Cuando Bean les hablaba de ciencia, historia o ingeniería, le costaba permanecer delante de ellos. Después de todo, Bean había pasado la infancia aprendiendo sobre cuestiones militares, y su vida de adulto (si así podía llamarse) conduciendo tropas en combate, o tratando de permanecer un paso por delante de Aquiles. Resolviendo problemas del mundo real.
En la Heródoto no había tenido muchas ventajas sobre los niños. Con los tres consagrados a sus propias investigaciones, Bean debía conformarse con seguirles el paso y aprender mientras procuraba investigar temas que a ellos no les interesaban. Afortunadamente, los niños no lo tomaban como una carrera. Se tomaban el tiempo para jugar. Bean no contaba con ese lujo.
En todas estas inquietudes intelectuales, ellos le hablaban como iguales, y él les hablaba a ellos del mismo modo. Estaban aprendiendo juntos, enseñándose unos a otros. Y sentían esa igualdad. No tenían idea de que eran niños.
Lo llamaban el Gigante y trataban de esconderse de él. Entendía el deseo de intimidad. Entendía el resentimiento, y estaba de acuerdo con él. ¿Acaso él no había odiado a Volescu cuando entendió lo que el experimento le había hecho?
Ellos no entendían que sus reacciones eran pueriles. Se sentían como gente grande, no como niños. Los niños no entienden su propia puerilidad.
Pero no era que los niños sintieran emociones que los adultos no sentían. Los niños no habían aprendido a ocultar sus sentimientos como los adultos. No eran tan expertos en el arte de la mentira.
Sin embargo, su puerilidad no se limitaba a eso. No habían aprendido a limitar la influencia de sus sentimientos sobre sus actos. ¿No era esa la definición de la adultez? Querías una cosa pero hacías otra porque sabías lo que era correcto, y hacer lo correcto era más importante que hacer lo que querías.
Los niños no tenían una perspectiva de largo plazo. Pero si él los cuestionaba en este aspecto, quedarían desconcertados. Sostendrían que ellos sí pensaban en el largo plazo. Solo que no entendían cómo el «largo plazo» se aplicaba a sus decisiones inmediatas.
Y era natural. Aprenderían a moderarse y controlarse tal como siempre aprendían los niños, al tropezar con la conducta inmoderada y descontrolada de otros niños. Pero entretanto Bean temía por ellos. No le quedaba mucho tiempo de vida. Constantemente sentía sus trabajosas palpitaciones; se desvelaba pensando que su corazón estaba al acecho en su pecho. Moriría mucho antes de que tuvieran la madurez suficiente para dominar sus impulsos, mucho antes de que hubieran aprendido a llevarse bien.
Ellos creían que se entendían unos a otros, y en muchos sentidos se entendían. Pero ninguno era capaz de entender su propio carácter. Eran tan pequeños que aún creían que el motivo que conocían era el auténtico impulso de sus actos. Un adulto podía pensar: No, no diré eso, porque en realidad solo siento envidia de él y él no ha hecho nada malo. Pero el niño no tenía conciencia de la envidia, solo de la furia, así que lanzaba críticas, insultos y provocaciones, y el daño era irremediable. Se perdía la confianza.
Ellos no podían perder su mutua confianza. Tenían que contar unos con otros, o no tenían futuro.
Pero si podían permanecer con vida y seguían trabajando juntos, qué gran futuro les esperaba. Bean no podía explicarles lo que tenía en mente. Mejor dicho, podía explicarles, pero les arrebataría el resto de su infancia, y sentirían la opresión de saber que su futuro ya estaba trazado.
Tenían muy poco futuro como individuos, pero mucho futuro como fundadores y constructores de un nuevo tipo de especie humana.
Pero si no podían resolver el problema del gigantismo y la muerte prematura, la nueva especie estaba condenada a morir en cuanto comenzaran a saborear la vida adulta. Sería una especie atrapada en una infancia perpetua; una adolescencia, en el mejor de los casos. No, en el peor de los casos. Inestables, rechazando papeles impuestos por necesidades ajenas… ¿Cómo podías fundar una nueva civilización basada en los deseos de los adolescentes? Rara vez construían, solo rompían cosas.
Sin embargo, cuando se interesaban en un problema, era maravilloso observar el funcionamiento de su mente. Manos diminutas, pequeñas incluso para niños de seis años, manejando instrumentos, tecleando instrucciones, manipulando datos en el holoespacio; y esas mentes sacaban conclusiones apresuradas (y habitualmente correctas) y comprendían las implicaciones de esas ideas. Era como compartir la habitación con tres Newtons.
Newtons y Einsteins que tenían la egolatría absoluta de la infancia. Y siempre serían así.
Quizás el fracaso sea la mejor solución. Quizá, si no sobrevivimos, si las criaturas de esta nave nos destruyen, sea mejor para la raza humana. Porque mis hijos y yo estamos creando una raza de chiquillos poderosos, llenos de despecho, temor y autocompasión.
Lo único que puedo hacer es ayudarles a ver pautas de conducta mejores que las que ellos siguen naturalmente. Quizá las acepten, quizá no. No puedo controlarlo.
Por suerte, cada niño había escogido su propia especialidad. Mientras Ender analizaba el cadáver destrozado de la rata-cangrejo alienígena, Carlotta y Cincinnatus viajaban hacia la nave alienígena en el Cachorro, una y otra vez. No regresaron a la esclusa. En cambio, con Sergeant para protegerla por si la nave trataba de defenderse y repeler su pequeña invasión, Carlotta abrió todas las escotillas de mantenimiento, hizo mediciones, analizó los circuitos y realizó todas las tareas que estaban a su alcance para deducir cómo funcionaba la nave y, en lo posible, hacerse una idea de lo que les esperaba en el interior.
Ambos proyectos estaban obteniendo resultados fascinantes; Bean los consultaba cada hora, y mantenía abiertos los canales de audio para responder por si decían algo, para que pensaran que los estaba vigilando.
Pero no era así. Él tenía su propio proyecto. Usaba los instrumentos y naves robot de la Heródoto para sondear el planeta que orbitaban.
Tenía una atmósfera de oxígeno. Eso significaba que en los grandes océanos se había producido la revolución bacteriana, y la imprescindible vida vegetal se había desplazado a tierra. El análisis de varias regiones no mostraba plantas con madera, sino plantas rastreras, helechos y hongos. En otros mundos, la gravedad de 1,2 g no había impedido el desarrollo de tallos de madera, que conducían a troncos macizos, así que la ausencia de madera sugería que era un mundo muy joven.
Y no había rastros de vida animal. Ni siquiera insectos ni gusanos, aunque quizás eso dependiera de la clase de sonda que él podía enviar.
Eso significaba que era posible instalar una colonia en el planeta, sin preocuparse por los animales nativos; por un edicto del Congreso Estelar, solo se requería que las plantas se conservaran como semillas, muestras y datos, no in situ; los animales lo cambiaban todo, y había que mantener grandes reservas, habitualmente continentes enteros, para permitir que la evolución siguiera su curso.
Pero los niños no podían saber que la presencia de la nave alienígena era fortuita, aunque si dos naves se cruzaban en el espacio, era mucho más probable que sucediera cerca de un planeta habitable. Bean ya se dirigía hacia allí. En cuanto los sensores de la nave determinaron que había un planeta con atmósfera en la zona de habitabilidad, había alterado levemente el rumbo para llevar la nave a esa región.
Si la nave alienígena no los hubiera atraído, Bean habría sugerido que se detuvieran a investigar con fines puramente científicos. Sabía muy bien que esos niños no podían pasarse la vida en esa nave. Necesitaban un mundo. Necesitaban un proyecto que les interesara. Necesitaban un lugar donde pudieran engendrar niños in vitro y criarlos tan pronto como los vientres artificiales de la nave pudieran producirlos.
Y pensar que Carlotta creía que tenía un mapa completo y un inventario completo de todo lo que había en la nave.
Pero Petra y Bean habían pensado desde un principio que, encontraran o no la cura para el fatídico gigantismo, sus brillantes hijos necesitaban un hogar, un lugar donde pudieran desarrollar a salvo su propio genotipo. Un mundo inexplorado.
Ojalá Bean supiera cuánto tiempo le quedaba. Hasta ahora lograba mantener su cuerpo en funcionamiento, en general haciendo lo menos posible con las manos y las piernas, con solo el estímulo suficiente para que su sangre no se estancara. El ejercicio podía matarlo, pero también la indolencia. No podía permitirse morir hasta no estar seguro de que los niños se quedarían.
Había pensado que podría obligarlos, si era menester, averiando la nave. Ahora no sabía si desde la bodega podía causar daños que Carlotta no pudiera reparar. En vez de arrinconarlos, tendría que persuadirlos. Y no podía persuadirlos si no tenía planes que pudiera exponer, planes que tuvieran sentido y les resultaran atrayentes.
La nave alienígena lo alteraba todo. Representaba una flora y una fauna potencialmente rivales con las que tendrían que lidiar. Si había seres inteligentes a bordo (colonos en sueño de estasis, aguardando la llegada) quizá resultara imposible que los niños crecieran y criaran familias a salvo.
Bean no viviría el tiempo suficiente para encontrar otro planeta. Y si moría antes de que hallaran un lugar donde pudieran echar raíces, quizá tuvieran que regresar a los Cien Mundos y perdieran esa oportunidad. Si sobrevivían hasta la edad adulta, su genoma se consideraría defectuoso. Quizá les prohibieran reproducirse; al menos así eran las leyes que se estaban gestando en los mundos más civilizados.
Petra había muerto tiempo atrás, pero eso no alteraba la promesa que Bean le había hecho. Habían convenido en que este era el mejor rumbo para los hijos antoninos. No pensaba cambiar de parecer ahora. Pero no podía impedir que los niños hicieran lo que quisieran. Podía modelar el mundo de ellos hasta cierto punto, ocultándoles información. Pero estos no eran niños comunes de seis años, dispuestos a creer en la magia y los fantasmas solo porque un adulto les contara historias. La única información que podía ocultarles era el secreto de sus planes e intenciones. Todavía tenía bastante poder sobre la nave, y sobre ellos, como para que sus planes e intenciones fueran decisivos en el entorno de los niños. Hasta que él muriese.
Al cabo de dos días de estudio, Ender tenía preparado su informe, y también Carlotta y Sergeant. Todos se reunieron en la bodega para mostrar y contar.
Ender fue el primero.
—Esta es una nave fórmica —les comunicó—. Las proteínas de la rata-cangrejo son el conjunto completo de las proteínas del mundo fórmico, sin adiciones. Pero hay una cosa rara. El ADN es casi idéntico al del genoma fórmico que recogimos y registramos al estudiar los numerosos cadáveres que dejó la guerra. Hay diferencias importantes, pero están localizadas. Es como si los fórmicos hubieran buscado una especie de neotenia perversa. Estas ratas-cangrejo parecen ser un atavismo deliberado que remite a una etapa primitiva de la evolución fórmica, con estas pinzas brutales injertadas, y un caparazón duro que es solo vestigial en los fórmicos adultos.
Carlotta y Sergeant entendieron las implicaciones de inmediato.
—Entonces las Reinas Colmena pueden modificar su prole —dijo Sergeant—. Decidieron que algunos de sus hijos serían esos monstruitos.
—Dudo que los siguieran considerando sus hijos, si alguna vez lo hicieron —opinó Carlotta—. Las Reinas Colmena tenían bebés por millares, así que no tendrían empacho en considerar que algunos eran animales.
Bean se abstuvo de hacer la comparación obvia; no habrían apreciado la broma.
—¿Alguna idea de cómo se reproducen? —le preguntó Carlotta a Ender.
—Este ejemplar era hembra —respondió Ender—. Parecía totalmente capaz de reproducirse, mas no en gran escala, y no tenía ningún huevo en su interior.
—¿Pero era diferente de los demás? —le preguntó a Sergeant.
—Lo único diferente es que estaba más cerca —explicó Sergeant—. Se movían deprisa y se abalanzaban sobre mí. Solo tuve una impresión general de su tamaño, pero todos parecían iguales.
—Quizá fueran todos hembras, como las obreras fórmicas —opinó Ender—. O bien los había de ambos sexos, y el dimorfismo sexual es mínimo, como en los humanos. Lo que tiene sentido es que la Reina Colmena no quiere que estas criaturas tengan reinas dominantes propias. Así que todas son capaces de reproducirse.
—Se reproducen como ratas —añadió Carlotta.
—Debe de existir un factor que limita su población —dijo Sergeant—. O eso se proponía la Reina Colmena que los creó. Quizá no fue la Reina Colmena de esta colonia. Quizá se desarrollaron mucho antes y luego se reprodujeron naturalmente. Quizá los fórmicos no recordaran que las ratas-cangrejo empezaron como parientes suyos.
—¿Crees que son comestibles? —preguntó Carlotta—. No para nosotros, pero…
—Son carnosos —respondió Ender—. Tienes razón, esto podría ser ganado en pie.
—¿Entonces por qué les añadieron esas pinzas? —inquirió Sergeant.
—Una pinza trituradora —repuso Ender—. Podría partir cualquier hueso de nuestro cuerpo como una galleta. Creo que con el Gigante tendrían que valerse de la otra pinza, que parece ser para aferrar y desgarrar. Usan la primera para romper cosas y sostenerla mientras tiran y desgarran.
—Así que es un animal carnívoro —observó Bean.
—O come un tipo de fruta o nuez muy dura —aclaró Ender—. No podemos saberlo hasta que los veamos en su hábitat.
—Que en este momento es una nave estelar enorme —dijo Bean.
—¿Mi turno, entonces? —inquirió Carlotta.
—¿Has terminado, Ender? —preguntó Bean.
—Con los datos principales. Proteínas fórmicas, quizá derivadas de los fórmicos mismos. Sergeant es el que descubrió que son peligrosos, fuertes y rápidos. Y no sé cuánto tiempo un traje de presión resistiría contra ellos.
—¿Qué los mata? —preguntó Sergeant.
—Cualquier cosa. Su caparazón no los protege de cualquier cosa más fuerte que los dientes de animales pequeños. Podrían triturarse entre sí, y los puedes aplastar con una piedra del tamaño de un puño. Dinos tú qué armas deberíamos usar para mantenerlos a raya.
Sergeant asintió.
—En una nave no conviene usar balas. Me preguntaba si podríamos contenerlos rociándolos con un sedante.
—Necesitaría tener un espécimen vivo para ver qué los afecta —respondió Ender—. Pero hay sedantes que se han usado en especímenes de la fauna del mundo fórmico en varios mundos coloniales. Podría preparar un cóctel de sedantes que no afecten a los humanos.
—No quiero matarlos indiscriminadamente —declaró Sergeant—. Ahora que sabemos que derivan de los fórmicos, es posible que sean los que pilotan la nave.
—El cerebro es demasiado pequeño —opinó Ender.
—Pero podrían tener reinas —dijo Sergeant—. O una especie de mente colectiva que sea más capaz que cualquier individuo. No creo que debamos matarlos sin discriminación. Sigo pensando en los viejos vídeos de los fórmicos durante la masacre de China, en esa niebla ponzoñosa que reducía las criaturas vivientes a charcos y pilas de viscosidad protoplasmática.
—Tengamos preparados varios sedantes que se puedan utilizar como niebla —intervino Bean—. Y un buen plan de respaldo. Un pulverizador de ácido, por ejemplo. Si son conscientes o semiconscientes, y nos atacan para matarnos, dispararemos primero y los liquidaremos.
—La naturaleza de dientes y zarpas sangrientos. —Carlotta citó a Tennyson.
—No te pongas sentimental con criaturas que quieren matarnos —dijo Sergeant.
—No me he puesto sentimental —replicó Carlotta—. Me parece bien ensangrentar nuestras zarpas, si es lo que se requiere para sobrevivir. Somos todos hijos del Gigante, ¿verdad? No somos sanguinarios, pero tampoco reacios a matar cuando es necesario. No como ese blandengue cuyo nombre heredó Ender.
—Estás hablando de mi amigo —dijo Bean.
—No el nuestro —rebatió Carlotta.
—Llegado el caso —aseveró Bean—, no tendrías un amigo más leal ni un protector más fuerte. Pero nunca lo sabrás, porque nunca os conoceréis.
—Hablas como si aún estuviera vivo —dijo Ender.
—¿Por qué supones que no lo está? —preguntó Bean.
—Porque han pasado más de cuatro siglos desde la guerra.
—No somos los únicos que saben usar el vuelo estelar para no envejecer al mismo ritmo de la raza humana.
—Pero nosotros estamos locos —declaró Sergeant—. Nadie que estuviera en sus cabales haría esto.
—Nosotros somos una nueva especie que lucha por sobrevivir —agregó Ender—. ¿Por qué el gran Ender Wiggin adoptaría una vida errabunda?
Bean no quería que la conversación siguiera por ese cauce. Tenía sus sospechas desde que había leído La Reina Colmena, pero no quería expresarlas en palabras, y menos cuando estaban tan cerca de una antigua nave colonial fórmica.
—Carlotta, ¿qué sabemos sobre su nave? —preguntó.
—Sin duda es tecnología más antigua. Y es tecnología fórmica… no hay escritura, pero hay códigos cromáticos. Muchos motores pequeños, por eso necesitan tantas escotillas de mantenimiento. Claro que tuvieron que eliminar muchas puertas en naves posteriores, cuando alcanzaron velocidades relativistas. Este diseño no serviría. Creo que construyen la nave en el espacio, añadiendo todo a un asteroide que esculpieron hasta darle la forma que vemos. Probablemente hayan fabricado la mayor parte de la estructura y el casco de la nave con el hierro, el níquel y demás metales del resto del asteroide. Pero no es la aleación impermeable que usaron en las naves que invadieron la Tierra hacia el 2100.
—Aún no lo necesitaban —opinó Sergeant—. A solo un diez por ciento de la velocidad de la luz.
—Exacto —dijo Carlotta—. Creo que esta nave zanja la discusión. —Se refería a una prolongada disputa entre los historiadores, acerca de la aleación increíblemente resistente que protegía las naves contra las que luchó la Flota Internacional en las guerras fórmicas. ¿La aleación se había desarrollado como defensa contra ataques enemigos? Eso implicaría que los fórmicos combatían entre sí en el espacio, o que se habían enfrentado a otra especie alienígena que los humanos aún no habían encontrado, o que habían ido a la Tierra con la intención de luchar con los humanos.
Por otra parte, si esa coraza adamantina solo era una protección contra la radiación mientras viajaban a velocidad cuasilumínica, sugería que los fórmicos no habían ido a la Tierra preparados para la guerra; esa armadura impenetrable era pura coincidencia.
Esta arca demostraba que los fórmicos enviaban sus naves coloniales sin defensas contra un ataque, solo un primitivo escudo contra colisiones frontales. Los fórmicos habían sido enemigos formidables durante la guerra, pero era casi seguro que no se proponían combatir cuando fueron a la Tierra.
—Es bueno saberlo —dijo Bean—. Afortunadamente, esa discusión nunca tuvo importancia, de todos modos. ¿Qué más?
—Las enormes columnas son estructurales. La nave se sustenta en la fuerza vertical de la roca, como un enorme rascacielos. Pero son columnas huecas. Son cohetes, y llevan combustible. No son radiactivas, hay muchos rastros de carbono. Debe de ser un combustible muy eficiente: aunque la roca contenga grandes reservas de combustible, no pueden bajar con esta cosa a una superficie planetaria para procesar el combustible basado en carbono que utilizan.
—No necesitan mucho combustible —dijo Bean—. Es una nave generacional, así que no tienen que acelerar mucho. Combustión muy lenta hasta que llegan a la velocidad de crucero, y luego nada hasta la desaceleración.
—No hay modo de saber cuánto combustible les queda. Este planeta podría ser su última esperanza, aunque quizá solo sea una visita al pasar, para ver si les sirve. La maquinaria que examiné estaba envejeciendo, pero funciona bien.
—¿Cuánto calculas? ¿Mil años? —preguntó Bean.
—No. Diría que cien años. Creo que todo ha sido reemplazado una y otra vez durante la travesía. Hay indicios de que hubo muchas reparaciones a lo largo del tiempo. Pero ninguna es reciente.
—¿Alguna fecha firme?
—Solo estimaciones de deterioro. Hay piezas estructurales que nunca fueron reemplazadas, con melladuras y raspaduras debidas a múltiples extracciones y reinstalaciones de las partes funcionales. Mucho residuo de lubricación, pero nada reciente.
—Es decir que la nave sufrió un desastre hará cosa de un siglo —dijo Sergeant—. Algo que dejó a las ratas-cangrejo al mando.
—No hubo mantenimiento —agregó Carlotta—, pero todavía hay un piloto que sabe poner la nave en órbita geosincrónica.
—¿Algo más? ¿Además de las columnas?
—Me reservaba la mejor parte. La gran estructura con forma de tonel rodeada por las columnas alberga en su interior un gigantesco cilindro rotativo.
—Es decir que no rota toda la nave, sino un tambor que está en su interior. Es descabellado —opinó Ender.
—Es lo que pensé —afirmó Carlotta—. Pero los fórmicos no reaccionan ante la falta de peso como nosotros. Sus esqueletos son cartilaginosos, no óseos, así que se pueden volver a llenar, mientras que nuestros huesos no. No creo que los fórmicos hagan rotar el cilindro para crear gravedad centrífuga para ellos… Es para el soporte vital.
—Plantas —dijo Sergeant.
—En un espacio de ese tamaño, podrían tener árboles. Árboles realmente altos —añadió Ender.
—Un bosque tropical —especificó Carlotta—. O incluso zonas múltiples para mantener toda una gama de bioformas útiles. Pueden volver a sembrar constantemente los vegetales con que se alimentan. Quizá las ratas-cangrejo formen parte del sistema de recolección. Un ecotat: un hábitat con un ecosistema completo, para que toda la biota permita establecer la vida fórmica en el nuevo mundo.
—Quizá sus especies más invasoras —aventuró Ender—. Para ganar terreno rápidamente.
—Y desde luego genera oxígeno para la nave en tránsito —dijo Carlotta.
—De modo que ellos usan un gran tambor giratorio para hacer lo mismo que nosotros hacemos con nuestras bandejas bajo luz ultravioleta.
—Pero el resto de la nave no gira —aclaró Carlotta—. Abrimos una puerta de mantenimiento en un sitio donde pude descender y ver el movimiento del cilindro. Mi estimación es que la rotación les daría tres cuartos de gravedad en la superficie interior del cilindro.
—¿Es suficiente para superar la presión de la aceleración? —preguntó Bean.
—Depende de cuán graduales sean la aceleración y la desaceleración —respondió Carlotta—. Y quizás aumenten la rotación durante los cambios de velocidad.
—Solo pensaba que les evitaría tener que mover todo el suelo a la base del cilindro cuando aceleran —dijo Bean.
—Pero los demás compartimientos del lugar no tendrían gravedad, o bien su «abajo» estaría lejos de la masa de roca, en dirección a los cohetes —explicó Carlotta.
—Y los corredores —intervino Sergeant—. Los fórmicos deben atravesarlos en seis patas. Porque aunque nosotros somos bajos, no pude permanecer erguido en los túneles. Un humano adulto estaría de bruces y le costaría usar un arma.
—Así eran los túneles de Eros —dijo Bean—. A los fórmicos les gustan los techos bajos.
—Bien, tiene sentido en espacios sin peso —añadió Carlotta—. Siempre tienen una pared o un techo a mano.
—Pero como los corredores no tienen peso —dijo Sergeant—, podemos caminar por ellos en el otro sentido. Los túneles tienen anchura suficiente para que pasen dos fórmicos, así que la gente baja como nosotros puede permanecer erguida en las paredes. Solo tenemos que saltar sobre las entradas para ir a los túneles laterales.
—¿Puedes saltar con zapatos magnéticos? —preguntó Bean.
—Podemos graduarlos para darles poca intensidad. No tenemos que aferrarnos como en la superficie de una nave en el espacio. Solo necesitamos mantener los pies al alcance del piso.
—Habéis hecho un trabajo estupendo —manifestó Bean—. Sé que hay muchos más detalles en vuestros informes, y he copiado los datos mientras los juntabais. Creo que tenemos toda la información útil que obtendremos desde fuera, y de ese trozo de ese «rajo» que trajo Sergeant.
—Rajo —repitió Sergeant, riendo entre dientes—. Rata-cangrejo.
—Rima con tajo —agregó Carlotta.
—Le quedará rajo —dijo Ender—. Hasta que ellos mismos nos digan cómo se llaman.
—Ahora, cuando entréis, tenéis que recordar que quizá todas las criaturas de origen fórmico tengan un grado de comunicación mental —les aconsejó Bean—. Aunque solo compartan impulsos, deseos y advertencias, pueden transmitirse lo que necesitan saber. Si un solo rajo repara en vosotros, todos sabrán que estáis allí. Quizá posean el seso suficiente para tender emboscadas. Tenéis que estar alerta. Y si se pone peligroso, salid de ahí. No sois reemplazables. ¿Me entendéis?
Sergeant asintió, Carlotta tragó saliva, Ender puso cara de aburrido.
—Ender —señaló Bean—, parece que crees que no irás con los demás.
Eso lo despertó.
—¿Yo?
—Los tres —dijo Bean—. Yo iría en persona, pero conocéis mis limitaciones.
—Pero yo soy el experto en biología —objetó Ender.
—Precisamente por eso debes ir —dijo Bean—. Tres es el mínimo para la defensa, pero al margen de eso, si estás ahí puedes aprender cosas en forma directa en vez de esperar a que te las lleven para estudiarlas.
—Pero… no estoy entrenado para…
Sergeant lo miró con desprecio.
—Crees que no tienes por qué ensuciarte las manos.
—Estuve hasta los codos en sangre de rata-cangrejo —replicó Ender.
—Él no dice «ensuciar» literalmente —aclaró Carlotta—. Tú crees que nosotros somos desechables y tú eres irreemplazable.
—Nadie es desechable —aseveró Ender—. Es solo que no serviré de mucho.
—Me venciste a mí —dijo Sergeant secamente—. No te hagas el indefenso.
—Está asustado —intervino Bean—. Eso es todo.
—No soy un cobarde —dijo Ender con frialdad.
—Todos estamos asustados —comentó Carlotta.
—Aterrados —añadió Sergeant—. Cuando esos malditos rajos me atacaron, me hice encima en mi traje de presión. Hay que estar loco para no tener miedo de entrar en territorio desconocido para vérselas con enemigos rápidos y otros enemigos potenciales sobre los que no sabes nada.
—¿Entonces por qué lo hacemos? —preguntó Ender—. La nave está muerta, no seguirá nuestro rastro hasta la Tierra. La raza humana no corre peligro. Preparemos nuestro informe y sigamos viaje.
Eso era lo que Bean más temía, la muy sensata idea de largarse de allí. Pero, conociendo a sus hijos, no quería defender la decisión que él prefería.
—Ender tiene razón —dijo—. No es preciso que investiguemos más esa nave.
Sergeant y Carlotta parecían decepcionados, pero también aliviados. No se opusieron.
Pero Bean sabía que Ender seguiría hablando.
—Estupendo —añadió Ender—. El Congreso Estelar puede enviar una fuerza numerosa para que venga a explorar esta nave con soldados bien entrenados.
Esto irritó a Sergeant.
—Los soldados bien entrenados no podrían permanecer erguidos en los corredores, ni siquiera de costado.
—Quizás hagan estallar cosas y maten a todos los ocupantes —opinó Carlotta.
—Cuando lleguen aquí, no quedará nada para matar —dijo Ender—. El problema que empezó hace cien años quizá continúe. Cuando lleguen aquí, toda la nave estará muerta y será totalmente segura.
—¿Y eso te parece bien? —protestó Carlotta—. Ahora hay vida en esa nave, ¿y te parece que está bien permitir que muera?
—¿Qué crees que sucederá? —preguntó Ender—. ¿O piensas trasplantar un bosque tropical fórmico a la superficie de este planeta? Es solo un museo.
—Pero es un museo viviente —respondió Carlotta—. ¡Tenemos que consignarlo todo mientras esté con vida!
—Tenemos catálogos de la flora y fauna fórmicas de los mundos coloniales —dijo Ender.
—Pero nunca habíamos visto rajos —añadió Sergeant—. ¿Acaso sabíamos que los fórmicos hacían este tipo de manipulación genética?
—Sí —repuso Ender—. Tenían esos bichos de oro y esos bichos de hierro que comían metal, no recuerdo en qué planeta… Shakespeare.
—Un ejemplo —dijo Sergeant—. ¿Y crees que no vale la pena ir a acopiar datos mientras todavía mantienen un ecosistema?
—¿Y arriesgaremos el pellejo por la ciencia? —preguntó Ender.
—No por la ciencia —aclaró Bean—. Por la supervivencia.
—No necesitamos biota fórmica para sobrevivir —objetó Ender.
Bean suspiró. Tenía que decirles lo que pensaba antes de morir. Y podía morir en cualquier momento.
—Es verdad que no podemos comer plantas y animales fórmicos —dijo—, no tal como son.
Todos captaron lo que implicaban esas palabras.
—¿Estás pensando en adaptarlos a nuestras necesidades proteínicas?
—Los carbohidratos son carbohidratos —explicó Bean—. He mirado los lípidos de los datos de Ender sobre los rajos. Creo que podemos digerirlos. Sobre todo si alteramos algunas de nuestras bacterias intestinales para realizar un par de transformaciones sencillas. Así que el verdadero problema está en las proteínas.
—¿Por qué querríamos ingerir proteínas fórmicas? —preguntó Carlotta, mostrando cierto asco ante la idea.
—Porque en la base genética de la nave no tenemos una gama viable de vegetales y animales terrícolas.
—Ni siquiera sabía que teníamos alguna —dijo Carlotta.
—Pero la tenemos —dijo Bean—. Cultivos vitales, algunos animales clave… abejas para la polinización, por ejemplo. Pero no hay animales comestibles. Hay arroz, judías, maíz y patatas, pero quién sabe si pueden competir con las plantas nativas del planeta, o con la flora fórmica del arca.
—¿Por qué tendrían que competir? —preguntó Carlotta.
—Quiere que nos quedemos aquí —dijo Sergeant con voz neutra.
—Siempre tuviste la intención de traernos a este planeta —dijo Ender.
—Una vez que vi que estaba en la zona de habitabilidad, quería verlo —dijo Bean—. No hay cura. La pubertad todavía llega a la edad normal. La infancia biológica dura más de la mitad de vuestra vida, y no podréis vivir el tiempo suficiente para ver a vuestros nietos. Eso significa que vuestros hijos llegarían a ser padres sin contar con la guía de los padres de la generación anterior.
—Estoy por vomitar —dijo Carlotta—. No permitiré que ninguno de ellos…
—Claro que no —dijo Bean—. In vitro. Así fuisteis concebidos vosotros, queridos míos. Y a bordo hay varios vientres artificiales.
—¿Dónde? —barbotó Carlotta.
—Donde no podrás sabotearlos hasta que tengas madurez suficiente para entender que esta es vuestra única esperanza. No podéis salvar vuestra propia vida, yo no puedo salvaros, así son las cosas. Pero la especie aún puede sobrevivir porque sois listos. Aunque la madurez sexual llegue tarde en el periodo de vida de nuestra especie, la madurez intelectual llega increíblemente pronto. Tendréis años para educar a vuestros hijos. Podéis mantener altos niveles de civilización, tecnología, historia, razonamiento moral. Podéis sobrevivir.
—Pero nosotros habremos muerto… —dijo Sergeant.
—¿La vida a bordo es vida? —preguntó Bean.
—Siempre pensé que volveríamos a reunirnos… —Ender dejó morir las palabras.
—Con la raza humana —concluyó Bean—. ¿Cómo crees que resultará eso? Yo progresé porque era útil para ellos. Tenían que ganar una guerra, y si Ender Wiggin no hubiera llegado a ser el comandante que necesitaban, yo era la otra opción. Luego Peter el Hegemón me necesitó para combatir a Aquiles. Después de eso, yo era un fenómeno de circo. Un gigante. No me temían porque sabían que moriría de gigantismo. Y ya no cabía en un tanque ni en la cabina de un avión.
—Estás diciendo que nos matarían —dijo Sergeant.
—No sé qué harían. Quizás os estudiarían. Pero no os dejarían casar con humanos normales, ni os permitirían tener hijos que fueran antoninos puros.
—Leguminotes —dijo Ender—. Nos gusta más Homo leguminensis.
—Estoy conmovido —repuso Bean. El tono era burlón, pero lo decía de veras. Querían adoptar como propia una forma de su nombre—. Lo cierto es que necesitáis un mundo propio. Tenéis que reproduciros frenéticamente mientras sois jóvenes, para enseñar todo a vuestros hijos. Darles la oportunidad de resistir por su cuenta cuando el resto de la raza humana encuentre este planeta.
—Ya deben de tener planeado venir aquí —dijo Sergeant.
—No creo —objetó Bean—. No les he dicho nada sobre este lugar.
Tras un momento de pasmado silencio, Ender echó a reír, y también los demás.
—Eres una araña —opinó Ender—. Qué trama tan intrincada. ¿Cuándo nos lo pensabas decir?
—Cuando os viera dispuestos a escuchar —aclaró Bean—. Preferiblemente antes de mi muerte. Pero lo he grabado todo, por si acaso.
—No pienso hacerlo —intervino Carlotta—. Aunque nosotros no tengamos relaciones sexuales… y nunca las tendremos, jamás —miró con furia a sus hermanos—, nuestros hijos deberían tenerlas, y eso es repulsivo.
—No —dijo Bean—. No si se crían por separado. En la nave hay suficientes vientres para que cada uno de vosotros críe a un niño en una habitación aparte. Les daréis hermanos cada año. Sabéis que al cabo de un par de años tendrán inteligencia suficiente para ser útiles. Tendréis tres clases diferenciadas de niños que no se criarán como hermanos. No tendrán el rechazo instintivo al apareamiento dentro de la familia inmediata.
—¡Aun así serán hermanos! —insistió Carlotta.
—Hermanos y hermanastros, genéticamente hablando. Pero no es eso lo que te repugna. Los primates solo sienten repulsión por la idea de aparearse con una pareja con el que vivieron como un hermano directo criado por el mismo progenitor. Si no los conoces de ese modo, no hay rechazo.
—Entonces tendremos que mentirles —dijo Carlotta.
—Separarlos —matizó Bean.
—Mentirles —repitió Sergeant.
—Mentir es parte de la crianza de un hijo —concedió Bean—. Enmarcar el mundo en que viven vuestros hijos, diciéndoles solo lo que les conviene saber.
—Entonces eres un padre brillante —intervino Ender—. Totalmente brillante.
—Quieres decir que soy un campeón de la mentira —dijo Bean—. Sí, desde luego. Vosotros pasáis la mitad de vuestra vida mintiéndome a mí, y mintiendo entre vosotros. Para eso inventamos el lenguaje. Los pobres fórmicos nunca pudieron mentir sobre nada.
—Yo no soy mentirosa —insistió Carlotta.
—Eso es mentira —dijo Bean serenamente—. Pero no las llamemos mentiras. Llamémoslas historias. Cuando suceden cosas, inventamos historias sobre ellas. Para explicar por qué sucedieron. En eso consiste la ciencia, y la historia: historias sobre por qué suceden o sucedieron las cosas. Nunca son ciertas… nunca son completas y siempre están un poco equivocadas, y lo sabemos. Pero son suficientemente verídicas como para ser útiles. Dudo que nuestra mente pueda aprehender toda la verdad sobre algo, pues las redes de causalidad se extienden demasiado para que una sola mente las abarque. En cambio, compartimos y heredamos las historias, las mentiras útiles, y cuando aprendemos más las mejoramos, o cuando necesitamos otras historias para nuevas circunstancias, las alteramos y fingimos que siempre las hemos contado de esa manera.
Ender hundió la cara entre las manos.
—Parece tan difícil…
—¿Mentir? —preguntó Sergeant.
—Criar hijos —respondió Ender—. El único progenitor que hemos conocido es pésimo para eso, y nosotros no seríamos mejores.
—Muchas gracias —dijo Bean—. Pero aclaremos que sois hijos muy duros de criar, y realmente no tuve mucha ayuda.
—Oh, has hecho todo lo que has podido —opinó Ender—. A eso me refiero. Hemos pasado cinco años contigo en esta nave. ¿Y qué sabemos? ¡No sabemos bastante! ¡No sabemos nada! Si murieses mañana, quedaríamos irremediablemente rezagados.
—Tenéis el ansible. En los mundos humanos nuestra pequeña familia es increíblemente rica y tenemos agentes que trabajan para nosotros y ni siquiera saben que existimos. Todo eso continuará cuando yo haya muerto. Me he cerciorado de que todos sepáis establecer contacto con ellos y os he entrenado para que nunca deis a entender que no sois gente común en los Cien Mundos.
—Claro —intervino Sergeant—. Todos somos mentirosos con práctica y entrenamiento, a fin de cuentas.
—Tendréis todas las bibliotecas del mundo. Lo importante es que aprendáis cómo hacerlo. Cosechar. Mantener un ecosistema viable. No defecar en el agua para beber. Subsistir tan bien que tengáis superávits, así podréis dedicar tiempo a enseñar y aprender, a escribir y crear. A mantener la tecnología y mejorarla. Podéis hacerlo. O vuestros hijos podrán, y los hijos de ellos.
—Yo soy un niño —dijo Sergeant, y de pronto lagrimeó—. No puedo estar a cargo de otros niños.
—Siempre trataste de estar a cargo de nosotros —replicó Ender con cierta malicia.
—Pero no sois míos —refutó Sergeant—. No soy responsable de vosotros.
—Es hora de afrontar la adultez —declaró Bean—. Suficiente, pequeños. No podéis asimilar todo al mismo tiempo. Y yo no puedo hacer que lo asimiléis. Pero por eso necesito que entréis en esa nave fórmica de inmediato, para que la dominéis y la controléis. Tendréis que adaptar las formas de vida que haya allí para que puedan coexistir con las plantas y los animales que vosotros y vuestros hijos puedan comer. Y luego habréis de sembrar ese mundo con el ecosistema que diseñéis e ir a vivir en él. ¿Tenéis idea de cuánto tiempo tomará todo eso?
—No creo que sea posible —opinó Ender—. Creo que los tres moriremos aquí, en el arca, mientras aún estemos preparando las plantas y los animales. Pienso que serán nuestros hijos, o los hijos de ellos, quienes sembrarán el planeta.
—Siempre que yo acceda a hacer todo eso —añadió Carlotta—. Soy la única que puede ovular.
—Venga —dijo Bean—. Sabes que existe la tecnología para transformar cualquier célula en un óvulo funcional. Los varones tienen X e Y. Si te pones terca, pueden llenar esos vientres con bebés con los que no hayas tenido nada que ver. Si no quieres tener ningún futuro genético, será tu elección. Pero, ya los dones o los niegues, no usarás tus óvulos para manipular a los demás.
Carlotta rompió a llorar, enfurecida.
—¡Así que ya planeáis hacerlo todo sin mí!
Bean estiró una mano, con gran esfuerzo. No se atrevía a tocarla directamente, por temor a lastimarla. Su mano era enorme, y el cuerpo de ella, muy pequeño. Pero Carlotta abrazó esa mano y lloró sobre ella. Estaba enfadada, pero era su hija.
—Pienso otorgaros a los tres la libertad de escoger por vuestra cuenta, sin que cada cual dependa del otro. Pero sería mucho mejor que los tres escogierais seguir adelante con la colonia. Sin pelear entre vosotros. En aras de esta maravillosa nueva especie, esta tribu maldita de semidioses efímeros.
—Lo dices como si fuera heroico —observó Sergeant.
—Sois el Zeus, el Apolo y la Hera de vuestra tribu —afirmó Bean.
—Afrodita —dijo Carlotta.
—Estupendo —concedió Ender—. ¡Eso dice la niña que afirma que nunca tendrá relaciones sexuales!
—Atenea, entonces —replicó Carlotta—. No quiero ser Hera.
Puro teatro. Aún eran niños y les gustaba dramatizar.
Sin embargo, aceptaban la situación. O al menos ponían la idea a prueba. Bean no sabía qué decidirían. Pero aún no se habían rebelado. Él había podido venderles la historia como un relato épico. Cuando lo vivieran, empero, no habría nada de heroico, solo rutina, dificultad, peligro, fracaso, pérdida y pesadumbre. Como en cualquier vida humana.
—Y recordad esto —añadió Bean—. Todavía sois humanos. Enseñad a vuestros hijos que ellos son humanos. Una especie humana distinta, pero estáis mucho más cerca del Homo sapiens de lo que jamás estuvieron el Neanderthal y el Australopithecus afarensis. No dejéis que vuestros hijos consideren que los humanos son el otro, el enemigo, el alienígena. Os lo ruego.
—Aunque intentemos evitarlo, nuestros hijos pensarán así —objetó Sergeant.
—Transformadlo en su religión —aconsejó Bean—, en su fe. Inculcadles que los humanos serán bendecidos por aquello que vuestros hijos hagan de sí mismos. No os traje aquí para destruir la raza humana, sino para mejorarla.
—Es una historia noble —intervino Ender—. Pero creo que nos acabas de decir cuánto valen esas historias, y cuánto duran.
—Mientras sean útiles… —opinó Sergeant.
Un largo silencio. Bean no tenía nada más que decir por el momento. Debía darles libertad para pensar las cosas por su cuenta.
—Vayamos a invadir una nave alienígena —sostuvo Sergeant al fin.
—Me voy a comer algo basado en plantas amigas de los humanos —dijo Carlotta—, y luego me dormiré llorando, pensando en mis pobres bebés, criados por estos cretinos.