Carlotta odiaba a la Reina Colmena, aunque estuviera muerta. Como las reinas podían comunicarse perfectamente con sus hijas, no necesitaban ningún sistema especial. La reina podía pilotar la nave desde cualquier parte. Y el piloto podía estar en cualquier parte, sin necesidad de contacto visual ni de instrumentos, porque todo lo que la reina sabía gracias a sus hijas era conocido por todos los demás.
En consecuencia, Carlotta no podía encontrar el timón siguiendo los circuitos de un sistema de comunicación interna, ni buscando fuentes de señales de radio. El timón no tenía por qué estar en un sitio que tuviera acceso a imágenes visuales.
Se plantó frente a la reina muerta mientras Ender tomaba holoimágenes del cadáver.
—No lo toques —dijo Ender—. Se hará polvo.
—Supongo que entonces no podemos interrogarla —opinó Carlotta.
—Adelante, pregúntale lo que quieras —replicó Sergeant.
Carlotta ya no tenía ganas de bromear.
—Alguien pilotaba esta nave, y no era ella. Pero no puedo hallar el sistema de comunicaciones porque no hay ninguno.
Ender no prestaba atención a esas preocupaciones.
—He obtenido todas las imágenes posibles y están guardadas en la Heródoto. Así que tomaré una muestra.
—¿No dijiste que se haría polvo?
—Seré cuidadoso —prometió Ender.
—Supongo que él pensó que le daríamos patadas —dijo Sergeant.
—No me importa vuestra rivalidad, chicos —le dijo Carlotta a Sergeant—. Hemos encontrado el corazón de la nave, y es un depósito de cadáveres putrefactos que estaban destinados a alimentar a la reina.
—Es un sistema tan resistente que sigue funcionando aun cuando la reina se ha ido. —Ender no podía ocultar su admiración. Mejor dicho, su orgullo. Como si él mismo hubiera diseñado el sistema—. Sin robots, ni ordenadores, solo animales engendrados para cumplir una tarea.
—Como nosotros —intervino Sergeant.
—El Gigante fue engendrado —añadió Ender—. Nosotros nacimos.
—Solo una continuación del experimento —objetó Sergeant—. Pero nuestro diseñador no era tan talentoso como las Reinas Colmena.
Carlotta vio que Ender realmente actuaba con delicadeza: alzaba fragmentos resecos de varias partes del cadáver sin alterar nada, sin siquiera apretar hacia abajo. Solo recortaba un fragmento y lo alzaba, y lo metía en bolsas con cierre automático.
Entonces cayó en la cuenta de lo que había dicho Sergeant, y vio que Ender también había caído en la cuenta, porque apartó la mano del cadáver y se puso a pensar.
—Los fórmicos eran talentosos en genética —dijo Carlotta.
—Pero no tenían laboratorio —agregó Ender—. No aquí, al menos. O el laboratorio eran los ovarios de la reina. Por un acto de voluntad, ella podía decidir cuándo poner un huevo que llegaría a ser una nueva reina. Y presuntamente, crear un huevo que llegaría a ser un rajo en vez de una obrera.
—No puede haber sido un acto reflejo —opinó Sergeant—. Ella tenía que planear lo que hacía, al menos cuando fabricaba rajos.
—Y mientras ella hacía eso, ¿quién pilotaba la nave? —preguntó Carlotta.
—Ella —respondió Ender.
—¿Y quién cuidaba el ecotat, y quién se encargaba del mantenimiento, y quién se comunicaba con las Reinas Colmena de otros mundos?
—Ella —dijo Sergeant—. Las reinas son más listas que nosotros.
—Vale, son como sistemas multitarea —admitió Carlotta—, pero ¿de veras veía y oía toda la información sensorial de sus obreras al mismo tiempo, igualmente bien? ¿O concentraba su atención donde era necesario? Tiene que haber un límite a su capacidad para subdividir la atención.
—¿Por qué tiene que haber un límite? —preguntó Ender.
—Finge que soy tan lista como tú por un minuto, y piensa conmigo, por favor —pidió Carlotta—. No es que las obreras fórmicas no tengan cerebro. Y mira: ella está muerta, pero el sistema sigue funcionando.
—No son los fórmicos, son los rajos —aventuró Ender—. Perros pastores.
—Pero pudo ordenar a las obreras fórmicas que hicieran estas tareas, ¿verdad? ¿Cuál era la ventaja de crear una especie autorreplicante que se encargara de ellas?
Sergeant y Ender entendieron.
—No puede subdividir su atención infinitamente —declaró Sergeant—. Necesita que ciertas tareas automáticas continúen sin que ella tenga que pensar ni decidir nada.
—Esta era una tarea tediosamente repetitiva —dijo Carlotta—. Pero el mantenimiento de la nave requiere que entiendas lo que haces. ¿Tenía que controlar simultáneamente a cada obrera fórmica que hacía cada trabajo? ¿O las obreras actuaban por su cuenta una vez que sabían qué trabajo hacer?
—Estás diciendo que las obreras fórmicas no eran solo una extensión de su mente —comentó Sergeant—. No eran como manos y pies, sino como hijas muy obedientes.
—Alguien pilotaba esta nave —opinó Carlotta— y ella no estaba para controlarlo. ¿Y si alguna obrera fórmica sobrevivió a su muerte? Si ella no las controlaba por completo, si tenían autonomía para aprender su tarea y realizarla aun cuando la reina no prestara atención, las obreras podían continuar aunque ella muriese.
—No —objetó Sergeant—. Lo que dices tiene sentido, pero sabemos que cada obrera fórmica murió cuando murieron las reinas. Había equipos de asalto en algunos planetas fórmicos cuando Wiggin mató a las reinas, y los soldados humanos informaron de que todos los fórmicos dejaron de luchar al mismo tiempo. Dejaron de correr, dejaron de hacer todo. Se acostaron a morir.
—Pero se acostaron —dijo Carlotta.
—Cayeron —matizó Sergeant.
—Yo leí los mismos informes —dijo Ender—. Se acostaron. Algunos conservaron signos vitales durante media hora. Así que Carlotta tiene razón. Ciertos sistemas corporales de las obreras continuaron funcionando un rato después de la muerte de las reinas.
—¿Y si esta reina, sabiendo que iba a morir, dio instrucciones a algunas obreras para que siguieran pilotando la nave? —preguntó Carlotta.
Los otros asintieron.
—No podemos saber qué mecanismo hace que los fórmicos mueran cuando muere la reina —dijo Ender—. Quizás haya una excepción.
—Encontremos el timón y veamos —propuso Sergeant.
—Ese es el problema —aseveró Carlotta—. No sé cómo encontrarlo. ¿Tenemos que probar todas las puertas de este lugar?
—Estás diciendo —inquirió Sergeant— que si las obreras tenían cierto pensamiento autónomo, y la reina no tenía que encauzar información constantemente, de los observadores fórmicos a los pilotos fórmicos, entonces podría haber sistemas de recepción de datos.
—O la hija que servía como piloto en cierto momento estaría en una posición donde podría ver. Al menos, ver cuadrantes e indicadores. Tenía que saber cuándo estaba a cierta distancia del planeta. Y si la reina no le enviaba esa información constantemente, habría instrumentos que yo podría rastrear.
—¿Por qué no localizar los mecanismos de activación de todos los cohetes? —preguntó Ender—. El piloto tiene control directo sobre ellos… Necesita controlarlos para timonear la nave.
—Porque es la parte más peligrosa de la nave —repuso Carlotta—. El rastreo de instrumentos no es intrínsecamente peligroso, pero el rastreo del mecanismo de activación, sí. El piloto podría estar esperando que nos acerquemos a ese sistema para freírnos.
Era vagamente incómodo asociar a una hembra con una violencia brutal. Pero todos los fórmicos que la raza humana había visto o conocido eran hembras, y eran sumamente peligrosas. ¿Qué había dicho Kipling? La hembra de la especie es más mortífera que el macho. Así era con los fórmicos, sin duda.
—Cualquier cosa que nos matara dañaría la nave —señaló Ender.
—Tienen sistemas redundantes por doquier. Pueden absorber ciertos daños. Nosotros, no.
—Empecemos con el método de abrir todas las puertas. Si hallamos el sistema de compilación de datos, podemos rastrear los circuitos —dijo Sergeant.
—Es una nave grande —añadió Ender—. Hay muchas puertas.
—Pero la mayor parte de la nave es el cilindro del ecotat —señaló Sergeant.
—Tiene más de un kilómetro de diámetro —dijo Ender—. Aquí los rajos se portan bien, pero en muchos otros lugares habrá rajos salvajes. Nuestra provisión de sedantes no es infinita, y los efectos se desgastan. Esto parece un videojuego donde todos los tíos malos de pronto vuelven a la vida y te atacan al mismo tiempo. Final del juego.
Carlotta echó una ojeada al mar de podredumbre que la rodeaba.
—Hogar, dulce hogar —dijo—. Estoy tratando de ver esto como lo veía ella cuando estaba viva. Esos orificios eran como vientres para sus huevos. Esas babosas eran traídas aquí para alimentarla a ella y sus bebés.
Ender señaló hacia arriba.
—No te olvides del techo.
Carlotta miró arriba. Protuberancias fibrosas colgaban de los puntos más altos. De muchas de ellas pendían pelotas del tamaño de melones.
—¿Qué es eso? —preguntó Carlotta.
—Capullos. Sin duda están todos muertos, pero voy a llevar uno al laboratorio para estudiarlo, si puedo —repuso Ender—. Todo lo que está en el piso fue contaminado por esa sopa bacteriana de descomposición. Pero las larvas que se encerraron en su capullo podrían contener material genético limpio que puedo estudiar.
—No es nuestra prioridad —opinó Sergeant.
—Tampoco es una cuestión menor —objetó Ender—. Obviamente tenemos tiempo para detenernos a charlar. Juntemos un par de muestras antes de salir de la Sala de la Asquerosidad.
—¿Piensas llevar una babosa? ¿Y las bacterias? —preguntó Sergeant.
—Ya junté muestras de eso cuando veníamos hacia aquí.
—Tenías que ser nuestra retaguardia, no un naturalista saltarín —rezongó Sergeant.
—Nada nos atacaba desde atrás —explicó Ender—. Las reinas no son las únicas que pueden hacer multitarea.
—Chicos —intervino Carlotta—, ¿así será toda nuestra vida? ¿Vosotros dos dando tarascones?
—Aclaremos una cosa —dijo Ender—. Una sola persona ha dado tarascones y no soy yo. Acaté todas las órdenes sin quejarme; no critiqué nada. Pero Sergeant está emperrado en sorprenderme en falta. Aún no lo ha logrado. Como bien dice Carlotta, las reinas eran expertas en genética, y trabajaban en su propio genoma para crear los rajos. Todo lo que he reunido aquí puede enseñarnos una ciencia que la raza humana no ha desarrollado por su cuenta. Podría salvarnos la vida.
—Podría —replicó Sergeant.
—Otro tarascón —señaló Ender—. No digas «chicos», Carlotta, di «Sergeant».
—Tenemos que encontrar al piloto —dijo Sergeant—, y no nos separaremos.
—Quince minutos —pidió Ender—. Baja un capullo de un tiro y Carlotta y yo lo atajaremos.
—¿Con qué? ¿Con niebla sedante? ¿Con una escopeta? —preguntó Sergeant con aire triunfal.
—Con el cincel láser que te escondiste en el morral —repuso Ender.
Carlotta no lo había notado. Ender no pasaba nada por alto.
—Conque tienes un arma más letal que las nuestras. ¿Es así, Sergeant? —preguntó.
—Pensé que era posible que nos las viéramos con una reina viva —respondió Sergeant.
—¿Y solo tú tendrías los medios para matarla? —preguntó Ender.
—Creí que nunca provocabas ni criticabas —replicó Sergeant.
—Basta —ordenó Carlotta—. El Gigante está escuchando todo lo que decimos. Estamos perdiendo tiempo al discutir si podemos perder tiempo. No podemos. Pero recoger un capullo no es una pérdida de tiempo, así que hagámoslo y luego vayamos a buscar el timón.
Los dos varones se irritaron pero no podían discutir con ella. El recordatorio de que el Gigante estaba escuchando contribuyó a calmarlos.
—Y aquí se comprueba que ambos sois tan estúpidos que duele —dijo Carlotta—. Aquí dentro la ilusión es tan lograda que os engañó a los dos.
—¿Qué ilusión? —preguntó Sergeant.
—La ilusión de la gravedad —respondió Carlotta.
Los miró triunfalmente mientras ellos comprendían: el capullo no caería cuando lo cortaran.
—Pero los otros capullos cayeron —objetó Ender tímidamente.
—Durante la desaceleración —aclaró Carlotta—. La nave giró y los cohetes lanzaron un chorro hacia arriba para detener esta gran roca. Fue entonces cuando cayeron los capullos.
—Pero todo este líquido… —dijo Sergeant—. Se adhiere al piso.
—Se adhiere a los orificios destinados a los huevos —prosiguió Carlotta—. No es líquido, sino viscoso. La mayor parte del viaje se realiza en gravedad cero. Si los huevos y las larvas necesitan líquido para crecer, tiene que ser gelatinoso para ser estable, pues de lo contrario la reina se ahogaría en él.
Ender estaba extrapolando, como era su costumbre.
—La reina necesita un entorno similar al de su hogar —dijo—. En un planeta, el líquido podría ser agua, las larvas treparían al techo para preparar sus capullos. Así que le dan a este lugar el mismo aspecto y funcionan del mismo modo aunque no haya gravedad.
—Ahora eres un genio —intervino Sergeant— pero ni siquiera pensaste en ello hasta que Carlotta…
Sergeant se calló cuando Carlotta se interpuso entre él y Ender, fulminándolo con la mirada.
—Magnetismo cero —continuó Sergeant, y en un instante echó a volar hacia el capullo más próximo. Cortó el tallo diestramente con su pistola láser y luego descendió sosteniendo el capullo por el tallo tronchado.
Ender guardó el capullo en un saco expansible y lo puso en el maletín de muestras.
—Gracias —dijo.
—Ahora harás de niñera de esa cosa para que no se dañe —observó Sergeant—. Lo cual significa que no contribuirás mucho a la lucha.
—Sergeant —dijo Carlotta—, Ender aprendió mucho del cadáver de rajo destrozado que llevaste en el Cachorro; puede aprender del ADN de un capullo aplastado. Así que no hará de niñera, sino que cumplirá con su deber.
—Iba a hacer de niñera —replicó Sergeant— hasta que tú dijiste eso.
Ender palmeó su maletín de muestras. Con fuerza.
—Eh —dijo—. Andrew Delphiki, a la orden, comandante.
Sergeant no pudo contener una sonrisa.
—Tú ganas —respondió—. De acuerdo, Carlotta, ¿adónde quieres ir?
—Mi temor es que nos equivoquemos de puerta y dejemos entrar un grupo de rajos salvajes —declaró Carlotta—. Atacarían a las nuevas babosas y harían papilla a los rajos obreros si intentaran interponerse.
—Si los sedamos, creo que quedarán pegados al llegar a esta sopa bacteriana —opinó Ender—. Si no se ahogan, se disolverán.
—Causaremos el menor daño posible —dijo Sergeant—, pero no tiene sentido salir por donde vinimos, porque los raíles vuelven al punto de partida.
Carlotta estaba de acuerdo, pero aún no sabía hacia dónde ir.
—Me pregunto si el timón se encontrará en el eje, donde sería equidistante de todos los cohetes y sensores, de modo que todos los controles y conexiones tendrían la misma longitud, o en un borde, donde tendría ventanas.
—Si tiene ventanas —opinó Sergeant—, estará lo más adelante posible, para tener máxima protección respecto de la roca.
—¿Pero de qué sirven las ventanas que miran en una sola dirección? —preguntó Carlotta—. Esta nave tiene simetría circular, no hay parte inferior ni posterior, como en nuestras naves.
—¿Entonces el timón tiene ventanas en todas partes? —preguntó Ender.
—Aun en el punto más angosto, debajo de la roca, el diámetro es de casi novecientos metros —respondió Sergeant—. Es una sala de control bastante grande.
—¿Entonces nos olvidamos de las ventanas? —preguntó Ender.
—No —repuso Carlotta—. Las cinco columnas se duplican entre sí. Redundancia. Creo que hay cinco salas de control, y todas tienen controles que conducen a todas las máquinas, y todas tienen ventanas, para tener visión aunque fallen los sensores externos.
Sergeant cabeceó.
—Y las salas de control están aisladas entre sí, para que los daños que sufra una no causen pérdida de atmósfera en las demás.
—Quizá los pilotos se escondan de los rajos salvajes en una sola de las salas de control —dijo Ender.
—Entonces vamos hacia delante —propuso Sergeant—, luego buscamos salas de control en el perímetro, centradas entre los tubos.
—El mejor panorama —añadió Carlotta.
—Si las obreras fórmicas también comieran estas babosas —dijo Sergeant—, ¿habría un sistema de distribución que llegara hasta allí?
—No lo creo —opinó Ender—. La reina se queda con los huevos y le llevan el alimento. Pero las obreras cogen su comida entre un turno y otro.
—Entonces son todos corredores, sin raíles —dedujo Carlotta.
—La pregunta es cuán adelante estamos ahora —dijo Sergeant.
Buena pregunta. Habían recorrido un largo trecho por el túnel de la vagoneta.
—Mapa —ordenó Carlotta.
Un modelo tridimensional de la nave surgió a medio metro, frente a su visor. Claro que allí no había nada. Era solo una ilusión creada por el visor. El visor podía ver adonde ella miraba, y aproximó la imagen cuando ella chasqueó los labios. La alejó cuando ella chasqueó la lengua.
—Estamos más adelante que la parte trasera de la roca —dijo—. La reina está rodeada de roca, arriba y en los flancos. Cualquier cosa que tenga ventanas estará a popa de este lugar.
—Entonces pasamos junto al timón al venir hacia aquí —dedujo Sergeant, frustrado.
—Es bueno saber lo que aprendimos aquí —añadió Carlotta—. La reina muerta, la función de los rajos, todo esto.
—Y estábamos en un túnel —añadió Ender—. Solo podemos ir a donde nos conduce el túnel.
Sergeant, sin responder, encabezó la marcha hacia una de las cinco puertas del perímetro.
—¿Por qué escogiste esta? —preguntó Carlotta.
—Ta te ti, suerte para ti —repuso Sergeant.
En la puerta, volvieron a encontrar la nube de desechos y un par de feroces rajos. Un disparo de gas, y Carlotta volvió a cerrar la puerta. En la próxima puerta fue igual, y esta vez Sergeant la atravesó, cerraron la puerta y se abrieron paso con la niebla por un pasaje que conducía a popa: abajo, tal como los corredores estaban orientados para los fórmicos; a la derecha, tal como ellos estaban orientados mientras caminaban a lo largo de la pared del túnel ancho y bajo para permanecer erguidos.
En el pasaje flotaban restos orgánicos de rajos salvajes.
—¿Qué encuentran para comer? —preguntó Carlotta.
—Todos los restos son pedazos de rajo —repuso Ender—. Se comen entre sí.
—Algo tiene que llevar nutrientes al sistema —dijo Sergeant desdeñosamente.
—Alguien está vaciando la despensa —añadió Ender—. Había cinco rampas que conducían de la tarima de la reina a cinco puertas que eran estaciones de vagoneta. Pero la única que tenía babosas activas era aquella por donde entramos. Pero eso no significa que el sistema esté distribuyendo babosas en los cinco vagones. Los rajos salvajes podrían estar comiendo cuatro quintos del suministro de comida en el comienzo de las vías.
—Apuesto a que las babosas vienen del ecotat —dijo Carlotta—. Allí es donde comienza la recolección. Pero las babosas no tienen esqueleto para flotar en los túneles.
—Todo se aclarará oportunamente. Por ahora concentrémonos en nuestra tarea —sugirió Sergeant.
En ese momento estaban en un nivel que, según el mapa de Carlotta, estaría a popa de la intersección entre la roca y el casco.
—Si hay ventanas, podrían comenzar aquí.
—Máxima protección —dijo Sergeant—. Probemos suerte en este nivel.
Rociaron el corredor con niebla e iniciaron el recorrido. Había puertas pero todas conducían al interior, hacia el eje.
—Quizá nos equivocamos y la sala de control está en el eje —opinó Carlotta.
—Echemos un vistazo —propuso Sergeant.
Ocuparon sus posiciones habituales en la puerta, y Carlotta la abrió.
Parecía que todos los rajos de la nave se le hubieran venido encima. Carlotta fue lanzada hacia la pared opuesta. Sergeant y Ender gatillaron los pulverizadores sin cesar pero los rajos tardaron varios segundos en caer aletargados, y en ese tiempo dos clavaron sus pinzas bajo el visor de Carlotta. Si hubieran entendido la anatomía humana, podrían haberle cercenado la carótida, pero en cambio buscaron el lugar blando debajo de la mandíbula. El dolor era lacerante.
Carlotta trató de alejarse a rastras, pero algo le había agarrado la pierna y no la soltaba.
Sergeant. Era Sergeant, que la sostenía. Todos los rajos que habían salido de esa cámara estaban inertes, flotando y rebotando con la fuerza de su ímpetu original. Ender aún rociaba la habitación con niebla. No salía nada.
—Qué estropicio —murmuró Sergeant—. ¿Quién hubiera dicho que esta chica tenía tanta sangre en su interior?
Parafraseando a Macbeth. Trataba de distraerla. O de lidiar con su propio miedo. Ella intentó quitarse el casco pero Sergeant se le adelantó, tironeando un poco cuando se le atascó a la altura de las orejas. A Carlotta le habría dolido si no le estuvieran golpeando la mandíbula con un martillo.
En un minuto, él le había puesto una almohadilla coagulante y la anestesia empezaba a surtir efecto.
—¿Aún puedes usar la lengua? —preguntó Sergeant—. ¿Puedes hablar?
Carlotta lo intentó. La anestesia le insensibilizaba un poco la lengua, pero podía moverla.
—Puedo hablar —respondió.
—Mascullas un poco pero está bien; las conexiones funcionan.
—Bastardos rajos rajantes —dijo Carlotta, o intentó decir.
—Gracioso —repuso Sergeant.
Así que le había entendido. O al menos había entendido su intención.
—¿Misión cancelada? —preguntó ella.
—¿Estás loca? —dijo Sergeant—. Veamos cómo estás dentro de un minuto, cuando los medicamentos surtan más efecto. ¿Dónde está tu estúpido hermano?
Frente a mí, quiso decirle ella, pero no tenía sentido insultarlo cuando él estaba cuidando sus heridas.
En ese momento Ender regresó.
—¿Cómo se encuentra?
—Solo una herida en la carne, bajo la mandíbula. La garganta está intacta, y los medicamentos la habrán curado en un par de horas.
—Ojalá supiera cuánto duran los sedantes —dijo Ender.
—¿Qué hacías ahí dentro? —preguntó Sergeant.
Carlotta comprendió que Ender había entrado en la cámara de donde habían salido los rajos.
—Es una cámara de reproducción. Estaban protegiendo su prole.
—¿Alguna reina? —inquirió Sergeant.
—En realidad parecen focas… las madres rodeadas por sus cachorros. Una habitación enorme.
—¿Para qué era la habitación? —preguntó Carlotta. Sonó como un borbotón de consonantes y vocales, pero aun así sus geniales hermanos le entendieron.
—Creo que es el centro de control —repuso Ender—. Todos los circuitos pasan por allí. Hay conductos por doquier, llenos de cables y alambres, y muchas puertas de mantenimiento.
—¿Los rajos han causado algún daño? —indagó Sergeant.
—Ninguna puerta estaba abierta —respondió Ender—. Yo cerré las que abrí. Los rajos no son tan listos como para abrir puertas de mantenimiento.
—Quizá fueron programados para no abrir puertas —opinó Sergeant.
—Pero supieron juntarse ante la que abrimos nosotros —dijo Ender.
—Nos oyeron llegar —añadió Carlotta.
—Probablemente —convino Sergeant—. Un ataque contra los cachorros y las mamás. Tenían que deshacerse de nosotros.
—Es seguro que el piloto no está allí —manifestó Ender.
—¿Y el timón no estaba? —preguntó Sergeant.
Ender no se molestó en responder.
Carlotta pensó: ¿Qué, crees que los rajos tropezaron con los controles y pusieron la nave en órbita por casualidad?
Pero luego se dijo: Quizás hubiera una rutina automática en la maquinaria, de modo que un tropezón con un control podía surtir ese efecto. Más aún, ¿y si no había piloto, solo un programa orbital automático?
No, no había ordenadores. Las reinas no tenían ordenadores. Todo era biológico, mecánico y eléctrico, pero no electrónico. Cuando las reinas querían que algo funcionara automáticamente, creaban una forma de vida para ello.
Se le había despejado la cabeza. Había superado el estado de shock. Habían sido quince minutos. Podía sentir que las lesiones de su piel y sus glándulas salivares se estaban sanando. Estiró la mano hacia el casco.
Sergeant intentó contenerla, pero solo un instante.
—¿Estás segura? —le preguntó.
—Claro —respondió ella. Se puso el casco, y recibió un informe sobre el progreso de su curación.
—Buen trabajo de emergencia, Sergeant. —Era la voz del Gigante—. Buen reconocimiento, Ender. Carlotta, eres dura de pelar.
—Ojalá —dijo ella.
—Vamos antes de que se despierten —propuso Sergeant—. Aún creo que este puede ser el nivel donde está el timón. Si todos los controles pasan por el eje, tienen que venir de alguna parte y conducir a alguna parte. Quizá sea este nivel.
Pero no lo era. Era en el próximo nivel de popa, al que llegaron una hora después. También aprendieron que el efecto de la mezcla sedante duraba más de una hora, porque ningún rajo se despertó. Por lo que sabían, quizá la niebla fuera letal y no despertaran nunca.
Carlotta era capaz de reconocer la puerta de una sala de control. Estaba en el piso bajo sus pies, y era excepcionalmente ancha y alta. La puerta tenía ventana, y había luz del otro lado. Una luz brillante. Luz solar. Estaban en el lado de la nave que daba hacia el sol.
—No es aquí —dijo—. Tiene que haber un modo de tapar la luz solar cuando entra por las ventanas, y no está tapada. Pero será una sala como esta, un poco más lejos.
Tardaron un rato en recorrer la nave. Rociaban los corredores al avanzar, porque había desechos, aunque muchos menos. Y luego Carlotta reparó en algo y les pidió que se detuvieran.
—Este sedante también surtirá efecto en los pilotos. Tienen que estar biológicamente emparentados con los fórmicos, aunque no sean fórmicos. Tenemos que esperar a que se disipe la niebla antes de abrir una puerta.
—El sistema de ventilación es lento —comentó Ender.
—Quizá convenga que reciban una pequeña dosis de sedante —propuso Sergeant—. No un chorro pleno, sino lo que se filtre del corredor.
—No les gustará —opinó Carlotta.
—Si están dormidos, no les importará —replicó Sergeant.
—Y nos dará la oportunidad de mirarlos sin que ellos nos miren —añadió Ender.
—Y sin que saquen la nave de órbita y obliguen al Gigante a seguirnos —dijo Sergeant.
Carlotta admitió que tenían razón, pero aun así no le gustaba. Abrieron la próxima puerta, a una quinta parte del recorrido alrededor de la nave, y la luz del sol no era tan directa. Un timón, en efecto, con varios asientos con forma de fórmico y paneles de control. Muchos medidores y pantallas que consistían en filas de luces. Y asientos frente a las ventanas, para apostar observadores.
Pero no había un alma en la sala. Ni siquiera un cadáver.
—Al menos, queda demostrado el concepto —añadió Sergeant—. Ahora sabemos que las salas de pilotaje están dispuestas simétricamente alrededor del casco, y no escondidas en el eje.
—Y sabemos que los fórmicos querían mirar, no solo recibir los datos de la Reina Colmena —dijo Ender.
—O así era como ella recibía los datos —matizó Carlotta.
—Es posible —concedió Sergeant—. Observadores en todas las salas de pilotaje, pero pilotos en una sola.
—Vamos a encontrarla —propuso ella.
A Sergeant no pareció importarle que fuera Carlotta quien diera la orden. Él encabezó la marcha por el corredor. No necesitaban rociar más. La niebla que habían arrojado originalmente aún se difundía por el corredor a toda la nave. En una concentración más pequeña, no era tan rápida. Aún había rajos que agitaban las patas y las mandíbulas. Pero Sergeant y Ender no echaron más. Estos rajos no trataban de atacar, sino de permanecer despiertos. Y no lo lograban.
La tercera sala estaba oscura. El lado nocturno. Pero cuando Carlotta apuntó su linterna a la puerta, observó que el metal estaba lustroso cerca de los umbrales inferiores. La puerta se había usado mucho en años recientes.
Se pusieron en posición. Carlotta se alejó del lugar donde la puerta se abriría (había aprendido la lección) y movió la palanca. La puerta se abrió.
No salió nada. Dentro no se oía el menor sonido.
Sergeant entró y bajó flotando hacia las ventanas, barriendo la sala con la luz del casco.
—Ningún movimiento —dijo en voz baja—. Pero hay una fuente de calor.
Carlotta bajó a la sala.
Ender vaciló en la entrada.
—¿Vigilo aquí? —preguntó.
—Entra y cierra la puerta —le ordenó Sergeant—. Quizás hayamos encontrado a nuestros pilotos.
Carlotta se dirigió a la pared con ventanas y siguió a Sergeant mientras él caminaba hacia el puesto de control del timón.
Pequeñas formas inmóviles con colores iridiscentes se aferraban al tablero de mandos. Eran más pequeñas que Carlotta, la mitad de su talla, pero más largas que los rajos. Tenían alas, de ahí la iridiscencia. Sin pinzas. Los dos brazos delanteros de cada lado parecían estar fusionados, y se separaban solo cerca de la punta. Pero la Y formada por las puntas de los pies podía manipular palancas y controles. Y las mandíbulas eran de fórmico, y también podían manipular objetos.
Los ojos no estaban situados normalmente. Se hallaban en la parte superior de la cabeza, no sobre tallos, pero tampoco insertados en el cráneo. Se movían siguiendo a los tres niños que se acercaban.
—¿Qué son? —preguntó Carlotta en voz baja—. ¿Las reinas crearon criaturas destinadas a pilotar?
—No lo creo —murmuró Ender—. Mira qué delgados son. Y parecen débiles. Y las patas traseras tienen garfios. Y tienen ojos en la parte superior de la cabeza. No fueron diseñados para pilotar.
—¿Para qué, entonces? —preguntó Sergeant.
—No fueron diseñados —respondió Ender—. Salvo por la evolución.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque están hechos para adherirse a algo. Esos garfios traseros no son para caminar. Y parece que las alas funcionan. Vuelan… por eso son tan delgadas.
—Pero tienen cabeza grande —dijo Carlotta.
—¿Son inteligentes? —preguntó Sergeant.
—Bastante —repuso Ender—. Lo suficiente para poner una nave en órbita.
—¿Y para entender lo que decimos? —inquirió Sergeant.
—Quizá, si tuvieran oídos —respondió Ender—. Pero los fórmicos no tienen órganos de audición, solo perciben vibraciones. Saben que emitimos ruidos, pero no saben por qué.
—¿Fórmicos? —preguntó Sergeant—. ¿Estos son fórmicos?
—Seguro —aseveró Ender.
—¿Por qué no murieron cuando murió la reina? —preguntó Carlotta.
—Una pregunta interesante —dijo Ender—. Quizá no reaccionen como las obreras. Quizá, cuando muere una reina, ellos permanecen con vida para adherirse a la sucesora.
—¿Adherirse? —inquirió Carlotta—. ¿Son parásitos?
—Parásitos útiles —afirmó Ender—. Creo que estos son los machos fórmicos. Se pasan la vida adheridos a la Reina Colmena. Así ella puede aprovechar sus genes cuando es necesario.
—Pero ella era enorme —opinó Carlotta.
—Dimorfismo sexual —añadió Sergeant.
—Esperad —dijo Ender—. Creo que no conviene acercarse más. Ese está por echar a volar.
Carlotta también lo notó. Estaba extendiendo las alas, y erguía los ojos.
—¿Hay alguna esperanza de comunicarse con ellos? —preguntó.
—Espero que estemos comunicando que no somos una amenaza —dijo Ender—. No los señaléis con la mano. Bajad las escopetas.
—No —objetó Sergeant.
—Tienes razón —admitió Ender—. Pero vosotros dos retroceded, ¿sí? Dejad que yo entre solo y desarmado.
Carlotta accedió de inmediato; un momento después, Sergeant llegó a la misma conclusión. Ender empujó su escopeta, que flotó lentamente hacia Sergeant. Se quitó el casco y lo lanzó hacia Carlotta. Luego rodó sobre su espalda.
Carlotta comprendió que había puesto los ojos hacia arriba, como los fórmicos. Atajó el casco y lo sostuvo.
Ender mantenía los brazos a los costados mientras flotaba hacia el tablero de mandos donde aguardaban los fórmicos. Carlotta comprendió que usaba los brazos como alas, y los mostraba plegados contra el cuerpo. Imitaba la postura de ellos. ¿Era así como los fórmicos expresaban sumisión? ¿Ellos se sometían a nosotros, y ahora Ender se somete a ellos?
Cuando Ender se acercó, los fórmicos comenzaron a moverse. Eran muy pequeños. Enganchados a diversos controles (controles que no estaban diseñados para que los usaran ellos, como Carlotta comprobaba ahora), tres de los cinco extendieron las extremidades hacia la cabeza de Ender.
Carlotta oyó el jadeo de Sergeant.
—No te entrometas. —La voz del Gigante se oyó como un murmullo por los cascos—. Es un riesgo que tiene que correr.
Carlotta no pudo menos que admirar la quietud de Ender mientras los machos fórmicos le tocaban la cabeza y lo detenían. Esas pinzas con forma de Y, las bocas tan cerca de la cara. El dolor residual de su mandíbula le recordaba que era peligroso permitir que unos alienígenas se te acercaran a la cabeza.
Los tres fórmicos que lo sostenían bajaron la boca hacia la cabeza de Ender. Los otros dos parecían vigilar.
Apretaron la punta de la mandíbula contra la cabeza de Ender.
Ender soltó un gemido, casi un grito.
Sergeant se puso en movimiento.
—No —ordenó el Gigante.
Carlotta aferró a Sergeant y lo hizo retroceder hasta que las botas magnéticas volvieron a adherirse al piso.
Ender suspiró de nuevo. Y de nuevo. Luego habló en un susurro urgente.
—No los lastiméis —dijo—. Me están mostrando.
—¿Mostrando qué? —preguntó Carlotta, tratando de no alzar la voz, de no demostrar su miedo. ¿Quién sabía cómo interpretaban los fórmicos los sonidos que lograban percibir?
—Todo —respondió Ender—. Cómo han vivido desde que murió la reina.