien, y nos sentamos.
Me miró con ceño, pero afablemente.
—De todos modos, no debió usted jugarme esa treta.
—¿Treta?
—¡Claro! Escaparse a ver a los amigos cuando yo me quedé sin hacerle preguntas para que pudiera descansar. Me parece que me debió usted poner el primero en la lista, como aquel que dice.
—No lo pensé. Perdóneme. ¿Ha visto usted ese telegrama que recibí de Wynant?
—Ajá. Estamos curioseando en Fili.
—Bueno, por lo que se refiere a esa pistola —empecé a decir—, yo…
—¿Qué pistola? Ya no hay ninguna pistola. Tiene roto el percusor; todo el mecanismo está oxidado y agarrotado. Si alguien ha disparado esa pistola, o si alguien pudiera haber disparado esa pistola, durante los últimos seis meses, yo soy el Papa. No perdamos el tiempo hablando de ese trozo de chatarra.
Me eché a reír.
—Eso explica muchas cosas. Se la quité a un borracho que me dijo que la había comprado en un bar por doce dólares. Ahora lo creo.
—Pues a su amigo le van a vender un buen día el Ayuntamiento. Bueno, Mr. Charles, de hombre a hombre, ¿está usted trabajando en el asunto de la Wolf o no?
—Usted ha visto el telegrama de Wynant.
—Sí. Entonces no está usted trabajando para él. Pero sigo preguntándoselo.
—Ya no soy detective particular. Ya no soy detective de ninguna clase.
—Ya, ya le he oído. Pero se lo sigo preguntando.
—Está bien. No.
Se quedó pensando unos segundos y dijo:
—Le voy a hacer la pregunta de otra forma. ¿Le interesa a usted el asunto?
—Conozco a las personas, así que es natural que me interese.
—¿Y nada más?
—Nada más.
—¿Y no supone usted que va a acabar ocupándose del asunto?
Sonó el teléfono, y Nora fue a contestarlo.
—Para ser sincero con usted, no lo sé. Si la gente sigue empujándome, no sé hasta dónde podrán meterme.
Guild movió la cabeza de arriba abajo varias veces.
—Lo comprendo. No me importa decirle que me gustaría verle metido en él… con los del lado bueno.
—Ya. Quiere usted decir que no del lado de Wynant. ¿Lo hizo él?
—Eso no lo puedo decir, Mr. Charles, pero no es preciso que le diga que él no está ayudándonos gran cosa para averiguar quién lo hizo.
Apareció Nora en la puerta.
—Nick, al teléfono.
Era Herbert Macaulay.
—Hola, Charles. ¿Qué tal van las heridas?
—Estoy bien, gracias.
—¿Has sabido de Wynant?
—Sí.
—He recibido una carta suya diciéndome que te había telegrafiado. ¿Estás demasiado malherido para…?
—No. Estoy levantado. Si vas a estar en tu oficina a última hora de la tarde pasaré por allí para verte.
—Magnífico. Estaré aquí hasta las seis.
Regresé al cuarto de estar. Nora estaba convidando a Guild a que comiera con nosotros mientras desayunábamos. Guild dijo que era muy amable de su parte. Yo dije que yo debía tomarme un trago antes de desayunar. Y Nora se fue a encargar la comida y servir las bebidas.
Guild meneó la cabeza y me dijo:
—Es una mujer fenomenal, Mr. Charles.
Asentí solemnemente.
Él dijo:
—Supongamos que, como usted dice, le metieran en esto, Mr. Charles. Bueno, pues me gustaría mucho más verle trabajando con nosotros que contra nosotros.
—Y a mí.
—Entonces, trato hecho —dijo, moviendo ligeramente su silla hacia mí—. Me supongo yo que no se acuerda usted de mí; pero cuando trabajaba usted esta ciudad, yo tenía a cargo la ronda de la calle Cuarenta y Tres.
—¡Naturalmente! —le mentí cortésmente—. Ya decía yo que me sonaba su cara… Pero, claro, sin el uniforme…
—¡Uy, cambia uno mucho! Quisiera estar seguro de que no anda usted callándonos cosas que no sepamos.
—Adrede, no. No sé qué saben ustedes. Yo no sé gran cosa. No he visto a Macaulay después de cometido el asesinato y ni siquiera he estado leyendo los periódicos.
Volvió a sonar el teléfono. Nora nos dio los vasos y fue a contestarlo.
—Bueno, lo que sabemos no es ningún secreto —dijo Guild—. Y si quiere usted darse tiempo para escucharlo, a mí no me importa contárselo —dio un sorbo a la copa, y su cara expresó completa aprobación—. Ahora, una cosa quisiera preguntarle antes. Cuando fue usted de visita anoche, ¿le dijo a Mrs. Jorgensen que había recibido el telegrama?
—Sí. Y que se lo había entregado a ustedes.
—Y ella, ¿qué dijo?
—Nada. Me hizo preguntas. Está tratando de encontrarle.
Ladeó ligeramente la cabeza y medio guiñó un ojo.
—¿No cree usted que es posible que estén los dos conchabados, como aquel que dice? —alzó una mano—. Comprenda que no sé por qué iban a estarlo o qué se traerían entre manos si lo estuvieran, ¿eh? Es una pregunta.
—Todo es posible —dije—. Pero creo que no es probable que estén trabajando juntos. ¿Por qué?
—Supongo que tiene usted razón —y luego añadió vagamente—: Pero hay un par de cosas —y suspiró—. ¡Siempre las hay! Bueno, Mr. Charles, pues voy a soltarle todo lo que sabemos, y si usted puede añadir algo aquí y algo allá, según vaya contándole el cuento, pues le estaré muy agradecido.
Dije algo de que haría todo lo posible.
—Pues aquí va. Alrededor del tres del pasado octubre, Wynant le dice a Macaulay que tiene que irse de la ciudad durante algún tiempo. Y no le dice ni dónde va ni para qué, pero el abogado tiene la impresión de que va a trabajar en algún invento que quiere conservar secreto —y más tarde le saca a Julia Wolf que así es—, y también saca la impresión de que Wynant tiene un escondrijo en la sierra, en los montes Adirondack; pero cuando le pregunta a ella sobre esto, la Wolf contesta que sabe tanto como él.
—¿Sabía ella de qué clase de invento se trataba?
Guild sacudió la cabeza.
—Según Macaulay, no; pero que sería algo que probablemente necesitaba sitio para la maquinaria o cosas que cuestan dinero, porque eso es lo que estaba arreglando con el abogado. Estaba arreglando que Macaulay pudiera coger todos sus valores, acciones y obligaciones y otras cosas suyas y convertirlo todo en dinero contante cuando quisiera, y que el abogado se encargara de su cuenta en el banco, todo eso como si fuera Wynant mismo.
—Poder notarial cubriéndolo todo, ¿eh?
—Exactamente. Y escuche, cuando le pedía dinero, lo quería en billetes.
—Siempre se le han ocurrido bastantes chifladuras.
—Eso dice la gente por ahí. La idea era que nadie pudiera encontrarle siguiendo la pista a los cheques y que nadie supiera allá arriba quién era. Por eso no se llevó a la chica consigo y ni tan siquiera le dijo dónde iba, si es que ella dijo la verdad, y además fue y se dejó la barba —dijo Guild, acariciándose con la mano una barba imaginaria.
—«Allá arriba» —repetí—. ¿Así que estaba en los Adirondack?
Guild encogió un hombro.
—Bueno, he dicho eso porque la sierra y Filadelfia son los únicos dos sitios de que nos han hablado. Estamos haciendo pesquisas en las montañas, pero no lo sabemos. Igual está en Australia.
—¿Y cuánto dinero en billetes quería Wynant?
—Eso se lo puedo decir al céntimo.
Sacó un puñado de papeles sucios, doblados y arrugados del bolsillo, eligió un sobre que estaba ligeramente más mugriento que los demás y se metió los otros en el bolsillo de nuevo.
—Aquí está. El día siguiente de hablar con Macaulay sacó, él mismo, del banco cinco mil en billetes. El día veintiocho, y recuerde que estoy hablándole de octubre, le pidió al abogado que sacara otros cinco mil del banco, y dos mil quinientos el seis de noviembre, y mil el quince, y siete mil quinientos el treinta, y mil quinientos el seis, y ya estamos en diciembre, y mil el dieciocho, y cinco mil el veintidós, o sea en la víspera del día en que la mataron.
—Casi treinta mil —dije—. Tenía una buena cuenta corriente.
—Veintiocho mil quinientos, para ser exactos —dijo, guardándose el papel en el bolsillo—. Pero no crea que tenía todo eso en la cuenta. Después de la primera vez, Macaulay fue vendiendo algo para reunir el dinero. Aquí tengo una lista de los valores que vendió, si la quiere usted ver —dijo, tocándose el bolsillo.
Le dije que no.
—¿Cómo le entregaba el dinero a Wynant?
—Wynant le escribía a la muchacha cuando lo quería. Macaulay se lo entregaba a ella. Tiene los recibos firmados por ella.
—¿Y cómo se lo mandaba ella a Wynant?
Meneó Guild la cabeza.
—Pues, por lo que ella le dijo a Macaulay, se reunía con él en donde él le decía; pero el abogado cree que ella sabía en dónde estaba Wynant, aunque siempre dijo que no.
—Y puede que todavía tuviera los cinco mil dólares últimos cuando la mataron, ¿eh?
—Por lo que podría tratarse de un robo, a no ser que… —y los acuosos ojos de Guild se cerraron casi por completo—, a no ser que la matara cuando fue a recogerlos.
—O a no ser —dije yo— que, quienquiera que la matara por alguna otra razón, encontrara allí el dinero y pensara que sería una buena idea llevárselo.
—Seguro —asintió el policía—. Como que esas cosas ocurren todo el tiempo. Incluso ocurre algunas veces que los que descubren un cadáver deciden apropiarse de algunas cosillas antes de dar parte —alzó una manaza y aclaró—: Oiga, naturalmente, tratándose de Mrs. Jorgensen, una señora como esa, no vaya usted a pensar que estoy insinuando que…
—Además —dije yo—, no estuvo sola allí, ¿no?
—Bueno, un ratito sí que lo estuvo. Es que el teléfono del apartamento estaba estropeado, y el chico del ascensor llevó al conserje abajo para que telefoneara desde la oficina. Pero cuidado, ¿eh?, a ver si nos entendemos, yo no estoy insinuando que Mrs. Jorgensen hiciera algo que no estuviera bien. Vamos, digo yo, que una señora así no iba a…
—¿Qué le pasaba al teléfono? —pregunté yo.
Sonó el timbre de la puerta.
—Pues no sé qué pensar de ello —dijo Guild—. El teléfono…
Se calló al entrar un camarero para poner la mesa.
—Eso del teléfono —dijo Guild cuando ya estábamos sentados a la mesa— no sé qué pensar de ello, como iba diciendo. Tenía un balazo en la mismísima bocina.
—¿Accidente o…?
—Eso me gustaría preguntar a mí. Era una bala disparada por la misma arma que las cuatro que la mataron, pero si es que falló la puntería con la quinta, o si le arreó al teléfono aposta, yo qué sé. Digo yo que es un procedimiento algo ruidoso de inutilizar un teléfono…
—Ahora que lo menciona —dije—. ¿No oyó nadie esos tiros? Una del 32 no es una escopeta, pero alguien debió de oír los tiros.
—Sí, claro —dijo con asco—. Ahora, toda la casa está llenita de gente que cree que oyó algo, pero nadie hizo nada entonces, y Dios sabe que no coinciden en lo que creen que oyeron.
—Siempre pasa lo mismo —le dije para consolarle.
—No lo sé yo bien —se metió un tenedor lleno de comida en la boca—. ¿En dónde estaba yo? ¡Ah, sí! Lo de Wynant. Cuando se fue de la ciudad, dejó el apartamento en que vivía y metió las cosas en un guardamuebles. Hemos estado viéndolo, las cosas, pero no hemos dado con nada que indique dónde fue, o siquiera en qué estaba trabajando, que quizá nos hubiese ayudado algo. Y fuimos al taller que tiene en la Primera Avenida, y otro tanto. Ha estado cerrado desde que él se fue, excepto que la Wolf iba por allí, una o dos horas a la semana, para ocuparse del correo y cosas así. Nada de lo que le ha llegado por correo desde que la suprimieron a ella nos ha servido tampoco para nada. Y en el apartamento de la interfecta, tampoco —le sonrió a Nora—. Supongo que esto le parecerá un rato aburrido, mistress Charles.
—¿Aburrido? —dijo ella extrañada—. ¡Estoy en ascuas!
—Bueno, es que a las señoras les suele gustar algo con más color, más animadillo —dijo Guild y tosió—. Pero a lo que íbamos. No hemos encontrado nada que nos diga en dónde se ha metido, excepto que el viernes pasado le telefoneó a Macaulay que fuera a verle al vestíbulo del Plaza a las dos. Macaulay no estaba cuando llamó, así que dejó el recado.
—Macaulay estaba comiendo aquí —le dije.
—Ya. Me lo ha dicho. Bueno, pues Macaulay no llegó al Plaza hasta casi las tres y ni encontró a Wynant ni Wynant estaba parando allí. Lo describió con y sin barba, pero nadie en el Plaza se acuerda de haberle visto. Entonces llama a su oficina, pero Wynant no había vuelto a llamar. Y cuando telefoneó a la Wolf y ella le dijo que ni siquiera estaba enterada de que Wynant estuviese en Nueva York, él pensó que aquello era una trola como una casa, porque él le había dado cinco mil dólares el día antes para Wynant y era de suponer que él viniera por ellos, pero le dijo que estaba bien y colgó y volvió a sus asuntos.
—¿Tales como? —le pregunté.
Dejó de masticar un trozo de pan que se acababa de meter en la boca.
—No estaría de más saberlo, ahora que lo menciona. Voy a enterarme. Como nada había que lo señalara a él, pues no nos preocupamos; pero no hace daño nunca saber quién tiene una coartada y quién no la tiene.
Dije que no con la cabeza a la pregunta que Guild decidió no hacer.
—No veo nada que lo señale a él, excepto que es el abogado de Wynant, y probablemente sabe más de lo que dice.
—Natural. Claro. Bueno, para eso tiene abogados la gente, digo yo. Y en cuanto a la chica. Puede que Julia Wolf no fuera su verdadero nombre. Todavía no hemos podido averiguarlo de seguro, pero lo que sí hemos averiguado es que no era la clase de gachí a quien uno le confiaría todo ese dinero, vamos, si es que él sabía lo que había que saber.
—¿Fichada?
Movió la cabeza, muy complacido.
—Esta es una historia de las buenas. Un par de años antes de empezar a trabajar con él cumplió seis meses en el Oeste, en Cleveland, por un timo que dieron, y entonces se llamaba Rhoda Stewart.
—¿Cree usted que Wynant sabía eso?
—Ni idea. Pero, vamos, si lo hubiera sabido, me parece poco probable que le hubiera confiado todo ese dinero, aunque nunca se sabe. Porque dicen que estaba chiflado por ella, y, ya sabe usted, cuando un hombre pierde la chaveta por una dama… La Wolf andaba de vez en cuando con este Shep Morelli y con sus muchachos también.
—¿Tienen ustedes algo contra él realmente? —pregunté.
—En este asunto, no —dijo en tono de deplorarlo—; pero tiene pendientes un par de otras cosas —frunció ligeramente las cejas pajizas—. Algo bueno daría por saber por qué vino a verle a usted. Claro, estos de la aguja son capaces de cualquier cosa, pero de veras que me gustaría saberlo.
—Yo le dije a usted todo lo que sabía.
—No lo dudo, no —me aseguró y, volviéndose hacia Nora, le dijo—: Espero que no creyera usted que estuvimos algo brutos con él, pero, verá usted, la cosa es que hay que…
Nora sonrió y dijo que lo comprendía perfectamente y le llenó la taza de café.
—Gracias, señora.
—¿Quiénes son «los de la aguja»? —preguntó ella.
—Los que se drogan.
Me miró.
—¿Estaba Morelli…?
—Le rebosaba por las orejas —respondí.
—¿Por qué no me lo dijiste? —se quejó—. Siempre me pierdo todo.
Y se levantó para contestar al teléfono.
—¿Va usted a denunciarle por haber disparado contra usted?
—No, a no ser que lo necesiten ustedes.
Sacudió la cabeza. Cuando habló lo hizo en voz natural, pero su mirada era de curiosidad.
—No. Por ahora tenemos bastante contra él.
—Me estaba usted hablando de la mujer.
—Sí. Hemos averiguado que dormía fuera de casa muchas veces. Algunas, hasta dos y tres noches seguidas. Puede que fuera cuando iba a reunirse con Wynant. No lo sé. No hemos podido dar con nada que indique que Morelli no dice la verdad cuando asegura que no la había visto durante los pasados tres meses. ¿Qué le parece eso?
—Lo mismo que a usted. Hace aproximadamente tres meses que Wynant se fue. Puede que quiera decir algo y puede que no.
Entró Nora y me dijo que me llamaba Harrison Quinn al teléfono. Me dijo que había vendido algunas acciones que estaban bajando y me dio los precios que había conseguido.
—¿Has visto a Dorothy Wynant? —le pregunté.
—No, desde que la dejé en tu hotel, pero la voy a ver en el Palma para tomar unas copas esta tarde. Y ahora que me acuerdo, me pidió que no te lo dijese. Oye, Nick: ¿qué hay de lo del oro? Te vas a perder una buena cosa si no compras. Esos locos del Oeste van a provocar algún tipo de inflación en cuanto se reúna el Congreso, eso es seguro, y aunque no lo hagan, todo el mundo está en la creencia de que lo van a hacer. Como te dije la semana pasada, ya se habla de un fondo común…
—Conforme —le dije y le encargué que me comprara Minas del Dome a doce y medio.
Recordó entonces que había leído algo en los periódicos acerca de un tiro que me habían pegado. Ni pareció estar muy seguro de qué se trataba, ni prestar especial atención cuando le aseguré que me encontraba bien.
—Supongo que eso quiere decir que no podremos jugar al ping pong en un par de días —y al decirlo así pareció deplorarlo de verdad—. Oye una cosa, tienes entradas para el estreno. Si no podéis utilizarlas, yo…
—Vamos a utilizarlas. Gracias de todos modos.
Se echó a reír y me dijo adiós.
Un camarero estaba retirando la mesa cuando volví al cuarto de estar. Guild se había arrellanado en el sofá. Y Nora le estaba diciendo:
—… tenemos que irnos siempre en Navidad, porque lo que me queda de familia le da mucha importancia, y si estamos en casa, o vienen a vernos, o tenemos nosotros que ir a verlos a ellos, y a Nick no le gusta.
Asta se estaba lamiendo las patas en un rincón.
Guild miró el reloj.
—Estoy haciéndoles perder una de tiempo… No he querido abusar…
Me senté y dije:
—Habíamos llegado, poco más o menos, al asesinato, ¿no?
—Poco más o menos —dijo, recostándose otra vez en el sofá—. Eso fue el viernes día veintitrés, un poco antes de las tres y veinte de la tarde, que fue la hora a que llegó allí Mrs. Jorgensen y se la encontró. Es difícil decir cuánto tiempo estuvo allí agonizando hasta que la encontraron. Lo único que sabemos es que estaba bien y que el teléfono también lo estaba cuando contestó la llamada telefónica de Mrs. Jorgensen a eso de las dos y media, y que seguía sin novedad alrededor de las tres, cuando la llamó Macaulay.
—No sabía que Mrs. Jorgensen la hubiese llamado.
—Pues lo hizo —Guild se aclaró la voz—. No sospechamos nada, ya me entiende, pero lo investigamos, como cuestión de trámite, y averiguamos de la telefonista del Courtland que puso la comunicación a Mrs. Jorgensen alrededor de las dos y media.
—¿Qué dijo Mrs. Jorgensen?
—Pues que la llamó para preguntarle en dónde podría encontrar a Wynant, pero que la Wolf le contestó que no lo sabía. Y ella, pensando que era un embuste y que cara a cara tal vez la obligara a decir la verdad, le pregunta que si podía pasarse por allí para verla, y la otra dice que cómo no —Guild le frunció el ceño a mi rodilla derecha—. Y fue y la encontró. La gente de la casa no recuerda haber visto a nadie entrar o salir del apartamento, pero eso no quiere decir nada. Pudieron hacerlo una docena de personas sin ser vistas. El arma no estaba allí. No había señales de que puertas o ventanas hubieran sido violentadas, y las cosas parecían estar en su sitio, menos lo que ya he dicho. Vamos, quiero decir que no parecía que se hubiese hecho un registro. La muerta tenía puesta una sortija con un diamante que debe de valer unos cuantos centenares de dólares, y en el bolso le encontramos treinta y tantos dólares. La gente de la casa conoce a Wynant y a Morelli —los dos han estado entrando y saliendo del piso lo suficiente—, pero dicen que ya hace tiempo que no le echan la vista encima a ninguno de los dos. La ventana que da a la escalera de incendios estaba cerrada por dentro y no había señales de que nadie hubiera usado la escalera hace mucho —extendió los brazos con las manos vueltas hacia arriba—. Y creo que eso es todo.
—¿Huellas dactilares?
—Las de la muerta y unas cuantas que parecen ser del personal que hace la limpieza. Ninguna que nos sirva.
—¿Sus amigos no dicen nada?
—No parecía tenerlos íntimos, no.
—¿Y ese, cómo se llama… Nunheim, el que la identificó como amiga de Morelli?
—Sólo la conocía de vista por haberla visto en varios sitios con Morelli y reconoció su foto en los periódicos.
—¿Quién es?
—No hay nada contra él. Nos es bien conocido.
—¿No estará usted ocultándome algo después de hacerme prometerle que no iba a callar yo nada?
—Bueno, si no se lo dice usted a nadie… Es un fulano que le hace a la Jefatura algunos pequeños servicios de vez en cuando.
—Ah.
Se puso en pie.
—Casi me da vergüenza decirlo, pero eso es todo lo que hemos podido averiguar.
Y usted ¿no tiene nada que decirme? —No.
Me miró fijamente durante unos segundos.
—¿Y qué opina de todo ello?
—Esa sortija de diamante, ¿era una sortija de compromiso?
—Bueno, la llevaba en ese dedo —después de una pausa preguntó—: ¿Por qué?
—Quizá fuera útil saber quién se la compró. Yo voy a ver a Macaulay esta tarde. Si me entero de algo se lo diré por teléfono a usted. Parece que lo hizo Wynant, desde luego, pero…
—Sí, eso, «pero» —gruñó afablemente. Nos dio la mano a Nora y a mí, nos agradeció el whisky, el almuerzo, la hospitalidad y nuestra amabilidad en general y se fue.
—Dios me libre —le dije a Nora— de insinuar que tus encantos no harían que cualquier hombre te abriese su corazón, pero no estés demasiado segura de que ese sujeto no nos esté engañando.
—Así que hemos llegado a eso —dijo ella—. Tienes celos de los policías.