Mientras ellos estaban en el arca, Bean solo podía guardar silencio. Había ejercido el mando tantas veces en campaña que lo sacaba de quicio ser un observador mudo. El problema era que todo lo que se le ocurría a él también se le ocurría a Cincinnatus o a uno de los otros niños.
Los cascos proyectaban sus datos a un ordenador de la Heródoto y construían un modelo tridimensional de sus movimientos en la holopantalla del ordenador primario de Bean. La imagen nunca estaba completa: aquello que los cascos no habían observado quedaba en blanco. Pero sus movimientos empezaron a construir un mapa del arca. Todo muy útil.
Cuando los rajos atacaron a los niños desde su cámara de reproducción y dos de ellos metieron las pinzas bajo el visor de Carlotta, Bean estuvo a punto de morirse. Su corazón bombeó con esfuerzo y luego se quedó ominosamente quieto. Se activaron un par de alarmas. Bean sospechó que el dolor lacerante que sentía en el hombro y el brazo izquierdos era un presagio del fin.
Pero automáticamente se inyectaron drogas en sus venas, y su pulso volvió a la normalidad.
Sería irónico que los rajos me mataran a mí solo por no poder dejar de mirar a los niños.
Tenía miedo por ellos; estaba orgulloso de ellos. En cinco de sus seis años, solo habían conocido a un gigante y a sus hermanos, y no tenían idea de cuán pequeños parecían. Las palabras que pronunciaban aún lo asombraban. La hondura de su análisis, la rapidez de su pensamiento. Si yo hablaba como ellos en las calles de Rotterdam, no es de extrañar que sor Carlotta me rescatara. Mi lugar no estaba en esas calles.
Y estos niños estarían totalmente fuera de lugar en una escuela primaria de Estados Unidos, o matando tiempo en Finlandia hasta cumplir los siete. Carlotta podía obtener un diploma de ingeniera; Ender podía obtener un doctorado, pues gran parte de su trabajo calificaría para una tesis si Bean lo guiaba para que lo redactara adecuadamente. Cincinnatus podía ingresar en cualquier academia militar del mundo y ser un cadete sobresaliente, salvo por el pequeño detalle de la edad y el tamaño, y el hecho de que ningún adulto lo seguiría.
Pero los adultos habían seguido a los niños en la tercera guerra fórmica, la última. Bean había sido uno de esos niños. Había enviado hombres a la muerte y, a diferencia de Ender, lo sabía.
Pero enviar soldados voluntarios y adultos a la batalla con elevado riesgo de muerte era una cosa. Enviar niños de seis años, aunque fueran brillantes… máxime si eran brillantes, la única esperanza de su nueva especie… Eso era inmoral.
Pero Bean los había enviado, porque sabía que debían ponerse a prueba. Cuando Bean muriese, serían responsables de una potente nave estelar y, si Bean se salía con la suya, también del arca fórmica así como de un nuevo planeta. Ahora él sabía que estaban preparados.
Pero lo enervaban las cosas que Ender informaba sobre su conversación con los zánganos. ¡Cuán pronto había aprendido a hacerse entender por un pueblo sin lenguaje! Cuánto coraje había demostrado al dejarles entrar en su mente. Pero luego le habían contado cosas imposibles. ¿Las obreras fórmicas tenían mente autónoma? ¿Las reinas las reprimían? Esto ni siquiera se insinuaba en La Reina Colmena, el libro de Ender Wiggin. O bien su hijo Ender había entendido mal, o bien la reina que su amigo Ender Wiggin llevaba de mundo en mundo en su capullo le había mentido.
¡Ender, pobre diablo! ¿Cómo te encontraron? ¿Cómo pusieron en tus manos el tesoro de su especie? ¿Y por qué aceptaste la responsabilidad? La Reina Colmena había cambiado la opinión de la mayoría de la gente, así que ahora Ender Wiggin era llamado «Ender el Xenocida» y su victoria se conocía como un nefando crimen de guerra. Ender Wiggin soportaba (mejor dicho, causaba) todo esto para hacer las paces con un pueblo que creía haber destruido por completo.
Pero cuando encontraron a Ender Wiggin, cuando él escribió La Reina Colmena, la reina con la que él hablaba estaba enterada de la existencia de esta arca. La reina que iba a bordo de la nave aún no había muerto. Pero a Ender Wiggin se le dio a entender que la única superviviente de la especie fórmica estaba en sus manos. ¿Cuántas antiguas naves colonizadoras como esta había? ¿Cuántas otras habían enviado los fórmicos durante los años en que la Flota Internacional se abría paso hasta sus mundos coloniales conocidos? Era posible que los fórmicos ya tuvieran cien mundos, y solo estuvieran esperando el momento oportuno.
Una cosa era segura: Bean tenía que hablar personalmente con esos zánganos. Tenía que saber lo que ellos sabían, pues parecían saber todo lo que sabía la reina.
O quizá no. Quizás ella solo los usara para que le ayudaran a pilotar la nave, a controlar a las obreras. Quizá les ocultara un sinfín de secretos. ¿Por qué les contaría todo? Ella mantenía una comunicación estrecha con otras reinas, pero ¿por qué lo haría con seres inferiores, con herramientas, con esclavos?
Aun así, Bean tenía que saber lo que sabían los zánganos. No porque no creyera en el informe de Ender, sino porque el niño carecía del contexto que Bean podía aportar a esa conversación mental.
El problema era que Bean no podía pretender que los zánganos fueran a él. ¿Qué abandonaran su nave? La responsabilidad por esa nave los había mantenido con vida durante un siglo después de la muerte de la reina. Aun ahora, vivían solo con la esperanza de salvar la nave, encontrando otra reina. No abandonarían la nave. ¿Qué podía ofrecerles Bean?
Si quería averiguar la verdad sobre las Reinas Colmena, tendría que ir a ellos.
En la nave, los niños accedieron al pedido de los zánganos y decidieron eliminar a los rajos salvajes. Quedaban muchos rajos domésticos con vida en el ecotat y la cámara de la reina. Al encontrar y matar a todos los rajos salvajes, los niños volvían soportable la vida de los zánganos. Podían darse un atracón de babosas. Su deuda de gratitud con los humanos (mejor dicho, los antoninos, los leguminotes) sería considerable.
Siempre que los fórmicos pudieran sentir gratitud. ¿Acaso los zánganos también los engañaban?
Los niños tardaron un par de horas en limpiar la nave, mientras los zánganos los guiaban a cada guarida de rajos salvajes. Con esto, Bean aprendió algo más; las aptitudes mentales de los zánganos les permitían detectar la mente diminuta de los rajos. ¿De qué serían capaces las obreras individuales, si la reina las hubiera dejado en libertad? ¿Tenían aptitudes mentales comparables a las de los zánganos? ¿Podían «hablar» entre sí? ¿O la reina siempre detectaría una conversación y le pondría fin?
¿Por qué morían cuando moría la reina? ¿Por qué no morían los zánganos? En todo caso, ellos dependían más de la reina, pero echaron a volar cuando ella se acostó para morir. Solo murieron las obreras. ¿Por qué?
Tantas preguntas…
—Misión cumplida —dijo Cincinnatus—. Solicitamos permiso para regresar a la Heródoto.
Bean hubiera querido decir: Sí, muy bien hecho, ven a mis brazos, mi brillante niño. Pero necesitaba más información si quería hacer lo que debía hacer antes de morir.
—¿Estáis muy cansados? —preguntó—. Ha sido un largo día.
Cincinnatus consultó a los otros.
—Cansados, sí, pero… ¿Qué tienes en mente?
—Dos cosas —respondió Bean—. Las muestras de Ender. Necesita obtener muestras de los zánganos. Suficientes para analizar su genoma y compararlo con el genoma del capullo muerto. Así podremos comparar el macho con la hembra, el zángano con la obrera.
—Quieres saber por qué los zánganos no murieron —afirmó Ender.
—Quizá fuera una enfermedad que solo afectaba a las hembras. Pero en tal caso, ¿por qué las obreras no murieron hasta que murió la reina, y luego todas de golpe?
—Quizá ya estuvieran muriendo —dijo Ender—. Eso estaba fuera de la perspectiva de lo que ellos me contaron.
—Pero los zánganos no murieron —observó Bean.
—Trataré de hacer una biopsia en alguna parte del cuerpo que contenga su genoma. Quizá guarden alguna reliquia de los muertos.
—¿Los que se comieron?
—Cada especie tiene sus reglas —dijo Carlotta, casi reflexivamente.
—Y tú también, Carlotta —señaló Bean.
—No tendrías que haber hablado —opinó Cincinnatus.
—Ya tenía planeado esto —declaró Bean—. Mientras Ender consigue sus muestras, Carlotta, necesito que pienses en un modo de llevarme al ecotat.
Los niños callaron.
—No —dijo Carlotta.
—Tienen que haber construido el arca pensando en sacar grandes cantidades de plantas y animales para trasladarlas a la superficie del planeta. No sé con qué medio planeaban hacerlo, pero puedo usarlo para entrar.
—Eso te matará —intervino Ender.
—Atracaréis el Sabueso en la bodega de la Heródoto. Con ambas puertas abiertas y la gravedad desactivada, hasta un niño de seis años podría empujarme hasta el Sabueso.
La broma del «niño de seis años» no les causó gracia.
—Padre —dijo Cincinnatus—, estás demasiado frágil. ¿Qué puedes hacer aquí que no puedas encargarnos a nosotros?
—Aportar mis conocimientos a mi conversación con los zánganos —respondió Bean con franqueza.
—¿No podemos llevarlos allá?
—Ni siquiera insinúes esa posibilidad —dijo Bean—. Si les sugieres que salgan del arca, quizá sospechen que intentamos robarla. Aunque fueron ellos quienes lo pidieron, acaban de ver cómo exterminasteis a los rajos salvajes. También compartían, a través de la reina, el recuerdo de la muerte de las otras Reinas Colmena en la tercera guerra fórmica. ¿Por qué no sospecharían que os proponéis matarlos?
—Si mueres en el camino… —empezó Carlotta.
—Pude haber muerto hace un año. O dos. Celebro cada minuto que obtengo, mientras pueda ser testigo de vuestro crecimiento.
—El gigante se está poniendo sentimental —observó Cincinnatus.
—Procura no ahogarte en el charco de sus lágrimas —añadió Ender.
Viejas bromas, costumbres de la familia.
—Sabéis lo que quiero que hagáis. Si muero en el intento de obtener más datos para vosotros, que así sea. Os las apañaréis sin ellos, o con el tiempo aprenderéis a hallarlos por vuestra cuenta. Pero quizá no muera, y debemos contar con ello. Creo que os complacerá saber lo que yo aprenda, si vivo para aprenderlo.
Otro silencio. En la holopantalla, Bean vio que se quitaban los cascos. Pensaban que así él no podría oírlos. El candor de los niños.
La conversación fue breve, pero consistía principalmente en buscar modos de lograr que el Gigante cambiara de parecer.
Cuando volvieron a ponerse los cascos, Bean los apremió.
—Tenéis trabajo por delante —dijo—. Carlotta, regresa con un plan para meterme en el ecotat, o no regreses. Ender, consigue una muestra.
—¿Y yo? —preguntó Cincinnatus.
—Quédate con Ender para protegerlo. No creo que Carlotta corra ningún peligro.
—Me niego —dijo Cincinnatus—. Permaneceremos juntos. Todos observaremos mientras Ender consigue su muestra de los zánganos, si puede. Luego acompañaremos a Carlotta.
—Llevará más tiempo. Ya estáis cansados.
—Como dijiste, ahora la nave es segura. Podemos dormir aquí y volver a comenzar mañana, si es necesario.
Cincinnatus tenía razón. Bean no podía decirles que estaba ansioso de que terminaran esas tareas y regresaran, porque quizás él no estuviera vivo mañana o pasado mañana. Les había dicho que él no moriría.
—El Gigante está pensando —observó Cincinnatus.
—Las vibraciones atraviesan el vacío del espacio y me dan ganas de orinar —añadió Ender.
—¡Otra vez! —protestó Carlotta.
—Creo que es socialmente correcto hacerte encima cuando los alienígenas entran en tu mente por primera vez —dijo Ender—. Si no lo era, lo es ahora.
Son tan inmaduros… Y tan adultos… El peso de una especie sobre sus hombros. Niños haciendo chanzas, provocando a su padre viejo y tullido.
—Haced lo que debéis hacer, y comunicaos conmigo en cuanto terminéis —ordenó Bean.
—Di «por favor» —dijo Carlotta.
—Di «sí, señor» —replicó Bean.
Una breve pausa.
—Sí, señor —obedeció Carlotta.
—Ahora déjate de fastidiar, por favor —dijo Bean.
—Eso no cuenta —protestó Carlotta.
—Es el único «por favor» que escucharás. —También Bean podía hacer chanzas.
Al final, los zánganos resolvieron ambos problemas. Cuando Ender les pidió muestras, se quitaron solemnemente retazos de piel. Si les dolía, no lo demostraron. Y condujeron a Carlotta a la zona de carga.
Tenía un buen diseño. Una segunda rueda, casi del mismo diámetro pero mucho más pequeña en profundidad, estaba unida al extremo delantero del gran cilindro del ecotat. Podía acoplarse con el ecotat, o podía liberarse, reducir la velocidad y detenerse en relación con el resto de la nave. Era el equivalente móvil de una esclusa.
En los bordes, las vagonetas entraban en la rueda desde los cinco rieles que conducían a la cámara de la reina. Una vez que la vagoneta estaba dentro de la rueda, esta empezaba a girar hasta coincidir con la rotación del ecotat. Entonces se abrían puertas hacia el ecotat, y los rajos domesticados que había allí las llenaban de babosas. Cuando cerraban la puerta, la rueda dejaba de sincronizarse con el ecotat y volvía a unirse a la nave.
El cargamento era otra cuestión. Encima de los raíles (más cerca del eje que del nivel del piso dentro del ecotat) había cinco enormes puertas de seis metros cuadrados que se sincronizaban entre la rueda y el ecotat. Pero al otro lado de la rueda las cinco entradas daban a una enorme bodega. Sin rotación, ese espacio carecía de peso. Así, objetos mucho más largos que la profundidad de la rueda se podían cargar en las dársenas que rodeaban las grandes puertas.
La bodega, a su vez, era accesible a través de dos esclusas aún más grandes. Carlotta hizo que los cascos tomaran medidas minuciosas, y llegaron a la conclusión de que el Sabueso podía caber en la mayor de ambas esclusas.
—Podemos meter la nave en la zona de carga, y luego trasladarte, sin peso, a través de las puertas de carga al ecotat —informó Carlotta.
—Entonces no es imposible —dijo Bean—. Hasta puede que sobreviva.
—No sobrevivirás —añadió Carlotta—. La fuerza centrífuga del interior del ecotat produce un fuerte efecto gravitatorio. El triple de lo que experimentas ahora. Cuando entres en el ecotat, estarás bien, sin peso. Pero luego tendrás que bajar al suelo. Si te dejamos caer, no irás a la misma velocidad que el piso del cilindro y el golpe te matará. Pero puedes bajar por las escalerillas que usan los fórmicos. Así adquieren gradualmente la rotación del cilindro y cuando llegan al suelo ya están sincronizados. ¿Tienes ganas de usar una escalera?
—¿Los fórmicos pueden ralentizar la rotación? —preguntó Bean.
—Podemos preguntar, pero… escogieron esta velocidad de rotación por un motivo. Es adecuada para las plantas.
—Y tú no crees que arriesguen las plantas.
—La biota forma parte de su misión. No podemos pedirles que alteren la gravedad que necesitan las plantas cuando ni siquiera les entregamos la Reina Colmena encapsulada que ellos creen que tienen los humanos.
—Quizá ya estén leyendo nuestras imágenes mentales —interrumpió Ender.
—Yo no tengo ninguna imagen en la mente —dijo Carlotta.
—Sí que las tienes —refutó Ender.
—¿De veras? —dijo Bean—. De acuerdo, haced lo siguiente. Pensad en vosotros de pie junto a mí. Del tamaño que sois, y del tamaño que soy yo. Vosotros junto a mí, y yo tendido aquí en la bodega. Imaginad eso.
—Lo imaginamos como tú dijiste —replicó Carlotta—. No teníamos opción.
—¿Qué se logró con eso? —preguntó Cincinnatus.
—Pensadlo —propuso Bean.
Lo pensaron. Cincinnatus fue el primero en comprender.
—Ahora caigo —dijo—. Tienes el mismo tamaño respecto de nosotros que la Reina Colmena respecto de ellos.
—Casi —matizó Bean.
—Y eres nuestro padre —añadió Ender—, así como la reina era la madre de ellos.
—Pero no eres nuestra pareja —objetó Carlotta—. Ni por asomo eres una reina.
—Ni siquiera finjáis que lo soy —indicó Bean—. Dejad que vean los tamaños, decid que soy vuestro único progenitor vivo, y que solo puedo ir al arca si reducen la velocidad de rotación del ecotat. Decidles cuánto deben reducirla. Que ellos deduzcan lo que sucederá con el suelo y las raíces.
—Preguntarán cuánto tiempo deben reducir la rotación —afirmó Ender—. Porque afectará los patrones de crecimiento.
—Decidles que debe permanecer lenta hasta que yo muera o regrese a esta nave. Decidles que no me queda mucho tiempo de vida, pero que quiero reunirme con ellos en el arca antes de morir. Si todavía estoy con vida después de hablar con ellos el tiempo suficiente, regresaré aquí y podrán volver a la rotación normal.
—¿Cuánto tiempo es «suficiente»? —preguntó Ender.
—Detesto esta idea —murmuró Carlotta.
—Hasta que comprenda todo lo posible sobre lo que pasó con la reina. Decidles que necesito saber por qué murió, para estar seguro de que no os envenenaréis cuando os trasladéis al arca.
Los tres quedaron consternados.
—Ya os dije que ese planeta es vuestro futuro —aseguró Bean—. Necesitáis mudar el laboratorio al ecotat y crear bacterias intestinales que digieran las proteínas alienígenas y las hagan útiles para vosotros y vuestros hijos. Cuando podáis vivir cómodamente dentro del ecotat fórmico y con lo que produce, estaréis preparados para colonizar el planeta.
—¿Y si no queremos? —dijo Cincinnatus.
—Querréis hacerlo —dijo Bean—, porque querréis que vuestra especie sobreviva, y no hay mejor oportunidad en ninguna otra parte. Ya hemos mantenido esta conversación. Solo que ahora la mantenemos donde los zánganos pueden ver las imágenes que cruzan vuestra mente.
—¿Por qué crees que los zánganos aceptarán? —preguntó Ender—. Su especie está agonizando… Ellos son los últimos, sin esperanza de reproducción.
—Decidles que soy vuestro padre. Un macho. Y cuando yo muera, deben adoptaros y ser vuestros padres. Enseñaros todo lo que saben. Decidles que en realidad no somos humanos… que somos diferentes del resto de la especie. Así, cuando pobléis ese planeta, lo haréis como una nueva especie sensible, y siempre consideraréis a estos zánganos vuestros padres.
—No creo que tengan el concepto de adopción —objetó Ender.
—Claro que sí. ¿No recuerdas? Dijiste que cuando la Reina Colmena murió sin haberlos devorado se sintieron honrados, porque serían heredados por la nueva reina. Solo que no pudieron encontrar ninguna.
—Eso no es adopción, eso es un nuevo matrimonio —dijo Cincinnatus.
—Se aproxima bastante —aclaró Bean—. Decídselo. Tratad de hacerles ver analogías entre su especie, sus vidas, y la nuestra. Permitidles entender que sois pequeños y que tendréis una vida muy corta. Que necesitáis toda la ayuda posible para sobrevivir.
—¿Por qué no? —añadió Carlotta—. Ni siquiera estaremos mintiendo.
—No conocisteis a la Reina Colmena, pero a través de ellos podéis llegar a ser como hijos de la reina —añadió Bean.
—Ya entendimos, Padre —dijo Ender—. No tienes que darnos un libreto.
Entonces los niños negociaron con los zánganos, que esta vez tocaron a los tres. Después ellos dijeron que era asombroso, porque podían percibirse unos a otros a través de los zánganos. Eso les permitía ensamblar sus imágenes, unificarlas. El plan se llevó a cabo, con el acuerdo de los zánganos y los niños.
Luego los niños regresaron. Bean volvió a pilotar el Cachorro, y en esta ocasión lo atracó sobre la zona de carga. La Heródoto estaba diseñada para eso, y pronto las puertas se abrieron y un techo mucho más alto se irguió sobre Bean.
Él no había notado cuán claustrofóbico se había sentido todos esos años, cuánto lo oprimía ese techo a medida que aumentaba de tamaño. Pero cuando lo quitaron, sintió que su ánimo mejoraba. Estaba casi de buen humor.
Los niños, no. Tenían miedo de matarlo por accidente durante el traslado.
—No es justo que nos hagas cargar con esa culpa —dijo Carlotta.
—Ninguna culpa —negó Bean—. Prefiero morir haciendo algo y no quedarme aquí como un melón.
Ellos nunca habían visto un melón creciendo en el suelo.
Debían hacer ciertas tareas antes de la transferencia. Bean insistió en que primero trasladaran todo el equipo de laboratorio. También les mostró las bodegas secretas y les enseñó a usar los vientres artificiales, aunque sin insertar nada dentro de ellos.
—La fertilización in vitro es una práctica común, tal como la extracción del huevo —explicó Bean—. Podéis aprender sobre ella a través del ansible. Los vientres no son tan comunes porque son ilegales en muchos mundos.
—¿Por qué? —preguntó Carlotta.
—Porque son antinaturales —respondió Bean—. O porque privan a las madres sustitutas de un modo de ganarse la vida. Muchos motivos, pero todos se reducen a uno: los vientres artificiales sugieren que las mujeres no son necesarias, y eso molesta a muchas mujeres.
—Pero las mujeres aún producen los óvulos —afirmó Carlotta.
—Siempre hay modos de soslayarlas —dijo Bean—. Y también hay modos de soslayar a los hombres. Ninguno de los dos sexos necesita al otro para la reproducción. Pero varias sociedades han intentado prescindir de este proceso, y la evolución termina por ganar. Crece el descontento y la sociedad vuelve al apareamiento o la gente se marcha hasta que solo queda un puñado de fanáticos. Es la raza humana, Carlotta. No pidas que tenga sentido.
Bean observó y trató de no inquietarse mientras los zánganos enseñaban a los niños a construir laboratorios herméticos dentro del ecotat. Era una tecnología bien conocida en el arca, porque cuando llegaran a la superficie del planeta les llevaría tiempo encontrar o cavar túneles y cavernas. Tuvieron que usar el plano de una cámara provisoria para la reina, porque ningún otro espacio tenía altura suficiente para que entrara el equipo de tamaño adulto.
En cuanto el laboratorio estuvo instalado y en funcionamiento, Ender decidió no participar más en los preparativos para el traslado de Bean.
—Creo que el genoma fórmico puede ayudarnos. Y no solo a digerir alimentos.
Así, Cincinnatus y Carlotta se encargaron de todos los preparativos. Hablaron seriamente de tratar de confeccionar un traje de presión para Bean.
—Por si se rompe algún sello y perdemos atmósfera —aclaró ella.
Bean se echó a reír.
—Mi querida Carlotta, eres tan compasiva… Pero si se rompe un sello, moriré. Si viajas al espacio, depositas tu fe en las máquinas, y esperas que funcione.
—Pero si…
—Carlotta, el traje de presión me mataría aunque pudieras hacerlo funcionar. Crea presión, que no es lo mismo que una atmósfera normal. No es posible. Así que moriría de todos modos, y luego tendrías el problema de sacarme del traje para que mi materia corporal pueda añadirse al ecotat.
Carlotta rompió a llorar.
—Padre —dijo Cincinnatus—, eres muy sensible a los tiernos sentimientos de tu hija.
—¿Acaso Carlotta pensaba que me enterrarían? ¿Me cremarían? ¿Me expulsarían al espacio? Tú mismo lo dijiste, cuando planeabas eliminarme… mi cuerpo alberga demasiados recursos.
—Eso fue antes de que nos topáramos con el arca —explicó Cincinnatus—. Y no estoy orgulloso del niño que yo era entonces.
—Aún eres el mismo niño —afirmó Bean—. Siempre pensando con antelación. Impaciente. No lo digo para criticarte, pero no lo olvido, y menos los puntos en que tenías razón.
—No eran muchos.
—En general, vosotros tres tenéis razón con más frecuencia que la mayoría de los humanos, y aprendéis de vuestros errores.
—El Gigante dice que soy un idiota, pero que soy superior al idiota común.
—Ni más ni menos —añadió Bean.
Bean había pensado que podría efectuar el traslado en pocos días, pero Carlotta fue metódica y lenta, y ponía todo a prueba. También insistió en sacar muchos ordenadores de la Heródoto para activarlos y conectarlos en red dentro del ecotat. Y luego la gran cuestión.
—Quiero trasladar el ansible —declaró.
Bean no había previsto eso.
—Posiblemente —dijo—. Pero tu red funciona bien entre ambas naves. Puedes tener acceso a los sistemas humanos de comunicaciones desde allí.
—Pienso construir otro —afirmó ella—. Un sistema redundante. Lo necesito para no tener que ir de un lado al otro para trabajar en él.
—La tecnología del ansible es un secreto celosamente guardado —dijo Bean.
—Ender y yo copiamos esa tecnología hace años —explicó Carlotta—. Pensamos que te enfadarías si te lo contábamos.
—Copiasteis las partes de esa tecnología que se podían copiar —añadió Bean—. Os observé mientras lo hacíais.
—Pero nosotros descubrimos el resto después, y también lo copiamos. Mientras dormías. Reconoce mis méritos.
Así que demoraron más de lo que pensaba Bean, quien se sintió inquieto mientras el ansible estaba en tránsito, más preocupado por esa máquina que por sí mismo. El ansible era su contacto con la raza humana. Era el contacto de Bean con su último amigo vivo, Ender Wiggin, aunque nunca se hablaban ni se enviaban mensajes. Quizás Ender Wiggin nunca pensara en Bean, o quizá creyera que había muerto diez años atrás. Wiggin se ocultaba de todo el mundo, de «Ender el Xenocida». Ahora era un portavoz de los muertos. Nadie sabía que él era el Portavoz de los Muertos. Lo consideraban uno más entre los numerosos portavoces itinerantes. Era una misión apropiada para él. Pero Ender Wiggin se concentraba en las personas vivientes y los muertos recientes a los que debía dar voz. No tenía tiempo para su pasado. Más aún, era probable que estuviera huyendo de ese pasado. Bean sospechaba que no sería un acto amistoso darse a conocer a Ender Wiggin. Ender se preguntaría qué quería. Ender lamentaría que se hubiera comunicado con él.
Pero si la Reina Colmena le había mentido, si La Reina Colmena se basaba en mentiras, Ender dedicaba su vida a proteger un fraude, buscando un hogar para una reina que tenía sus propios planes y no se los revelaba.
Si eso resultaba ser cierto, Bean hallaría el modo de enviarle el mensaje a Ender, aunque no le revelara la identidad del remitente.
Al fin llegó el momento de emprender el viaje.
Le había costado bastante entrar caminando en la Heródoto cuando llevó a los bebés a bordo y dejó a Petra y los demás hijos, pues sus hijos normales aún eran chiquillos que estaban aprendiendo a hablar y gatear. No le había importado mucho la inutilidad de las ampliaciones que se habían intentado. Sabía que la mesa más alta y la silla más grande pronto dejarían de servirle. No pensaba fabricar otras. Sabía desde el comienzo que terminaría tendido de espaldas o de costado en la bodega, con la menor gravedad posible.
Pero había entrado caminando. Ahora Carlotta redujo la gravedad a cero y activó el gravitador que había improvisado en el Sabueso. Lo alzó muy despacio. Ella y Cincinnatus se elevaron con él, haciéndolo rotar lentamente en el aire, y cuando llegó al piso acolchado del Sabueso, se posó suavemente.
Bean estaba aterrado. En un tiempo la falta de peso le resultaba casi normal, pero con este tamaño, la sensación de caída que venía con la ingravidez (era como bajar por una montaña rusa, pero una y otra vez) no era una mera emoción, era como la muerte. No sobreviviría a una auténtica caída. Si se tropezaba y caía de bruces, se le partirían los huesos frágiles y no se recobraría nunca. Los cuerpos humanos no estaban diseñados para tener cuatro metros y medio de altura.
El plan de Carlotta era perfecto, y Cincinnatus y ella lo ejecutaron a la perfección. Salvo por el miedo, Bean no sufrió ningún daño. Ni siquiera magulladuras ni músculos resentidos, tan suave fue su descenso en el piso del Sabueso.
Solo cuando estuvo en su sitio comprendió que no tenía un ordenador al lado.
—Carlotta —dijo—, no podemos irnos hasta que esté conectado para controlar el Sabueso. Tráeme mi holotop.
Ella se rió.
—Sabemos cómo pilotas, padre. Eres diestro, pero la trayectoria que usaste en nuestros viajes te mataría. Te llevará Cincinnatus, y el viaje no durará una hora sino casi todo un día. Así que acomódate y duerme.
—¿Con Cincinnatus pilotando la nave?
Pero Bean se permitió sentir alivio en vez de fastidio. Había pilotado el Sabueso desde una posición estable en la bodega de la Heródoto. Una vez dentro del Sabueso, su posición no sería estable. Experimentaría todos los cambios inerciales del vuelo, sin estar en el asiento del piloto. Los niños habían previsto un problema y habían hallado una buena solución.
No era perfecta, pues la inexperiencia de Cincinnatus se notaba en ocasiones. Pero era un vuelo mejor del que habría hecho Bean, y mientras se aproximaban a la esclusa abierta del flanco del arca, este tuvo que admirar la destreza con que su hijo detenía el Sabueso.
Aquí no había gravitador. Las lentes de gravedad no funcionaban bien dentro de objetos rotativos, y menos tan cerca de un planeta. O tenías lentes de gravedad o tenías fuerza centrífuga, nunca ambas cosas.
El atracadero de la rueda tenía longitud suficiente para que el cuerpo de Bean no sobresaliera del lado interior. Buen diseño, pensó. Muy recomendable para gigantes.
El verdadero ingenio (el motivo por el que había demorado una semana) fue visible en cuanto la rueda se sincronizó con el lentísimo cilindro del ecotat. A esta distancia del suelo, Bean casi no sentía gravedad. Luego la puerta se abrió y vio el ecotat con sus propios ojos.
El alivio que había sentido cuando se elevó el techo de la Heródoto no era nada en comparación con esto. El lugar era enorme, y el sol falso del centro del eje imitaba la luz solar en forma muy convincente. Bean tuvo la vertiginosa sensación de haber regresado a la Tierra.
Luego vio que el mundo se curvaba hacia arriba en ambas direcciones, y formaba un techo claramente visible, con árboles, prados y pequeños lagos o estanques. Pero volaban aves (¿alguien había mencionado las aves?) y aunque los árboles eran de mundos fórmicos, Bean nunca había sido un experto en árboles terrícolas. Para él era un bosque y punto. El verdor le quitó el aliento; los extraños colores parecían armonizar.
No era un planeta, pero se parecía bastante. Nunca había pensado que volvería a pisar un mundo viviente.
Carlotta y Cincinnatus habían improvisado un andamiaje frente a la puerta. Mientras lo trasladaban desde el atracadero, Bean comprendió que la tela en que se apoyaba era una red resistente para cargamento. Una hamaca, pero con varillas que le impedían colapsarse con él plegado en su interior.
Cuando terminó de atravesar la puerta, descansó cómodamente dentro de la hamaca. Luego lo arriaron como buenos marineros, y la ilusión de gravedad creció tan suave y naturalmente como si hubiera bajado por una escalera.
Era una gravedad un poco mayor de aquella a la que estaba habituado. Tenía que respirar más profundamente y con más frecuencia. Pero no jadeaba. Podía lograrlo. Podía vivir así. Por un tiempo.
Cuando estuvo posado en el suelo, con la tela de la hamaca debajo, las aves descendieron, y comprendió que no eran aves. Eran los zánganos.
Revolotearon alrededor, se posaron. Entonces llegó Ender (el laboratorio no estaba lejos) y parecía feliz. Más feliz de la cuenta, en realidad. Su trabajo de laboratorio debía andar bien. Bean había seguido atentamente sus investigaciones, pero Carlotta había instalado esta red, y Bean descubrió que ella había bloqueado, o no había creado, las puertas traseras y canales subrepticios que él usaba constantemente en la Heródoto. Ya no permitían que él los supervisara, aunque respetaran solemnemente todas sus decisiones expresas.
—Quieren comenzar de inmediato a hablar contigo —dijo Ender.
—Antes de que te mueras —añadió secamente Cincinnatus.
—Entonces comenzaremos de inmediato —repuso Bean.
Los zánganos volaron hasta su pecho. No parecían pesar casi nada. Bean comprendió que soportaban gran parte de su peso con las alas.
—No pueden estar sobre mi pecho —dijo—. Aunque son pequeños, no puedo soportar ese peso y seguir respirando. Pero si se posan en el suelo junto a mí, y me tocan la cabeza como tocaban la tuya…
—Quieren honrarte como la nueva Reina Colmena —afirmó Ender—, pero no quieren matarte mientras lo hacen. —Ender se arrodilló y apoyó la cabeza en la boca de un zángano. Comunicó su mensaje al instante. Los zánganos se bajaron del cuerpo de Bean y se reunieron alrededor de su cabeza.
Los zánganos se habían vuelto más hábiles para comunicarse con los humanos desde aquella primera vez que intentaron hablar con Ender. Las imágenes llegaban despacio, suavemente, y hacían sugerencias en vez de imponer sentimientos.
Al principio Bean comunicaba en voz alta lo que recibía de los zánganos. Ender, que también los tocaba y lo veía todo, le confirmó que los entendía correctamente.
Pronto fue Carlotta quien le hizo compañía. Y luego llegó el turno de Cincinnatus. Los zánganos también se turnaban, y dos por vez se quedaban con él.
De este modo entablaron conversación día y noche, en la vigilia y el sueño. En verdad, Bean tenía la sensación de estar dormido casi siempre. Era un sueño largo, atractivo y fascinante, la historia de la vida de los zánganos, todo lo que sabían sobre su reina y las otras reinas, la vida de las obreras, la historia total. Sabían muchísimo, y lo sabían directamente, sin las distracciones del lenguaje.
Pero a medida que continuaba el sueño, hora tras hora, día tras día, Bean detectó las lagunas que había en ese conocimiento. Él preguntaba, y ellos le daban la respuesta que creían que él deseaba; no podían ver lo que no podían ver. Creían saberlo todo, pero Bean notó que la reina les había ocultado la información más vital y peligrosa.
Él había creído, como el resto de la raza humana, que una colonia de fórmicos tenía una sola mente. Que las obreras eran para la Reina Colmena lo que los dedos y los pies eran para los humanos: solo una parte de ella, sin mente propia. Pero mientras saboreaba sus pequeñas vidas en la memoria de los zánganos, supo que eso era una mentira, una mentira profunda y terrible. Las obreras tenían mente, pensamientos, deseos, pero la reina las usaba a su conveniencia, y las desechaba por irrelevantes cuando no les encontraba utilidad. Si una obrera se resistía, incluso si sugería un procedimiento mejor, la reina abandonaba la mente de la obrera, cerraba el enlace entre ambas, y a través de los ojos de los fórmicos cercanos presenciaba la muerte de la obrera renuente.
Y se conformaba con eso. Porque el temor más profundo de las reinas era una rebelión de las obreras. Los zánganos no recordaban semejante cosa (¿cómo podían recordarlo?) pero Bean sabía que el alivio de la Reina Colmena delataba una tensión que no había dejado experimentar a los zánganos. Les ocultaba su temor a ellos y a todos. Pero Bean tenía la capacidad de los humanos para interpretar la mente. Sin poder conectarse directamente, los humanos habían adquirido destreza para interpretar las emociones a partir de signos externos. La mayoría de los humanos lo hacían aceptablemente; si bien algunos lo hacían muy mal. Bean lo hacía estupendamente, pero no por amor. El amor nos hace malos observadores: proyectamos la mejor interpretación en todo. El odio provoca una ceguera similar: suponemos lo peor. Para sobrevivir en su infancia, Bean se había vuelto ducho en discernir los posibles actos de la gente a partir de los indicios involuntarios que mostraban. La Reina Colmena no ofrecía esas señas discernibles: no había gestos faciales que Bean pudiera interpretar. Pero no era necesario. Ella ocultaba los sentimientos que necesitaba ocultar, pero no los subsiguientes, y Bean podía distinguir lo que la reina había sentido antes. Confiaba en que sus interpretaciones fueran atinadas y, en caso contrario, serían las mejores que obtendría.
Tres días vivió en el sueño. A diferencia de las reinas, Bean no intentó ocultar nada. Desnudó su vida entera ante los zánganos. Les permitió sentir lo que significaba ser humano, un hombre con responsabilidades ante los demás, pero en última instancia un agente autónomo, libre para decidir mientras aceptara las consecuencias de sus decisiones.
Se maravillaron. Se horrorizaron ante ciertas cosas, ante la idea del asesinato. Bean les mostró que él consideraba como un asesinato que la Reina Colmena rompiera el contacto con la mente de una obrera, matándola. Pero esa interpretación errónea divertía a los zánganos. No es como vosotros, los humanos, tú no entiendes. No dijeron esas palabras, pero él entendió la idea a partir de su actitud burlona, paciente, desdeñosa. Como adultos hablando con niños precoces. Como Bean hablando con sus propios hijos cuando aún no tenían dos años y no habían empezado a educarse por su cuenta.
Al fin los zánganos se retiraron, y entonces Bean durmió en serio, profunda y plenamente. Soñó, pero eran los cómodos sueños del descanso normal. Sin pesadillas.
Despertó en pleno día. Un toldo le protegía la cara de la luz del sol. Hacía calor y el aire estaba un poco húmedo.
—Te cubrimos anoche mientras llovía —dijo Carlotta—. Tienen que hacer llover una vez cada cuatro días cuando imitan el verano, como en este momento. No lo hicieron durante la conversación.
—¿Cuál fue el resultado? —preguntó Bean.
—¿No eres tú quien debe decirlo? —replicó Carlotta.
—Aprendí mucho, pero lo más interesante eran las cosas que la Reina Colmena nunca les mostró. No creían que les hubiera ocultado nada, creían que ella era totalmente sincera con ellos. ¿Qué otra cosa podían creer? Sus vidas estaban rodeadas por las mentiras que ella urdió para ellos.
—He oído decir que los padres hacen eso para proteger a los hijos —observó Carlotta.
—Yo también lo he oído —dijo Bean—. Y quizá sea necesario. Pero es frustrante para un investigador como yo.
—¿Cómo te sientes? —preguntó ella.
—¿Físicamente? Mira ese instrumental y dime si estoy vivo o no.
—Buen pulso —afirmó ella—. Los otros signos vitales están bien, para un hombre de tu tamaño.
—Creo que no he comido —dijo Bean—. Pero el resto del equipo está en su lugar. ¿He procesado los desechos corporales con eficiencia?
—El popó y el pipí están en orden. Los gusanos locales fruncieron la nariz con desprecio, pero las plantas están felices, o al menos ninguna de ellas ha muerto aún.
—Entonces mi vida tiene sentido.
Volvió a dormirse. Cuando se despertó, atardecía, y los tres niños estaban reunidos alrededor de él.
—Padre —dijo Ender—, debo contarte algo. Bueno y malo. En general bueno.
—Cuéntame —pidió Bean—. No quiero morir durante un preámbulo. Ve al grano.
—Pues aquí va —respondió Ender—. Sin darse cuenta, los fórmicos me han enseñado a curar tu enfermedad. Podemos activar los patrones humanos normales de crecimiento y por lo tanto el final del crecimiento, sin desconectar la Clave de Anton.
—¿Cómo? —preguntó Bean.
—Cuando vimos que las obreras fórmicas morían al perder su enlace con la reina, pensé que no la amaban, que no morían porque se les rompiera el corazón. Más aún, experimentaban esa muerte como una liberación, y sin embargo perecían. Sospeché que las reinas habían alterado el genoma de las obreras, tal como hicieron con los rajos. Pero me equivocaba. El genoma de los fórmicos de los capullos secos era esencialmente idéntico al de los zánganos y la reina. Estas diferencias no están en el genoma.
—¿Entonces qué? —preguntó Bean—. No me obligues a adivinar.
—Lo hacen con organelas. Son como nuestras mitocondrias. Las reinas preparan una sopa bacteriana en glándulas que en las obreras y zánganos solo son vestigiales. Luego infectan los huevos de las obreras con estas bacterias, y las bacterias se instalan en cada célula de sus cuerpos. Las organelas responden a la conexión mental entre la reina y las obreras. Detectan si está ahí. Y si no está, desactivan el metabolismo de cada célula del cuerpo, al mismo tiempo.
—Las organelas son como policías del pensamiento —opinó Carlotta con amargura—. Zorras.
—Tiranas —añadió Bean—. Temían constantemente una revuelta de sus hijas. La organela les daba tranquilidad. Les permitía tener muchas más hijas de las que podían dominar directamente con la mente.
—Sí —admitió Ender—. Los zánganos son la adaptación natural. Ellos pueden extender el alcance de la reina. Pero aun con veinte machos adheridos a ella, a lo sumo podía controlar unos centenares de obreras al mismo tiempo. Era inevitable que algunas escaparan de su control. Así que una reina inventó la organela esclavista. O quizá muchas reinas probaron suerte con varias y compartieron los resultados hasta que optaron por esta.
—Y nunca se la dieron a los machos —dijo Bean.
—No era necesario. Ellos siempre eran leales a la reina. La adoraban, estaban unidos a ella, conocían cada pensamiento suyo…
—Cada pensamiento que ella les permitía conocer —corrigió Bean.
Ender asintió.
—Cada reina prepara esta organela en su interior y la administra a los huevos de las obreras. Los machos son naturales, son producto de la evolución. Pero las reinas hacen esto con las obreras una por una. Saben muy bien lo que están haciendo.
—Creando las siervas perfectas —añadió Cincinnatus—. Y los soldados perfectos. Luchan y mueren cuando ella lo ordena. Si vacilan, ella corta el contacto y mueren de todos modos. Es una vida desesperada. Quizá las obreras la amen como los machos, cuando la reina se concentra realmente en ellas. Pero pronto deja de prestarles atención. La conexión aún existe, pues de lo contrario morirían. Y ellas aún no osan experimentar su propio odio. Pero el odio existe, ¿no crees?
—Más en algunas que en otras —dijo Bean—. El terrible secreto de las reinas. Pero Ender, ¿cómo te ayudó esto con el problema de los antoninos?
—Leguminotes —corrigió Cincinnatus.
A Bean le agradaba que insistieran en usar ese nombre.
—Organelas. Tratábamos de trabajar directamente sobre el genoma de los individuos vivientes. Volescu creó nuestra variación cuando éramos embriones, solo un puñado de células. Pero ¿organismos vivientes con millones de células? Una y otra vez se ha intentado cambiar el genoma sobre la marcha, con algunos efectos buenos cuando los cambios eran muy sencillos.
Bean conocía la historia.
—El gigantismo es inseparable de la inteligencia, así que no se puede lograr.
—Pero el gigantismo no es un efecto. Es la ausencia de un mecanismo de desactivación, o de un mecanismo de configuración. No podemos agregar ese mecanismo de desactivación al genoma sin atentar contra la inteligencia. Pero podemos instalar el mecanismo en una organela.
Así de simple. Obvio, ahora que Ender lo decía. Pero no tan obvio, después de todo.
—No puedes preparar organelas para humanos —observó Bean—. Hace tanto tiempo que tenemos mitocondrias que… unieron las células mucho antes de que fueran humanas. Las mitocondrias se reproducen cuando se dividen las células. Las reinas tenían que insertar sus organelas en cada huevo.
—En efecto —respondió Ender.
—Esta es la parte inteligente —añadió Carlotta.
—Usamos un virus para insertar el fragmento de gen alterado en las mitocondrias naturales. Adquieren el mecanismo de desactivación y lo utilizan en el momento apropiado.
—Eso creemos —dijo Cincinnatus.
—Bien, aún no hemos llegado a la pubertad —afirmó Ender—. Tendremos que esperar y ver qué pasa. Pero una cosa es segura: el cambio se ha producido en cada célula de nuestro cuerpo.
—¿Ya lo habéis hecho? —preguntó Bean. Se le aceleró el corazón.
—Calma, padre, calma —dijo Carlotta.
—Claro que lo hicimos —respondió Cincinnatus—. ¿Qué íbamos a esperar?
—¿Mi autorización?
—Ya la habías dado —dijo Cincinnatus—. Cuando nos contaste tu plan para este mundo. Es nuestro. Estos cuerpos son nuestros. Nos habrías dicho que reflexionáramos y habrías evaluado los pros y los contras, y luego nos habrías dejado decidir. Así que hicimos todo eso tal como habríamos hecho si hubieses estado despierto, y decidimos. Luego Ender nos roció los pulmones con un aerosol del virus y nos descompusimos un poco mientras entraba en nuestros cuerpos.
—Y ahora estamos mejor, y nuestros cuerpos no rechazan el cambio —añadió Carlotta.
—Y dentro de pocos años veremos si ha funcionado —sostuvo Ender—. En caso contrario, tendremos que intentarlo de nuevo. O probar con otra cosa. De un modo u otro, nuestros descendientes heredarán este cambio automáticamente. Los leguminotes no tendrán que tomar ninguna píldora ni hacerse ninguna alteración para lograr que los genes que están dentro de nuestras mitocondrias activen el crecimiento normal. Lo legaremos a nuestros hijos.
—Técnicamente hablando —observó Carlotta—, yo lo legaré.
—En eso tienes razón —admitió Ender.
Bean sintió las lágrimas en las comisuras de los ojos. No valía la pena tratar de mover los brazos para enjugarlas. Que humedecieran el suelo de ese lugar.
—Buen trabajo, ¿verdad? —dijo Ender.
—Muy bueno —respondió Bean.
—La pregunta es… —comenzó Cincinnatus.
—No —dijo Bean.
—¿Ni siquiera quieres oír la pregunta? —preguntó Carlotta.
—Queréis someterme a este tratamiento. Pero es demasiado tarde. A vosotros solo os descompuso, pero a mí puede matarme. Aun así, supongamos que funcionara. Ya estoy tan enorme que mi corazón no me puede mantener con vida si hago algo más que acostarme aquí a vegetar.
—Piensas todo el tiempo —afirmó Carlotta—. Tu cerebro aún recibe sangre suficiente.
—Pero ya no necesito pensar todo el tiempo —matizó Bean—. Hicisteis todo esto por vuestra cuenta. Organizasteis una expedición a una nave alienígena. Salvasteis a un grupo de alienígenas moribundos, en la medida en que era posible salvarlos. Os adaptaréis para ingerir proteínas alienígenas…
—También introduciremos algunas plantas y animales terrícolas —añadió Cincinnatus—. Carlotta no puede vivir sin patatas.
—Y curasteis vuestra fatal enfermedad genética —agregó Bean—. Ahora solo os falta ocultar vuestra existencia a los humanos comunes.
—Lo sabemos —dijo Carlotta—. Por eso te quitamos el ansible.
Sus palabras quedaron suspendidas en el silencio.
—Ibas a contarle a tu amigo Ender Wiggin la verdad sobre las reinas, ¿verdad? —preguntó ella.
—Sí —respondió Bean.
—Lo sabíamos —sostuvo Cincinnatus—. Pero Wiggin no sabe cerrar el pico. Escribió La Reina Colmena. Dice la verdad aunque las consecuencias sean espantosas.
—Debemos permanecer ocultos —dijo Ender—. Y también debemos mantener en secreto la existencia de esta arca, porque si se entera la Flota Internacional, deducirán que hay otras naves colonizadoras, naves donde la reina no ha muerto, y saldrán a buscarlas.
—Prometimos a los zánganos que no te dejaríamos poner en jaque la supervivencia de la especie fórmica de esa manera —informó Cincinnatus—. Por eso accedieron a cooperar.
Bean no le enviaría el mensaje a Ender Wiggin. Y así era mejor. Ender no necesitaba tener noticias suyas a estas alturas. ¿Y de qué serviría la advertencia? Él conocía a Ender Wiggin (y lo conocía mejor que nadie, salvo su hermana Valentine), y sabía que seguiría adelante y restauraría a la reina encapsulada cuando hallara un sitio adecuado, al margen de toda advertencia.
—Hasta eso habéis hecho bien —dijo Bean—. Bastardos presuntuosos.
—Descendemos de padres casados —corrigió Carlotta—. Al menos, eso nos dijiste.
Esa noche durmió bien, mejor de lo que había dormido en cinco largos años en el espacio, porque sus hijos estaban a salvo, y quizá curados, y por cierto eran capaces de cuidarse. Lo había logrado todo. No directamente, sino al criarlos para que se atrevieran a tomar las medidas necesarias para salvarse.
Por la mañana, todos estaban ocupados, pero Bean se conformó con quedarse tendido allí y escuchar los sonidos de la vida en el prado. No conocía el nombre de ninguno de esos animales, pero había algunos que saltaban y otros que gorjeaban y croaban, y algunos que se le posaban suavemente y reptaban o caracoleaban hacia alguna otra parte, y se tiraban o brincaban. Formaba parte de la vida de este lugar. Pronto su cuerpo participaría aún más en ella. Entretanto, era feliz.
Y quizás, al morir, descubriera que alguna religión estaba en lo cierto. Quizá Petra lo estuviera esperando. Impaciente, enfadada.
—¿Por qué tardaste tanto?
—Tenía que terminar mi trabajo.
—Pues no lo terminaste. Tuvieron que hacerlo los niños.
Y otros. Sor Carlotta, que le salvó la vida. Poke, que también le salvó la vida, y murió por ello. Sus padres, aunque no los conoció hasta después de la guerra. Su hermano Nikolai.
Bean volvió a despertarse. No sabía que iba a dormirse. Pero ahora los niños estaban reunidos alrededor de él, con cara seria.
—Tuviste un pequeño paro cardíaco —dijo Cincinnatus.
—Se llama felicidad —replicó Bean.
—Un nombre nuevo —observó Carlotta—. No sé si prenderá.
—Pero ahora está latiendo —dijo Bean.
—Demasiado rápido, pero sí —admitió Cincinnatus.
—Os quiero decir algo —anunció Bean—. Vuestra madre fue el amor de mi vida.
—Lo sabemos —dijo Carlotta.
—Amé a otras personas, pero a ella más que a nadie. Porque juntos hicimos algo. Os hicimos a vosotros.
Bean se puso de costado.
—¡Oye! ¿Qué estás haciendo? —preguntó Cincinnatus.
—No debo rendiros cuentas —respondió Bean—. Yo soy el padre. Soy el Gigante.
—Acabas de tener un paro cardíaco —dijo Ender.
—¿Crees que no siento la diferencia en el pecho? —añadió Bean.
Se apoyó con cuidado sobre los codos y las rodillas. Una posición que no había adoptado en un año, desde que había dejado de rodar. Ni siquiera sabía si podría hacerlo. Pero aquí estaba, sobre los codos y las rodillas, como un bebé. Jadeante, exhausto. No puedo hacer esto.
—Lo que quiero —murmuró— es ponerme de pie en este prado y caminar a la luz del sol.
—¿Por qué no lo dijiste? —preguntó Carlotta.
Lo volvieron a acostar en la hamaca, y lo izaron hasta que estuvo sentado, y luego hasta que estuvo de pie.
La gravedad era muy leve, casi inexistente, pero le costaba respirar erguido, aunque la hamaca lo sostuviera.
—Ahora caminaré —afirmó.
Se le aflojaban las piernas.
Los zánganos volaron hacia él y le aferraron la ropa, aleteando para ayudar a sostenerlo. Los niños se reunieron alrededor de sus piernas y le ayudaron a dar un paso, luego otro.
Sintió el sol en la cara. Sintió el suelo bajo los pies. Sintió que las personas que lo amaban se aferraban a él y lo guiaban.
Era suficiente.
—Ahora me acostaré —dijo Bean.
Y se acostó.
Y murió.