Dos

AL DÍA SIGUIENTE me telefoneó Herbert Macaulay.

—Hola. No sabía que estuvieras otra vez aquí; me lo dijo Dorothy Wynant. ¿Qué tal si comemos?

—¿Qué hora es?

—Las once y media. ¿Te he despertado?

—Sí —dije—. Pero no importa. ¿Por qué no vienes tú a comer aquí? Tengo resaca y pocas ganas de recorrer la ciudad… De acuerdo, digamos a eso de la una.

Tomé un trago con Nora, que iba a ir a que le lavaran la cabeza; luego otro después de ducharme y ya me encontraba mejor cuando volvió a sonar el teléfono.

—¿Está ahí Mr. Macaulay? —preguntó una voz femenina.

—Todavía no.

—Siento molestarle, pero ¿le importaría decirle que llame a su despacho en cuanto llegue? Es importante.

Prometí hacerlo.

Macaulay llegó al cabo de diez minutos. Era un hombre grandón, de pelo rizado, mejillas lozanas y bastante buen aspecto, de igual edad que yo aproximadamente, cuarenta y un años, aunque representaba menos. Tenía fama de buen abogado. Yo había trabajado con él en varios asuntos cuando vivía en Nueva York y siempre nos llevamos bien.

Ahora nos estrechamos la mano, nos dimos palmadas en las espaldas, me preguntó qué tal me trataba la vida y le dije que bien, y se lo pregunté yo a él y me dijo que bien, y yo le dije que llamara a su oficina.

Se retiró del teléfono con el ceño fruncido.

—Wynant ha vuelto a Nueva York —dijo— y quiere verme.

Me volví hacia él con las bebidas que había preparado.

—Bueno, la comida puede…

—Déjale que espere —dijo y me cogió uno de los vasos.

—¿Sigue tan chiflado como siempre?

—No es broma —Macaulay dijo solemnemente—. ¿Sabías que le tuvieron en un sanatorio casi un año, en el 29?

—No.

Confirmó lo dicho con un gesto. Se sentó, dejó el vaso en una mesa junto a él y se inclinó un poco hacia mí:

—Oye, Charles: ¿qué manejos se trae Mimi?

—¿Mimi? ¡Ah, la mujer, la ex mujer! ¿Tiene que traerse manejos?

—Es lo corriente —dijo secamente, y luego añadió muy lentamente—: Supuse que tú lo sabrías.

Conque eso era.

—Escucha, Mac —dije—: Hace ya seis años que dejé de ejercer como detective, en 1927. Me miró extrañado.

—De veras —le aseguré—. El padre de mi mujer murió al año de casarnos y le dejó una fábrica de maderas, un ferrocarril de vía estrecha y otras cosas, y yo dejé la agencia para cuidar de sus bienes. Y en cualquier caso, no estaría trabajando por cuenta de Mimi Wynant, o Jorgensen, o como se llame. Nunca le gusté, y nunca me gustó ella a mí.

—No, si no creí que… —Macaulay se interrumpió con un gesto vago y cogió el vaso. Cuando se lo apartó de los labios dijo—: Es que algo me hizo pensar. Primero, me llama Mimi por teléfono, hace tres días, el martes, tratando de averiguar el paradero de Wynant. Luego, ayer, me llama Dorothy diciéndome que tú le dijiste que lo hiciese, y… creí que seguías de detective y me pregunté de qué se trataría.

—¿No te lo dijeron ellas?

—¡Sí, claro! ¡Querían verle por aquello de los viejos tiempos! Eso es significativo.

—Lo que pasa es que los abogados siempre estáis pensando mal —dije—. Se trataría de eso…, eso y dinero. Pero ¿por qué tanto jaleo? ¿Acaso anda él escondido?

Macaulay se encogió de hombros.

—Estoy tan enterado como tú. No le he visto desde octubre —bebió otro trago—. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Nueva York?

—Hasta después de Año Nuevo —le dije y me acerqué al teléfono para pedir que nos subieran la carta del restaurante.