Ender nunca había experimentado semejante pérdida de control de su propia mente. Aun en una pesadilla, cuando nada sucede como uno quiere, las imágenes vienen de alguna parte. Uno sabe lo que está viendo.
Pero las imágenes que empezaron a cruzarle la mente en cuanto lo tocaron los machos fórmicos eran caóticas y extrañas. A veces ni siquiera sabía lo que veía.
¡Más despacio! Tenía la sensación de que su mente les gritaba, pero ellos no reaccionaban. Entrevió escenas diversas. La Reina Colmena con vida. Los pequeños machos volando en torno a ella, y aterrizando sobre ella. La reina ahuyentaba a algunos, pero ayudaba a otros a acomodarse mientras se adherían. Imágenes de la reina llevando babosas a la boca de los machos con sus propias manos.
Ender lo experimentaba como si él mismo se alimentara de babosas. Las olía, veía que se meneaban, y parecían deliciosas. Se le hacía agua la boca. Estaba famélico.
En cuanto algo empezaba a tener sentido, sin embargo, la imagen cambiaba. ¿Ellos sabían que había entendido y seguían adelante? Si comprendían que él los entendía, ¿por qué no accedían a su pedido de ir más despacio?
Porque lo estás expresando en palabras, idiota.
Ender trató de visualizar a alguien que se movía despacio, pero las imágenes de ellos predominaban sobre las suyas. Luego, desesperado por comunicarse, trató de sentirse cansado. Como lerdo, con los párpados pesados.
Sintió la punzada de una emoción fuerte que lo habría despertado si hubiera estado adormilado. La emoción no era furia sino vigilancia. Le enviaban lo que querían hacerle sentir.
Dominaban inequívocamente ese intercambio.
Intentó otra cosa. Tomó una imagen que ellos le daban (esta vez parecían ser rajos que rebotaban en un corredor) y trató de inmovilizarla. Quietos. Esperad.
Le enviaron la imagen de nuevo, y de nuevo la inmovilizó. La examinó.
Y esta vez entendieron. La imagen siguiente no vino como recuerdo puro en movimiento, sino como un momento petrificado.
No es que no tengan lenguaje, pensó Ender. Pueden barbotar, pueden dejarse llevar por las emociones, pueden ralentizar y hablar metódicamente. Las imágenes no son aleatorias. No estoy recibiendo una descarga de memoria completa. Envían imágenes, pero también deseos y reacciones. Y notan lo que estoy haciendo en mi propia mente, y responden a eso.
Quizás este tipo de comunicación tuviera su gramática, y él hablaba con el equivalente de un acento extranjero. No importaba, mientras le hablaran despacio.
Ahora vio la imagen de una Reina Colmena, alta y majestuosa, sintió la devoción que ellos sentían, y también el hambre. Necesitaban estar cerca de ella.
Estaba cubierta de zánganos. Si Ender no la hubiera visto sin los machos, habría pensado que los lomos de ellos eran el vientre de la reina, pues la cubrían por completo.
Luego sintió que se transformaba en uno de los zánganos. De nuevo la imagen de ella alimentándolo, pero cuando la Reina Colmena le llevó una babosa a la boca, la soltó. La babosa quedó fuera de su alcance.
El mundo parecía oscilar; la que oscilaba era la Reina Colmena. Luego ella se recostó, encorvándose dentro del círculo de su zona exclusiva. Mientras se echaba hacia abajo, la reina procuraba no aplastar a ningún macho. Los protegía, amándolos hasta el final.
Entonces Ender sintió que algo vital se extinguía en su mente. Comprendió que la calidez y la luz que había experimentado siendo un zángano era la mente de la Reina Colmena. Y ahora había desaparecido.
Los machos se desprendieron, uno por uno. Siendo uno de ellos, Ender comprendió que era hora de buscar una nueva reina. Ella no los había devorado, así que eran muy valorados y se les permitía ayudar a una nueva reina a sembrar la colmena.
Se elevaron en el aire y volaron. Los rodeaba la presión constante de las babosas y los rajos que subían por las rampas.
Pero había algo más. Obreras fórmicas, debilitándose. A diferencia de la reina, no bajaban al suelo. Flotaban a la deriva, subían, caían, impulsadas por los remolinos de aire de la cámara de la Reina Colmena.
Estas imágenes de fórmicas moribundas le llegaban como fotos fijas, una tras otra: no era igual que cuando él era un zángano adherido, ahora era un zángano volador.
No había reina. Solo obreras fórmicas: todas agonizando. Todas muertas.
Los zánganos volaban en círculos, exploraban. Ender comprendió que todos ellos se enviaban imágenes. Era una cacofonía visual, casi ininteligible. Pero ellos eran diestros para filtrarlas.
Ender entendió que el caos que había sentido antes se debía a que cada zángano enviaba su propia versión del mensaje y sus recuerdos a la mente de Ender al mismo tiempo. Él no había tenido la presencia de ánimo para rechazar ninguna. Ender comprendió que, cuando las cosas empezaron a transcurrir con más lentitud, era porque habían designado a uno de ellos para hablar en nombre de todos. Ahora un solo zángano le proyectaba imágenes en la mente. Pero como había experimentado la busca desesperada de una nueva reina, mientras cada zángano proyectaba imágenes en la mente de los demás, eso era lo que enviaba a Ender.
De nuevo Ender trató de detener la imagen, pero el zángano siguió adelante. Tuvo una sensación de pérdida, de vacuidad. No era solo la muerte de la reina. Los zánganos tenían imágenes de cada parte de la nave, y Ender reconoció muchas de ellas. Pero cada visión tenía un final abrupto; quedó momentáneamente ciego.
Comprendió lo que decían en su lenguaje visual. Los zánganos habían participado en la conexión de la reina con todas las obreras fórmicas. Eran las mentes más entrelazadas con la de ella, y la reina compartía todo con los zánganos.
Entendían la nave. Estaban habituados a observar cualquier parte de la nave en todo momento. Cuando ella muriese, podrían seguir en contacto con las obreras. Pero estas murieron con la reina. Lo único que les quedaba a los zánganos era la visión de los demás, y como todos estaban en la misma sala, todos veían lo mismo. La reina muerta. Rajos arreando a las babosas rampa arriba. Obreras muertas.
Fueron a una puerta. Nunca habían abierto una con sus propias patas. Pero todos tenían el recuerdo de estar dentro de la mente de una obrera cuando ella abría la puerta. Sabían dónde estaba la palanca y lo que se sentía al moverla. Solo que era dura. La mano del zángano patinó dos veces sobre la palanca, y para Ender, como en una pesadilla, fue como si hubiera patinado su propia mano.
Pero al fin abrieron la puerta y salieron. Uno de ellos se detuvo para cerrar. Ender fue ese zángano por un instante; luego fue otro.
Todos tenían el mismo destino: el timón. Ender sabía cómo percibían ese lugar. Era el trabajo más vital de toda la colonia. Al margen de lo que hiciera la reina en cada momento, algún zángano siempre miraba por los ojos de la obrera que estaba sentada al timón, observando sus decisiones, sus actos. Siempre había un zángano que participaba en la conducción de la nave, en la salud de la nave.
Ender reparó en algo y tiritó. Así como los zánganos tenían su mente autónoma, independiente de la mente de la reina aunque estuvieran estrechamente ligados, la obrera fórmica de los controles también tenía su mente autónoma, su propia voluntad. Ella pilotaba la nave. La Reina Colmena había impartido una orden (una imagen de lo que quería) pero la obrera realizaba la tarea por su cuenta. Entendía la tarea. Los zánganos no la controlaban; estaban dentro de su mente y observaban, y a veces hacían sugerencias, pero era ella quien lo hacía.
Las obreras fórmicas no eran meras extensiones de la mente de la reina. La potente mente de la reina prevalecía, y no tenían más opción que obedecer. Y cuando la Reina Colmena no prestaba atención a la piloto fórmica, algún zángano vigilaba.
¿Por qué? Porque la Reina Colmena lo deseaba.
¿Y por qué lo deseaba? ¿Qué temía que ocurriera si ellos no vigilaban?
Ender no tenía manera de expresar la pregunta. Solo podía adivinar. Si las obreras fórmicas tenían mente propia, quizás hubiera algunos individuos que podían resistir el poder de la mente de la reina. Quizás hubiera obreras libres.
Al pensar en obreras libres, comprendió que las obreras que obedecían sin chistar a la reina eran esclavas. Eran sus hijas, pero ella se negaba a permitir que pensaran por su cuenta.
Aun así, la obrera había pilotado una nave estelar. No entendía los aspectos astrofísicos y matemáticos, pero entendía los planes y las órdenes de la reina, y los llevaba a cabo usando su propia mente, sus propias aptitudes, sus propios hábitos y experiencias.
Los malinterpretamos por completo, pensó Ender. Creíamos que la Reina Colmena era la mente de toda la colonia. Pero no lo era. Tenían voluntad propia, como los humanos, si bien ella tenía el poder para imponerles obediencia. Y cuando ella no vigilaba, vigilaban los zánganos.
Los zánganos también tenían mente propia, más poderosa que la mente de las obreras fórmicas. Tenían una capacidad de conexión mental que ni siquiera la Reina Colmena poseía.
¿Cómo lo supo Ender? Porque los zánganos lo sabían y estaban orgullosos de ello. Porque observaban mientras él pensaba estas cosas, las interpretaban y las respondían.
Luego Ender ya no intentaba gritarles con la mente. Ahora comprendía las cosas sin palabras, o con meros fragmentos de oraciones que no estaban aisladas; imágenes y sentimientos le cruzaban la mente, y se preguntó si así pensábamos todos. La mente profunda, la mente que es más antigua que el lenguaje (una mente similar a la mente de la Reina Colmena): los humanos la tenían. El lenguaje era un estrato posterior, tan estentóreo que habitualmente silenciaba todos los demás pensamientos de la mente humana.
Cuando pienso sobre el pensamiento, mis pensamientos se convierten en palabras. Es el lenguaje que me habla. Pero el lenguaje vino del exterior. Yo creo controlarlo, pero me controla a mí. Como la Reina Colmena en la mente de los zánganos, el lenguaje pasa a formar parte del ruido de fondo, del aire que respiro, de la gravedad; siempre está ahí.
Hasta que se va.
El lenguaje actúa en la mente humana tal como la Reina Colmena actúa en la mente de los otros fórmicos. Nos moldea sin que sepamos que nos está moldeando. Cuando la reina proyectaba un deseo en la mente de una obrera, la obrera lo sentía como propio. De la misma manera, las mil voces del lenguaje configuraban los pensamientos de Ender, sin que él fuera consciente de que el lenguaje lo modelaba. Solo cuando el lenguaje enmudecía y luego regresaba, él era consciente de lo que hacía al regresar.
Pero no había ninguna sutileza en el control que la Reina Colmena ejercía sobre sus hijas obreras. Era imperiosa. Ellas eran devoradas. Y aun cuando solo los zánganos vigilaban la mente de una obrera, prevalecían sobre ella. En cierto sentido, los zánganos tenían una presencia más fuerte en la mente de las obreras, pues consagraban toda su atención a la tarea inmediata.
Cuando las obreras murieron, los zánganos quedaron solos. Habían perdido a la reina. A diferencia de las obreras, ellos no la vivían como una fuerza sofocante, sino como un ser luminoso, un ángel en la mente. Ella los amaba, y ellos no lo olvidaban ni por un instante. Pero además de perder a la reina, habían perdido a las obreras. Habían perdido la visión de toda la nave.
Por eso fueron al timón. Era la tarea más importante. Ya no podían ver lo que sucedía. Pero tenían que ver, y como no había ninguna reina hija a la cual adherirse, para restaurar la red de visiones, los zánganos fueron al timón por su cuenta.
Una vez allí (es decir aquí, comprendió Ender) sacaron los cuerpos de las obreras de sus asientos y los dejaron flotar. Los zánganos recordaban todas las tareas que las obreras realizaban mientras los zánganos estaban en la mente de ellas, y llevaron a cabo esas tareas. Vigilar los instrumentos. Mirar por las ventanas.
Seguían vigilando. Monitoreando. Porque era menester realizar esa tarea. No se preguntaban si tenía sentido realizarla, sin una reina que repoblara la nave de obreras. Hacían lo que había que hacer, mientras tuvieran la capacidad de hacerlo.
Al principio intentaron hacer el mantenimiento, pero pronto desistieron, pues los rajos que debían realizar el trabajo de limpieza estaban volviéndose salvajes. Su tarea consistía en comer todo lo que estuviera derramado o muerto en los corredores. Cuando murieron la reina y sus obreras, se dieron un atracón de fórmicos muertos en toda la nave. Era su trabajo. Los zánganos incluso les permitieron entrar en el timón para que despedazaran y consumieran los cuerpos de las obreras.
Con el exceso de alimento, la población de rajos proliferó; cuando terminaron de devorar a todos los fórmicos muertos que pudieron encontrar, los rajos seguían allí.
Tenían una misión inscrita en los genes: eran pastores y carroñeros. También estaban entrenados para defecar únicamente en el ecotat (al aire libre, en la naturaleza, en la perspectiva de ellos). Cuando terminaron de consumir a los fórmicos muertos, descubrieron que su población se había expandido con demasiada celeridad. No había comida suficiente. Se estaban muriendo de hambre.
La Reina Colmena nunca habría permitido semejante cosa: su mente tenía tanto poder que cuando se concentraba en los rajos podía matar a los sobrantes con solo fijarse en ellos.
Pero aunque los zánganos podían escudriñar la mente de los rajos, no tenían el poder destructivo de una reina. Y los rajos eran tan estúpidos que los zánganos no podían controlarlos. Los rajos no podían recibir y recordar una orden.
Y así los rajos se volvieron salvajes. Mejor dicho, solo algunos se volvieron salvajes, pero al cabo de varias generaciones, los salvajes eran los únicos que aún se reproducían en los corredores de la nave.
Los zánganos comprendieron lo que sucedía a tiempo para cerrar la cámara de la reina y la sala de pilotaje. También cerraron las puertas que conducían «afuera», al ecotat.
Esto desquició a los rajos. Al no contar con una provisión de cadáveres y no tener acceso a las babosas, enloquecieron, y empezaron a devorarse entre sí, a comer a sus parejas, a su propia prole.
Pero en su frenesí irrumpieron en cuatro de los tubos destinados a las vagonetas. Los rajos que estaban dentro del ecotat juntaban babosas y las cargaban en las vagonetas, pero en realidad alimentaban a los rajos salvajes. Solo una vagoneta seguía llevando babosas innecesarias al cubil de la reina. Los rajos lo permitían porque recibían abundante comida de las otras cuatro. Sus mentes diminutas no pensaron en buscar más.
Ender percibía todo esto a través de las visiones y sentimientos que le proyectaban en la mente. Libraba una lucha constante por entender lo que veía, pero nunca perdía de vista la vehemencia con que le «hablaban» los zánganos a través de su delegado.
Sabían quién era él. Es decir, sabían quiénes eran los humanos. Recordaban la pesadumbre de la Reina Colmena cuando experimentó la pérdida de las otras reinas, cuando la flota humana arrasó el mundo natal de los fórmicos siglos atrás. Ender no sabía si eso significaba que estos mismos zánganos estaban vivos en aquella época, o solo experimentaban los vívidos recuerdos que la reina tenía de la tragedia. Quizá los zánganos mismos no lo supieran.
Lo importante era que los zánganos necesitaban algo de los humanos que habían ido a su nave.
Al fin comprendió lo que querían. Danos la Reina Colmena.
¿Qué Reina Colmena? Expresó la pregunta pensando en una reina y luego adoptando una actitud inquisitiva. No dio resultado. En realidad, era el mismo mensaje que le enviaban ellos. ¿Dónde está ella?
Probó de otra manera. Proyectó una imagen de sus hermanos y de él, y mostró que ellos también buscaban a la reina. Los mostró explorando la Heródoto sin encontrar nada. Esperaba que entendieran el mensaje: nosotros no tenemos reina.
En respuesta, recibió una nítida imagen en la mente. Un joven bajo el cielo abierto de un planeta, llevando un capullo como el que Ender tenía en su maletín de muestras.
—Quieren un capullo —dijo Ender—. Traed el capullo que conseguimos y dádselos.
Los zánganos lo soltaron y su mente regresó. No, su mente siempre había estado allí. Solo había perdido el control hasta que los zánganos lo liberaron. Se sentía pequeño y vacío. Nunca se había sentido como un niño, pues su vida giraba en torno a niños del mismo tamaño, y del Gigante, que no era comparable con nada. Ahora Ender conocía la soledad de estar encerrado en la propia mente, cuando la única compañía era la prepotencia del lenguaje.
Ender abrió los ojos y maniobró para mirar mientras Carlotta abría el maletín y sacaba el capullo.
Los zánganos volaron hacia el capullo, lo cogieron, lo llevaron al centro de la sala, se apretaron contra él.
Al cabo de un rato, lo soltaron y volaron juntos hacia un rincón, donde formaron un enjambre, pero no del modo normal. Se chocaban entre sí, con tanta rudeza que magullaría a un humano. Golpes y más golpes.
Ender comprendió: están de duelo. Están muy tristes.
El capullo seguía flotando. Ender se acercó, lo agarró, lo volvió a guardar en el maletín.
En cuanto cerró el maletín, un zángano regresó hacia él, volando tan deprisa que Ender pensó que lo atacaba. Llegó a ver que Sergeant, siempre alerta, apuntaba la niebla hacia el zángano, pero Ender ni siquiera tuvo que decirle que no. Carlotta estiró una mano para contenerlo.
El zángano aterrizó y estableció contacto. Un nuevo caudal de imágenes cruzó la mente de Ender, mas ahora no eran confusas. El zángano comunicaba angustia y hambre, pero no estaba furioso. Tampoco lo estaban los demás zánganos, pues Ender notó que participaban en el mensaje.
El capullo que les había ofrecido Ender estaba vacío. Muerto. Era solo uno de los capullos de la cámara de la Reina Colmena, y todos habían muerto con la reina.
Pero ellos sabían que existía una reina viva que nunca había estado en la nave. La necesitaban ahora. Un humano la tenía, e incluso podían mostrarle a Ender su rostro, pero Ender ignoraba quién era.
Le mostraron el interior del ecotat, todas las plantas, los pequeños animales. Árboles, insectos, hierbas, flores, raíces, trepadoras, enredaderas, todo dentro del cilindro.
Le mostraron obreras fórmicas que cargaban plantas y animales en los grandes vehículos insectoides de aterrizaje y los lanzaban a través de la atmósfera. Los vehículos se abrían y las obreras los descargaban, plantaban cosas, reduciendo la flora y la fauna nativas a una viscosidad protoplasmática semejante al líquido hediondo del cubil de la reina.
Eso era lo que hacían en la Tierra durante la masacre de China. Transformar todas las formas de vida nativas en una sopa rica en nutrientes que luego usaban para criar plantas y animales fórmicos.
Pero en cuanto quedó claro que Ender entendía, el zángano mensajero hizo desaparecer las obreras.
Luego, otra imagen del vehículo de aterrizaje abriéndose. Esta vez no salía una obrera fórmica, sino un zángano. Pero no volaba. Reptaba por la superficie. La gravedad del planeta lo aplastaba. Se estaba muriendo.
Necesitaban una reina. No pueden vivir en la superficie de un planeta si no están adheridos a una reina.
De nuevo le mostraron al joven con el capullo, si bien esta vez el capullo se abría bajo un sol brillante en un planeta rebosante de vida, y del capullo salía una reina.
Ender borró esa imagen. No tengo una reina en capullo para daros. En cambio, trató de mostrarles imágenes de Sergeant, Carlotta y él descargando cosas, plantando cosas. Pero el zángano que lo tocaba rechazó la imagen y la borró. La reemplazó por la imagen de cientos de obreras fórmicas formando enjambres sobre la superficie del mundo, cuidando campos, acarreando cargas, construyendo cosas, y luego borró a las obreras.
Por algún motivo no podían aceptar la idea de que los humanos plantaran su flora y su fauna en el planeta.
No, no, Ender no comprendía. Estaba pensando como humano. Ellos le mostraban que todo el asunto no tenía sentido para ellos si no había una reina para poblar el mundo.
Ender estaba aprendiendo a dominar el lenguaje de imágenes, y les repitió la imagen de las obreras moribundas en el momento de la muerte de la Reina Colmena. ¿Por qué? Les hizo la pregunta con gran urgencia. ¿Por qué morían las obreras fórmicas?
Le respondieron mostrándole la reina muerta.
¿Por qué la muerte de la reina causa la muerte de las obreras?
No sabía si le entendían. Ellos volvieron a mostrarle la reina muerta.
Ender probó suerte con una yuxtaposición. Recordó a la reina muerta y los fórmicos moribundos, pero los contrastó con los enjambres de zánganos. Obreras agonizantes, zánganos vivientes, obreras agonizantes, zánganos vivientes, siempre con actitud apremiante e inquisitiva.
Los zánganos observaron estas imágenes, su pregunta, hasta que él la repitió varias veces.
El mensajero lo soltó y se retiró a un rincón mientras los demás aguardaban.
—¿Qué les dijiste? —preguntó Sergeant—. ¿Los hiciste enfadar?
—Saben que este capullo está muerto —respondió Ender—, y quieren uno vivo.
—Vaya, abracadabra —intervino Carlotta—. ¿Acaso creen que somos brujos?
—Creen que en alguna parte hay una reina viva en un capullo. Un humano la tiene. Lo vi… conocen su rostro, y es siempre el mismo rostro. Cuando vieron nuestra nave y supieron que éramos humanos, pensaron que traíamos ese capullo con nosotros. Pensaron que eso era lo que yo tenía en el maletín.
—Lamento defraudarlos —dijo Sergeant—. ¿Por qué pensaban que una reina había sobrevivido en un capullo?
Entonces los dos que tenían puesto el casco se callaron para escuchar.
—El Gigante se está riendo —observó Carlotta.
—Ponte el casco —le propuso Sergeant—. Querrás oír esto.
—Eso les indicaría que he terminado de hablar con ellos, y no es así.
Sergeant suspiró, pero Carlotta se acercó a Ender, se puso al lado. Ahora oía débilmente la voz del Gigante.
—Es el Portavoz de los Muertos —dijo el Gigante—. El Portavoz de los Muertos tiene ese capullo. Esa Reina Colmena está viva en su interior. Por eso pudo entrevistarla y escribir el libro.
Conque La Reina Colmena se basaba en la verdad, a fin de cuentas. Y estos fórmicos lo sabían porque todas las reinas estaban en contacto constante entre sí.
Pero no los zánganos, comprendió Ender. Desde que había muerto la reina, los zánganos solo tenían contacto entre ellos. Sus poderes mentales eran mucho mayores que los de las obreras, pero no igualaban la capacidad de la reina para proyectar su control mental y su contacto a través de distancias inconmensurables. Los zánganos necesitaban estar cerca.
El zángano mensajero regresó y aterrizó en su cabeza.
Ahora tenía otro mensaje. Ender vio la vida de estos zánganos en el último siglo. Antes había veinte. Solo quedaban cinco.
Ender vio la muerte de cada uno. Eran dolorosamente similares. Abrían la puerta, y mientras la mayoría de los zánganos luchaba contra los rajos atacantes, algunos echaban a volar, esquivando a los rajos. Iban al ecotat y entraban por un portal que solo ellos conocían. Los rajos salvajes no podían atravesarlo.
Dentro del ecotat, juntaban todas las babosas que podían y luego regresaban, volando lentamente, cargados con las babosas.
Al aproximarse al timón, se arrancaban un par de babosas y las arrojaban cerca de la horda de rajos que acometía contra la puerta. Los rajos se ponían a comer frenéticamente. Mientras estaban distraídos, la puerta se abría de nuevo y los zánganos entraban con las babosas restantes.
En ocasiones un rajo se daba cuenta y daba un brinco, lanzando un zarpazo. Los zánganos perecían con los siglos, uno por uno. Y a medida que quedaban menos zánganos, era más difícil combatir contra los rajos de la puerta, y más peligroso.
Interrumpieron las expediciones al ecotat. En cambio, entreabrían la puerta y la cerraban al instante. Luego luchaban contra los rajos que entraban, los mataban, los pelaban, los comían.
Pero la carne era repulsiva, y además perdían más zánganos al enzarzarse con los rajos que entraban. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se habían animado a hacerlo. Habían ayunado. Dos zánganos habían muerto de hambre. Los demás comieron sus cuerpos. No era algo extraño entre los fórmicos, pues la reina comía los zánganos que ya no le resultaban útiles, y luego hacía que un huevo empollara un zángano y lo ponía en reemplazo del que había comido. En una palabra, los zánganos eran deliciosos.
Así era como habían sobrevivido estos cinco.
Ender metió la mano en el maletín de muestras y sacó las dos babosas que había juntado. Aún estaban vivas; Ender tenía un claro recuerdo de las imágenes de los zánganos alimentándose de babosas, así que ahora pensó en ellas como deliciosas, aunque los humanos no podían metabolizar la mitad de las proteínas de sus cuerpos ondulantes.
El zángano mensajero dejó que los demás se alimentaran primero. Los zánganos eran pequeños, y Ender notó que aun un trozo de babosa era una comida sustanciosa.
Guardaron buena parte de ambas babosas para el zángano que hablaba con el humano. Él comió último y comió mejor.
Mientras comían, Ender sintetizó lo que había aprendido.
—Creo que esa comida les salvó la vida —dijo.
—Un poco cruel para las babosas —opinó Sergeant.
—Creo que sabrían mejor con canela —añadió Carlotta.
Ender no prestó atención a las bromas. No existía el sentido del humor fórmico, y en ese momento se sentía muy fórmico.
—Para ellos no tiene sentido sembrar este planeta si no tienen una reina. Y no tenemos ninguna para darles.
—Al menos podemos conseguirles comida —dijo Sergeant—. Y domesticar a esos rajos salvajes. Más aún, podemos matarlos, si lo desean. La nave es de ellos, así que los rajos son de ellos, y si quieren matarlos, podemos sedarlos y exterminarlos. Así los zánganos ya no correrán peligro en la nave.
—Haré el ofrecimiento —afirmó Ender—. Pero sus vidas seguirán sin tener sentido.
—También las nuestras —concluyó Sergeant.