Diez

—¿ESTÁS SEGURO DE que te encuentras bien? —me preguntó Nora en el taxi.

—Seguro.

—¿Y no va a ser esto demasiado esfuerzo para ti?

—Estoy bien. ¿Qué te ha parecido el cuento de la chica?

—Tú no le crees, ¿verdad? —dijo después de vacilar un segundo.

—Dios me libre. Al menos hasta después de comprobarlo.

—Sabes más que yo de estas cosas; pero yo creo que, al menos, estaba tratando de decir la verdad.

—Muchos de los cuentos más complicados salen de labios de gentes que están tratando de hacer eso precisamente. Y es que decir la verdad no es sencillo, una vez que se pierde la costumbre.

—Estoy segura, Mr. Charles, que sabe usted una barbaridad acerca de la naturaleza humana. A que sí. Uno de estos días me tiene usted que contar sus aventuras de cuando era detective.

—¡Comprar una pistola en un bar por doce dólares! Puede que sí, pero…

Proseguimos en silencio durante dos manzanas. Y entonces me preguntó Nora:

—¿Qué es lo que le pasa verdaderamente a esa chica?

—Su padre está loco. Y ella se cree que también ella lo está.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo has preguntado, y te lo he dicho.

—O sea que te lo supones.

—O sea que eso es lo que le ocurre. Lo que no sé es si Wynant está verdaderamente loco, y lo que no sé es si ella ha heredado su locura, pero ella cree que la respuesta a las dos preguntas es afirmativa, y eso es lo que la tiene trastornada y lo que la hace portarse así.

Cuando paró el taxi delante del Courtland, Nora me dijo:

—Eso es horrible, Nick. Alguien debería…

Le dije que no lo sabía, que quizá Dorothy tuviera razón.

—Probablemente en estos momentos le estará haciendo vestiditos de muñeca a Asta.

Pedimos que avisaran a los Jorgensen que estábamos en el vestíbulo y, después de una espera, nos dijeron que subiéramos. Cuando salimos del ascensor vimos a Mimi que nos aguardaba en el pasillo y vino hacia nosotros con los brazos abiertos y abundancia de palabras.

—¡Esos estúpidos periódicos! ¡Me han tenido con el alma en un hilo con esas tonterías de que estabas agonizando! Os he telefoneado dos veces, pero no me han querido comunicar con vuestro apartamento ni decirme cómo estabas —me tenía agarradas las dos manos—. ¡Cómo me alegro, Nick, que todo fuera un montón de mentiras, aunque ello os suponga ahora comer lo que haya! Porque, naturalmente, no os esperaba… Pero tienes mala cara. Es verdad que te han herido, ¿no?

—Poca cosa —dije—. Una bala me ha rozado el pecho, pero no fue nada.

—¡Y has venido a cenar, a pesar de todo! Es muy halagador, pero temo que también sea una imprudencia —y, dirigiéndose a Nora, le preguntó—: ¿Estás segura de que has hecho bien en dejarle?

—No estoy segura —dijo Nora—, pero Nick ha querido venir.

—Los hombres son unos locos —dijo Mimi y me rodeó con mi brazo—. O hacen una montaña de un grano de anís, o no hacen ningún caso de cosas que pueden… Pero pasad. Déjame que te ayude.

—La cosa no es tan grave —aseguré, pero ella insistió en llevarme hasta un sillón y en acomodarme con media docena de almohadones.

Entró Jorgensen, me dio la mano y dijo que se alegraba de verme algo más vivo de lo que decían los periódicos. Se inclinó sobre la mano de Nora.

—Si me perdonáis un segundo, terminaré de preparar los cócteles —y salió de la habitación.

—No sé en dónde estará Dorothy —dijo Mimi—. Seguramente escondiendo el mal humor en alguna parte. Vosotros no tenéis hijos, ¿verdad?

—No —respondió Nora.

—Os perdéis mucho, aunque algunas veces dan muchos disgustos —suspiró—. Supongo que no soy lo bastante severa. Si alguna vez tengo que regañar a Dorry, piensa que soy un monstruo —se le alegró la expresión—. Aquí viene mi otro retoño. ¿No te acuerdas de Mr. Charles, Gilbert? Y déjame que te presente a Mrs. Charles.

Gilbert tenía dos años menos que su hermana. Era un muchacho alto, desmadejado, flaco, pálido y rubio, de menguado mentón y boca feble. El tamaño de sus ojos, azules y sorprendentemente claros, y la longitud de sus pestañas le daban un aspecto ligeramente afeminado. Esperé que no fuera ya la desesperante y gimoteante criatura que fue de niño.

Trajo Jorgensen los cócteles, y Mimi insistió en que le contáramos todo lo referente a mi herida. Así lo hice, procurando que resultara más incoherente aún que la realidad.

—Pero ¿por qué fue a buscarte a ti? —me preguntó.

—Dios sabe. Me gustaría saberlo. Y a la Policía también.

—He leído en alguna parte —dijo Gilbert— que cuando un criminal habitual se ve acusado de algo que no ha hecho, aunque sea cosa de poca importancia, se irrita mucho más que una persona corriente. ¿Cree usted que es verdad, Mr. Charles?

—Es probable.

—Excepto cuando se trata de algo verdaderamente gordo —añadió el muchacho—, ¿comprende?, de algo que le hubiera gustado hacer.

Repetí que era probable.

—Nick —me dijo Mimi—, no te andes con cumplidos con Gilbert si empieza a decir tonterías. Se le van a volver los sesos agua de tanto leer. Sírvenos otro cóctel, hijo.

Gilbert fue a buscar la coctelera. Nora y Jorgensen estaban en una esquina de la habitación, seleccionando discos.

—Hoy he tenido un telegrama de Wynant —dije.

Mimi miró recelosamente a uno y otro lado, se inclinó hacia mí y me preguntó casi en un susurro:

—¿Qué decía?

—Quiere que descubra quién la mató. Lo puso esta tarde en Filadelfia.

Mimi estaba respirando hondamente.

—¿Lo vas a hacer?

—He mandado el telegrama a la Policía —dije encogiéndome de hombros.

Se nos acercó Gilbert con la coctelera. Jorgensen y Nora habían puesto la Fuga número 16, de Bach, en el fonógrafo. Mimi se bebió rápidamente el cóctel y le pidió a Gilbert que le sirviera otro.

Se sentó el muchacho y dijo:

—Me gustaría preguntarle una cosa: ¿puede usted decir si una persona está drogada con sólo mirarla? —estaba temblando.

—Pocas veces. ¿Por qué?

—No, por saberlo. Una curiosidad. ¿Y si se trata de alguien que se droga habitualmente?

—Cuanto más enraizado está el hábito, más probable es que se pueda advertir que algo anda mal, pero muchas veces no se puede asegurar que se trate de drogas.

—Y otra cosa —dijo—. Gross dice que cuando se recibe una puñalada, en el momento sólo se nota como un golpe y que no empieza a doler hasta después. ¿Es cierto?

—Sí, si te dan la puñalada con bastante fuerza y usando un instrumento suficientemente afilado. Igual ocurre con un balazo. Sólo se siente el golpe, y si se trata de una bala blindada y de pequeño calibre, hasta el golpe es insignificante. Eso al principio. Lo demás viene cuando el aire entra en la herida.

Se bebió Mimi el tercer cóctel y dijo:

—La verdad, me parece que los dos estáis diciendo cosas de lo más desagradables, sobre todo teniendo en cuenta lo que le ha pasado a Nick hoy. Gil, a ver si encuentras a Dorry. Tú conocerás a sus amigas. Telefonéalas. Supongo que estará a punto de llegar, pero me tiene preocupada.

—Está en nuestro hotel —dije.

—¿En vuestro hotel? —y quizá su sorpresa fue auténtica.

—Vino esta tarde y nos dijo que si podía quedarse con nosotros algún tiempo.

Sonrió con tolerancia y dijo:

—¡Estas criaturas! —pero se borró su sonrisa y añadió—: ¿Algún tiempo?

Dije que sí con la cabeza.

Gilbert, que, al parecer, aguardaba la oportunidad de hacerme más preguntas, no parecía sentir interés alguno por esta conversación entre su madre y yo.

Mimi sonrió de nuevo y dijo:

—Siento mucho que os esté dando la lata, pero es un consuelo saber que está allí y no Dios sabe dónde. Para cuando volváis, ya se le habrá pasado la murria. Mándamela para acá, ¿quieres? —me sirvió otro cóctel—. Habéis sido muy amables con ella.

Yo no dije nada.

Y Gilbert empezó:

—Mr. Charles, ¿suelen los criminales, los criminales profesionales…?

—No interrumpas, Gilbert —le dijo Mimi—. Me la mandarás a casa, ¿no?

Habló en tono amable, pero era la reina de Francia de Dorothy la que hablaba.

—Si ella quiere, se puede quedar allí. A Nora le cae bien.

Mimi me amenazó con el dedo.

—Pero no puedo consentir que la miméis de esa manera. Supongo que te habrá dicho toda clase de tonterías acerca de mí.

—Algo dijo acerca de una paliza.

—¿Lo ves? —dijo complacientemente, como si aquello demostrara la mucha razón que tenía—. Nada, nada; me la tienes que mandar a casita, Nick.

Terminé mi cóctel.

—¿Bien? —me preguntó.

—Si ella quiere, se puede quedar con nosotros, Mimi. Nos gusta tenerla.

—¡Qué ridiculez! Su puesto está en su casa. Y aquí la quiero tener —ahora el tono era ligeramente cortante—. No es más que una niña. No deberías fomentar sus tonterías.

—No estoy fomentando nada. Si ella quiere quedarse, se quedará.

La ira resultaba muy bella en los ojos azules de Mimi.

—Es mi hija. Y es menor de edad. Os habéis portado muy bien con ella, pero ahora no te estás portando bien ni con ella ni conmigo, y no lo voy a consentir. Si te niegas a enviarla a casa, daré los pasos necesarios para obligarla a volver. Preferiría no llevar las cosas por la tremenda, pero —y se inclinó hacia mí y espació las palabras deliberadamente— va a regresar a casa.

—Me parece, Mimi, que no te conviene pelearte conmigo.

Me miró como si fuera a decir: «Te quiero», y preguntó:

—¿Es una amenaza?

—Está bien —le dije—. Haz que me detengan por secuestro, por corrupción de menores y por trata de blancas.

De pronto dijo en un tono agrio y furioso:

—¡Y dile a tu mujer que deje de manosear a mi marido!

Nora, que buscaba otro disco con Jorgensen, le tenía puesta una mano sobre el brazo. Se volvieron los dos para mirar extrañados a Mimi.

—Nora —le dije—, Mrs. Jorgensen no quiere que toques a Mr. Jorgensen.

—Cuánto lo siento —dijo Nora sonriéndole a Mimi, y luego me miró, apareció en su cara una expresión más que artificial de preocupación y, hablando con una especie de toniquete como el de una niña que recita algo en el colegios, añadió—: Nick, estás pálido. Estoy segura de que has hecho un esfuerzo excesivo y que vas a tener una recaída. Lo siento, Mimi, pero me parece que debo llevármelo a casa y meterlo en la cama. ¿Nos perdonas si nos vamos?

Mimi dijo que sí. Todos derrochamos cortesía los unos con los otros. Bajamos a la calle y tomamos un taxi.

—Muy bien —me dijo Nora—, a fuerza de charlar te has quedado sin cena. ¿Qué quieres hacer ahora? ¿Volver al hotel y cenar con Dorothy?

Dije que no con la cabeza.

—Creo que me podré pasar sin Wynants un ratito. Vamos a Max’s. Me gustarían unos caracoles.

—De acuerdo. ¿Has averiguado algo?

—Nada.

—Es una pena que ese hombre sea tan guapo —dijo reflexivamente.

—¿Qué tal es?

—Un muñeco. Es una lástima.

Cenamos y volvimos al Normandie. Dorothy no estaba allí. Tuve la sensación de haberlo presentido.

Nora recorrió las habitaciones. Llamó a la conserjería. No había ni recado ni nota para nosotros.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Nora.

Faltaban unos minutos para las diez.

—Puede que nada —dije—. Puede que cualquier cosa. Lo que me parece más probable es que se presente aquí a eso de las tres de la madrugada curda y con una ametralladora que habrá comprado en un almacén de juguetes.

—Que se vaya al diablo —dijo Nora—. Ponte el pijama y acuéstate.