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Observando el cielo

Carlotta hacía calibraciones de gravedad en la base del campo, en la popa de la nave, cuando Ender entró en el soporte vital, justo arriba de donde ella estaba trabajando. O delante de ella, según cómo se encarase la nave.

Las lentes de gravedad causaban mucha confusión. Las bandejas de líquenes, algas y bacterias, que generaban oxígeno y también creaban la materia prima utilizada por los procesadores alimentarios, tenían que permanecer parejas, al margen de lo que hiciera la nave. Durante la aceleración no era preciso hacer nada en absoluto: la inercia daba a las bandejas su posición de «abajo», hacia la popa de la nave. Pero durante el vuelo normal las bandejas no tenían peso, y era preciso configurar el campo de las lentes de gravedad para dar a las bandejas un «abajo» constante, siempre hacia popa.

Además, el liquen requería al menos media gravedad terráquea. Pero en la bodega que estaba delante (o arriba) del soporte vital, media gravedad mataría a Padre en una hora. Su corazón no podría resistirlo. Y como se filtraba la gravedad de miles de estrellas, y había que adaptar las lentes continuamente mientras se acercaban o se alejaban de las estrellas más masivas, había que realizar ajustes constantes.

Carlotta había asumido el deber de asegurarse de que los medidores de gravedad siempre estuvieran perfectamente calibrados, para que los ordenadores de la nave trabajaran con datos precisos sobre la gravitación entrante y la gravedad filtrada de varias partes de la nave. Había instalado tantos dispositivos de seguridad en la bodega que sonaban alarmas si se producía la menor variación de gravedad que pudiera afectar a Padre. En el soporte vital la tolerancia era mucho más amplia. Pero ella tenía que cerciorarse de que el liquen contara con la gravedad suficiente para no crecer en exceso verticalmente y que no arrojara sombra a los niveles inferiores de cada bandeja, para que las algas de los niveles inferiores aún pudieran realizar la fotosíntesis.

Cada bandeja era esencialmente un bosque tropical de seis centímetros, donde los líquenes eran los árboles y su intrincada urdimbre se elevaba tanto como lo permitía la gravedad, mientras la luz se filtraba hacia el lento río de abajo, donde diversas especies de algas creaban minihábitats para centenares de tipos de bacterias que vivían en una simbiosis constante y cambiante. Los desechos procesados de los cuatro humanos (la mayoría procedentes de Padre, aunque la producción de los niños ya no era desdeñable) goteaban en las bandejas con regularidad, y alrededor de cada fuente de goteo las bacterias los descomponían, preparando una sopa nutriente que alimentaba a las algas y con el tiempo a los líquenes.

Las bacterias también comían los líquenes y las algas decadentes, y se comían entre sí. Era un mundo cruento pero cuidadosamente contenido, así que nada se desperdiciaba. Luego se abrían las bandejas de manera automática, una por una, se les extraía la mayor parte de los líquenes y algunas algas, y volvían a su lugar para iniciar sus dos semanas de regeneración. Lo que se extraía era transformado en comida.

Si hubiera habido más gente, el proceso habría sido más rápido y habrían usado hasta diez bandejas por día. Entonces habría habido más desechos para fertilizar las bandejas, y también habría sido más rápida la regeneración.

También estaban los oligoelementos no renovables que se debían verter en el sistema cuando empezaban a agotarse. Era un equilibrio delicado, pero podía durar siglos mientras la maquinaria estuviera bien mantenida y la gravedad o la aceleración no superasen los límites de tolerancia.

Además debían cuidar el huerto de hierbas. No estaba tan automatizado como el soporte vital, y sin él la comida habría sido una pasta repulsiva sobre un pan repulsivo. Carlotta también había asumido esa tarea, en cuanto Padre ya no pudo llegar al huerto. Además, él tenía manos tan grandes que le costaba manipular las hojillas de las hierbas. Al final de su época como horticultor de la nave, Padre arrancaba tantas plantas como las que cosechaba, y el huerto se había deteriorado.

Los varones se alegraban de dejar estas tareas de mantenimiento en manos de Carlotta. El resultado, notaba ella con una mezcla de orgullo y amargura, era que ocupaba oblicuamente el papel tradicional de las mujeres: cocinera y ama de casa.

Se requería voluntad para repetir los mismos quehaceres una y otra vez sin caer en la chapucería o la pereza, y Carlotta no sabía si podía confiar esas labores a sus hermanos. No sabía si eran diferencias de género propias de la especie o solo las personalidades de ellos tres, pero Ender, aunque demostraba una paciencia infinita en la investigación, siempre necesitaba un objetivo y un fin previsible, mientras que Sergeant tenía el intervalo de atención de… bien, de un niño de seis años.

Carlotta pensaba que Sergeant era el más humano de los tres, el más parecido a un niño común. Era emocionalmente inestable, el que más necesitaba estímulos constantes, el más desesperado por la acción, el cambio, los hechos. Y esto era precisamente lo que no ofrecía la vida a bordo. No había crisis. La investigación daba a Ender resultados (habitualmente negativos) al ritmo de un glaciar, mientras que las tareas de mantenimiento no ofrecían ningún cambio a Carlotta, salvo en su conocimiento y dominio de la maquinaria y de la teoría en que se basaba el funcionamiento de la nave.

Pobre Sergeant. El más aniñado de nosotros, y en consecuencia el que más sufre nuestra vida absolutamente tediosa. Con razón siempre fantasea con enemigos y crisis. Sin duda, el plan de matar a Padre representaba la crisis más escandalosa que había inventado hasta la fecha: un acto sumamente estúpido e incivilizado, sí, pero exactamente lo que planearía un niño.

Y los golpes de Ender en la nariz y el cuello le habían dado a Sergeant una estupenda dosis de crisis.

El niño sanaría, pero su rencor, su aburrimiento y su desesperación continuarían infectándose y creciendo. ¿Qué inventaría a continuación? Un día sucedería algo espantoso. En esa nave no había la cantidad de gente necesaria para dar variedad a la vida.

—Sergeant necesita un perro —dijo Carlotta.

Ender dio un respingo.

—¿Qué haces aquí abajo?

—Mi trabajo —respondió Carlotta—. ¿Qué haces tú?

—Busco muestras —explicó Ender—. Hace tiempo que investigo virus para empalmes genéticos, pero se están realizando trabajos productivos con la latencia bacteriana y los activadores químicos. El mayor problema es cambiar cada célula del cuerpo al mismo tiempo, e impedir que el sistema inmunológico se rechace a sí mismo después del cambio. Tenemos algunas de las bacterias en las bandejas, y trataré de combinar ciertos rasgos con algunas de nuestras bacterias intestinales para ver si puedo mejorar sus técnicas.

Parecía muy feliz.

—Sabes que Sergeant nunca olvidará lo que pasó el otro día.

—¿Cuándo lo molí a golpes? —dijo Ender—. No esperaba que lo olvidara. Más aún, espero que lo recuerde bien.

—Fue la sorpresa lo que te permitió ganarle de mano. No volverás a sorprenderlo.

Ender suspiró y no respondió.

—Sergeant necesita un perro —repitió Carlotta.

—Teóricamente, creo que podría recapitular toda la historia evolutiva y construir un animalillo con el que pudiera entretenerse. Pero por desgracia, me llevaría un tiempo que superaría nuestra expectativa de vida… y solo con que prepare algo parecido a un calamar. Si tengo que crear un cordado, tardaré aún más, y no sé si podríamos controlar los resultados.

—Necesita algo que pueda amar y controlar al mismo tiempo —añadió Carlotta.

—Creí que para eso estabas tú —dijo Ender.

—Él no me controla.

—¿De veras? Al parecer la marioneta no ve los cordeles.

—Veo todo aquello que ves tú. Lo que tú llamas cordeles son mi esfuerzo constante para impedir que Sergeant se vuelva loco de remate.

—Creo que podemos considerar su plan de asesinar al Gigante como un fracaso colosal de ese esfuerzo.

—Yo no le habría permitido que lo hiciera —aclaró Carlotta.

—¿Cuándo le has impedido hacer algo? —replicó Ender, con tal desdén que ella sintió ganas de lastimarlo. Solo un poco. Quizás una biopsia de hígado mientras dormía: una herida pequeña, un dolor intenso, una curación rápida.

—Si te molestaras en conectarte con cualquiera que no esté realizando investigaciones genéticas a cientos de años luz de distancia, sabrías cuántos planes descabellados le impedí realizar. Solo te enteraste de este porque él se negó a revelarlo hasta que lo dijo de repente y tú le rompiste la cara.

—Necesitaba que se la rompieran.

—Lo único que lograste fue convertirte en su enemigo primordial. Cuídate la espalda, Ender.

—Ya he dedicado parte de mi atención a vigilar lo que hace Sergeant.

—Estás tan a la zaga de él que te aseguro que no estás vigilando a Sergeant. Mejor dicho, solo verás lo que él quiera que veas.

—Pero puedo aprender mucho de lo que él quiere que vea. Carlotta, estoy ocupado y en este momento tengo muchas cosas en la cabeza. Me gustaría postergar nuestra pequeña charla para un momento más oportuno.

—Sergeant necesita algo en lo que pueda trabajar.

—Sergeant no sabe trabajar en nada que no implique actos violentos o luchas de vida o muerte —dijo Ender.

—Y es precisamente en lo que estamos trabajando tú y yo, si te detienes a pensarlo —opinó Carlotta—. Tú tratas de combatir nuestro gigantismo genético antes de que nos lleve a la bodega, y yo procuro que todos los sistemas de la nave sigan funcionando para que no perezcamos por culpa de un error o un accidente.

—A eso me refería —observó Ender—. Sergeant podría trabajar en cosas realmente importantes si se lo propusiera. Es listo… en pocos meses yo podría ponerlo al corriente de la investigación genética.

—No quiere trabajar para ti ni para mí. Sergeant es insubordinado por naturaleza.

—Como buen esquizoparanoide.

—No digas esas cosas. Esa es una enfermedad real, y Sergeant no la padece, pero si quieres encararlo de esa manera…

—¿No tienes el menor sentido del humor? —preguntó Ender.

—Lo que la vida a bordo le está haciendo a Sergeant no tiene la menor gracia.

—Si no me río —dijo Ender—, tendría que tomarlo en serio, y eso me distraería de mi trabajo.

—Esperaba que me ayudaras a encontrar algo que le permita a Sergeant soportar su vida. Sufre la soledad más que tú y yo. Se parece más a Padre.

—¿El Gigante y Sergeant? Nunca pensé en ello, pero quizá tengas razón. Sergeant necesita ser un niño de la calle, en constante peligro de morirse de hambre o de que lo maten. Eso sí que lo mantendría ocupado. Él no necesita un perro sino un tigre dientes de sable. Algo que lo aceche sin cesar, para que pueda dedicarse a combatir amenazas reales y no tenga que inventarlas.

—Pensaba en un compañero cuya vida se extienda más allá de los límites de la nave.

—¿Un perro en otro mundo? —preguntó Ender.

—Tenemos muchísimo dinero allá en el mundo humano, cantidades enormes. El tal Graff organizó tan bien las finanzas de Padre que allá nadie sabe cuán ricos somos.

—Todo el dinero que necesitamos cabría en mi puño —dijo Ender.

—Ahora no podemos utilizarlo, pero quizá podamos comprar algo que Sergeant podría cuidar en forma virtual, a través del ansible. Lograr que alguien implante algo en un animal, quizás. En un mundo colonial con mucho terreno salvaje. Quizás un depredador… Tu broma con el tigre dientes de sable podría ser buena idea.

Ender dejó de recoger muestras y reflexionó un momento.

—Le molestaría que fuera un regalo nuestro, o siquiera una idea nuestra. Pensaría que lo estamos sometiendo a terapia, y tendría razón. Él cree que no tiene ningún problema.

—Lo sé —repuso Carlotta, aunque no lo había pensado así hasta que Ender lo mencionó.

—Siempre dices que lo sabes, pero creo que tú no sabías nada de nada.

—Sabía que dirías eso.

—La magnífica Carlotta, un dechado de sabiduría.

—Era hora de que lo admitieras.

—En varios mundos hay laboratorios de investigación biológica que estudian diversas xenofaunas. Supongo que estás sugiriendo que invente una excusa para que esto sea un proyecto mío, del que yo hable con entusiasmo, para que Sergeant crea que está actuando a hurtadillas para controlar la criatura y utilizarla con sus propios fines.

—Algo así —dijo Carlotta, cuyas elucubraciones no habían llegado tan lejos, pues solo había inventado el plan mientras se lo comentaba a Ender—. No hay modo de que yo pueda hacer algo con esas características, pues todo mi trabajo se relaciona con la nave. Pero tú tienes muchos contactos por el ansible.

—Y ninguno de ellos sabe que soy un antonino de seis años a bordo de una nave estelar. Soy una persona distinta para todos ellos, y, a causa de la diferencia temporal, por lo general me dedico a acopiar datos. No tengo relaciones personales con nadie.

—Nunca creí que las tuvieras.

—No quiero que creas que tengo una vasta red de amigos en el universo humano. Si averiguaran quién soy y dónde estamos, tal vez los medios nos prestarían una breve racha de atención, y entonces alguien podría investigar nuestras finanzas y alguien más encontraría un motivo para declarar que son ilegales y quitarnos el dinero.

—No pueden encontrarlo —dijo Carlotta.

—Nuestro software y nuestros agentes piensan que no, pero eso no quiere decir que una persona realmente capaz no pueda hacer cosas que los sorprenderían. De todos modos, volviendo a tu sugerencia… yo estoy en condiciones de hacer algo así. No creo que funcione, pero se puede hacer y vale la pena intentarlo. ¿Tú también quieres una mascota?

—Quizás un enlace con un robot doméstico, así podría observar a otro que realice el mantenimiento de rutina día tras día y año tras año, y recordar que las máquinas tienen vidas más interesantes que la mía.

—Conque sientes tanta autocompasión como todos nosotros —dijo Ender—. Somos unos mártires.

—Lo dices como si tal cosa —replicó Carlotta.

—Pero no vivo como si tal cosa. El trabajo que hago me aburre tanto que hay días en que quisiera morirme junto con el Gigante.

—¿Sabes por qué el Gigante no quiere morirse? —preguntó Carlotta.

—Porque nos ama —respondió Ender— y su trabajo no habrá concluido hasta que esté seguro de que tendremos una chance de ser felices. Sea esto lo que fuere.

—No tenía por qué amarnos. Lo dices como si fuera tan natural como el aire.

Ender señaló el equipo del soporte vital que lo rodeaba.

—No hay nada de natural en el aire que respiramos.

—Padre es un buen hombre. Un hombre noble. Un hombre realmente abnegado.

—Te equivocas —dijo Ender—. Padre es un niño salvaje que llegó a admirar a una monja llamada sor Carlotta y a un niño un poco mayor llamado Ender Wiggin, y quería ser tan bueno como creía que ellos eran, así que se empeñó en tratar de fingir que era un niño real, y hoy sigue representando ese papel, porque teme que de lo contrario descubriría que todavía es ese carroñero muerto de hambre que se las apañó para sobrevivir en las calles de Rotterdam.

Carlotta se echó a reír.

—¿Nunca has pensado que quizás el papel de niño salvaje le fue impuesto, y que el buen hombre de nuestra bodega es el verdadero Julian Delphiki?

—Qué más da. Todos somos niños salvajes, y me refiero a toda la raza humana y sus variantes. Apenas hemos llegado a la fase de la evolución en que deseamos y necesitamos la civilización. Todos tenemos que suprimir al agresivo macho alfa y a la primitiva madre protectora para poder convivir en estrecha proximidad.

—Como hacemos en esta nave —dijo Carlotta.

—Buscaré una mascota para Sergeant.

—Y para ti. Y para mí. Y quién sabe… quizá Padre se sentiría más animado si tuviera cierta vida fuera de esta nave.

—Necesitamos mucho ancho de banda para mantenernos a todos jugando con animales en otros planetas.

—Podemos pagarlo —sostuvo Carlotta.

—Lo estudiaré —declaró Ender.

—Haz cuenta de que te interesa, y que tiene cierta urgencia.

Ender no dijo nada más. Cerró la tapa de su última muestra y salió del soporte vital.

Carlotta ya había terminado con sus revisiones. Como de costumbre, todo funcionaba bien.

¿Qué tarea rutinaria, tediosa y solitaria la aguardaba? Hacía tiempo que no revisaba el software de rastreo. ¿Semanas? ¿Días? Varios días, al menos. Cerró el panel del piso sobre los sensores del campo gravitatorio y se dirigió al pozo del ascensor.

Cuando entró en la plataforma, esta era un pequeño piso bajo sus pies. Pero al desplazarse hacia arriba, pasó a ser una zona de flujo donde ella se sintió caer en todas las direcciones. Estaba acostumbrada, pero todavía le producía una pequeña descarga de adrenalina mientras su cuerpo sentía el habitual pánico momentáneo. El nódulo límbico de su cerebro no comprendía que ella ya no vivía en un árbol, que no debía sentir pánico cuando tenía una sensación de caída.

Aferró la manija del ascensor y pronto llegó a la zona que mantenía la gravedad de Padre orientada de tal modo que el soporte vital estuviera hacia la popa de la nave y no hacia el fondo. En esta zona de gravedad, el pozo del ascensor circulaba a lo largo del fondo de la nave (la quilla, por usar la analogía náutica) y la bodega donde vivía Padre estaba encima de ella, y Carlotta yacía de espaldas, aferrando la manija mientras el ascensor se deslizaba hacia delante. Era fácil aferrarse: la gravedad de Padre era similar a la de la Luna, un décimo de la terráquea.

Ender estaba en el laboratorio de abajo cuando Carlotta llegó allí. Necesitó un par de pasos para entrar en la zona de gravedad terráquea normal que la nave mantenía en los compartimientos delanteros, adonde Padre no podía ir. Ender no alzó la vista. Estaba ocupado insertando sus muestras en diversos equipos, algunos para congelar, otros para analizarlos de inmediato. No tenía tiempo para ella.

Le envidió esta sensación de apremio. A diferencia de la crisis de Sergeant, la urgencia de Ender era real. Los plazos eran perentorios. Carlotta no creía que fuera posible salvar la vida de Padre, pero había cierta esperanza para los tres niños, y Ender nunca la perdía de vista. En su corazón, sabía que Ender era el único de los tres que se abocaba a una tarea realmente importante para todos ellos. Pero Padre y él estaban tan enfrascados, tan abocados a los avances de la investigación, que Carlotta desesperaba de aprender lo necesario para estar a la par de ellos y ser su colega. Siempre sería la rezagada.

Aun así, abandonaría todas sus ocupaciones si la invitaban, si le pedían que realizara cualquier tarea, aunque fuera doméstica. ¿Por qué no cuidas esto mientras nosotros hacemos el trabajo real? No le molestaría. Pero nunca le pedían ayuda.

Pasó en silencio junto a Ender y subió al laboratorio de arriba. Se sentó en el terminal del ordenador de rastreo, activó los holomapas y se puso a estudiar todos los sistemas estelares que estaban en su trayectoria futura, empezando por las estrellas que estaban a punto de pasar y siguiendo hacia delante. El ordenador buscaba la configuración de la masa de cada sistema para estimar cuánto se debían ajustar las lentes del gravitador.

En la cuadragésima estrella que examinó (que estaba varios meses en el futuro, pero que se les aproximaría bastante), el ordenador detectó una anomalía. Seguía el rastro de un objeto que pertenecía a ese sistema estelar, pero según el informe del ordenador la masa del objeto estaba cambiando.

Era imposible, desde luego, una mala interpretación de los datos. La masa no cambiaba, eso era solo lo que se informaba. Lo que sucedía era que el objeto no se desplazaba en una trayectoria que fuera predecible en relación con las masas conocidas de la estrella y sus planetas más grandes. Así que el software seguía ajustando la estimación de la masa del objeto para que congeniara con sus movimientos más recientes.

No era un «objeto». Usaba su propia potencia para desplazarse en una trayectoria de su propia elección, al margen de la gravedad de la estrella y sus planetas.

Carlotta pidió al ordenador que considerase el objeto como una nave estelar.

De inmediato obtuvo una lectura muy distinta de los movimientos. La nave tenía una masa constante, y era mil veces más masiva que la Heródoto. Y ahora la trayectoria tenía sentido. La nave estaba desacelerando mientras ingresaba en el sistema estelar. No se dirigía hacia la estrella, sino hacia un planeta rocoso de la zona de habitabilidad.

Ni siquiera las naves coloniales humanas más grandes eran tan voluminosas, pero habrían apuntado precisamente hacia esa clase de planeta. Si la Heródoto estuviera en una misión de exploración, ese planeta habría activado las alarmas pertinentes. Dadas las circunstancias, la Heródoto enviaba por el ansible todos los datos astronómicos a los encargados de los mapas maestros. Originalmente eran mantenidos por la Flota Internacional, pero en siglos recientes el Congreso Estelar supervisaba las constantes actualizaciones.

El informe preliminar enviado por la Heródoto indicaba que el planeta tenía una gravedad de 1,2 g. En la zona de habitabilidad, eso significaba que tenía atmósfera, aunque, como había retenido más hidrógeno que la Tierra, y como carecía de un planeta gemelo como la Luna, la composición de esa atmósfera aún no se podía predecir. A medida que se aproximaran en el próximo cuarto de siglo, tiempo terrícola, acopiarían y transmitirían más información sobre la atmósfera.

Pero a Carlotta no le interesaba mucho el planeta. Los planetas no les servían de nada porque Padre no podía ponerse de pie en media gravedad, ni hablar de 1,2 g. El hecho de que la nave alienígena se aproximara sugería que la atmósfera era atractiva para la especie que la tripulaba. Pero lo importante para la Heródoto era la existencia de la nave alienígena.

Una especie que navegara por las estrellas no podía surcar el espacio sin tener instrumentos que detectaran el paso de la Heródoto. Las emisiones del motor de plasma eran potencialmente peligrosas para la nave alienígena y quizá se sintiera amenazada, aunque no estaban en una trayectoria de colisión.

Como la nave alienígena estaba desacelerando para aproximarse a un planeta, Carlotta no tenía modo de averiguar si la nave, o una lanzadera que llevara en su interior, podía alcanzar una velocidad comparable a la de Heródoto.

Había varias opciones, ahora que sabía que era una nave alienígena. La Heródoto podía desviarse un poco para no pasar tan cerca del sistema estelar. Esto no ocultaría su paso a la nave alienígena, pero reduciría las probabilidades de que los alienígenas se propusieran interceptarlos; sus emisiones de plasma y su acopio de masa no surtirían efecto en ningún objeto que se pudiera interpretar como parte de ese sistema estelar.

Pero cualquier desvío requería una significativa desaceleración de la Heródoto. Los objetos que viajaban tan cerca de la velocidad de la luz no podían virar. Tendrían que llegar a menos del ochenta por ciento de la velocidad de la luz para un leve viraje; para efectuar un giro de un grado o más, tendrían que reducir su velocidad a la mitad.

Eso los devolvería al flujo normal del tiempo. Los efectos relativistas del vuelo cuasilumínico no eran perceptibles a velocidades más bajas. Eso significaría que la investigación genética en los mundos humanos dejaría de avanzar a los brincos, en relación con la Heródoto, sino que andaría a un ritmo de a lo sumo dos días por día, quizá menos.

¿Eso importaría? En los mundos humanos ya nadie investigaba la Clave de Anton. Solo Padre y Ender lo hacían, y un cambio en la velocidad de la nave no retrasaría su trabajo. Quizá se perdieran momentáneamente un avance en otras investigaciones emparentadas, pero en más de cuatro siglos esos avances habían sido leves. Se habían abierto interesantes líneas de investigación, pero no se había producido ningún descubrimiento decisivo.

Sin embargo, Carlotta sabía que no estaban limitados a estas dos opciones: continuar en línea recta a velocidad cuasilumínica, o desacelerar para torcer el rumbo y volver a la velocidad de la luz cuanto antes. Había una tercera opción. Podían detenerse y reunirse con la nave alienígena.

Peligroso. Potencialmente fatal. La raza humana solo se había topado con una especie alienígena, y había librado con ella una guerra de extinción. Según una historia narrada por el autor de La Reina Colmena con el seudónimo «Portavoz de los Muertos», los fórmicos no se proponían exterminar a la raza humana. Pero Carlotta no se lo creía. Era fácil atribuir motivaciones benignas a una especie alienígena que ya no existía.

Desacelerar para reunirse con esa especie alienígena era sumamente peligroso, potencialmente letal. Tan letal como la primera nave colonial fórmica que había ingresado en el sistema solar de la Tierra. Los primeros encuentros en el cinturón de Kuiper y el cinturón de asteroides, y el aterrizaje en la Tierra, cuando los fórmicos intentaron reemplazar las especies de la Tierra por las suyas, habían matado a miles de humanos. La guerra para salvar a la Tierra había sido enconada y el desenlace había sido incierto hasta el final.

La tecnología fórmica era más avanzada que la humana, pero había ciertas lagunas en la mentalidad fórmica que los humanos explotaron para frustrar ese primer intento de colonización. En la época en que la Flota Internacional había llegado a todos los mundos colonizados por los fórmicos, las tecnologías eran casi parejas, salvo que los humanos tenían el campo de desintegración molecular que se usaba en las naves interestelares. El campo DM se utilizó como arma para arrasar el mundo natal de los fórmicos y despachar a las cinco Reinas Colmena.

¿Y si este grupo de alienígenas poseía una tecnología tan mortífera para los humanos como el campo DM había sido para los fórmicos? Aunque las tecnologías estuvieran más equilibradas, ¿qué sucedería si eran más malignos e implacables que los fórmicos?

Pero era demasiado tarde para evitar un encuentro. La Heródoto sería detectada, hiciera lo que hiciese, y su senda de plasma podía rastrearse hasta que desapareciera. Y como su vuelo había sido recto como una flecha desde que habían alcanzado la velocidad de la luz, para encontrar el mundo natal de los humanos los alienígenas solo tenían que seguir el camino trazado por la emisión de plasma de la Heródoto hasta que el rastro se diluyera.

El Gigante y sus hijos tenían la misión de permanecer a la velocidad de la luz mientras trabajaban para salvar su propia variante de la especie humana. Para salvar su propia vida, si podían.

Pero ¿de qué serviría si toda la raza humana era exterminada en el ínterin?

Sería mucho más útil desacelerar y detenerse, en vez de girar, para averiguar todo lo posible sobre esa nave alienígena y sus habitantes. Usando el ansible, podrían enviar todos los datos que acopiaran, hasta el momento en que los alienígenas los destruyeran. La raza humana tendría tiempo para hacer los preparativos necesarios para recibir a esos alienígenas cuando siguieran el rastro de la Heródoto hasta la Tierra.

Y siempre estaba la posibilidad de que esa especie alienígena tuviera una tecnología más débil que la Heródoto. Quizá fueran amigables. Quizá se postraran para adorarlos.

De un modo u otro, Carlotta entendía que la raza humana podría tener buenos motivos para sentir gratitud por esa pequeña nave de antoninos… o leguminotes, por seguir la broma de Ender sobre el nombre de Padre. Si la raza humana podía escoger sus primeros embajadores ante esta nueva especie alienígena, no podía haber mejor elección que el gran guerrero Julian Delphiki y sus tres brillantes hijos. Si algún humano podía habérselas con esos alienígenas, serían los malditos genios de esa pequeña nave solitaria.

Y Sergeant tendría algo útil en que ocuparse en vez de tramar planes para matar a Padre, o al enemigo que se inventara.

Carlotta envió una señal a Ender y Sergeant.

VENID CONMIGO PARA HABLAR CON EL GIGANTE.

HA SURGIDO ALGO IMPORTANTE.

Luego copió los mapas e informes pertinentes en el holotop de Padre.