5
Inalcanzable

Ender sabía que Sergeant pilotaba el Cachorro, rondando la nave alienígena. Por un rato había conservado su imagen en una esquina de su holopantalla. Pero lo distraía de los modelos genéticos que le acababa de enviar un equipo de investigación que ellos habían subsidiado a través de una de sus fundaciones.

Una nave alienígena. Interesante. Quizá vital para la supervivencia de la raza humana. Todo sucedía en tiempo real, de modo que las consecuencias de un error serían inmediatas e irreversibles.

Pero lo que Ender miraba también era inmediato. Miraba el fracaso y la muerte.

No había manera de revertir el aspecto de la Clave de Anton que hacía que el Gigante y sus hijos crecieran constantemente a lo largo de su vida sin revertir el proceso que permitía la formación continua de nuevas células y estructuras neurales a ritmo acelerado.

Aunque descubrieran un mecanismo para cambiar simultáneamente las moléculas genéticas de cada célula del cuerpo (y era improbable lograrlo sin lesiones ni pérdidas), no había modo de modificar su ADN en un solo paso que detuviera el gigantismo sin volverlos idiotas.

No idiotas. Normales. Pero esa posibilidad era insoportable. La activación de la Clave de Anton había sido el objetivo del experimento que había creado al Gigante y sus hermanos asesinados en el laboratorio ilegal de Volescu veintidós años atrás. Pero no se podía activar ni desactivar un solo aspecto. Era imposible separar los segmentos de proteína que cumplían las dos funciones primarias.

Sin embargo, un año atrás Ender había iniciado investigaciones con otro enfoque. En vez de revertir la Clave de Anton, o una parte, podían crear el código para patrones de crecimiento humano normal (crecimiento rápido en la primera infancia, desaceleración hasta una nueva racha de crecimiento en la pubertad, y luego estasis durante el resto de vida del organismo) e instalarlo en otra parte.

El problema era que el ADN era un plano, pero la célula que lo controlaba tenía que saber cómo leerlo. Con la Clave de Anton activada, la inserción de código para patrones normales de crecimiento enviaba señales conflictivas. Interferían entre sí. El resultado era una acumulación de proteínas de desecho en la célula, sin mecanismos de almacenamiento y eliminación. Mataba la célula en un día.

Y ahora Ender tenía la confirmación de que la inserción del código para crear rutinas de recolección de desechos también mataba las proteínas que requería la Clave de Anton. No había manera de realizar ambas tareas en el núcleo de la célula al mismo tiempo.

Ellos habían patrocinado investigaciones que habían obrado milagros médicos para personas que padecían diversos trastornos genéticos. Habían hecho posible muchas mejoras y los efectos estaban cambiando la vida de millones de personas. Pero el objetivo primordial de las investigaciones era inalcanzable. Viajaban hacia el olvido a bordo de una nave estelar. Daría lo mismo que regresaran a casa para morir.

Quizá Sergeant tuviera razón. Quizás habría sido más piadoso provocar la muerte del Gigante cuando él todavía creía que sus hijos podían salvarse.

Ender cotejó los datos una y otra vez, buscando una falla, una pregunta que no hubieran hecho, una explicación alternativa, un mecanismo Rube Goldberg que pudiera compensar la catarata de errores que había derivado de sus complejos procesos.

Pero la ley de las consecuencias no deseadas atentaba contra el proyecto. En el genoma humano, nada hacía una sola cosa. Cada cambio que introducían causaba daños, y al compensarlos se causaban daños nuevos, hasta que resultaba tan improbable rehacer la célula de modo seguro y productivo que no valía la pena continuar.

—Ha llegado —murmuró Carlotta.

—Déjame en paz —dijo Ender.

—¿Arriesga su vida por nosotros y ni siquiera le prestas atención? ¿Tanto lo odias?

Arriesga su vida. ¿Qué vida? Pero Ender no se animó a decirlo.

En cambio, pasó a otra pantalla y allí estaba el Cachorro, adherido a la superficie de la nave alienígena cerca de un aparente punto de acceso. Ender amplió la imagen y ahora la nave robot mostraba a Sergeant saliendo del Cachorro con un traje de presión. Se pegaba a la superficie usando el magnetismo en vez del minigravitador del Cachorro, porque no querían arriesgarse a magnificar la gravedad del otro lado de la superficie de la nave. No sabían qué daño o caos podría derivar de ello. Trabajar con dispositivos magnéticos era engorroso y el movimiento resultaba lento y pesado, pero no causarían ningún daño.

No te molestes en ser tan cauto, Sergeant, hubiera querido decirle. Si pierdes la vida ahora, no será una gran pérdida. No tienes mucha vida por delante.

Ender sabía que eso era ridículo. Era solo la decepción transformándose en autocompasión y angustia. No era racional. No servía de nada. Cuatro personas insignificantes sufrían una enfermedad incurable que les acortaba la vida. Eso no significaba que no pudieran fundar una especie brillante de pocos años de vida. Quizá la evolución lograra lo que no había logrado la manipulación genética: encontrar mecanismos que les prolongaran la vida o minimizaran el gigantismo. Quedaban esperanzas.

Ahora lo que importaba era Sergeant y la nave alienígena.

Era fácil decirlo, pero era difícil reprimir la angustia.

¿Quién habría dicho que Sergeant, no Ender, terminaría por ser útil para los demás?

Sergeant tardó solo unos minutos en abrir la puerta.

—Parece que no usan herramientas para abrirla —dijo Sergeant. Hablaba en voz baja y quizá le temblara la voz.

¿Era posible que tuviera miedo?. Solo un giro y se abrió.

—¿Cuánto aire salió? —preguntó Carlotta.

—Nada —respondió Sergeant.

—Quizá no estemos dentro de la zona habitable —dijo Carlotta—. No es posible que se haya evaporado toda la atmósfera. No había ninguna brecha en el casco.

—Entra —indicó Ender.

—¡No! —intervino el Gigante—. No entres.

—No puede ver nada desde ahí —aclaró Ender—. Están vivos o están muertos. Si no lo averigua ahora, tendrá que regresar.

—Pero no solo —añadió el Gigante—. No puede entrar solo.

—Regresa —dijo Carlotta—, y yo iré contigo para respaldarte.

—Para ver quién me mata, querrás decir —replicó Sergeant y se rio. ¿Con nerviosismo?

—Envía una sonda —ordenó el Gigante.

—Solo hay cables y sensores —dijo Sergeant—. Esta no es una entrada, es un punto de acceso de mantenimiento. Probaré suerte con otra puerta.

—Bien —repuso el Gigante. Parecía aliviado.

—Hay un sitio probable delante de tu posición, a diez metros, y tres pasos a la izquierda —dijo Carlotta.

—¿Por qué es probable? —preguntó Sergeant.

—Tiene un cierre más complicado.

—Para proteger la integridad de la atmósfera —opinó Sergeant.

—Así parece.

—Lleva el Cachorro —agregó el Gigante.

—Son solo unos pasos —dijo Carlotta.

—Quizá necesite herramientas, y él no sabrá cuáles —sostuvo el Gigante.

—Y te conviene tenerlo cerca si necesitas huir deprisa —intervino Ender—. Cuando los malignos alienígenas salgan tambaleando para comerte.

—Esto no es broma —observó el Gigante.

—No estaba bromeando —aclaró Ender. Sentía un placer perverso y oscuro en provocar al Gigante. Pronto tendría que anunciarle el fracaso de esos análisis exhaustivos. La sentencia de muerte. ¿Por qué no un poco de humor patibulario?

Aparecieron palabras en la holopantalla de Ender. El Gigante quería decirle algo sin que los otros se enterasen.

SÉ LO QUE ENCONTRASTE, decía el mensaje. ERA OBVIO ANTES DE QUE INICIARAS ESTA RONDA DE ANÁLISIS.

—Podrías haberme avisado —respondió Ender en voz alta.

TE AVISÉ, dijo la pantalla. PERO NO QUISISTE ESCUCHAR.

—¿Avisarte de qué? —preguntó Carlotta—. ¿De qué estáis hablando?

Ender tecleó la respuesta: ASÍ QUE ME HICISTE PERDER TODO ESTE TIEMPO.

Ella oyó el tecleo.

—Ah, una conversación privada —comentó con desdén—. ¿El Gigante te está diciendo que te calles la boca?

ERA TU TIEMPO, SI QUERÍAS PERDERLO.

—Yo quería tener éxito —dijo Ender.

TUVISTE ÉXITO. AHORA LO SABEMOS CON CERTEZA.

—Ah, conque es terapia —dijo Carlotta—. ¿No puedes concentrarte en Sergeant? ¿Tienes que hablar de ti mismo? ¿No tienes sentimientos?

¿PUEDO MATAR A CARLOTTA, POR FAVOR?, tecleó Ender.

AUTORIZACIÓN DENEGADA.

Sergeant había regresado al Cachorro y se elevó a poca altura, deslizándose sobre la superficie hacia el acceso que Carlotta había localizado. Este se abría hacia dentro, así que no había un mecanismo visible.

—¿Golpeo? —preguntó Sergeant—. Solo se abre desde dentro.

—¿Hay algún tipo de cerrojo o dispositivo de activación? —preguntó a su vez Carlotta.

—Si son fórmicos, no lo necesitan —aseveró Ender—. La Reina Colmena sabría que necesitan entrar y haría que una obrera abriera desde dentro.

—Si rompo el sello hermético —dijo Sergeant—, puedo causar grandes daños en el interior.

—Es un diseño rudimentario que no tiene esclusa —dijo Carlotta.

—La puerta interior podría estar abierta —formuló Sergeant—. No sabemos lo que sucede ahí dentro.

—Quizás haya cincuenta soldados armados hasta los dientes que esperan para destrozarte en cuanto abras la puerta —dijo Ender.

CÁLLATE.

Ah, el Gigante se estaba poniendo severo.

—Trataré de usar una palanca —anunció Sergeant—. Quizá se abra con la presión.

—Me parece improbable —dijo Carlotta con escepticismo.

Pero Sergeant ya había cogido una barra de la caja de herramientas externa del Cachorro.

—Cede un poco —informó al cabo de unos minutos—, pero creo que la puerta no tiene goznes. Parece que se desliza.

—Buen diseño —agregó Carlotta.

—Tironea para abrirla —indicó Ender—. Coloca magnetos de alta fricción y haz que el Cachorro tironee.

—¿En qué dirección? —preguntó Sergeant.

—Prueba en ambos sentidos —respondió Carlotta.

Tardó diez minutos en instalar el malacate para tirar de la puerta en un sentido, luego otros diez minutos para cambiarla y tirar en sentido contrario.

—Esto no funciona —anunció Sergeant.

Ender se echó a reír.

—Venga, vosotros dos. ¡Pensad como fórmicos! Estás tratando de abrir la puerta como si estuviera diseñada para que pase un humano. Los túneles fórmicos son bajos y anchos.

Sergeant masculló unos insultos y reacomodó el equipo para que el Cachorro tirara hacia «abajo».

La puja contra la resistencia de una maquinaria interna llevó tiempo, pero logró abrirla.

—Esta vez salió una bocanada de aire —informó Sergeant.

—Pero no una corriente continua —dijo Carlotta.

—Es una esclusa —confirmó Sergeant—. Bien hecho, Carlotta.

Ah, conque Carlotta recibía elogios por encontrar la puerta, pero ni una palabra de agradecimiento a Ender por haber deducido en qué sentido se abría. Típico.

—Entra —indicó Ender.

Esperó que el Gigante interviniera, pero no hubo contraorden.

Sergeant se quedó encima de la entrada, sin hacer nada.

—Entra —repitió Ender.

—Primero estoy escaneando —dijo Sergeant.

—Si hubiera algo ahí dentro, habría salido con esa bocanada de aire —afirmó Ender.

Sergeant se arrodilló junto a la puerta, alzó los pies magnéticos y descendió en la esclusa.

—Vacía —anunció de inmediato. Todos pudieron comprobarlo en la pantalla que mostraba la imagen enviada por el casco de Sergeant.

—¿Es difícil abrir la puerta interior? —preguntó Carlotta.

—Hay una palanca —respondió Sergeant—. No sé si es eléctrica o mecánica. Grande para ser una cosa, pequeña para ser la otra.

—Haz la prueba —sugirió Ender.

—No —soltó el Gigante—. Provocaría un escape de atmósfera.

—Pues cierra la puerta externa primero —propuso Ender.

Silencio. Todos lo sabían: eso cortaría la ruta de escape de Sergeant hacia el Cachorro.

—No me gusta —objetó el Gigante.

—No aprenderé nada si no lo hago… —dijo Sergeant. De nuevo pareció que le temblaba la voz.

La puerta externa se cerró.

—Esa era eléctrica, así que quizá la interna también lo sea —añadió Sergeant—. No dañé el mecanismo al forzarlo.

—O quizá descubras que lo dañaste cuando intentes abrirla —sostuvo Ender.

ESTOY POR APAGAR TU EQUIPO.

Ender se levantó y fue a sentarse junto a Carlotta.

—Al Gigante no le gustan mis ideas —afirmó.

—A mí tampoco —replicó Carlotta.

—La estoy abriendo —informó Sergeant. No había pérdida de la calidad de la señal a través del casco.

La imagen enviada por el casco de Sergeant no mostró casi nada, ni siquiera cuando Carlotta la amplió hasta llenar el holoespacio.

—Enciende una luz —le indicó Ender.

—Luz adelante —dijo Sergeant con fastidio. ¿No le gustaba que Ender hiciera sugerencias obvias? Pobre chaval.

Ahora la imagen mostraba un túnel bajo, con túneles que se ramificaban en un par de direcciones.

—No hay comité de recepción —aseveró Carlotta—. Están todos muertos.

—O han tendido una trampa —objetó Ender—. Entra para comprobarlo.

La pantalla del ordenador de Carlotta quedó en blanco.

—¡Eh! —protestó Carlotta.

—Te lo advertí, Ender —declaró el Gigante.

—Venga —dijo Ender—. Están muertos, no hay peligro.

—Te equivocas —objetó el Gigante.

La pantalla volvió a encenderse. Era evidente que Sergeant se había internado en el túnel bajo. Tenía altura suficiente para que Sergeant estuviera sentado.

—Hubo movimiento hace un instante —añadió el Gigante—. Mientras me hacíais perder tiempo con vuestra conducta inmadura.

—La conducta inmadura de Ender —replicó Carlotta.

—Que tú acabas de igualar —afirmó el Gigante—. Sergeant está en un lugar peligroso y solo perdéis…

Movimiento en la pantalla. Mucho movimiento. Una docena de criaturillas saliendo de túneles laterales y yendo hacia Sergeant.

—Lárgate de allí —ordenó el Gigante.

La pantalla se zarandeó y giró vertiginosamente mientras Sergeant se arrojaba a la esclusa con los pies hacia delante.

Dos criaturillas lograron franquear la puerta casi cerrada de la esclusa. Una se arrojó hacia el cuerpo de Sergeant, la otra hacia el casco. Bloqueó uno de los visores, así que la imagen perdió profundidad y se aplanó.

—¡Abre la esclusa! —gritó Carlotta.

Sergeant tuvo la presencia de ánimo para recordar dónde estaba la palanca que controlaba la puerta externa.

—Aferra a uno de esos bichos y sostenlo —sugirió Ender.

—Eres frío como un témpano —comentó Carlotta, sin admiración. Pero era la medida atinada, y ambos lo sabían.

La criatura que bloqueaba los visores del casco echó a volar.

—Tengo al otro en el cuerpo —dijo Sergeant—. Está tratando de roer mi traje.

—Libérate de él —urgió el Gigante.

—No, ahora lo tengo agarrado del lomo, lejos de mí. Solo se está meneando. No es una criatura consciente.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el Gigante.

—Porque es estúpido —respondió Sergeant—. Rápido pero obtuso, como un cangrejo.

—Regresa al Cachorro —ordenó el Gigante.

—Este bicho respira aire —dijo Sergeant—. O quizá le guste la presión atmosférica, porque ha dejado de menearse.

—Congelación instantánea —opinó Ender—. Buen modo de recoger especímenes. Salvo por la destrucción de cada célula del cuerpo.

—Aún podremos deducir mucho sobre él —añadió Carlotta—. Cuando Sergeant regrese.

—Querrás decir que yo podré deducir mucho sobre él —replicó Ender.

—¿Mantendrás en secreto lo que descubras? —preguntó Sergeant—. ¿O nos enteraremos todos?

—Está insufrible —agregó Carlotta—. No sé qué mosca le ha picado.

—Está celoso porque por una vez tengo una ocupación importante —refutó Sergeant.

Sus palabras eran hirientes porque eran ciertas.

—Me parece que las ratas se han adueñado del barco —dijo Ender.

—Oh, eso es demasiado. —Carlotta, furiosa, se puso de pie y encaró a Ender—. Sergeant arriesgó el pellejo mientras tú estabas cómodamente sentado y…

—Cálmate, Carlotta —ordenó el Gigante, esta vez por el interfono y no por el ordenador—. Ender no hablaba de nuestra nave.

Carlotta entendió al instante.

—¿Crees que esa criatura que Sergeant atrapó es solo una… alimaña?

—Quizás antes cumpliera otra función —respondió Ender—, pues de lo contrario no la llevarían a bordo. Pero ahora son alimañas.

—¿No es la primera línea de defensa?

—¿Defensa ante qué? —preguntó Ender—. Nada en esa nave sugiere que esperasen encontrar a nadie salvo su propia tripulación.

—Entonces… ¿las alimañas están fuera de control porque los amos de la nave han muerto? ¿Cómo han sobrevivido?

—Aún no lo sé —dijo Ender—. Pero esta es una nave generacional, no relativista. Debe de haber una ecología interna. Estas quedaron sueltas en la nave.

—¿Cómo sabes esto?

—Es lo que se puede deducir —repuso Ender.

El Gigante volvió a hablar.

—Me alegra ver que tu mente se dedica a la tarea que nos ocupa, Ender. Posterguemos toda nueva discusión entre vosotros dos hasta que Sergeant regrese con el espécimen.

—¿Ya has informado sobre esto al Congreso Estelar? —preguntó Sergeant, que ya estaba dentro del Cachorro.

—Los informes son automáticos —respondió Carlotta.

—No, no lo son —objetó el Gigante—. Cancelé todos los informes automáticos en cuanto localizaste esa nave, Carlotta.

—¿No les dirás nada sobre esta nave alienígena? —preguntó Ender, sorprendido.

—Ni siquiera les he dicho nada sobre este planeta —repuso el Gigante.

Carlota estaba anonadada.

—¿Por qué no? Si esta nave es hostil…

—He almacenado toda la información. Si nos atacan, la enviaré de inmediato por ansible. Hasta entonces, es nuestro pequeño secreto.

—¿Tienes algún plan maestro en mente? —preguntó Ender—. En tal caso, deberías informarnos, porque en cualquier momento puedes morir de un infarto.

Carlotta lo abofeteó.

—¡No le hables así!

—Guárdate esas manos —rezongó Ender—. Es la verdad, y el gran Julian Delphiki puede afrontar cualquier verdad. ¿No es así, Padre?

—Tengo un plan —anunció el Gigante—. No des golpes, Carlotta. ¿Acaso tienes cinco años?

—Tengo seis —respondió tímidamente Carlotta.

—Entonces actúa como tal. Se supone que en primer grado los niños han aprendido que no deben pegar.

Esta comparación con niños comunes era tan insultante que Carlotta se sentó enfurruñada en su silla y examinó unos irrelevantes informes de mantenimiento.

—Creo que deberíamos aislar el espécimen —dijo Ender—. Por si es portador de alguna enfermedad alienígena.

—Hace tiempo que hemos confirmado que la biología fórmica es tan diferente de la nuestra que sus enfermedades no nos afectan, y viceversa.

—¿Y si han inventado algo nuevo en esta nave? —preguntó Ender—. ¿Y si los mató una peste?

—Entonces no nos afectará —repuso el Gigante.

—¿Y si no son fórmicos? —inquirió Ender—. Entonces al cuerno con tu certidumbre.

—No tiene importancia —afirmó el Gigante—. Si portaba un microbio, acaba de morir en el vacío del espacio.

—Hay virus que pueden sobrevivir en el espacio —objetó Ender.

—No podemos aislarlo, Ender —discrepó el Gigante—. Ya hay residuos en el traje de presión de Sergeant, y no tenemos medios para aislarlo. Correremos el riesgo. Nunca pensamos en equipar esta nave para vérnoslas con criaturas alienígenas. Nuestra misión no era explorar.

Ender sabía que el Gigante tenía razón. Ender había hablado en cuanto había sospechado la posibilidad de una enfermedad, pero no había pensado más allá. Chapucero. Lamentable.

—Quizá tengamos suerte —dijo Ender— y sea una peste que nos matará piadosamente a todos.

—¿Qué pasa contigo? —preguntó Carlotta.

El Gigante dio la respuesta.

—Ender acaba de descubrir que no hay modo de curar nuestro mecanismo genético de autodestrucción, a menos que perdamos nuestra capacidad intelectual. Y quizá ni siquiera así. Es imposible.

—Buen modo de anunciar la noticia —comentó Ender—. Así, de sopetón.

—Hace un mes traté de anunciarla con delicadeza y no me creísteis —dijo el Gigante.

—Entonces no hay esperanza —declaró Carlotta, consternada.

—Todos creceremos como el Gigante —le informó Ender—, y luego moriremos.

—Tenéis que poner mucha vitalidad en los próximos quince años —les aconsejó el Gigante—. Yo lo hice.

—Pero no estabas enlatado en una nave estelar a un billón de kilómetros de los seres humanos más cercanos —protestó Carlotta con amargura—. Esto no es vida.

—Sí que lo es —afirmó el Gigante—. Es la vida que tienes. Ahora, manos a la obra. Sergeant regresará en un minuto, y tenemos que descuartizar y analizar a esa criatura. Y tened en cuenta esto, por favor: alguien o algo puso esa nave en órbita geosincrónica. Mientras no sepamos qué o quién lo hizo, no sabremos con qué peligro u oportunidad nos hemos cruzado.