Cinco

AQUELLA NOCHE Nora no pudo conciliar el sueño. Estuvo leyendo las memorias de Chaliapin hasta que empecé a quedarme dormido, y entonces me despertó al preguntarme:

—¿Estás dormido?

Le dije que sí.

Encendió un cigarrillo, me lo dio y encendió otro para ella.

—¿Nunca se te ha ocurrido volver a hacer de detective de cuando en cuando, nada más que por diversión? Quiero decir, cuando ocurre algo especial, como lo de Lindb…

—Cariño, mi teoría es que Wynant la mató y que la Policía le cogerá sin necesidad de que yo los ayude. En cualquier caso, no tiene nada que ver conmigo.

—No quise decir sólo eso, pero…

—Además, no tengo tiempo. Estoy demasiado atareado cuidando de que no pierdas el dinero por el cual me casé contigo —la besé—. ¿No crees que si te tomaras un trago te ayudaría a dormir?

—No, gracias.

—Puede que te ayudara a hacerlo si me lo tomara yo.

Cuando volví con mi whisky a la cama encontré a Nora frunciendo el ceño al vacío.

—Es mona, pero anda mal de la cabeza —le dije—. No sería hija de su padre si estuviera cuerda. Es imposible saber hasta qué punto lo que dice es lo que piensa, ni hasta qué punto ha ocurrido lo que piensa. Me gusta la chica, pero creo que te estás metiendo en…

—Yo no estoy segura de que me guste —dijo Nora pensativamente—. Probablemente es un bichejo; pero aunque sólo la cuarta parte de lo que nos dijo sea verdad, está en un buen lío.

—Yo no puedo hacer nada para ayudarla.

—Ella cree que sí.

—Y tú también, lo cual viene a demostrar que no importa qué sea lo que pienses, siempre encontrarás a alguien que estará de acuerdo contigo.

—¡Ojalá estuvieras un poco menos borracho para poder hablar contigo! —suspiró Nora. Se inclinó hacia mí para beber un sorbo de mi vaso—. Si me das mi regalo de Navidad ahora, te daré yo el tuyo.

—Con el desayuno —dije, sacudiendo la cabeza.

—Pero ¡si ya es Navidad!

—Con el desayuno.

—Lo que sea que me vas a regalar —dijo—, espero que no me guste.

—Pues tendrás que quedarte con ellos de todos modos, porque el hombre del acuario me dijo que de ningún modo admitiría la devolución. Me dijo que ya se habían comido la cola de…

—No te costaría ningún trabajo ver si la puedes ayudar, ¿no te parece? Tiene tanta confianza en ti, Nicky.

—Todo el mundo se fía de los griegos.

—Por favor.

—No quieres más que meter las narices en lo que no te…

—Una cosa te quería preguntar: ¿sabía su mujer que la Wolf era su querida?

—No lo sé. No le gustaba ella.

—¿Cómo es la esposa?

—Pues… no sé. Una mujer.

—¿Guapa?

—Era muy guapa.

—¿Vieja?

—Cuarenta. Cuarenta y dos. Y cállate, Nora. No tiene nada que ver contigo. Deja que los Charles se ocupen en los asuntos de los Charles, y que los Wynant se encarguen de los de los Wynant.

Me hizo un morrito y dijo:

—Puede que esa copa me sentara bien.

Me levanté de la cama y le preparé una copa. En el momento en que entraba en la alcoba empezó a sonar el teléfono. Miré el reloj que tenía encima de la mesilla. Eran casi las cinco.

Nora estaba hablando por teléfono.

—¿Diga?… Sí, al habla —me miró de reojo y le dije que no con la cabeza—. Sí…, sí, sí, desde luego… Por supuesto —dejó el teléfono y me miró sonriente.

—Eres maravillosa. Y ahora, ¿qué?

—Va a subir Dorothy. Creo que está curda.

—Magnífico —dije, cogiendo la bata—. Ya empezaba a temer que iba a tener que dormir un rato.

Nora estaba agachada, buscando sus zapatillas.

—No seas comodón. Tienes todo el día para dormir —encontró las zapatillas, se las puso y se enderezó—. ¿Tiene de verdad tanto miedo de su madre como dice?

—Si es mínimamente inteligente, sí. Mimi es venenosa.

Nora frunció los oscuros ojos y me preguntó lentamente:

—¿Qué me estás ocultando?

—Anda —dije—. Y yo que esperaba no tener que decírtelo jamás. Dorothy es en realidad mi hija. No sabía lo que me hacía, Nora. Era primavera en Venecia, y yo era tan joven, y brillaba la luna por encima de…

—Muy gracioso. ¿No quieres comer algo?

—Si comes tú. ¿Qué quieres?

—Un emparedado de carne cruda picada con mucha cebolla y café.

Llegó Dorothy mientras yo estaba telefoneando a una cafetería que permanecía abierta toda la noche. Cuando entré en la sala se puso en pie con bastante dificultad y me dijo:

—Siento de veras estaros molestando todo el tiempo a Nora y a ti, Nick…; pero no puedo volver a casa esta noche en este estado. Me da miedo. No sé lo que me pasaría ni lo que haría. Por favor, no me hagas volver.

Estaba muy borracha. Asta le olisqueó los tobillos. Dije:

—Calla. Aquí estás bien. Siéntate. Nos traerán café dentro de un rato. ¿En dónde has estado bebiendo de esa manera?

Se sentó y sacudió la cabeza con expresión beoda.

—No lo sé. He estado en todas partes desde que me fui de aquí. En todas partes, menos en casa, porque no puedo ir así. Mira lo que tengo.

Volvió a levantarse y sacó del bolsillo una pistola automática muy baqueteada.

—¡Mira! —dijo moviéndola en el aire en mi dirección, mientras Asta saltaba feliz, moviendo el rabo y tratando de cogerla.

Pude oír la respiración de Nora. Sentí frío en la nuca. Aparté a la perra y le quité la pistola a Dorothy.

—¿Qué payasadas son éstas? Siéntate.

Dejé caer la pistola en un bolsillo de la bata y senté a Dorothy en su silla.

—¡No te enfades conmigo, Nick! —gimió—. Puedes quedarte con ella. No quiero buscarte complicaciones.

—¿De dónde la has sacado? —pregunté.

—En un bar de la Décima Avenida. Se la cambié a un hombre por mi pulsera, la de esmeraldas y diamantes.

—Ya. Y después la recuperaste jugando a los dados —dije—, porque la llevas puesta…

Miró con ojos asombrados la pulsera.

—Pues creí que se la había dado.

Miré a Nora y meneé la cabeza. Nora dijo:

—Anda, no atosigues a la chica, Nick. Está…

—No, si no me atosiga, Nora, de veras —dijo Dorothy rápidamente—. Nick es…, es la única persona que tengo en el mundo a quien puedo recurrir.

Recordé que Nora no había tocado su whisky, así que fui al dormitorio y me lo bebí. Cuando volví, Nora estaba sentada sobre el brazo del sillón de Dorothy y la tenía medio abrazada. La chica estaba sollozando, y Nora estaba diciendo:

—Si Nick no está enfadado, mujer. Si le gustas. ¿Verdad que no estás enfadado, Nick? —dijo mirándome.

—No. Sólo dolido —dije y me senté en el sofá—. ¿De dónde has sacado la pistola, Dorothy?

—Me la dio un hombre. Ya te lo he dicho.

—¿Qué hombre?

—Ya te lo he dicho, un hombre en un bar.

—Y tú le diste la pulsera a cambio.

—Pues eso creí. Pero, mira, todavía tengo mi pulsera.

—Ya lo he notado.

Nora le dio unos golpecitos en el hombro.

—¡Pues claro que todavía tienes la pulsera!

Yo dije:

—Cuando venga ese chico con el café y lo demás, le voy a sobornar para que se quede por aquí. No voy a quedarme a solas con un par de…

Nora me miró con ceño y le dijo a la chica:

—No le hagas caso. Ha estado igual toda la noche.

—Me toma por una niña estúpida, por una tonta, por una borracha…

Nora le dio más palmaditas en el hombro.

—Pero ¿para qué querías una pistola? —le pregunté.

Se enderezó y me miró con grandes ojos ebrios.

—Por él —susurró, muy excitada—, por si me molestaba. Tenía miedo porque estaba borracha. Eso fue. Pero luego también eso me dio miedo, así que me vine aquí.

—¿Te refieres a tu padre? —preguntó Nora, tratando de que no se le notara la emoción.

La muchacha dijo que no con la cabeza.

—Mi padre es Clyde Wynant. No. Mi padrastro —descansó la cabeza sobre el pecho de Nora.

Nora dijo: «¡Ah!», como si todo le resultará clarísimo. Y luego añadió:

—¡Pobrecilla! —y me miró expresivamente.

—Vamos a echar todos un trago —dije.

—Yo, no —dijo Nora, frunciéndome el ceño otra vez—. Y no creo que Dorothy quiera tampoco.

—Pues sí que quiere. La ayudará a dormir.

Le serví un whisky más que copioso y me encargué de que se lo bebiera. Tuvo efecto: cuando llegaron los emparedados y el café, ya estaba profundamente dormida.

—Ahora estarás satisfecho —dijo Nora.

—Ahora estoy satisfecho. ¿La acostamos antes de comer?

La llevé en brazos a la alcoba y le ayudé a Nora a desnudarla. Tenía un hermoso cuerpecito.

Volvimos a los emparedados. Saqué la pistola de mi bolsillo y la examiné. Estaba en pésimo estado. Tenía dos balas, una en la recámara y otra en el cargador.

—¿Qué vas a hacer con ella? —me preguntó Nora.

—Nada hasta que averigüe si es la que mató a Julia Wolf. Es del 32.

—Pero si ha dicho que…

—Sí. Que se la dio un hombre en un bar. Por la pulsera. Ya lo he oído.

Nora se inclinó hacia mí y me miró por encima del emparedado. Sus ojos estaban brillantes y casi negros.

—¿Crees que se la habrá dado su padrastro?

—Seguro —dije yo, pero lo dije en tono de excesiva convicción.

—Eres un bicho griego —dijo Nora—. Pero puede que se la diera él; tú qué sabes. Y no te crees lo que ella te ha contado.

—Escucha, cariño: mañana te compraré un montón de novelas de detectives, pero no te rompas tu linda cabeza esta noche tratando de desentrañar misterios. Todo lo que Dorothy estaba tratando de hacer era decirte que tenía miedo de que Jorgensen estuviera a su espera en casa para tratar de llevársela a la cama y que temía estar lo suficientemente borracha para acceder.

—Pero ¿y su madre?

—Esta familia es toda una familia. Puedes…

Dorothy Wynant, bien poco seguras las piernas, nos miraba desde el umbral de la puerta, guiñando los ojos a la luz, con un camisón que le estaba muy largo.

—¿Me dejáis venirme aquí un ratito? Ahí dentro, sola, tengo miedo.

—Claro que sí. Ven.

Se acurrucó a mi lado en el sofá, y Nora fue en busca de algo con que arroparla.