7
En el arca

Cincinnatus quiso probar el cóctel de sedantes en sí mismo antes de llevarlo al arca fórmica.

Ender puso los ojos en blanco.

—¿Acaso crees que no lo probé conmigo?

—Solo quería asegurarme de que el arma no funcionaría contra mí —respondió Cincinnatus.

—Ni siquiera tengo la certeza de que funcione contra el enemigo —añadió Ender.

—Está bien de un modo u otro —intervino Carlotta—. Recogí una partida de napalm.

—¡No pensarás seriamente en llevar fuego al arca!

Esta vez fue Carlotta quien puso los ojos en blanco.

—No tienes sentido del humor.

—No cuando se trata de armas —replicó Ender—. ¿Qué usarás como respaldo?

Cincinnatus señaló una escopeta que estaba apoyada contra la pared de la lanzadera de la Heródoto y que tiempo atrás habían bautizado el Sabueso, porque era mucho más grande que el Cachorro. Nunca la habían pilotado, ni siquiera la habían desprendido de la nave, así que el Gigante la conduciría a distancia. Los niños irían como pasajeros.

—¿Un arma de proyectiles? —preguntó Ender.

—Municiones de plástico —respondió Cincinnatus—. Penetrarán en sus caparazones y botarán en su interior. Contra las paredes, solo rebotarán.

—Y terminarán por alcanzarnos —dijo Ender.

Cincinnatus suspiró.

—Ender, mientras tú estudiabas los genes, yo estudiaba las armas y las armaduras. Nuestros cascos tienen visores, y usaremos guantes, chaqueta y pantalones. No puedo jurar que los rajos no lograrán carcomerlos, pero les llevará tiempo, y las balas de plástico que reboten y den en nuestros trajes se detendrán y quedarán pegadas, o se caerán. No pueden causarnos daño.

—Un arma muy selectiva —observó Carlotta.

—La herramienta indicada para este trabajo —añadió Cincinnatus—. Una vez mi hermana me enseñó ese principio.

—¿Cuál es nuestro objetivo? —preguntó Ender.

—Tenemos dos —repuso Carlotta—. Además de sobrevivir y regresar a salvo.

—Sé que tenemos dos objetivos —dijo Ender—. Quería saber cuál era nuestra prioridad.

—Primero tenemos que encontrar al piloto —respondió Cincinnatus—. El que puso la nave en órbita representa el peligro más evidente. Solo una vez que controlemos el arca entraremos en el hábitat y veremos qué clase de biota mantiene el arca con vida.

Ender asintió con la cabeza.

Cincinnatus se sentía aliviado y sorprendido de que Ender no demostrara el menor interés en tomar el mando. De hecho, los dos le concedían el liderazgo a Cincinnatus. Costaba creer que solo unas semanas atrás estaban riñendo.

Pero también costaba creer que Cincinnatus hubiera propuesto en serio matar al Gigante.

Él recordaba que había sido totalmente sincero cuando lo propuso, aunque no lograba reconstruir los argumentos que había usado para persuadirse de que era la única solución.

Yo era tan irracional como cualquier príncipe que se obstina en deponer y matar a su padre el rey. Absalón, Ricardo Corazón de León… sin duda estaban tan convencidos como yo de la rectitud de sus actos. Y eran igualmente estúpidos.

Era hambre de acción. Y ahora tengo acción y tengo el mando, y estoy aterrorizado.

—Carlotta —dijo Cincinnatus—, quédate en el medio. Yo soy la vanguardia y Ender es la retaguardia.

—¿Proteges a la chica? —preguntó Carlotta despectivamente.

—Si hay alguien que puede entender la disposición interna del arca, eres tú —dijo Cincinnatus—. Todos lucharemos si es necesario, pero un ataque sorpresivo debería alcanzarnos a nosotros, no a ti, porque serás tú quien nos indique la dirección para localizar el timón del arca, o para llevarnos a un lugar seguro.

Carlotta asintió.

—Tiene sentido. Por un segundo pensé que querías jugar a ser el hombre protector.

—En absoluto —dijo Cincinnatus—. Respeto tu androginia secreta.

—Como yo respeto la tuya —replicó Carlotta.

Mientras hablaban, se habían puesto la armadura. Cincinnatus les ayudó a sujetarlas. Había usado láseres para reducirlas al tamaño de ellos, así que les sentaban bien, pero las correas eran improvisadas y poco prácticas.

—Creo que estamos listos, Padre —anunció Cincinnatus.

La voz del Gigante llegó por los altavoces de la cabina.

—Sujetaos a una pared. No quiero preocuparme por vuestras sacudidas mientras estoy maniobrando.

—¿Conque planeas mostrarnos tu habilidad de gran piloto? —preguntó Ender.

Cincinnatus se cercioró de que todos estuvieran apoyados contra las paredes de la cabina, de donde salieron agarraderas para sostenerlos. La lanzadera estaba diseñada para transportar cargamento, y no tenía asientos. Las paredes podían sostener cualquier cosa que se apoyara en ellas, fueran personas u objetos.

—Vaya —comentó el Gigante—. Hace tiempo que no tengo la oportunidad de pilotar una máquina estupenda como el Sabueso.

Después de la experiencia de zamarrearse en el Cachorro, Cincinnatus sintió la debida admiración por la destreza del Gigante. El Sabueso se desprendió de la Heródoto, y avanzó. No hubo brincos ni cambios súbitos de dirección. Una parábola elegante, una maravilla de eficiencia, y de pronto se encontraron encima de la esclusa del arca, todavía abierta.

Desde el vientre del Sabueso, un tubo retráctil se extendió y creó un sello hermético contra la superficie del arca, rodeando la puerta de la esclusa. Los niños observaban en una holopantalla del frente de la cabina. Sintieron la correntada de aire del Sabueso entrando en el tubo y en la esclusa abierta.

—La FI usaba estos tubos de abordaje, que se extendían desde el flanco de la nave, para que los equipos de asalto pudieran entrar erguidos en la nave enemiga —dijo el Gigante por el interfono—. Pero una vez que Ender Wiggin nos enseñó que la puerta del enemigo está hacia abajo, los nuevos modelos tenían el tubo debajo para que pudiéramos caer sobre la nave enemiga.

—¿De qué sirve? —preguntó Cincinnatus—. En gravedad cero, podemos orientarnos como queramos.

—Los humanos suelen conservar una orientación residual, refleja. Uno se orienta deliberadamente del modo más útil. ¿Por qué no contar con un equipo que te ayude?

—¿Y el resultado duradero del genio de Ender Wiggin es que los tubos de abordaje salen de abajo y no de los flancos?

—Eso y el exterminio de los fórmicos —replicó Bean—. Y la seguridad de la raza humana, y un montón de mundos coloniales fórmicos que quedaron a disposición de los humanos. Supongo que no es gran cosa. Y menos a los ojos de niños que crecieron en el universo que Ender Wiggin transformó.

—Ender el Xenocida —murmuró Ender.

—Vuelve a decir eso a bordo de mi nave —repuso el Gigante— y te cambio el nombre.

—Sugiero Bob —se burló Cincinnatus.

—No soy yo quien lo llama Xenocida —aclaró Ender.

—Acabas de hacerlo —observó el Gigante.

—Así lo llama ahora toda la raza humana. Por culpa de ese libro, La Reina Colmena.

—El Portavoz de los Muertos realmente perjudicó la reputación de Ender Wiggin —intervino Carlotta.

—Estamos conectados —dijo el Gigante—. Cuando abráis la puerta interna de la esclusa, Cincinnatus tomará el mando.

Primero Carlotta bajó por el tubo y verificó que la esclusa externa pudiera cerrarse detrás de ellos, por si un accidente separaba el tubo de la superficie del arca. La cerró y la abrió dos veces. Luego los llamó, y Cincinnatus y Ender bajaron a la esclusa por el tubo, llevando sus escopetas, con los tubos de sedante en la espalda y los pulverizadores sujetos a las muñecas.

Cincinnatus encendió la pantalla del casco, y tras efectuar un reconocimiento, el ordenador del casco comenzó a analizar y etiquetar los rasgos distintivos de la esclusa. Esa era la parte fácil, pues Carlotta ya había programado toda la información después de la primera incursión de Cincinnatus. Mientras se internaban en el arca, Carlotta describía verbalmente todo lo que requiriese una descripción, para que los cascos pudieran crear mapas sobre la marcha, y todos vieran los mismos nombres para todo.

A Cincinnatus le interesaban los sensores de calor y movimiento que le indicarían adónde apuntar y con qué velocidad se aproximaba el blanco. Se apostó frente a la puerta interna de la esclusa. Esperaba que hubiera una docena de rajos alrededor de la puerta, dispuestos a atacar en cuanto se abriera. Es lo que él habría hecho, si hubiera estado a cargo de la defensa del arca.

Claro que eso suponía la capacidad para comandar a los rajos. Como Ender había observado, era probable que ahora los rajos fueran salvajes, tan peligrosos para el piloto como para los niños que estaban invadiendo la nave. Quizás el piloto estuviera encerrado en alguna parte, y considerase que Cincinnatus y su equipo eran sus libertadores.

—Soy el gran dios Quetzalcóatl, y he regresado.

—¿Qué? —preguntó Carlotta.

—Jugaba a ser Cortés —repuso Cincinnatus—. Lamento haber movido los labios.

—Me pareció que estabas subvocalizando —dijo Carlotta—. Mi casco trató de traducir tus palabras y no pudo. Solo entendió «soy el gran dios».

—Quetzalcóatl —intervino Ender—. La serpiente emplumada, que regresa a su pueblo al cabo de una larga ausencia.

—Con pulverizadores de sedante y escopetas de munición blanda —añadió Cincinnatus—. Abre la puerta, Carlotta, por favor.

La puerta se abrió.

No hubo movimientos.

Cincinnatus entró en el corredor, orientándose para permanecer erguido en ese espacio angosto. Para los fórmicos, habría aparecido de costado, de pie sobre la pared. Eso no cambiaba nada. Probó sus zapatos magnéticos.

—Magnetismo cinco —murmuró.

Los otros repitieron esa orden, sintonizando las botas para que se adhirieran al «piso» con menos firmeza.

En una esquina de la pantalla de Cincinnatus, el retrovisor mostraba que Ender se había orientado en la dirección opuesta: lo que para Cincinnatus era techo para Ender era piso. Cincinnatus pensó en regañar a Ender por hacerse el gracioso, pero comprendió que era inteligente no tener lo mismo arriba y abajo. Si algo intentaba atacar a Cincinnatus desde arriba, Ender lo vería como saliendo del piso. Sería más fácil verlo y dispararle.

En su visita anterior, Cincinnatus había visto rajos casi de inmediato. ¿El hecho de que aún no aparecieran significaba algo?

Oyó el murmullo del Gigante en su oído.

—Di por sentado que el ecotat tendría días de la misma longitud que el mundo natal de los fórmicos. Si tu ingreso anterior fue en el mediodía fórmico, ahora estáis entrando a medianoche.

—Si son nocturnos, es como si fuera de día, y da lo mismo —murmuró Ender.

—Si se alimentan en el crepúsculo, esto es el alba —dijo Cincinnatus—. Y estamos fregados.

—Aún no veo a ninguno —observó Carlotta.

—Todos recibimos los mismos datos del instrumental —afirmó Cincinnatus—. Hablemos solo cuando haya algo importante que decir. Vale también para ti, don Gigante.

—Huelo la sangre… —dijo el Gigante.

—De un inglés —concluyeron los niños, evocando el viejo cuento de Jack y las habichuelas.

Se hallaban en un corredor que recorría el perímetro del arca. Eso significaba que volvería sobre sí mismo.

—¿Necesitamos un túnel que nos lleve al centro del arca? —le preguntó Cincinnatus a Carlotta.

—Aquí no habrá ninguno —respondió ella—. El cilindro del ecotat está dentro de esta sección. ¿Lo sientes girar?

—Solo una leve vibración —observó Ender—. Sospecho que la rotación no tiene fricción en el perímetro.

—Colchón de aire —dijo Cincinnatus.

—Fluido lubricante —afirmó Carlotta—. Entubado. O billones de cojinetes de bolas.

—Irrelevante —añadió Cincinnatus—. Me disculpo por mi «colchón de aire».

Volvieron a guardar silencio.

—Creo que debemos ir hacia delante —dijo Carlotta—. El timón podría estar a popa o a proa, pero esto fue diseñado para proteger a una Reina Colmena, y ella debería de estar cerca de la roca.

—No —opinó Ender—. Es decir, sí. La Reina Colmena debería de estar en el punto de protección máxima, pero no, su ubicación no tiene nada que ver con el timón.

Cincinnatus comprendió enseguida. La Reina Colmena de esta nave habría visto a través de los ojos de cada obrera fórmica. Podía estar en cualquier parte.

—Lo lamento. Sí, tienes razón —concedió Carlotta—. Tengo que dejar de pensar como humana.

—Entonces repito la pregunta —dijo Cincinnatus.

—Por el modo en que funcionaban los controles, me pareció que nos dirigíamos hacia popa desde la proa. Reduplicación redundante. Entiendo que hay un conjunto completo en cada uno de los tubos. En tal caso, el timón estaría en el centro, hacia delante.

Cincinnatus evocó el sitio donde estaba la esclusa y la dirección en que él los había guiado por el corredor perimétrico.

—¿Eso significa que es hacia arriba?

—Desde tu posición, sí —dijo Carlotta—. Abajo para Ender.

—Escoge un pasaje, Car —pidió Cincinnatus.

—Odio que me digan Car —murmuró ella.

—«Lotty» te gusta menos —susurró Ender.

—Todavía te oigo —dijo Cincinnatus—. Durante esta misión, tienes un nombre monosílabo.

—«Car» es demasiado contundente —repuso Ender—. Creo que ella es «Lot».

—Lot —repitió Carlotta.

—Ahora silencio, por favor —dijo Cincinnatus.

Pasaron bajo dos pasajes ascendentes pero Carlotta no les indicó que subieran. Al fin llegaron a una gran abertura a la izquierda.

—Este es uno de los tubos —informó.

—¿No son toberas de cohete? —preguntó Cincinnatus.

—Pero todos los controles se encuentran entre el tubo y el casco —respondió Carlotta—. Al menos echemos un vistazo.

El pasaje estaba cerrado desde el corredor perimétrico, un cierre hermético, para que una brecha en el casco no absorbiera el aire de los pasajes que iban a lo largo de la nave. Se abría con una palanca, como el de la esclusa.

En el interior había un espacio con forma de medialuna. Los cadáveres resecos de cuatro obreras fórmicas estaban tirados como muñecas rotas, con algunas extremidades quebradas y desparramadas. Cincinnatus dio un respingo.

—No creo que hayan muerto aquí —declaró Ender casi de inmediato—. Quizá fueron arrojados aquí por la fuerza de la desaceleración cuando el arca se aproximó al planeta. Ya estaban totalmente secos por entonces… todas estas roturas son recientes, y hace un siglo que han muerto.

—Así que murieron cuando murió la Reina Colmena —opinó Cincinnatus.

—Supuestamente —añadió Ender—. Es lo que hacen los fórmicos.

—Los rajos no los comieron —dijo Carlotta.

—Supongo que no pueden mover las palancas —aventuró Cincinnatus.

—No tienen inteligencia suficiente para entenderlas —aclaró Ender—. Pero sí tienen la fuerza y la destreza.

Cincinnatus miró el pasaje ascendente. A diferencia del tubo perimétrico, este corredor tenía asideros y tubos que se podían usar como escalerilla. Tenía sentido: cuando la nave aceleraba o desaceleraba, los fórmicos los necesitarían porque sería como subir cuesta arriba.

Ahora, en cero g, Cincinnatus volvió a adoptar una orientación lateral y se introdujo en el tubo. Carlotta lo siguió, y Ender volvió a entrar cabeza abajo.

Pasaron por varios recintos similares a aquel por donde habían entrado, pero luego encontraron otra puerta cerrada y al otro lado el tubo comenzaba muy por encima del que acababan de dejar.

—Para compensar —murmuró Carlotta—. Para que nada pueda caer a lo largo de toda la nave.

—¿Qué longitud tiene? —preguntó Ender.

Nadie se molestó en responderle. Todos sabían que la nave fórmica tenía mil doscientos metros de longitud desde el punto en que los tubos entraban en la roca hasta los orificios de las toberas en la popa. El cuarto delantero de cada tubo estaba separado del casco, que tenía una cintura que se angostaba desde allí hasta la roca. Allí abandonarían el tubo y volverían a desplazarse hacia dentro.

Al parecer habían cerrado este tubo para impedir que entraran los rajos. No encontraron más cadáveres, y tampoco ningún elemento hostil. Pero cuando salieron del tubo a otro corredor perimétrico, las cosas cambiaron.

El aire estaba lleno de desechos que flotaban como motas de polvo en un haz de luz. Tardaron un momento en verificar que eran fragmentos de cuerpos. El sensor térmico del casco le mostró a Cincinnatus que había seres vivos más allá de la curva del corredor, en ambas direcciones, pero ninguno en la línea de visión.

Ender entró y se puso a recoger fragmentos flotantes para examinarlos.

—Trozos de rajo, pero también de otras criaturas. Alas de insecto, realmente grandes. Muchos fragmentos de esqueleto, una piel que no reconozco.

—¿El bote de basura? —preguntó Carlotta.

—El comedor de los rajos —respondió Ender—. No son pulcros para comer. Los fórmicos nunca dejarían un estropicio que enturbiara la visibilidad.

El casco de Cincinnatus lo alertó.

—O bien nos huelen o bien detectan nuestro calor —anunció—. Tenemos compañía. En ambas direcciones.

Al instante Ender se adhirió al «techo» y miró a lo largo del tubo; tras cerciorarse de que Ender hacía su trabajo, Cincinnatus miró hacia el otro lado.

—Primero usa el pulverizador, En, pero no seas tímido con la escopeta si no cejan. Lot, fíjate hacia dónde vamos desde aquí.

—¿Podemos desplazarnos en una u otra dirección? —preguntó Carlotta—. No veo ningún pasaje desde aquí.

—En mi dirección —dijo Cincinnatus—. En, quédate cerca; Lot, ¿puedes sujetar a En para arrastrarlo? No quiero que se abra ninguna brecha.

Sabía que Carlotta obedecería, enganchando un cable de tres metros, de su cinturón al de Ender. No tuvo tiempo para verificarlo, de todos modos, porque los rajos irrumpieron en tropel a través de los desechos, botando de la pared al piso y al techo, desperdigando un vendaval de huesos y conchillas, de alas y trozos de piel. Era como si varios tornados entrelazados subieran corredor arriba.

Corredor arriba. De inmediato Cincinnatus entendió cuán útil era la doctrina de Ender Wiggin, «la puerta del enemigo está abajo». Cayó de espaldas y apoyó los pies en las paredes, en la parte angosta, y disparó el pulverizador entre las piernas, hacia abajo.

El sedante, si funcionaba con los rajos, tenía que ser muy rápido. Brotó de la boquilla en una fina niebla, pero a tal velocidad que llenó el corredor hasta diez metros adelante. El olor era muy tenue.

Naturalmente, la niebla sedante no detuvo el avance de los rajos; Cincinnatus preparó su escopeta para disparar, apuntando hacia abajo entre las piernas, mientras esperaba para ver en qué estado se hallaban los rajos al llegar.

Aún estaban botando en las paredes, pero ahora veía que no era un movimiento controlado. En vez de aterrizar sobre las patas, cualquier parte de sus cuerpos golpeaba la pared, y llegaban de cola y no con las mandíbulas delante.

—El sedante está funcionando —anunció Cincinnatus.

—Bien —repuso Ender.

—Sigamos andando —añadió Carlotta.

Cincinnatus sintió cierto resentimiento (¿Quién está al mando aquí?), pero de inmediato comprendió que ella estaba en lo cierto, y que él ya tenía que haber dado esa orden.

Se reorientó para poder volver a caminar por el corredor. Los rajos narcotizados que venían de la dirección de Ender le acribillaron la espalda mientras otros rajos lo golpeaban de frente. Los trajes amortiguaban el choque, pero no del todo. Quedarían magulladuras, y cuando se estrellaron contra la máscara de Cincinnatus, el impacto le echó la cabeza hacia atrás. Avanzó a buen paso, disparando sedante cada diez metros. Ender no disparó. Se internaron en el residuo de la rociadura de Cincinnatus, mientras el chorro original de Ender custodiaba el pasaje a sus espaldas.

Cincinnatus pasó frente a una puerta hermética a la derecha, que conducía al centro del arca. Estaba seguro de que Carlotta la elegiría, porque no estaba abierta y quizá no hubiera rajos. En efecto, ella la abrió con la palanca y no había desechos en el interior, aunque buena parte empezó a entrar junto con la niebla.

—La próxima vez espera a que yo te cubra antes de abrir una puerta —le ordenó Cincinnatus con severidad.

—Lo siento. La próxima vez, lo haré —respondió Carlotta.

Cincinnatus pasó junto a ella y examinó el corredor. Vacío. Nada. Ni calor ni movimiento.

Vio que Ender trasponía la puerta y Carlotta la cerraba. La cantidad de desechos que había entrado era relativamente leve, y Cincinnatus encabezó la marcha por el corredor con paso enérgico.

—Aún no he matado a ninguno —dijo Ender—. A menos que se mueran cuando se estrellan contra las paredes.

—¿Y nadie nos ha seguido por la puerta? —preguntó Cincinnatus.

—Despejado —respondió Ender.

—Tenemos una buena caminata hasta el centro de la nave —añadió Carlotta.

Al cabo de un trecho, el corredor desembocó en una enorme cámara que parecía un emparedado. Cincinnatus se obligó a reorientarse para ver la habitación como la habrían visto los fórmicos. El espacio entre el piso y el techo era de solo un metro, pero ambas superficies tenían ondulaciones. Y ambas superficies estaban llenas de cavidades. Profundas.

—El dormitorio —dedujo Carlotta.

Debía de estar en lo cierto. Cada cavidad tenía la profundidad suficiente para que una obrera fórmica se acostara a dormir. La superficie blanda y orgánica los protegería de la tensión de la aceleración. Cincinnatus metió una mano en el interior y apretó. Se rompió. Debía de haber sido flexible, pero se había secado. Quizá los fórmicos humedecieran sus celdas mientras dormían, para mantenerlas elásticas. Pero ahora las paredes se desmenuzaban al apretarlas.

Era una marcha difícil. El calzado magnético era inútil, y rompía el piso o el techo cuando trataban de apoyarse. Pero Cincinnatus pronto aprendió a aplicar solo una presión leve con las manos para deslizarse a un ritmo regular. Solo tocaba las camas cuando tenía que eludir las ondulaciones, de lo contrario flotaba. Echó un vistazo y vio que los demás no se demoraban. No importaba si imitaban su técnica o la habían aprendido por su cuenta. Avanzaban a buen paso.

Algunas celdas contenían cadáveres fórmicos. La mayoría estaban vacías.

—¿Adónde nos dirigimos, Lot? —preguntó Cincinnatus—. Esto no termina nunca.

—Quizás haya una estructura cerca del centro. Este recinto debe de albergar centenares y…

—Unos tres mil —añadió Ender—, si es igual todo en derredor. Un poco menos, según lo que haya en el centro.

Cincinnatus no se sorprendió de que Ender, fuera de peligro por el momento, procesara información sobre el modo en que vivían los fórmicos en vez de concentrarse en la misión. Pero, en definitiva, esa era la misión de Ender. Cuando no estaban en alerta de combate, estudiaba el modo de vida de los organismos del arca, mientras Carlotta estudiaba la maquinaria y la configuración del piso. Cincinnatus permanecía atento, pero al parecer no había peligro.

El casco lo guiaba en línea recta hacia el centro, indicándole el rumbo cada vez que se desviaba para evitar las ondulaciones del techo y del piso. Dadas las circunstancias, iban a muy buena velocidad, así que cuando apareció una pared de metal, no pudo frenar. Solo logró ladearse para aterrizar con los pies delante, absorbiendo el impacto con las rodillas arqueadas. Los zapatos magnéticos estaban sintonizados en baja potencia para sostenerlo, y rebotó, aunque a menor velocidad.

—Magnetismo doscientos —dijo Cincinnatus.

Entretanto, él y Ender chocaron (Carlotta le había errado por poco) y destrozaron las camas fórmicas que los rodeaban mientras esperaban que los zapatos magnéticos los atrajeran hacia el metal del centro. Ambos estaban cubiertos de copos de material cuando lograron adherir las botas a la pared de metal.

—Magnetismo cinco —dijo Cincinnatus, para poder moverse de nuevo.

El centro tenía aberturas regulares, sin puertas. Cincinnatus se lanzó por la primera cuando Carlotta le dio su aprobación.

Se encontraron en un largo corredor que se dirigía hacia el eje de la nave. Esta vez el tubo tenía vías en lo que los fórmicos considerarían el piso y el techo. Era comprensible; un vehículo no se adheriría a raíles que solo corrieran a lo largo del piso. Desplazaban algo por esos raíles, y en forma regular. Cincinnatus vio que las vías de metal estaban lustrosas por el uso constante.

—Los trenes aún funcionan —anunció Carlotta.

Como si hubiera esperado esa frase, Ender lanzó una advertencia desde la retaguardia.

—Apretaos contra los rincones, aquí viene el tren.

Cincinnatus cayó al «piso» por donde caminaba y se estiró. Poco después, una vagoneta se desplazó por los raíles. Unos tirantes sujetaban las ruedas a ambos conjuntos de raíles. El chasis de la vagoneta era como una jaula de alambre, y estaba llena de material orgánico. ¿Plantas? No, se contorsionaban, apretándose contra el alambre. Pero no salía nada.

No eran rajos, ni siquiera se les parecían. Eran criaturas blandas, como babosas, pero con un cuerpo más ancho y pelos. O cilios. ¿Orugas? Quizá las analogías con la fauna terrícola fueran improductivas y engañosas. En todo caso, era trabajo de Ender.

Cincinnatus siguió la vagoneta pero no trató de igualar su velocidad. El vehículo era automático. Se preguntó si circularía en un bucle o invertiría la dirección y regresaría por aquí en busca de otra carga.

No regresó, y al cabo de un rato Cincinnatus llegó a un sitio donde los raíles se curvaban hacia el interior desde el centro. Luego siguió los raíles y llegó a la parte trasera de la vagoneta, que se había detenido sobre una abertura. La abertura conducía a un sitio que despedía un olor nauseabundo.

A través del alambre Cincinnatus vio que algo estaba limpiando la jaula. Era un rajo.

Pero no comía nada, solo desprendía a las babosas que se aferraban. Después la abertura se cerró, el tubo quedó nuevamente a oscuras salvo por la luz del casco de Cincinnatus, y la vagoneta continuó en la misma dirección en vez de retroceder. Conque era un bucle. Y había entregado la carga.

Cincinnatus los reunió alrededor del lugar donde había estado la abertura. No había ninguna palanca visible para abrir la puerta.

—¿Y ahora qué, Lot? —preguntó—. Había al menos un rajo del otro lado, pero no comió las babosas, solo las arrancó.

—¿La pinza parecía diseñada para eso? —preguntó Ender.

—No es lo que ahora nos preocupa, pero… sí —contestó Cincinnatus—. Quizá los rajos fueron diseñados para esta tarea.

—Entretanto —dijo Carlotta—, creo que podemos imitar la señal que indica al sistema que hay una vagoneta, para que la puerta se abra. Es mecánica. Mira, la rueda pisa un pedal y la presión activa un interruptor. —Miró a Cincinnatus—. ¿Estás preparado para que la abra?

—Ten la niebla preparada —le indicó Cincinnatus a Ender. Pusieron las boquillas en posición para rociar la abertura—. Os advierto que este lugar apesta. Ahora, Lot.

Carlotta abrió la puerta.

El hedor fue como una bofetada, y empeoró cuando entraron en el recinto, que era húmedo y caluroso.

Había media docena de rajos en las cercanías, pero estaban ocupados arreando a las babosas por una rampa de metal que subía en suave declive. Uno de ellos reparó en Cincinnatus y se volvió para enfrentarlo, pero no lo atacó. Al contrario, regresó y movió la palanca que cerraba la puerta. Pero Cincinnatus, Carlotta y Ender ya estaban dentro de la cámara.

No, no era una cámara. Era una caverna. A diferencia del dormitorio de las obreras fórmicas, este espacio tenía techos altos. Varios metros, quizá cinco. Aquí el material orgánico que ya conocían formaba estalagmitas y estalactitas, pero ahora era esponjoso y elástico, y las cavidades eran mucho más angostas.

Los rajos empujaron a las babosas rampa arriba, hacia el medio de la caverna. Allí había una plataforma, alumbrada por una luz tenue y difusa. Ese espacio era el centro del recinto.

El tufo empeoraba a medida que se desplazaban por la rampa, pero poco a poco se acostumbraron. Los cascos empezaron a limpiar el aire dentro del visor, y eso ayudó un poco.

Las babosas se adherían a la rampa y los rajos se aferraban a los bordes. Los zapatos magnéticos permitían que los niños permanecieran erguidos.

—Es como una sala del trono —dijo Carlotta.

—Estas son cámaras de desove —dijo Ender—. Es el recinto de la reina.

Pero no había huevos. En cambio, a medida que se acercaban a la plataforma del centro, las cámaras de desove estaban más llenas de una viscosidad marrón con estrías verdes. Putrefacción. El cieno de la decadencia.

Al final de la rampa, las babosas eran empujadas a la plataforma. Pero como ya estaba cubierta de babosas, la mayoría muertas, las nuevas rodaban por los costados, cayendo en el cieno de abajo de la rampa con un ruido sordo. Las babosas nadaban como anguilas, pero no había dónde ir, salvo cámaras llenas de cieno.

—Están alimentando a la reina —dijo Ender—. Solo que ella no está.

Cincinnatus había llegado a la plataforma. Avanzó hacia el centro abriéndose paso entre las babosas. En el punto focal de los haces de luz, una pared baja impedía que las babosas entraran en un círculo de tres metros de anchura en pleno centro.

Dentro de esa pared, despatarrado y extendido sobre más material orgánico, estaba el cadáver gris y reseco de una criatura alada que debía tener por lo menos el tamaño del Gigante.

—La reina está —dijo Cincinnatus—. Pero no tiene hambre.