HASTA EL MOMENTO había tenido una idea exacta de cuál era mi papel respecto a las complicaciones Wolf-Wynant-Jorgensen y qué era lo que estaba haciendo —las respuestas eran, respectivamente, ninguno y nada—; mas cuando nos detuvimos, a las cuatro de la mañana siguiente, camino del hotel, para tomar café en Reuberfs, Nora abrió un periódico y encontró en la sección de gacetillas una que decía: «Nick Charles, antiguo as de la agencia de detectives Trans-Americana, ha llegado de California para investigar el misterio del asesinato de Julia Wolf»; y cuando, unas seis horas más tarde, abrí los ojos y me senté en la cama, Nora me estaba sacudiendo y un hombre, con una pistola en la mano, estaba en la puerta de la alcoba.
Era un hombre rollizo, moreno, más bien joven, de estatura corriente, ancho de quijada y angosto de entrecejo. Llevaba un sombrero hongo negro, un abrigo negro entallado, un traje oscuro y zapatos negros, todos ellos con el aspecto de haber sido comprados hacía quince minutos. La pistola, chata, negra y del calibre 38, descansaba con naturalidad en su mano, sin apuntar a nada en particular.
Nora estaba diciendo:
—Nick, tuve que dejarle entrar. Me dijo que tenía que…
—Tengo que hablarle —dijo el hombre de la pistola—. Eso es todo, pero tengo que hacerlo —su voz era grave y ronca.
A fuerza de pestañear había logrado despertarme. Miré a Nora. Estaba emocionada, pero no parecía sentir miedo, como si estuviera contemplando a un caballo por el que había apostado que iba a enfilar la recta final con ventaja de media cabeza sobre los demás.
—Está bien —le dije—, hablemos. Pero ¿le importaría guardarse la pistola? A mi mujer no le importa, pero yo estoy encinta y no quiero que el niño nazca con…
Sonrió con el labio inferior.
—No hace falta que me diga que es un duro. He oído hablar de usted —dijo, metiéndose la pistola en el bolsillo del abrigo—. Soy Shep Morelli.
—Pues yo no he oído hablar de usted nunca —dije.
Dio un paso hacia adelante y comenzó a menear la cabeza de un lado a otro.
—Yo no me he cargado a Julia.
—Es muy posible que no, pero no ha venido usted a dar la noticia en el lugar indicado. No tengo nada que ver con el asunto.
—Hacía tres meses que no la veía. Habíamos terminado.
—Dígaselo a la Policía.
—Y no tenía motivo para hacerle daño. Conmigo siempre se portó bien.
—Todo ello me parece de perlas —le dije—, pero se lo está usted contando a un hombre que ni entra ni sale en el asunto.
—Escuche —dijo, avanzando otro paso hacia la cama—, Studsy Burke me ha dicho que usted era de fiar. Por eso estoy aquí. Dígame si…
—¿Qué tal está Studsy? —pregunté—. No le he visto desde que le pusieron a la sombra, allá por el año 23 o 24.
—Va tirando. Le gustaría verle a usted. Tiene una tasca en la Cuarenta y Nueve Este, el Pigiron Club. Pero oiga una cosa: ¿qué me está haciendo la poli? ¿De veras creen que lo hice yo? ¿O no es más que otro asunto que colgarme?
—Se lo diría si lo supiera —dije, sacudiendo la cabeza—. Pero no deje que le engañen los periódicos. No tengo nada que ver con todo esto. Pregúnteselo a la Policía.
—Eso sí que estaría bien —y volvió a sonreír con el labio de abajo—. Sería lo mejor que he hecho en mi vida. Yo con ese capitán de Policía que lleva tres semanas en el hospital porque tuvimos una discusión. ¡Cómo les gustaría a los de la placa que fuese yo a hacerles preguntas! Me lo iban a demostrar con las porras lo mucho que les gustaría —extendió una mano con la palma hacia arriba—. He venido a jugar limpio. Studsy dice que usted juega limpio. Juegue limpio.
—Le aseguro que estoy jugando limpio. Si algo supiera se lo…
Unos nudillos llamaron a la puerta del pasillo, tres veces, fuertemente.
Antes que cesara el ruido, Morelli tenía la pistola en la mano. Sus ojos parecían moverse en todas direcciones al mismo tiempo. Ahora su voz fue un ronquido metálico que le salía de lo hondo del pecho:
—¿Quién es?
—No lo sé —e, incorporándome algo más en la cama, indiqué con un gesto de la cabeza la pistola y añadí—: Con eso en la mano, aquí manda usted.
La pistola apuntaba con toda exactitud a mi pecho. Podía oír mi sangre en los oídos y me pareció tener hinchados los labios. Dije:
—Aquí no hay escalera de incendios —alargué la mano izquierda hacia Nora, que estaba sentada al otro lado de la cama.
Volvieron aquellos nudillos a aporrear la puerta, y oímos una voz de bajo que decía:
—¡Abran la puerta! ¡Es la Policía!
El labio inferior de Morelli comenzó a cubrir lentamente el de arriba, y el blancor de los globos de los ojos le comió el terreno a los iris oscuros.
—¡Canalla…! —dijo como si le diera lástima.
Movió los pies muy ligeramente para dejarlos bien planos sobre el suelo.
Una llave sonó en la cerradura exterior.
Golpeé a Nora con la mano izquierda y fue a parar rodando hasta el otro extremo de la habitación. La almohada que arrojé con la mano derecha hacia la pistola de Morelli me pareció ingrávida: voló lentísima, como una hoja de papel de seda. Jamás ruido alguno en el mundo, ni antes ni después, igualó en potencia al que hizo la pistola de Morelli al disparar. Sentí que algo me golpeaba en la parte izquierda del cuerpo en el instante en que me dejaba caer de bruces sobre el suelo. Le agarré por un tobillo y rodé sin soltarlo, lo que hizo que Morelli me cayera encima, y esto le dio oportunidad de comenzar a golpearme en la espalda con la pistola hasta que me quedó una mano libre, y con ella me entregué a la ocupación de darle puñetazos lo más abajo del cuerpo que pude.
Entraron unos hombres y nos separaron.
Nos llevó cinco minutos conseguir que Nora recobrara el conocimiento.
Acabó por sentarse, se llevó la mano a la mejilla y miró alrededor de la habitación hasta que vio a Morelli, con las esposas en una muñeca, de pie entre dos policías. La cara de Morelli presentaba un aspecto deplorable: los policías le habían dado una somanta para pasar el rato. Nora me echó una mirada feroz.
—¡Idiota! —me dijo—. ¡No hacía maldita la falta que me noquearas! Ya sabía que le echarías mano, pero quería verlo.
Uno de los policías se echó a reír y dijo:
—¡Carape! ¡Vaya mujer de pelo en pecho!
Nora le dedicó una sonrisa y se puso en pie. Cuando me miró dejó de sonreír.
—Nick, estás…
Le dije que creía que no había sido gran cosa y abrí lo que quedaba de la chaqueta del pijama. La bala de Morelli me había abierto un surco como de dieciocho centímetros por debajo de la tetilla izquierda. Mucha era la sangre que corría de él, pero no era muy profundo. Morelli lo vio y dijo:
—Mala suerte. Un par de centímetros más adentro hubiera supuesto una gran diferencia para bien.
El policía que había admirado a Nora —era un hombrón de pelo pajizo, de unos cuarenta y ocho o cincuenta años, con un traje gris que no le caía muy bien— le dio a Morelli un sopapo en la boca.
Keyser, el director del Normandie, dijo que llamaría a un médico y se acercó al teléfono. Nora corrió al cuarto de baño en busca de toallas.
Me coloqué una de ellas sobre la herida y me tumbé en la cama.
—Estoy bien. Dejadme tranquilo hasta que venga el médico. ¿Qué les trajo a ustedes por aquí?
El policía que había pegado el sopapo a Morelli dijo:
—Resulta que nos enteramos de que éste se está volviendo el punto de reunión, como aquel que dice, de la familia Wynant y del abogado y de todo el mundo, y pensamos que era buena idea tenerlo a la vista por si al pájaro este se le ocurría darse una vueltecita, y esta mañana, Mack, aquí, que es el que estaba de troncha, vio meterse aquí a este pájaro, nos llamó por teléfono y nos agarramos a Mr. Keyser y tiramos para arriba, lo que no ha sido mala suerte para usted.
—Sí, una suerte, o quizá no me hubiera disparado.
Me miró recelosamente. Tenía los ojos gris pálido y acuosos.
—¿Es que es amigo de usted este pájaro?
—Es la primera vez que le veo.
—¿Qué quería con usted?
—Decirme que él no ha matado a la Wolf.
—¿Y qué tiene eso que ver con usted?
—Nada.
—¿Por qué creía él que tenía que ver con usted?
—Pregúnteselo a él. Yo no lo sé.
—Pues se lo estoy preguntando a usted.
—Pues siga preguntando.
—Le voy a preguntar otra cosa: ¿va usted a presentar una denuncia jurada contra él por haberle pegado un tiro?
—Otra pregunta que tampoco puedo contestar en este momento. Quizá fue un accidente.
—Está bien. Lo que sobra es tiempo. Y me parece que vamos a tener que hacerle muchas más preguntas de las que pensábamos.
Se volvió hacia sus compañeros. Eran cuatro.
—Venga, vamos a registrar esto.
—Sin una orden judicial, no.
—Que se cree usted eso. Venga, Andy.
Comenzaron a registrar las habitaciones.
El médico —un hombrecillo enclenque que procuraba remediar el moqueo sorbiendo por la nariz todo el tiempo— llegó, chasqueó la lengua y sorbió por la nariz junto a mí, restañó la hemorragia, me vendó y me dijo que no tenía por qué preocuparme si no me movía durante un par de días. Nadie le explicó nada al médico. Los policías no le permitieron atender a Morelli. Y el hombre se fue, todavía más incoloro y vago.
El hombrón de pelo rojizo volvió de la sala con una mano a la espalda. Aguardó a que saliera el médico y me preguntó:
—¿Tiene usted licencia de armas?
—No.
—Entonces, ¿qué hace con esto?
Alargó la mano que tenía escondida y me mostró la pistola que yo le había quitado a Dorothy Wynant. No pude decir nada.
—¿Ha oído usted hablar de la ley Sullivan? —preguntó.
—Sí.
—Bueno, entonces está enterado de lo que le puede pasar. ¿Es suya esta pistola?
—No.
—¿De quién es?
—Voy a tener que tratar de recordarlo.
Se guardó la pistola en el bolsillo y se sentó en una silla, junto a la cama.
—Escuche, Mr. Charles —dijo—: Me parece que los dos estamos llevando esto mal. Yo no quiero ponerme por las malas con usted, y me digo yo que usted no querrá ponerse por las malas conmigo. Ese agujero que le han hecho no creo que le tenga muy a gusto, y no voy a darle la lata hasta que no haya descansado un rato. Y entonces, digo yo, podemos reunirnos y hacer las cosas como está mandado.
—Gracias —le dije, y lo dije muy de veras—. Un trago no nos vendría mal.
Nora dijo:
—Claro —y se levantó del borde de la cama.
El hombrón de pelo pajizo la contempló mientras salía de su alcoba. Meneó la cabeza solemnemente. Su voz fue solemne:
—¿Sabe lo que le digo, Mr. Charles? Que es usted un hombre de suerte —me alargó la mano inesperadamente y me dijo—: Mi nombre es Guild, John Guild.
—El mío ya lo conoce usted.
Y nos estrechamos la mano.
Nora volvió con un sifón, una botella de whisky escocés y unos vasos en una bandeja. Trató de darle una copa a Morelli, pero Guild lo impidió.
—Es muy amable de su parte, Mrs. Charles, pero va contra la ley darle bebidas o medicamentos a un detenido, salvo con receta del médico o por su prescripción —me miró—. ¿Verdad que sí?
Dije que sí. Los demás bebimos.
Al cabo de un rato, Guild dejó el vaso vacío y se puso en pie.
—Claro que me tengo que llevar la pistola, pero no se preocupe. Tendremos tiempo sobrado para hablar cuando se encuentre usted mejor —tomó la mano de Nora y se inclinó torpemente sobre ella—. Espero que no se ofendiera usted por eso que dije hace un rato, pero es que lo dije, vamos, como un…
Nora sabe sonreír deliciosamente. Le dedicó una de sus mejores sonrisas.
—¿Ofenderme? Me encantó.
Acompañó a los policías y al detenido hasta la puerta. Keyser había salido unos minutos antes.
—Es encantador —me dijo cuando volvió—. ¿Duele mucho?
—No.
—Mucha de la culpa ha sido mía, ¿verdad?
—Tonterías. ¿Tomamos otra copa?
Me escanció una.
—Yo no tomaría muchas hoy.
—No las tomaré —le prometí—. Me gustarían unos arenques ahumados para el desayuno. Y ahora que parece que se nos han acabado las complicaciones podías decir que subiera nuestro ausente perro guardián. Y dile a la chica de la centralilla que no nos pase ninguna llamada. Probablemente se movilizarán los periodistas.
—¿Qué le vas a decir a la Policía acerca de la pistola de Dorothy? Porque algo tendrás que decirles, ¿no?
—Todavía no lo sé.
—Dímelo francamente, Nick. ¿He estado muy tonta?
Dije que no con la cabeza.
—Nada más que lo justo.
—Eres un griego repelente —dijo riéndose y se dirigió al teléfono.