Si lo hubiera llamado el Gigante o Ender, Cincinnatus quizás habría pasado por alto la convocatoria. Pero no tenía nada contra Carlotta. Ella le tenía suficiente respeto como para no hacerle perder el tiempo. Ender y el Gigante daban por hecho que las ocupaciones de Sergeant carecían de valor y que podían interrumpirlas.
La bodega siempre había sido el dormitorio del Gigante, pero Sergeant recordaba los días en que este se aventuraba en los laboratorios y la sala del timón. Mas al cabo de un año de viaje, el Gigante había crecido tanto que ni siquiera podía cruzar aquellos pasajes especialmente modificados para adaptarlos a su mole. Cincinnatus recordaba que él se había sentido triste cuando el Gigante se transformó en un prisionero de la bodega.
La última vez que Sergeant había estado aquí, se encontraba dolorido por el ataque a traición de Ender. Ahora ya no sentía dolor y la mayoría de los síntomas habían desaparecido. Ender actuaba con desparpajo, como si el incidente nunca hubiera ocurrido. Quizás él ya se había olvidado del asunto, por considerarlo demasiado trivial para pensar en ello.
Pero Cincinnatus pensaba en ello continuamente. Aún ardía de rabia y de vergüenza. Tenía que hacer algo para eliminar ese malestar, pero no sabía qué. No se proponía atacar a uno de sus hermanos. Ese camino llevaba a la muerte de su nueva especie antes de que tuviera una chance de prosperar. Ender podía considerar que los genes de su hermano eran desechables, pero Cincinnatus sabía que Ender era el mejor de ellos, y era vital que legara sus genes a otra generación. Por mucho que se enfureciera, Cincinnatus no perdía de vista lo importante.
A pedido de Carlotta, el Gigante había conectado su holotop con la holopantalla grande, y ahora ella señalaba el movimiento de una nave alienígena en el sistema estelar al que se estaban aproximando.
No era preciso que Carlotta le detallara las posibilidades.
—Desde luego que nos detendremos e intentaremos comunicarnos con ellos —dijo Cincinnatus—. No hay elección. No podemos dejar una amenaza potencial a nuestras espaldas sin investigarla.
Los otros asintieron. Un grupo tan brillante no necesitaba deliberaciones cuando las opciones eran evidentes.
—No hay motivos para que Ender deje de investigar el problema genético —dijo el Gigante—. Estamos siguiendo un camino interesante relacionado con la latencia bacteriana. Carlotta puede encargarse de la desaceleración, la aproximación y las comunicaciones.
Cincinnatus volvió a sentir su desesperación habitual. Como de costumbre, nadie se preocupaba por asignarle una tarea.
La buena de Carlotta se apiadó de él. Era irritante. No necesitaba que los demás expresaran en palabras la vergüenza que él sentía.
—¿Qué hay de Sergeant?
El Gigante la miró como si fuera idiota.
—Él preparará los armamentos de la Heródoto, así estaremos listos para hacer trizas esa nave alienígena si es necesario.
Sin rodeos. Por primera vez en su vida, Cincinnatus tenía importancia. El Gigante le había hallado una utilidad.
Ender reaccionó con escepticismo, como cabía esperar.
—No queremos entrar a disparo limpio.
El Gigante suspiró, y esta vez fue Ender quien recibió una mirada despectiva.
—Andrew, a veces parece que olvidas que cada uno de vosotros es tan inteligente como los demás. Cincinnatus no utilizará ningún arma contra un enemigo cuya capacidad aún desconocemos. E incluso cuando la conozcamos, no iniciará las hostilidades. No necesitamos una guerra. Necesitamos una evaluación. Pero si quieren pelea, tenemos que estar bien preparados, para que solo si poseen una tecnología enormemente superior puedan matarnos o capturarnos.
Cincinnatus no dijo nada. Tenía una tarea, una tarea importante. Mejor aún, tenía la confianza del Gigante.
Tanta confianza que, durante las semanas siguientes, el Gigante estudió las propuestas de Cincinnatus y, con algunas acotaciones y sugerencias, las aprobó todas. Carlotta lo ayudó a instalar un campo DM en pequeña escala en la proa del Cachorro, para que funcionara como escudo, y potencialmente como arma ofensiva. Cincinnatus dedicó horas de minucioso trabajo a transformar en armas las pequeñas sondas atmosféricas, diseñándolas para causar distintos niveles de destrucción. Era vital contar con un arsenal capaz de responder al nivel apropiado. La destrucción total era la opción menos deseable. ¿Cuántas razas alienígenas podían encontrar en ese viaje? Sería conveniente que les quedara algo para estudiar, aunque tuvieran que matarlos a todos. Transformar a los alienígenas y su nave en una nube de átomos indiferenciados era solo el último recurso.
Cincinnatus se había entrenado para esto. Lo había tenido claro desde el principio de su autoeducación. El Gigante había sobrevivido en las calles de Rotterdam, había encontrado modos de protegerse de enemigos más corpulentos y capaces mediante una combinación de inteligencia, ferocidad y oportuna confianza. Luego, cuando lo encontró sor Carlotta, el Gigante había asistido a la Escuela de Batalla y había sido el mejor en todo.
Cincinnatus había repasado las transcripciones de las grandes batallas en que el Gigante había participado al mando de Ender Wiggin, y una y otra vez había visto que el Gigante era el mejor. Wiggin lo había entendido así, y le encomendaba las misiones más difíciles y confiaba en sus consejos.
Su hermano había recibido el nombre de Andrew Wiggin, a quien el Gigante había amado y le había prestado buenos servicios. El Gigante había llamado a su hija Carlotta, por la monja que lo había rescatado, había visto su valía y lo había enviado a la guerra. Pero Cincinnatus no había recibido el nombre de alguien que perteneciera al pasado personal del Gigante. Se llamaba así por Cincinato, el gran general romano que tras salvar a la patria había renunciado al poder y había vuelto a su granja para terminar la vida en paz.
El Gigante soñaba con eso. Eso representaba este viaje para él. Un intento de terminar su vida en paz, de consagrarse a salvar la vida de sus hijos.
Para Cincinnatus, no había dudas de cuál era su misión. Tú eres el soldado, le decía el Gigante. Seguirás por mi senda de guerra. Yo he abandonado mi vida militar; te la cedo a ti.
Así que Cincinnatus estudiaba la guerra con perseverancia, en todos sus aspectos: armamentos y táctica, estrategia y logística. Cada período, cada batalla, cada general bueno o malo. Observaba todo a través de la lente de la guerra. Se preparaba.
¿Y qué había obtenido por ello? El apodo de Sergeant, como si fuera un mero suboficial, alguien jamás destinado al mando.
Sin embargo, Cincinnatus soportaba el apodo y el desdén de los demás. Perseveraba en su camino, recordando que el Gigante había sufrido un desprecio mayor cuando era el niño más pequeño de las calles de Rotterdam, y luego, cuando era el más pequeño de la Escuela de Batalla. El Gigante me pone a prueba. Le demostraré que nada me doblega y nada me quebranta.
El Gigante siempre había consultado a los otros dos, a Ender en genética, a Carlotta por la nave. Cincinnatus había sido abandonado a su suerte. Y se había desesperado. Había intentado descifrar, a partir del silencio, lo que el Gigante quería de él. Había llegado a la conclusión de que el Gigante no creía que fuera posible revertir la Clave de Anton. El Gigante había fracasado en esta última misión. Como un romano que fracasara en una gran empresa, solo le restaba sentarse en la tina y cortarse una vena. Salvo que esa no era la tradición del soldado. Un gran soldado habría pedido a otro soldado que lo atravesara con una espada para morir como en el campo de batalla.
Así pensaba Cincinnatus. Pero al parecer se había equivocado.
¿Y cómo no iba a equivocarme?, le había gritado en silencio al Gigante. Nunca me has hablado, nunca me has dicho lo que querías, he seguido tu camino tan atentamente que podría repetir de memoria cada batalla que libraste. Pero me has dejado a oscuras. Me has dejado sin ninguna pista de que valorases mi persona o mi tarea. Me has dejado tan solo como estabas tú en las calles de la ciudad.
Cuando Ender le partió la nariz y le lesionó el cuello (y pudo haberlo matado), Cincinnatus se desesperó. Se sentía como el hijo pródigo, que había reclamado su herencia y la había dilapidado, y ahora era un mero sirviente en la casa del Gigante.
Solo entonces, en el punto más bajo de su vida joven y desperdiciada, el enemigo asomó en el horizonte. Entonces el Gigante buscó a su heredero militar y lo ungió. ¡Claro que será él quien cree nuestras armas! Claro que será él quien se prepare para la guerra.
Y Cincinnatus estaba preparado. Ya había planeado cómo transformar en armas casi todos los elementos de la nave. Había creado los programas que apuntarían las toberas de escape de plasma para freír cualquier cosa que se acercara a la Heródoto. Había creado programas para transformar el motor de fusión en un ariete que formaría un campo de desintegración molecular capaz de consumir todo lo que se aproximara. Hacía tiempo que Cincinnatus había penetrado en todos los bancos de datos de la vieja Flota Internacional y del nuevo Congreso Estelar, y confiaba en que sería capaz, cuando se presentara la necesidad, de derrotar una por una a cualquier nave de guerra que la raza humana enviara contra él.
Siempre había pensado que, con el tiempo, el mayor peligro serían los humanos decididos a eliminar a los leguminotes antes de que pudieran suplantar al Homo sapiens como forma de vida dominante en el universo.
En cambio, esta era una nave alienígena, y Cincinnatus contaba con la confianza del Gigante mientras desaceleraban para ir a su encuentro. Tendría que haberse sentido exultante, vindicado.
Solo sentía alivio y un poco de amargura. ¡Al fin! ¿Y solo ahora me dices que necesitabas un hijo guerrero?
Sin embargo, el alivio y la amargura pronto se disiparon, y ahora tenía que admitir que sentía una inquietud creciente. No, ya no era inquietud. Puro miedo, eso era lo que sentía. Todos sus estudios y planificaciones militares eran teóricos o históricos. Esto era real.
Si Cincinnatus no lo hacía bien, todos podían morir. Si se apresuraba a usar una fuerza mortífera, podía provocar una represalia devastadora, pero si se demoraba demasiado, un ataque preventivo del enemigo podía destruirlos sin que hubieran activado las armas. Si no podía hacer frente en el momento a una táctica inesperada del enemigo, podían morir.
El Gigante siempre se había dado el lujo de no llevar todo el peso del mando sobre sus hombros. Encima de él estaba Ender, y más tarde Peter el Hegemón. Cincinnatus tenía al Gigante, pero el Gigante se había retirado a su granja. El Gigante era lento, y la tensión de la batalla podía afectarle el corazón. Podía morir. Cincinnatus tenía que disponerse a luchar a solas para defender la vida de su hermano y su hermana, su parentela y su especie.
Cuando Ender cometía un error o seguía una vía muerta, suspiraba y comenzaba de nuevo. Lo único que había perdido era tiempo.
Pero si Cincinnatus cometía un error, todos podían morir.
No había ensayos previos. No había juegos ni pruebas. ¿Cómo era posible? Cuando el Gigante asistía a la Escuela de Batalla, los fórmicos eran conocidos. Había algo para lo que entrenarse. Pero sobre estos nuevos alienígenas no sabían nada. ¿Cómo podía entrenarse él?
Cincinnatus descubrió que se quedaba paralizado. Estaba en medio de una tarea y de pronto notaba que no había hecho nada en media hora o en una entera. En cambio su mente había recorrido situaciones imaginarias, siempre desastrosas, y siempre por culpa de él. Se sofocaba, se petrificaba, era presa del pánico y dejaba a sus hermanos a merced del enemigo.
Todos contaban con él, y a juicio de los demás él estaba totalmente preparado: la nave estaba equipada para la guerra, el software estaba probado y funcionaba a la perfección. Pero no podían saber qué había dentro de su cabeza, y Cincinnatus estaba loco de miedo.
Se lo diré. Se lo diré al Gigante. No puedo hacer esto. No soy tu heredero. Soy un lamentable error. Un fracaso. Si nos enfrentamos a una guerra, no puedes contar con que yo haga nada.
Tomó la decisión una y otra vez. Iba a ver al Gigante para confesarse. En cambio hablaban de viejas batallas. ¿Por qué hiciste esto? ¿Por qué Ender Wiggin hizo aquello?
El Gigante parecía disfrutar con ello.
—El genio de Ender Wiggin consistía en comprender al enemigo. A los niños contra los que peleaba en la Escuela de Batalla, y a los fórmicos. Él no sabía que estaba luchando contra los fórmicos, desde luego. Pensaba que su oponente era Mazer Rackham, el único ser humano que había entendido qué eran las Reinas Colmena y había usado este conocimiento para ganar la segunda guerra fórmica. Luchó contra Mazer Rackham como si él fuera la Reina Colmena, y creía que Rackham imitaba estupendamente el modo fórmico de combatir. Así que Ender no trataba de entender a Mazer Rackham, sino a los fórmicos que presuntamente él estaba imitando.
—Tú también hacías lo mismo, ¿verdad? —preguntó Cincinnatus.
—No —respondió el Gigante—. Yo era pequeño en esa época. Odiaba al enemigo y me dejaba guiar por el miedo al enemigo. ¿Qué hará, adónde irá, qué puede hacer? Debo estar listo para contrarrestarlo. Y yo era muy bueno. Muy rápido. Muy creativo. Pero Ender no pensaba así. Él se preguntaba qué necesitaba el enemigo, qué quería. ¿Cómo puedo darles lo que ellos necesitan, de tal modo de dejarlos vulnerables? ¿Cómo puedo despojar al enemigo de la voluntad o la capacidad para luchar? Es una perspectiva diferente.
—¿Y por qué no adoptaste esa perspectiva? —preguntó Cincinnatus.
—No entendía cómo procedía Ender. Éramos íntimos. Yo era su mejor amigo, y él era mi único amigo… Tu madre y yo apenas nos tolerábamos en aquellos días. Pero no entendía lo que él hacía porque hacía algo muy diferente de lo mío. Yo creía que sus ideas y sus órdenes eran puro genio. A veces pensaba que sus órdenes eran descabelladas, pero siempre daban resultado, así que después lo consideraba brillante.
—¿Por qué no podías pensar como él?
—Porque Ender sabía amar. No estoy hablando de emociones sensibleras… aunque yo tampoco las tenía. Estoy hablando de meterte dentro de los demás e interpretar sus necesidades, comprender sus anhelos, y también lo que será bueno para ellos. Entenderlos mejor de lo que se entienden a sí mismos. Como una madre que sabe cuándo su hijo tiene sueño aunque el niño niegue que tiene sueño. Hacía eso con sus oponentes. Los calaba por completo. Y luego los ayudaba a descubrir la verdad sobre sí mismos… Que no eran guerreros. Que no tenían el talento para serlo. Les revelaba que la guerra no era el camino correcto. Y siempre tenía razón. La guerra no es el camino correcto. Y si amas la guerra, fracasas en ella, a diferencia de alguien como Ender, que la odia tanto que hace cualquier cosa para vencer y ponerle fin.
—Odias la guerra para ganarla. Amas a tu enemigo para destruirlo. No me gustan las paradojas, siempre me dan la sensación de que los demás tratan de engañarme.
—En general se engañan a sí mismos. Pero estas, en realidad, no son paradojas. Alguien que cree que ama la guerra siempre se equivoca, porque la guerra destruye todo lo que toca. Descalabra las cosas. Cuando la guerra no se puede evitar, debes librarla de tal modo de revelar al enemigo que la guerra lo está destruyendo. Cuando este lo comprende, se detiene.
—Pero lo que hizo Ender fue matar al enemigo. Lo que funciona aún mejor.
—No —replicó el Gigante—. Él no se proponía matar. Recuérdalo: cuando luchó contra las Reinas Colmena, él pensaba que todo era adiestramiento. Pensó que Mazer Rackham lo ponía a prueba. Su objetivo era demostrarle a su maestro cuán destructivo era el proceso de prueba. Luchaba como si estuviera luchando contra los fórmicos, pero solo era implacable dentro de la simulación.
—Mató a ese chico en la Escuela de Batalla.
—Se defendió. En forma brutal y contundente. Pero su objetivo no era el homicidio. Solo quería mostrarle a Bonzo que la guerra que él insistía en librar era destructiva. En realidad amaba a ese chico. Admiraba su orgullo, su sentido del honor. Trataba de salvarlo de su propia destructividad.
—Creo que tú eras mejor comandante.
—Yo era más rápido que Ender. Era más implacable. —El Gigante suspiró—. Pero en las batallas, vi que la actitud de Ender era la correcta. Y cuando al fin logré entender lo que él estaba haciendo, lo intenté. Pero yo no tenía la capacidad para amar a mi enemigo. Entendía a Aquiles bastante bien, pero no lo amaba. Hasta el final. Pero no tuve más opción que matarlo… Eso era lo que yo entendía. Aquiles no era Bonzo. Aquiles no se detendría porque alguien le mostrara que sus guerras eran destructivas. Su intención era destruir. Amaba la destrucción. Era realmente maligno.
—¿Qué habría hecho Ender con él?
—Lo que hice yo. Lo habría matado. O lo habría intentado. Aquiles era listo y rápido. Podría haber derrotado a Ender.
—Pero no podía derrotarte a ti.
—No sé si no podía. Pero no me derrotó.
Una y otra vez, durante la conversación, Cincinnatus quería preguntarle si había tenido miedo, confesar que él sentía miedo.
Pero no lo dijo. Hablaba, escuchaba, y regresaba al terror cada vez mayor de prepararse para una guerra que no estaba en condiciones de librar.
Empezó a tener pesadillas. Vídeos de los fórmicos se proyectaban en su mente, siempre destrozando a Ender, a Carlotta o al Gigante, mientras ellos le pedían a gritos que los ayudara y los salvara. Y en la pesadilla, él empuñaba armas potentes mas no podía apuntarles, no podía disparar, solo se quedaba de pie mirando morir a su familia.
Los tres dormían juntos en el laboratorio de arriba, pero cuando empezaron las pesadillas, Cincinnatus empezó a dormir en el Cachorro, o en otro lugar de la nave, cualquier sitio donde pudiera acurrucarse y dormir unas horas antes de que comenzaran los sueños.
Revisaba las armas una y otra vez, sabiendo que funcionaban bien; el que fallaría era el soldado.
Cuando empezaron a obtener imágenes visuales enviadas por las naves robot que despacharon por delante de la Heródoto, Cincinnatus estaba tan aterrado que no podía respirar. No podía creer que los otros no lo notaran. Pero no lo notaban. Lo seguían tratando con respeto cuando deliberaban sobre posibles estrategias. Y cuando empezaron a recibir las imágenes y vieron con claridad el tamaño de esa monstruosa nave estelar, mostraron su miedo sin tapujos: risas nerviosas, bromas tontas, declaraciones de espanto y temor. Pero Cincinnatus no mostraba nada, y seguían confiando en él.
Lo raro era que, aunque estaba consumido por su propio temor, la parte analítica de su cerebro seguía en plena actividad.
—No veo indicios de que el enemigo haya detectado nuestras naves robot —dijo Cincinnatus—. Más aún, no veo indicios de que estén haciendo ningún reconocimiento del planeta, aunque están en órbita geosincrónica.
—Quizá posean instrumentos que no tienen que penetrar la atmósfera —propuso Carlotta—. Nosotros los tenemos.
—Podemos determinar el contenido de oxígeno y así sabremos si es un mundo dominado por las plantas —añadió Cincinnatus—. Pero si nosotros quisiéramos instalarnos allí, enviaríamos naves para recoger muestras biológicas y determinar si la química de la vida es compatible con nosotros.
El Gigante murmuró reflexivamente.
—Los fórmicos no tuvieron que hacer eso —declaró— porque cuando ellos colonizaban, usaban un gas que reducía todas las formas de vida a una sustancia protoplasmática. Su estrategia consistía en liberarse de la flora y la fauna locales para reemplazarlas por una flora propia de crecimiento rápido.
—Entonces, cuando los fórmicos fueron a la Tierra, ¿no realizaron sondeos ni análisis? —preguntó Carlotta.
—Nosotros no detectamos ninguno —respondió Cincinnatus—. Estuve estudiando ese asunto en el último par de meses y los fórmicos no hicieron nada de lo que habríamos esperado. Ahora entendemos por qué, pero en la época no teníamos idea de su misión.
—Hablas en plural, como si hubieras estado allí —observó Ender.
—Nosotros los humanos. Nosotros los militares —aseveró Cincinnatus—. Tal como tú dices «nosotros» al referirte a los científicos en general.
—¿Estás diciendo que estos alienígenas son como los fórmicos? —preguntó Carlotta.
—No —replicó Cincinnatus.
—¿Cómo podrían ser iguales? —dijo Ender con impaciencia, como si la pregunta de Carlotta fuera tonta—. Piensa cuán diferentes eran los fórmicos de los humanos. Estos alienígenas tienen que ser totalmente diferentes de los fórmicos y de nosotros.
—Cincinnatus no se refería a eso —objetó el Gigante.
Ender y Carlotta miraron a Cincinnatus.
—Bien, ¿a qué te referías?
Cincinnatus miró al Gigante.
—¿A qué crees que me refería?
—Habla sin rodeos —le ordenó el Gigante—. No necesitas mi aprobación previa.
Claro que eso implicaba que ya contaba con la aprobación del Gigante.
—Creo que estos alienígenas no son como los fórmicos —dijo Cincinnatus—. Son fórmicos.
Carlotta y Ender quedaron tan sorprendidos que Ender se rio y Carlotta soltó un chistido despectivo.
—Los fórmicos están muertos.
Cincinnatus se encogió de hombros. No importaba que le creyeran o no. De todos modos, podía estar equivocado.
—Ayúdalos —propuso el Gigante.
—Esa nave no emite ondas de radio. No tiene naves robot ni sondas. Los motores funcionaron solo para poner la nave en órbita alrededor de la roca. Luego nada. ¿Eso sería posible en una nave humana?
—Nunca pensamos que fuera humana —aclaró Ender.
—Los tripulantes de esa nave no usan ondas electromagnéticas para comunicarse.
—Entonces tienen ansibles —opinó Carlotta.
—Es más que eso —sostuvo Cincinnatus—. Parece una nave fórmica. No como las que fueron a la Tierra, pero tiene la misma estética.
—No hay ninguna estética —objetó Carlotta.
—Es la apariencia fórmica. Carece de toda elegancia o proporción. Mira las aberturas. ¿Los adultos humanos podrían usarlas? Son bajas y anchas. Perfectas para que las obreras fórmicas puedan salir al exterior. Como las puertas de la superficie de las naves coloniales fórmicas. La expedición que enviaron a la Tierra usaba un modelo nuevo. Más pequeño y delgado que este. Y más rápido. No se aproxima a la velocidad de la luz tanto como la Heródoto, pero sí lo suficiente para obtener beneficios relativistas. Pero esta nave… ¿ves algo que pudiera lidiar con velocidades relativistas?
Carlotta se sonrojó.
—Ni siquiera pensé en ello. No. El escudo es de piedra, y no hay dispositivo de recolección. Tiene que llevar combustible suficiente para acelerar esa maciza piedra y luego desacelerar al final del viaje. Es una nave lenta.
—Es prácticamente una luna —comentó Ender.
—Durante la primera oleada de colonización, los fórmicos deben de haber despachado naves como esta —dijo Cincinnatus—. Enormes, porque tenían que mantener un ecosistema durante décadas de vuelo, no solo unos años. Con un escudo de piedra para sobrevivir a las colisiones con rocas, no a la radiación. Tienen que haber fundado sus primeras colonias con naves como esta.
—¿Cuánto hace que esta está viajando?
—Al diez por ciento de la velocidad de la luz… podrían tener combustible suficiente para eso, ¿no crees, Carlotta?
Ella se encogió de hombros.
—Probablemente.
—Quizás hayan emprendido el viaje hace setecientos años, incluso mil. Mirad cuántas melladuras y cráteres tiene el escudo. ¿Cuántas colisiones representa eso?
—Es un largo tiempo para mantener un ecosistema cerrado —apuntó Carlotta.
—Si es realmente una nave fórmica —dijo Cincinnatus—, y si realmente ha estado viajando siete, ocho o diez siglos, pudo haber ocurrido cualquier cosa. Una enfermedad. Pudieron haber agotado sus oligoelementos irrecuperables. Quizá llegaron a su destino original hace siglos, pero era inhabitable y siguieron viaje, en busca de otro mundo. Tal vez este sea el primero que hayan encontrado.
Carlotta meneó la cabeza.
—Cuando llegaron a la Tierra, los fórmicos bajaron a la superficie del planeta y comenzaron a modificarla. Aquí no están haciendo nada. Creo que están muertos.
—¿Entonces cómo han llegado a la órbita geosincrónica? Los fórmicos nunca desarrollaron ordenadores, porque tenían el cerebro de las obreras para almacenar y procesar datos. No tenían sistemas automáticos. Alguien detectó este planeta y condujo la nave hasta allí.
—¿Y por qué están inactivos? —preguntó Ender.
—Porque nos han visto —repuso Cincinnatus.
Ender hizo un gesto desdeñoso.
—Vamos, cuando llegaron a la Tierra, había naves nuestras por todas partes, desde el cinturón de Kuiper hacia dentro.
—Pero para ellos nuestras naves no eran nada —dijo Cincinnatus—. Lentas. Ellos tenían naves estelares relativistas y nosotros nunca habíamos salido del sistema solar. Mas ahora, ¿qué acabamos de mostrar a estos alienígenas? Una nave estelar que se acerca a la velocidad de la luz más de lo que los fórmicos pudieron jamás, y ellos viajan en un arca antigua y prerrelativista. No se atreven a iniciar sus actividades. Están esperando para ver qué nos proponemos.
—Al menos —matizó el Gigante—, debemos suponer que eso es lo que hacen.
Cincinnatus sintió una pequeña emoción de triunfo. Quizás el Gigante hubiera deducido todo esto como él hizo, y probablemente más rápido. Pero daba por sentado que Cincinnatus había hecho las deducciones correctas, y los otros no.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Carlotta.
—Aún no estamos listos para hacer nada —respondió Cincinnatus. Vio que el Gigante sonreía—. Recuerda que los fórmicos se comunican mente a mente. Tiene que haber una Reina Colmena en esta nave, pues de lo contrario no tendría sentido enviar una colonia. Si es como la reina que fue a la Tierra, está esperando que la Reina Colmena de la Heródoto se comunique con ella.
—No —rebatió el Gigante—. Casi acertaste, pero pasaste algo por alto.
Cincinnatus sintió un rubor en el cuello. Pero comprendió de inmediato a qué se refería el Gigante.
—Me olvidaba. Por supuesto. Esta Reina Colmena tiene que haber estado comunicada con todas las reinas de las colonias establecidas, del mundo natal. Ellas sabían que ella estaba aquí y que iba a buscar otro planeta. Si murió y fue reemplazada por una hija, también conocen a la hija. La distancia no significa nada para ellos. Cuando esta Reina Colmena descubra que somos humanos, sabrá que hemos matado a las demás reinas.
Ender asintió.
—Estamos en un gran brete, ¿verdad? Ella no reconoce nuestra nave porque ninguna reina vio este tipo de diseño. Así que cree que podemos ser alienígenas de otra especie. Pero en cuanto sepa que somos humanos, pensará que somos el enemigo más feroz e implacable que ha enfrentado nunca. Supondrá que planeamos matarla.
—¿Qué otra cosa podría creer? —preguntó Carlotta.
—A menos… —dijo el Gigante.
—¿A menos qué? —preguntó Carlotta.
Cincinnatus no sabía a qué se refería el Gigante.
—¿Quizás ella no sepa?
—No adivines —dijo el Gigante—. Piensa.
Fue Carlotta quien halló la respuesta.
—El Portavoz de los Muertos.
—Es un personaje ficticio —intervino Ender.
—Tus amigos científicos creen que es ficticio —aseveró el Gigante—. Millones de personas creen que La Reina Colmena es tan veraz como una escritura sagrada.
—¿Qué sabes sobre eso que no sepamos nosotros? —preguntó Cincinnatus.
—Sé quién es el Portavoz de los Muertos —respondió el Gigante—. Porque también escribió El Hegemón. Ahora publican los dos libros juntos, en el espacio humano. Conocí a Peter Wiggin y os aseguro que cada palabra que el Portavoz de los Muertos escribió sobre él en El Hegemón era cierta. Y cada palabra sobre tu madre. Todo verídico. Y fue igualmente fidedigno al escribir La Reina Colmena.
—¿Cómo es posible? —preguntó Carlotta—. Estaban todos muertos.
—No todos, al parecer —refutó el Gigante—. El Portavoz de los Muertos recurre a entrevistas.
—Eso es una fantasía —dijo Ender.
—Y eso es lo que opina un niño de seis años —sostuvo el Gigante—. Tengo más del triple de tu edad y sé de qué hablo. Tú no. Si has leído La Reina Colmena, sabes que se percataron de su error y lamentaron profundamente haber matado a tantos seres autónomos cuando fueron a la Tierra. Suponían que todos éramos obreras y matarlas a ellas significa tanto, moralmente hablando, como cortarle las uñas a alguien. Cuando comprendieron que cada uno de nosotros era un ser independiente e irreemplazable, detuvieron la expansión por nuestro espacio y se replegaron. Solo que no tenían modo de avisarnos, pues no poseían lenguaje, y nosotros éramos sordos a sus pensamientos.
—Otro motivo por el cual La Reina Colmena tiene que ser ficción —opinó Ender.
—Así la guerra continuó, y los matamos a todos —dijo el Gigante—. La Reina Colmena de esta nave colonia habría conocido cada paso de su decisión. Cuando descubra que somos humanos tendrá miedo de nosotros, sí, pues tendría que estar loca para no tener miedo… pero también estará llena de contrición y ansiosa de demostrar sus intenciones pacíficas.
—O quizá desee vengarse porque los humanos matamos a todas sus hermanas, aunque no habían vuelto a invadir la Tierra —planteó Cincinnatus.
—Es otra posibilidad —admitió el Gigante—. Y ha tenido mucho tiempo para pensar qué hacer con los humanos si se cruza con ellos. Puede ser una disculpa abyecta y servil. Puede ser una treta para inducirnos a ser vulnerables. Puede ser un ataque devastador en cuanto averigüe a qué especie pertenecemos.
—O todos los tripulantes de esa nave pueden estar muertos —añadió Cincinnatus.
—Olvidas que alguien la puso en órbita —objetó Carlotta.
—No olvido nada —replicó Cincinnatus—. Cuando ves algo que parece muerto, a veces es una treta, a veces es mero silencio, y a veces la cosa está muerta.
—Pues aquí estamos —dijo el Gigante—. Esa nave colonial puede estar rebosando de furiosos soldados fórmicos. Puede estar vacía. Puede contener una Reina Colmena que solo desea ser nuestra amiga.
—Bien, ¿qué hacemos? Si es realmente una nave fórmica —opinó Carlotta—, no podemos llamarla con nuestro código de identificación.
—Creo que la única opción es enviar un embajador —propuso el Gigante—. O, por decirlo con mayor precisión, un espía.
—¿Quién? —preguntó Ender.
Cincinnatus notó complacido que Ender no parecía muy ansioso de ofrecerse.
—Bien, yo no quepo en el Cachorro —dijo el Gigante—. Así que tendrá que ser uno de vosotros.
—Iré yo —anunció Cincinnatus—. Soy el más preparado si las cosas salen mal, y soy el más prescindible si las cosas salen muy mal.
Cincinnatus vio que Ender pensaba que era una pésima idea y que Carlotta tenía sus dudas.
Pero el Gigante la aceptó.
—Vuela en círculos alrededor de ellos y fíjate qué reacción obtienes —le indicó—. Aterriza en la superficie. Si puedes abrir una puerta, ábrela e invítalos a inspeccionar. Muéstrales tu forma. Lárgate de allí si parece peligroso. Y si no obtienes ninguna reacción, lárgate de todos modos. Limítate a abrir una puerta. No entres solo. Haz todo lo que puedas para lograr que los habitantes de la nave, sean quienes fueren, salgan y comiencen a comunicarse, pero no hagas nada violento ni amenazador. Y no entres.
—No entraré —prometió Cincinnatus.
—Él entrará —rebatió Ender—. No podrá evitarlo. Estamos hablando de Sergeant.
—Si crees que desobedeceré una orden, no me conoces en absoluto —dijo Cincinnatus.
—Él hará lo que deba hacer —sostuvo el Gigante—. Y si no lo hace, no le irá peor que a cualquiera de vosotros dos.
Ender y Carlotta no tenían respuesta para eso. El Gigante había hablado.
Ojalá no hubiera dicho más.
—Además —añadió el Gigante—, Cincinnatus no entrará porque la idea de entrar solo lo aterra.
Él lo sabe, pensó Cincinnatus con desesperación. Pude ocultárselo a mis hermanos, pero no al Gigante.
—Sé que lo aterra porque a mí me aterra —agregó el Gigante—. Alguien que no se aterre es demasiado estúpido para que le confíen un asunto tan importante.
Él me conoce, pensó Cincinnatus. Y aun así confía en mí.
—¿Entonces está bien si tengo que lavarme la ropa interior cuando regrese? —preguntó.
—Hazlo, por favor —respondió el Gigante—. Antes de presentarte ante mí.